Al principio parecía que la ciudad balnearia de Blackpool iba a resentirse de la guerra. Sin embargo, la afluencia de diez mil soldados y de dos mil refugiados de Bélgica resultó ser beneficiosa. Toda esa gente supuso un impulso económico para los hoteles, las tiendas, los puestos del mercado y para la comunidad en general. Muchos de los refugiados encontraron una colocación después de que algunos alemanes abandonaran repentinamente la ciudad, y las largas franjas de playa ofrecían relativa seguridad para la instrucción de los soldados y las maniobras militares.
Shirley Blinky había empezado a alquilar habitaciones en su casa después de que su marido cayera en julio de 1916 en la batalla del Somme, en Francia. La pensión de viudedad de la esposa de un soldado no llegaba para cubrir los gastos de mantenimiento de una casa grande en Ashbourne Street; por esa razón, coger huéspedes para ganar algo más era una cuestión de supervivencia. Pero es que, además, esos huéspedes llenaban cierto vacío en la vida de Shirley, ya que sus dos hijos habían sido evacuados a casa de su hermana, que vivía en el campo en Escocia. Como muchos de sus vecinos, Shirley también podía haber hospedado a soldados, pero optó por los médicos porque pagaban mejor y eran menos alborotadores y pendencieros.
Lyle MacAllister había estudiado medicina con Alain McKenzie y luego había trabajado con él en el Crichton Royal Hospital de Dumfries. Cuando los trasladaron al Hospital Victoria, fueron juntos en tren hacia el sur y encontraron alojamiento en casa de Shirley Blinky.
El tercer huésped en casa de la señora Blinky era una joven llamada Bernardette Dobson, que había perdido a sus padres en la guerra. Dado que su único hermano estaba en el ejército, Bernardette se hallaba en una situación vulnerable. Solo tenía diecisiete años, y como la señora Blinky conocía bien a sus padres, se vio en la obligación de amparar a la chica. Al menos, eso era lo que afirmaba.
Como Shirley no había contado con la cantidad de trabajo que daban los huéspedes, consideró a la pobre Bernardette como mano de obra barata. A cambio de cobrarle una renta baja, esperaba que la chica limpiara las habitaciones de los huéspedes y lavara la vajilla. Por las noches, después de la cena, Bernardette tenía que recogerlo todo mientras Shirley, tras una jornada supuestamente agotadora, ponía los pies en alto.
El martes por la noche, Lyle regresó de Dumfries. Había cogido el último tren con destino a Blackpool. Como no quería despertar a nadie de la casa, recorrió silenciosamente el pasillo al que daban las habitaciones de los huéspedes y de la patrona. Lyle se detuvo extrañado ante la puerta del dormitorio de Shirley. Oyó ruidos amortiguados. Preocupado por si estuviera pasando algo, se quedó a la escucha hasta que comprendió que Shirley no estaba sola en su habitación. Lo primero que le vino a la cabeza fue que estaría discutiendo con Bernardette. Luego oyó risas y, a continuación, la voz de un hombre. Parecía la voz de Alain.
Lyle se quedó un rato como petrificado intentando averiguar qué haría su colega en la habitación de Shirley. ¿Se habría puesto enferma Shirley? Entonces los oyó reír de nuevo. No le quedó más remedio que admitir que aquella no era la risa de una enferma. Lyle oyó otra vez la voz de Alain, que también se reía. Eso ya de por sí era poco habitual, pero lo que más sorprendió a Lyle fue el hecho de que no se tratara de una risa inocente, sino más bien de las típicas risitas íntimas entre amantes.
Aparte de que Alain y él trabajaban como médicos, los dos hombres no tenían nada en común. Lyle era extrovertido y jovial, practicaba deportes como el curling, el fútbol y los dardos, mientras que Alain prefería dedicar el tiempo libre a la lectura. Hablando con los pacientes, junto a su lecho, parecía más bien retraído y a menudo se malinterpretaba su modo de ser callado e introvertido. Con su aspecto resuelto, Lyle atraía a las enfermeras como un imán, mientras que Alain no era el tipo de hombre en el que se fijan las mujeres. No es que no fuera atractivo; sencillamente no llamaba la atención.
