5

Durante el viaje en tren de vuelta a Blackpool, Lyle iba mirando el paisaje por la ventanilla, pero sin percibir ninguna de las bellezas que ofrecía la naturaleza. Ni las verdes praderas salpicadas de vacas Hereford y ovejas Lincoln, blancas como la nieve. Ni los graneros, los cottages, las pequeñas iglesias rurales, los caminos comarcales flanqueados de árboles… ¡Nada! Lo único que sentía era su dolor de corazón. Le asaltaban remordimientos de conciencia por no alegrarse del niño que esperaban Millie y él, cuando en realidad amaba tanto a Elena y solo quería estar con ella. Cuántas veces había imaginado este viaje de vuelta a Blackpool, pero ni en sueños se le había ocurrido pensar que regresaría para partirle el corazón a Elena. O peor aún: ahora sabía que Millie ya estaba embarazada cuando él conoció a Elena, de modo que desde un principio su amor había sido imposible. Lyle creía merecerse esa fatalidad del destino.

El joven médico fue derecho desde la estación a Ashbourne Street para avisar de que deseaba dejar la habitación de la pensión de Shirley Blinky, pero al llegar vio que la patrona no estaba en casa. Así que se dirigió al hospital para interesarse por los pacientes que le preocupaban. En el transcurso de la última semana, a Norman Mason le había mejorado la pierna; era, por lo tanto, uno de los afortunados. Entre los soldados heridos, a menudo eran peores las heridas psíquicas que las físicas, y Lyle supuso que ese sería también el caso de Norman. Estaba convencido de que le curaría poder estar cerca de su joven familia, pero como había que atender de un modo u otro a tantos soldados, resultaba casi imposible hospitalizar a Norman en un sanatorio de Derbyshire. Pese a todos los obstáculos, Lyle no desistió de intentarlo.

Cuando volvió al hospital, Lyle comprobó que la cama de Norman había sido ocupada por otro soldado y se sintió hondamente conmovido. Estaba acostumbrado a perder pacientes; eso era muchas veces inevitable, dadas las lesiones que se veía obligado a tratar, pero a Norman le había cogido un cariño especial. También Elena sentía mucho aprecio por Norman y hablaba a menudo de él. Se dirigió a una enfermera de la planta.

—¿Qué ha pasado con… con Norman? Parecía que le iba muy bien cuando cogí vacaciones.

—No lo sé, doctor MacAllister. He librado dos días y acabo de incorporarme al servicio, pero a veces se produce un empeoramiento repentino.

—Infórmese, por favor, enfermera —le ordenó Lyle.

Le caía francamente bien el joven soldado; apreciaba su humor seco, que no había perdido ni siquiera por los trágicos sucesos de la guerra.

La enfermera volvió con una grata noticia.

—Norman se encuentra bien, doctor MacAllister.

Lyle suspiró aliviado.

—¿De verdad? ¿Está segura?

—Sí, ha quedado libre una plaza en el sanatorio de Bradbourne. Al parecer, todo ha ido bastante aprisa. Lo han trasladado hace una hora.

—¡Vaya, esas sí que son buenas noticias! —dijo Lyle agradecido. No obstante, le daba pena habérselo perdido—. Creo que su mujer vive con los niños en Etwall, de manera que estará cerca de la familia. Me alegro mucho por Norman porque esa es la mejor medicina para él. Aquí nuestras posibilidades son limitadas. Una vez concluida nuestra labor, los pacientes necesitan el consuelo de sus seres queridos.

Cuando Lyle estaba echando un vistazo al historial clínico de Norman, antes de que lo guardaran en el archivo, alguien le dio un golpecito en el hombro.

—¿Qué hace usted aquí, Lyle? —le preguntó el doctor Jason Hayes. Acabo de mirar el horario y no le toca empezar hasta mañana.

—Ya lo sé. Solo quería preguntar por unos cuantos pacientes —respondió Lyle.