Lyle se quedó perplejo. Shirley era como mínimo diez años mayor que Alain, incluso quince. Tenía mucho temperamento. Lyle se fue a su habitación, pero pese a lo cansado que estaba, no lograba conciliar el sueño. Una y otra vez se preguntaba desde cuándo habría algo entre Alain y Shirley y cómo es que él no había notado ningún indicio al respecto. Pero al fin y al cabo, casi siempre estaba en el hospital o con Elena. Pensó si la relación habría empezado mientras él estaba en Dumfries; de todos modos, no se lo podía terminar de creer.
Lyle permaneció varias horas despierto. Cuando dejó de pensar en Alain y Shirley, se torturó con cavilaciones acerca de Millie y Elena y se preguntó si Alain sabría algo de lo suyo. Siempre había obrado con cautela porque no quería revelar a nadie sus sentimientos hacia Elena. No quería arriesgarse a que Alain o alguno de los otros médicos de Dumfries, en una visita a su ciudad natal, le hablaran a Millie, a propósito o ingenuamente, de su relación con Elena. Además, también le preocupaba que Alain sacara el tema de Millie delante de Elena.
Finalmente, vio que esa noche no iba a resolver ninguno de sus problemas y, hacia las tres de la madrugada, por fin se durmió agotado.
Elena no pegó ojo en toda la noche. A las seis de la mañana se levantó y se vistió. Aún no había amanecido y sus padres seguían acostados. Como quería rehuirlos, salió de casa antes de las siete. Aunque no hubiera estado enamorada de Lyle, no podía casarse con Aldo Corradeo; de eso estaba completamente segura. En realidad, parecía muy simpático, pero solo de pensar en intimidades con un hombre que no le resultaba atractivo, Elena sentía repugnancia. Nunca jamás compartiría el lecho con él, y no acababa de creerse que sus padres esperaran algo así de ella. Su resolución era firme. Si su padre no le daba permiso para salir con Lyle, sencillamente se fugaría con él.
Ese día, el turno de Elena no empezaba hasta las diez, de modo que todavía no se puso el uniforme de enfermera, sino que lo guardó en el bolso al salir de casa. Sabía que Lyle iniciaría su guardia hacia las doce del mediodía. Hecha un manojo de nervios, se dirigió a Ashbourne Street. Lyle le había enseñado en una ocasión la casa en la que ocupaba una habitación del primer piso, y sabía que justo enfrente había un café. Una vez habían tomado algo allí.
Elena se sentó en el café, pidió una taza de té y se quedó contemplando la casa en la que Lyle tenía una habitación alquilada, con la esperanza de verlo salir. Vio que salía de la casa Alain McKenzie. Seguro que se disponía a ir al trabajo. Al poco rato vio a una chica morena de unos dieciséis o diecisiete años que abandonaba la casa con un saco de ropa para lavar. Lyle le había hablado de Bernardette Dobson y de cómo la trataba la señora Blinky, de modo que tenía que ser ella. La lavandería se hallaba una calle más adelante. A las ocho y media, Elena vio salir a la propietaria de la casa con una bolsa de la compra. Eso significaba que Lyle se había quedado solo.
Cuando la señora Blinky estuvo fuera del alcance de la vista, Elena pagó el té y llamó a la puerta de la fachada de la casa de Shirley Blinky, pero no abría nadie. Dio un grito, pero no obtuvo respuesta. Supuso que Lyle seguía dormido. Elena se cercioró de que no la veía nadie y, por uno de los lados de la casa, entró por una portezuela que conducía al jardín. Por suerte, la puerta trasera no estaba cerrada.
Elena se coló en la casa e inmediatamente subió la escalera que llevaba al primer piso. Vio abiertas las puertas de tres dormitorios. Las camas estaban desguarnecidas. Había otra puerta cerrada. Supuso que sería la habitación de Lyle y llamó suavemente con los nudillos. Al ver que Lyle no contestaba, abrió la puerta sin hacer ruido. Se asomó y enseguida reconoció a Lyle, que dormía profundamente en su cama. Elena notó cómo la invadía una oleada de amor por ese hombre. Las lágrimas se le agolparon en los ojos. Se metió en la habitación y cerró despacio la puerta tras ella.