Como es natural, no le dijo qué le llevaba realmente a visitar el hospital en su día libre. Tenía que ocuparse en algo; de lo contrario, se rompería la cabeza hasta enloquecer.

—¿Es usted consciente de que la dedicación con la que se entrega al servicio nos hace quedar a todos bastante mal? —dijo Jason con una pizca de sarcasmo.

Lyle conocía el tono guasón de Jason y, por lo tanto, no hizo caso de su comentario. Jason trabajaba igual de duro y con la misma dedicación que él.

—Me acabo de enterar de que a Norman Mason le han trasladado a Bradbourne, en Derbyshire. Qué buena noticia.

—Se ha puesto más contento que unas castañuelas —dijo Jason sonriendo—. Ah, ahora caigo en la cuenta de que tengo una carta para usted de Norman. —Rebuscó en el bolsillo y sacó un sobre—. Ha lamentado mucho no poder despedirse de usted, pero quería agradecerle lo que ha hecho por él.

—Solo he cumplido con mi trabajo —dijo Lyle, a quien siempre le incomodaba que le hicieran elogios.

Se guardó la carta en el bolsillo de la chaqueta. Ver sanos y felices a sus pacientes era todo cuanto deseaba.

—Pasar las noches en blanco y jugar a las cartas con los pacientes que no pueden dormir no es su obligación. Usted hace mucho más que su trabajo, y eso los pacientes lo saben apreciar, Lyle. Muchos soldados que han sido tratados aquí no olvidarán nunca lo amable que ha sido usted con ellos. Norman ha dejado también una carta para la enfermera Fabrizia. También ella se ha portado muy bien con él.

Lyle, que apenas soportaba oír el nombre de Elena, se puso tenso.

—Viene mañana por la mañana, ¿no? —preguntó en el tono más indiferente que pudo.

—Ya está aquí hoy, en la planta 2A.

Lyle se desconcertó.

—Normalmente no trabaja en esa planta —dijo.

Pensó que habrían cambiado los turnos en su ausencia. La planta 2A era una de las tres plantas especialmente reservadas para pacientes con gripe.

—Ah, es que usted todavía no lo sabe —dijo Jason, frunciendo el ceño.

—¿Qué es lo que no sé? —dijo Lyle, con el pulso acelerado.

—Elena está allí como paciente.

El historial clínico se deslizó de las manos de Lyle y cayó al suelo, donde se desparramaron todas las hojas.

—¿Se encuentra bien, Lyle? —preguntó Jason preocupado, al ver lo pálido que se había puesto.

Lyle se marchó sin decir una palabra.

Elena se hallaba en una de las ocho camas de la planta 2A. Estaba irreconocible. Bañada en sudor y con una palidez cadavérica. Una enfermera se disponía a pasarle una esponja húmeda para bajarle la temperatura en el momento en que Lyle se acercó a la cama de Elena, pero la enfermera fue reclamada por otra paciente. Lyle le dijo que se fuera. Después de empapar la esponja en agua fría, empezó a humedecerle la cara, el cuello, los hombros y los brazos a Elena. Le partía el alma verla tan enferma. Parecía tan pequeña y vulnerable que se preocupó mucho por ella. Miles de personas sanas y fuertes de toda Europa, entre ellas soldados de los dos bandos de la guerra, habían muerto de gripe española. De Elena no se podía decir que fuera robusta. Sin embargo, siempre había trabajado tanto y había hecho tantas horas extra que la dejaban agotada, que no era extraño que hubiera enfermado.

Cuando volvió la enfermera, Lyle le preguntó que desde cuándo estaba enferma Elena. Se enteró de que había contraído la enfermedad a las pocas horas de marcharse él a Dumfries. A Lyle le vino a la memoria que Bonnie le había sugerido que no regresara a Blackpool. La idea de lo que hubiera podido pasar entonces se le hacía insoportable. Y se reprochó haber estado sopesando la sugerencia de Bonnie.