—Lyle —dijo con suavidad, rozándole el hombro.
Debía de estar agotado porque no se despertó de inmediato. Por un momento, a Elena le entró mala conciencia, pero necesitaba hablar con él.
—Lyle —susurró en voz un poco más alta.
Lyle abrió los ojos y se volvió hacia la puerta. Creyó estar soñando.
—¡Elena! —exclamó, sin dar crédito a sus ojos.
—Necesitaba venir a hablar contigo, Lyle —dijo Elena.
Se sentó en el borde de la cama y se quedó mirándole.
Lyle miró con preocupación en dirección a la puerta.
—He visto que todos han salido de casa y he entrado por la puerta trasera —intentó calmarle Elena.
—¿Estás segura de que no hay nadie? —preguntó Lyle, ya despejado del todo.
—Sí —contestó Elena—. El doctor McKenzie se ha ido a trabajar. Bernardette iba hacia la lavandería y la señora Blinky ha ido a hacer la compra. Desde el café del otro lado de la calle he visto cómo todos salían de casa.
—Qué alegría verte. Pero ¿por qué has venido, Elena? —preguntó Lyle—. ¿Ha pasado algo?
A Lyle se le aceleró el corazón. Por un momento se preguntó aterrorizado si alguno de los médicos de Dumfries le habría hablado de Millie.
Elena ahogó los sollozos que le oprimían la garganta.
—Mientras estabas fuera… mi padre ha traído a casa a un invitado.
—¿A un invitado? —preguntó Lyle, intentando comprender por qué le contaba eso.
—Sí, a un hombre.
—¿A un hombre? —Lyle seguía sin entender.
—Lyle, mi padre quiere que me case con ese hombre —sollozó Elena, que aunque no quería llorar, no pudo evitarlo.
—¿Qué? —Lyle se acordó inmediatamente de lo que le había dicho su padre de los italianos, que amañaban el matrimonio para sus hijas. Solo de pensar que Elena pudiera casarse con otro hombre, le entró el pánico—. Tal vez debería hablar con tu padre y decirle lo mucho que te quiero y que puedo proporcionarte una vida feliz.
—Ni siquiera te escucharía porque no eres italiano y, para colmo, tampoco eres católico.
—Puedo convertirme al catolicismo si eso es lo único que se interpone entre nosotros.
Por poco le estalla el corazón a Elena de tanto amor.
—¿Harías eso?
—Haría cualquier cosa por ti, Elena.
—No creo que mi padre cambiara de opinión. Antes de permitir que me case contigo me mandaría a Italia. Pero no me puedo casar con ese otro hombre, Lyle. A quien amo es a ti —gimió Elena.
Lyle la rodeó con sus brazos y la atrajo hacia sí.
—Tarde o temprano, tus padres acabarán por aceptarme, ¿no crees, Elena?
Ella negó con la cabeza.
—Tendremos que fugarnos juntos, Lyle —sollozó Elena.
—Nunca jamás en tu vida serás feliz si hacemos eso, Elena —dijo Lyle.
—No puedo vivir sin ti. Quiero a mis padres, pero por ellos no me voy a casar con otro hombre. Te amo. Siempre te querré solo a ti. Lo sé desde lo más hondo de mi corazón.
—Y yo te amo de todo corazón, Elena. Tampoco yo podría vivir sin ti.
Dieron rienda suelta a todos sus sentimientos, tanto tiempo guardados en secreto, y se abrazaron más fuerte que nunca. Lyle colmó a Elena de besos en los labios, la cara, el cuello, el escote…
—Acuéstate conmigo, Lyle —susurró Elena, rozándole la oreja con sus labios—. Ámame —suplicó.
—¿Estás segura del todo, Elena? —preguntó Lyle, que nada deseaba más, pero no quería que luego ella se arrepintiera.
—Tan segura como que estoy respirando. Sé que estamos hechos el uno para el otro. Nada ni nadie se interpondrá entre nosotros. Te quiero muchísimo y siempre te querré, Lyle.
Lyle olvidó todas sus preocupaciones. En ese momento lo único que contaba era que estaba con Elena, que sentía por ella lo mismo que ella por él. Era la mujer a la que amaba, la mujer con la que quería pasar el resto de su vida.
Tom MacAllister se dirigía al hospital comarcal de Dumfries para hacer una visita a Jock Evans. Al padre de Millie le habían diagnosticado una pulmonía doble; la sospecha de una tuberculosis no se había visto confirmada. Millie y su madre se hallaban sentadas junto a la cama de Jock cuando Tom entró en la habitación del enfermo.
—Qué alegría verle, Tom —dijo Bonnie, agradecida de que fuera a visitar a su marido.
Ahora que Bonnie sabía que Jock no tenía ni gripe española ni tuberculosis, se sentía mucho mejor. Pero había sufrido un terrible shock al enterarse de que el reconocimiento que le habían hecho era para ver si había contraído tuberculosis.
—¿Qué tal está, Bonnie? Hola, Millie —dijo Tom—. Antes de marcharse Lyle a Blackpool me contó que habían ingresado a Jock en el hospital, así que pensé en pasarme para ver cómo estaba. Muchos recuerdos de Mina; le desea una pronta recuperación.
Tom le había preguntado a su hijo si había terminado su relación con Millie. Y este le había contestado que eso tenía previsto, pero que esperaría a que su padre mejorara. Tom estaba convencido de que la relación de Lyle con esa enfermera del Hospital Victoria acabaría por enfriarse y que él volvería a casa y se casaría con Millie.
Tom observó atentamente al paciente. Jock había adelgazado mucho y, en pocos días, parecía haber envejecido veinte años.
—¿Cómo se encuentra, Jock? —le preguntó.
—Como si acabara de subir al Ben Nevis y me hubiera caído rodando por la otra ladera —respondió Jock sin aliento.
Le dolían mucho los pulmones. Tom comprendía muy bien a Jock. Él también había padecido una vez de pulmonía y todavía recordaba perfectamente lo mal que se sentía. Que le pareciera haber escalado una montaña era una imagen que describía muy bien su estado.
—Todavía se sentirá muy débil por un tiempo, Jock, pero pronto volverá a ser el mismo, tan fuerte y vigoroso como siempre —le prometió.
—Eso espero. No puedo estar aquí perdiendo el tiempo. Tengo que trabajar y alimentar a mi familia. No quiero vivir de la caridad de los demás.
—Si no termina de curarse, pronto estará criando malvas —le reprendió Tom.
Jock no era el tipo de paciente al que se pudiera tratar con paños calientes. Con él había que ser implacablemente franco.
Jock puso los ojos en blanco.
—De momento no puedo hacer otra cosa más que descansar. Esto me ha dejado baldado.
Tom miró a Millie.
—¿Le ha escrito ya a Lyle? Estoy seguro de que le interesará mucho saber cómo está su padre.
—Esta misma noche le escribiré, doctor MacAllister —dijo Millie—. Me hizo tanta ilusión volver a verle…
—Sí, seguro que sí. Su madre y yo también le hemos echado de menos.
—¿Tiene idea de cuándo volverá otra vez a casa?
—No, hija. Por lo que sé, tienen mucho trabajo en el hospital.
—De eso precisamente quería hablar con usted, doctor MacAllister.
Se levantó, fue al pasillo y le hizo una seña a Tom para que saliera.
—¿Qué pasa, hija? —preguntó Tom.
—Estoy preocupada por Lyle, señor. Creo que le ha afectado mucho tener que tratar tantas heridas de gravedad. Algo de eso me insinuó, pero yo creo que está más traumatizado de lo que quiere admitir. ¿No le parece?
—Que está afectado, desde luego, se lo concedo; pero estoy seguro de que todos los médicos del Hospital Victoria están igual de trastornados que él por lo que ven día tras día. En cuanto vuelva a casa, se recuperará enseguida. Esperemos que sea pronto.
Tom supuso que Lyle se había mostrado distanciado de Millie y que ella sospechaba que sus sentimientos hacia ella habían cambiado.
—Ya no parece el mismo —dijo Millie.
Cuanto más lo pensaba, más preocupada se quedaba.