Lyle miró el historial clínico de Elena. Un colega muy apreciado había hecho el diagnóstico, descartando una bronconeumonía.

—De momento no estoy de guardia; así que esta noche me ocuparé yo de Elena, enfermera —dijo Lyle, sentándose junto a la cama.

Como las enfermeras estaban agobiadísimas de trabajo y muy cansadas, Lyle se propuso hacer todo lo posible por Elena y dedicarle unos cuidados especialmente esmerados.

—Está bien, doctor —dijo la enfermera, ligeramente desconcertada—. ¿Es la señorita Fabrizia una amiga de la familia?

La enfermera Sandra Smith era nueva en el hospital y, por lo tanto, aún no conocía bien ni al joven médico ni a Elena.

—Somos compañeros de trabajo —respondió Lyle—. Y buenos amigos —añadió.

Más no podía decir, pues tenía que preservar el buen nombre de Elena.

Cuando la enfermera se marchó, Lyle cogió la mano de Elena. Como si hubiera notado su roce, Elena parpadeó y, poco después, abrió los ojos. Esbozó una débil sonrisa y volvió a cerrar los ojos.

—Has vuelto —susurró.

Como todos los que se movían por las unidades de la gripe, Lyle también llevaba mascarilla. Era imprescindible por propia seguridad y por la de los otros médicos, enfermeras y pacientes. No existía ningún tratamiento específico para la gripe española; tan solo mucho reposo y beber mucho líquido. Había que dejar que la enfermedad siguiera su curso.

—Sí, cariño —dijo él, inclinándose hacia ella—. Ya he vuelto. Y tú solo tienes que concentrarte en ponerte buena —añadió, a sabiendas de la lucha por la vida a la que se enfrentaba.

—Eso haré —susurró Elena, antes de volver a dormirse.

Lyle permaneció toda la noche sentado junto a la cama de Elena. De vez en cuando, daba una cabezada. En una ocasión, Elena se despertó y, al ver que aún seguía sentado a su lado, se le escapó una leve sonrisa. Pero estaba tan débil y enferma, que Lyle tenía mucho miedo de que no sobreviviera.

Por la mañana, Lyle se puso una bata blanca, tomó una taza de café y empezó con su turno de trabajo. A la enfermera de día le dijo que le avisara inmediatamente si se producía algún cambio en el estado de Elena. Le dolía en el alma tener que dejar a Elena sola, pero si descuidaba a sus otros pacientes, podría poner la vida de estos en juego. Cada vez que tenía un minuto libre, iba a verla para ver cómo se encontraba. Por la noche volvió a su lado. Era consciente de que el personal de la planta 2A ya estaría preguntándose por qué se preocupaba tanto por Elena, pero contra eso no podía hacer nada. Lo único que le importaba en ese momento era que Elena se curara.

En algún momento, ya entrada la noche, Lyle se quedó dormido en su silla, junto a la cama de Elena. Se despertó al oír que ella le llamaba por su nombre. Debía de estar delirando, pero Lyle se despejó de inmediato.

—Estoy a tu lado, cariño —dijo con ternura.

—Creía que estaba soñando al verte ahí sentado —murmuró ella.

Lyle se incorporó. De tanto estar sentado le dolían todos los huesos y se notaba como agarrotado.

—No lo has soñado —dijo—. Me quedaré aquí contigo hasta que te cures —añadió, tomándole la mano y besándosela—. Te tienes que recuperar, Elena. Sin falta.

—Me curaré, mi vida —le prometió Elena con un hilillo de voz—. Tenemos toda la vida por delante y seremos tan felices…

Al oír estas palabras, a Lyle se le puso el corazón en un puño.

Se acordó de Luisa y Luigi Frabrizia, que habían estado esa tarde en el hospital. El padre de Elena había hablado de Aldo y de sus planes de emigrar a Australia. Pero Elena no había querido saber nada, había cerrado los ojos y se había hecho la dormida. Él, en cambio, no podía cerrar los ojos ante lo que le esperaba. ¿Cómo iba a superar todo aquello?

En el transcurso de los días siguientes, el estado de Elena empeoró drásticamente, y Lyle temió perderla. Pero luego, una mañana, empezó a encontrarse algo mejor. Sus progresos eran lentísimos, aunque gracias a la dedicación de Lyle, al menos no iba a peor. Los padres de Elena acudían de día, y Lyle se quedaba con ella por la noche. En cuanto la joven recuperó algo de fuerza, le cantó a Lyle las cuarenta y le dijo que hiciera el favor de irse a la pensión a descansar como Dios manda porque tenía un aspecto lamentable. Y al ver que seguía en sus trece y se negaba a marcharse, ella le dijo que como no tuviera cuidado, él también cogería la gripe española.

—Aquí el médico soy yo —protestó Lyle.

—Y yo la enfermera —replicó Elena.

En ese momento llegó el médico que estaba tratando a Elena. Se puso a los pies de su cama y anotó algo en el historial clínico de la enferma.

—¿Le importaría decirle a Lyle que se vaya a su casa a descansar, doctor Benson? —preguntó ella, con voz de cansada—. A mí no me hace caso. Lleva varios días sin dormir como es debido. Y lo más probable es que tampoco coma bien.

Gordon Benson miró a Lyle por encima de la montura de sus gafas.

—Tiene usted un aspecto francamente malo, MacAllister —dijo sin rodeos—. Váyase a casa y descanse. Se trata de una prescripción facultativa.

—La verdad es que no me hace mucha gracia que los dos tomen partido en mi contra —se quejó Lyle.

Se negó a admitir que estuviera al borde de un colapso, pese a que a menudo notaba mareos y sabía que había adelgazado porque tenía que abrocharse el cinturón más prieto.

—Estoy seguro de que, mientras tanto, Elena irá mejorando —dijo Gordon comprensivamente—. Váyase a casa y duerma bien; de lo contrario, pronto le tendremos aquí como paciente, y no pienso tratarle con guante de seda —le amenazó.

Lyle no se podía creer que Elena hubiera superado realmente la crisis, pues solo unos pocos sobrevivían a la gripe española.

—Está bien —admitió titubeante—. Pero volveré enseguida.

Lyle durmió diez horas y se despertó presa del pánico. Volvió a toda velocidad al hospital, vio a sus pacientes y después regresó junto a Elena. En ese momento, una enfermera intentaba animar a Elena a que se tomara una sopa, pero esta se negaba.

—No tengo ninguna gana —se quejó—. No soporto el olor de la comida.

Lyle se quedó consternado. Le dijo a la enfermera que se marchara y se sentó junto a Elena.

—¿Cómo quieres reponer fuerzas para poder abandonar al fin esta cama si no comes nada? —preguntó con severidad, y aprovechó el momento de sorpresa.

Cogió la cuchara, la metió en la sopa ligera y se la ofreció a Elena. Esta, sin embargo, siguió negándose testarudamente.

Lyle se quedó seriamente preocupado. Elena aún no estaba fuera de peligro. Su estado podía volver a empeorar.

—Cuanto antes te repongas, antes saldrás de aquí —la animó—. Ha terminado la guerra y te estás perdiendo todas las fiestas y las celebraciones de la posguerra.

—Ya sabes que no soy muy de fiestas, Lyle, pero lo que no me gusta nada es perderme el tiempo que podría estar pasando contigo —respondió Elena, tomando un poquito de sopa de la cuchara.

Lyle la miró a sus ojos llenos de confianza e inmediatamente tuvo que bajar la vista. No podía mentirle mientras la miraba.

—¿Lo ves? —dijo. Se detestaba a sí mismo por tener que engañar a Elena, pero mientras estuviera enferma, ni por nada del mundo podía hablarle de Millie y del niño. Sabía que si lo hiciera, empeoraría de nuevo su estado de salud—. Yo también te echo de menos.

Durante los siguientes días, Elena fue recuperándose poco a poco. Pronto llegarían las Navidades y ya tenía ganas de salir del hospital a tiempo para celebrarlas con Lyle. Hablaba con él de su futuro compartido y eso parecía darle fuerzas. Lyle le seguía la corriente. Nada deseaba más en el mundo que ella se restableciera. Su trabajo en las distintas plantas y los ratos libres que pasaba con Elena le ocupaban todo el día. Ella insistía una y otra vez en que fuera a su habitación de Ashbourne Street a dormir un poco.

Una tarde, al llegar a casa, Lyle se encontró con una carta de Millie. Sabía perfectamente que ella quería que volviera lo antes posible a Dumfries, por lo que se sintió culpable antes incluso de abrir la carta. Cuando luego leyó lo que ponía, se sintió más desconsolado todavía de lo que ya estaba. Millie se alegraba muchísimo de la inminente boda que, tal y como le recordaba, ya estaba siendo diligentemente preparada por Bonnie. Al niño no lo mencionaba, pero tampoco hacía falta. Lyle conocía a Millie. La perspectiva de ser madre le entusiasmaba. Siempre lo había deseado y hacía mucho que tenía ganas de quedarse embarazada. La carta sirvió para que Lyle se viera apremiado por el tiempo. Millie contaba con que Lyle fuera muy pronto a Dumfries, pero Elena todavía no se encontraba lo suficientemente bien. Sencillamente, aún no podía decirle que no iban a compartir el futuro el uno con el otro.

Los siguientes días Lyle los pasó como en trance. Después de atender a sus pacientes iba donde Elena. En cuanto tenía un rato libre aprovechaba para estar junto a ella. Por respeto a Elena, evitaba coincidir con sus padres.

Una tarde de domingo, cuando Lyle terminó su guardia, le preguntó al doctor Gordon Benson por el pronóstico de Elena. Desde la aparición de la enfermedad habían pasado unas semanas. Gordon opinaba que estaba en vías de recuperación, pero que todavía se encontraba muy débil. Como Lyle era de la misma opinión, le sorprendió que Gordon sugiriera darle el alta pronto y ponerla bajo la custodia de su familia.

—¿Lo considera una medida prudente? —preguntó Lyle.

Aunque preocupado por Elena, hasta entonces siempre se había fiado del criterio de Gordon. Era uno de los pocos médicos en los que tenía plena y absoluta confianza.

—La madre de Elena lleva un tiempo insistiéndome en que le dé el alta, Lyle. Es de la opinión, y en eso coincido plenamente con ella, de que Elena, ahora que parece ir mejorando, estará bien cuidada en casa. Su madre le hará sus platos favoritos, comida a la que esté acostumbrada, y quizá también le suba el ánimo encontrarse en un entorno familiar. ¿No le parece a usted también?

Gordon no era de Dumfries, de manera que no sabía nada de Millie. Sin embargo, habían estudiado una temporada juntos en Edimburgo, y a él no se le habían escapado los sentimientos verdaderos de Lyle hacia Elena. También se había dado cuenta de que su colega evitaba ver a los padres de Elena, pero suponía que los Fabrizia, al ser italianos, tenían unas ideas muy precisas acerca del futuro de su única hija y de los hombres con los que trataba.

Lyle sabía que el tiempo apremiaba. Tenía que decirle la verdad a Elena antes de que le dieran el alta en el hospital.

—Sí, el amor y los cuidados de sus padres serán un gran apoyo para ella en los meses venideros —dijo, con la esperanza de que sus palabras se hicieran realidad.

Al día siguiente, Lyle hizo acopio de valor y se dirigió a la planta de Elena. Ante la puerta de la sala en la que se encontraba se detuvo un momento para darse ánimo. Tenía que hablar con ella, y debía hacerlo ahora mismo. Lyle inspiró profundamente y abrió la puerta.

—¡Lyle, Lyle! ¡Mira quién ha venido! —Lyle se volvió asustado y, antes de darse cuenta, Millie se arrojó a sus brazos y le abrazó rodeándole el cuello—. ¡Ay, Lyle, te echaba tanto de menos…! —exclamó eufórica, y le besó en la boca.

Lyle retrocedió un paso, pues era consciente de que había llamado la atención de Gordon y de varias enfermeras.

—Millie —dijo consternado, porque era la última persona que esperaba encontrarse allí—. ¿Qué haces tú…?

Miró asustado a la sala para ver si Elena los observaba, pero Millie no se lo permitió. Aunque soltó los brazos del cuello, seguía agarrándole de las manos.

—Estaba en casa esperando a ver cuándo venías de una vez —dijo ella despreocupadamente—. Como no me contestaste a la última carta, me quedé preocupada.

Lyle era incapaz de pensar con claridad. De nuevo miró hacia la sala, y esta vez vio la expresión confusa en el rostro de Elena. Tenía que haber oído lo que había dicho Millie, y con toda seguridad habría visto lo efusiva y cariñosamente que esta le había saludado. Sacó a Millie por la puerta hasta que estuvieron fuera del alcance de la vista de los demás.

—¿Qué haces aquí, Millie? —le preguntó en un tono áspero.

A Millie se le desdibujó la sonrisa.

—¿Es que no te alegras de verme, Lyle? —preguntó ofendida.

—Sí, sí, claro. Solo que estoy… sorprendido —dijo Lyle—. No había contado contigo.

—Como no sabía nada de ti, he pensado que a lo mejor había pasado algo.

—¿Puedes viajar en tu estado? —preguntó Lyle.

Notaba que, aunque estaba hablando con Millie, solo pensaba en Elena. ¿Qué pensaría ahora?

—¿Por qué no voy a poder viajar, Lyle? No estoy enferma; solo embarazada.

—Es cierto —contestó Lyle distraído—. Pero estamos en las unidades para pacientes con gripe y no llevas mascarilla. No deberías estar aquí —dijo, la cogió del brazo y la llevó por el pasillo.

—No sabía que trabajaras con pacientes con la gripe, Lyle —dijo Millie, a la que le costaba adaptarse al paso de él.

—No trabajo… solo estoy… He venido a consultar una cosa con un colega.

—Ah —respondió Millie.

Lyle le había hablado una vez de la planta 8C; allí se había dirigido Millie en su busca. Y Alain McKenzie le había dicho dónde podía encontrar a Lyle, pero ella no lo mencionó.

—¿Cómo es que no me has contestado a la última carta, Lyle?

Habían llegado al final del pasillo, donde había menos ruido.

—Estaba… agotado y… ocupadísimo. Aquí el tiempo pasa muy deprisa —respondió él, a sabiendas de que a Millie no le gustaba que la tuviera tan abandonada, pero ella no dijo nada al respecto—. Dentro de una semana, como muy tarde, estaré en casa; te lo prometo —continuó Lyle.

—Por lo menos, podemos comer al mediodía juntos, antes de que vuelva a casa, ¿no? —le pidió Millie. Se había fijado en el pésimo aspecto que tenía Lyle y en lo que había adelgazado—. Tenemos que hablar de tantas cosas sobre la boda… Además, solo he hecho este viaje tan largo para verte.

Lyle deseaba desesperadamente poder decirle que no, pues aún tenía que explicarle a Elena por qué no había sido sincero con ella; ahora ya no podría, naturalmente.

—Está bien, pero antes he de ver a algunos pacientes —dijo en tensión—. No sé el tiempo que me llevará. ¿Te importa esperarme en mi pensión?

Millie se mostró de acuerdo y se marchó del hospital.

Lyle volvió a la planta. Ya desde la puerta de la sala vio que Elena estaba alterada. Lyle sabía que si se angustiaba o se ponía furiosa, eso no contribuiría a su curación, y por eso se sentía aún más culpable. Se acercó a su cama y cerró por completo la cortinilla de alrededor para tener un poco de intimidad. Lyle se sentó y cogió la mano de Elena, pero con la cabeza agachada.

—Tengo que explicarte una cosa —susurró.

—Sí, en efecto —dijo Elena, a la que le costó vencer el impulso de retirar la mano—. ¿Quién era esa mujer?

Lyle alzó la vista y miró hacia los ojos oscuros de la mujer a la que tanto amaba. Vio dolor en ellos.

—Debería haberte hablado de Millie cuando nos conocimos nosotros dos, Elena —dijo; Elena no respondió, pero apenas daba crédito a lo que oía. En el pasado de Lyle había otra mujer, y él no se lo había contado—. Conozco a Millie desde hace años —añadió Lyle.

—¿La conoces? ¿Y se puede saber qué significa eso?

Lyle pensó en cómo podría suavizar el golpe. Pero era imposible. De nuevo desvió la mirada.

—Salíamos juntos —dijo en voz muy baja. También Elena apartó la vista—. Luego me vine a Blackpool y te conocí a ti —dijo Lyle. Ahora ella volvió a mirarle—. Y me enamoré de ti, Elena. Lo que siento por ti no lo he sentido por ninguna otra persona. Millie y yo nos tenemos cariño el uno al otro, pero mi amor por ti es algo que jamás he sentido hasta ahora. Así no podré amar jamás. ¡Nunca más! —Vio la mirada escéptica de Elena, la decepción. Ella no sabía cómo tomarse esa situación, y él no se lo reprochaba—. Por favor, Elena, tienes que creerme que yo siempre te amaré. Tú eres la única mujer a la que siempre pertenecerá mi corazón.

—Pero la tal Millie no sabe que me quieres, ¿o sí, Lyle?

—No. Me fui a casa para dar por terminada mi relación con Millie, pero luego su padre se puso muy enfermo y ella necesitaba mi apoyo. No me pareció el momento oportuno para romperle el corazón. —Elena le miraba fijamente—. Sé que soy un cobarde, Elena. Debí hablaros a las claras. Ninguna de las dos os habéis merecido ser heridas.

—Me dijiste que ibas a casa… —Elena se dio cuenta de que Lyle le había mentido en lo relativo a sus viajes a casa—. ¿Por qué no me contaste el verdadero motivo de tus viajes, Lyle? ¿Acaso no estabas seguro de mis sentimientos hacia ti?

—Tendría que habértelo dicho, pero sencillamente no quise ver la decepción en tus ojos, la desilusión que ahora estoy viendo. Quería terminar de una vez con Millie y, luego, iniciar una nueva vida contigo.

A Elena le brotaron las lágrimas.

—Esa no es una razón para engañarme —susurró.

—Lo siento tanto, Elena… —dijo Lyle, inclinándose hacia delante—. Tienes que creerme. Te quiero…

—Entonces le contarás lo nuestro a Millie. Hoy mismo —dijo Elena.

De nuevo Lyle agachó la cabeza.

—Ojalá pudiera hacerlo, Elena.

Elena le miró fijamente.

—¿Cómo es que no puedes? Yo no pienso compartirte con otra, Lyle. —Tal era la fuerza de sus sentimientos que le temblaba la voz. Y de pronto se dio cuenta de que a Lyle le preocupaba alguna otra cosa—. Todavía no me lo has contado todo, ¿verdad? —preguntó—. Hay algo más, ¿no?

Lyle asintió e intentó tragarse el nudo de la garganta.

—La última vez que fui a casa para terminar definitivamente con Millie, me contó que… está esperando un niño —dijo.

Lyle cerró los ojos para no ver el dolor que presentía en la mirada de Elena. Se odiaba a sí mismo por herirla de ese modo.

Elena sintió que le faltaba la respiración.

—¿Un… niño? —balbuceó—. ¿Un niño… tuyo?

Elena apartó la mano cuando Lyle asintió con la cabeza.

—Cuando me enteré, me quedé hecho polvo, Elena. Había vuelto para romper con ella y empezar una nueva vida contigo. Era tan feliz y tenía tanta ilusión por nuestro futuro compartido… Y entonces fue cuando me dijo lo del bebé. —Se tapó la cara con las manos—. ¿Qué otra cosa podía hacer? —preguntó atormentado.

—¡Yo qué sé! —le espetó Elena furiosa, sin acabar de creerse lo que estaba sucediendo—. ¿Y qué has hecho? ¿Casarte con Millie, Lyle?

—No —se apresuró a decir Lyle, con lágrimas en los ojos y un nudo en la garganta.

—¿Has tenido relaciones íntimas con Millie después de conocerme a mí? —quiso saber Elena, pues eso no se lo podría perdonar.

—No, Elena. Eso fue antes de conocerte. Lo juro por mi madre.

—¿Y qué vas a hacer ahora? Naturalmente, tendrás que cuidar de tu hijo.

Lyle alzó la cabeza y miró a Elena a los ojos. Comprendió que ella aún albergaba la esperanza de que hubiera una oportunidad para ellos dos. Esa esperanza tenía que quitársela.

—No me queda otra opción. Solo puedo hacer una cosa, Elena. A ti te amo de todo corazón, pero… ¿cómo iba a dejar en la estacada a Millie y al bebé? Somos de una ciudad pequeña donde todo el mundo se conoce. Eso sería la deshonra de mis padres. No puedo hacer eso. No puedo dejar al niño sin su padre.

Apoyó la cabeza en la cama y se puso a sollozar.

Elena comprendía lo que Lyle tenía que hacer, y también entendía por qué. Quería separarse de ella y regresar a Escocia para vivir allí con Millie y el bebé. Vio que, aunque la situación le desgarraba por dentro, había decidido hacer lo correcto, portarse honradamente. Y eso sería lo que haría. Pero eso a Elena no le quitó las ganas de gritar por la desilusión.

—Entonces digámonos adiós ahora mismo, amado mío —susurró Elena—. El destino ha conseguido separarnos. Tu hijo o tu hija ha de conocer el amor y el apoyo de un padre. Entiendo que no quieras abandonar a tu niño. —Tenía el corazón como si le hubiera estallado en un millón de pedazos, pero su orgullo la retuvo de mostrar lo profundamente herida que se sentía. Tenía que hacerse la fuerte, pues si se derrumbaba, Lyle se sentiría completamente perdido—. Y ahora vete —dijo—. ¡Márchate!

Lyle se levantó con la cara bañada en lágrimas. Miró a su querida Elena, pero ella no le dirigió la mirada. Su rostro no presentaba expresión alguna. Lyle pensó que tenía que despreciarle por el mal que le había causado.

Lyle dio media vuelta, descorrió la cortina y se alejó como paralizado.

Elena cerró los ojos desconsolada. No fue capaz de mirar cómo salía por la puerta… y de su vida. Sencillamente no podía.

Al día siguiente, Lyle volvió otra vez a la planta de los afectados por la gripe. Había pasado la peor noche de su vida y tenía que cerciorarse de que Elena se encontraba bien. Cuando llegó, ella ya no estaba. Gordon le contó que se había marchado a casa de sus padres la tarde anterior. Lyle sabía lo improbable que era que pudiera volver a verla. Presentó su baja en el hospital. Al cabo de unos días, se subió al tren en dirección a Dumfries para iniciar una nueva vida, su vida con Millie y el bebé que los dos esperaban.