Tom dio un golpecito en el hombro a la atribulada joven.
—Pronto volverá a ser el que era. Solo ha de tener paciencia, hijita.
Mientras Elena se vestía apresuradamente para el trabajo, Lyle, que ya estaba vestido, bajó para asegurarse de que aún no había nadie en casa. Todo parecía tranquilo.
—No hay moros en la costa —le gritó a Elena desde abajo.
Elena bajó la escalera y Lyle la tomó enseguida en sus brazos para volver a besarla apasionadamente.
—Ha sido maravilloso estar contigo —le dijo.
—Más vale que me vaya cuanto antes —murmuró Elena, que nunca se había sentido más feliz en su vida.
—Te acompañaré hasta el hospital —dijo Lyle.
Cuando abrió la puerta de la entrada, oyeron gritos de júbilo por las calles.
—¿Qué habrá pasado? —se preguntó Lyle.
Elena y él salieron a la calle. Vieron a la gente que abandonaba sus casas y recorría las calles gritando de alegría.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó Lyle a una mujer que reía alborozada.
—¡La guerra ha terminado! —gritó entusiasmada.
—¿Está segura? —preguntó Lyle.
—Sí. ¿Es que no lo ha oído por la radio?
—No —respondió Lyle, casi temeroso de creer lo que decía la mujer—. ¿Cómo ha ocurrido?
—En Compiègne, en Francia, se ha firmado un armisticio entre los aliados y los alemanes. Ya no hay combates en el frente occidental. ¡Ha terminado la guerra!
La mujer siguió andando y propagando alegremente la noticia.
—¿Has oído eso, Elena? —Lyle la cogió en brazos y le hizo dar vueltas—. ¡La guerra ha terminado!
Elena estaba entusiasmada, pero también preocupada. Sabía que ahora su padre llevaría a la práctica su plan de emigrar a Australia. Por otra parte, ahora Lyle y ella también podían hacer realidad su sueño de vivir juntos. Lyle la besó en la mejilla.
—Venga, vámonos —dijo—. Me muero de ganas por saber si ya se han enterado en el hospital.
Los siguientes días, Lyle y Elena tuvieron mucho ajetreo. Cada vez que tenían un minuto libre, lo pasaban juntos. Nadie notaba su euforia porque ahora todos se sentían igual. Se había terminado la guerra. Eso había que celebrarlo. En el hospital reinaba un estado de ánimo claramente más relajado, aunque seguía habiendo mucho que hacer. Al personal sanitario se le comunicó que iban a volver del frente miles de hombres que necesitaban atención médica. Tanto los hoteles de Blackpool como los de otras ciudades de Inglaterra se abrieron para los hombres que necesitaran reposo y convalecencia. Los edificios de Squires Gate, un antiguo hipódromo, fueron preparados para aquellos que regresaran de la guerra con heridas relativamente leves. Los médicos y las enfermeras tenían más trabajo que nunca.
Una noche, cuando Lyle llegó agotado a casa, se encontró con una carta de Millie. Llevaba un tiempo esperándola, pues quería saber a toda costa qué tal se encontraba Jock.
Queridísimo Lyle:
Mi padre ya se encuentra mucho mejor. Tenía una pulmonía doble. Como te puedes imaginar, no es precisamente el enfermo más paciente; no sabes la lata que les da a las enfermeras. Aún sigue estando muy débil, pero según el doctor McKintyre, se recuperará. Así entre nosotros te diré que el doctor se llevará una alegría cuando mi padre pueda marcharse al fin a casa. El hecho de que ingresara en el hospital te lo debemos a ti, Lyle. Si no hubieras venido a casa y no le hubieras convencido, a saber lo que podría haber pasado.
Fue una sorpresa maravillosa tenerte en casa unos días. Pero estoy preocupada por ti. Sé que tu labor como médico te exige un precio muy alto. Cuídate, por favor. Qué ganas tengo de que vuelvas otra vez a casa. Te echo tanto de menos…
Ahora tengo que corregir deberes y preparar la clase, pero en los próximos días te escribiré otra vez contándote cómo se va restableciendo mi padre. Ah, antes de que se me olvide: tu padre fue al hospital a hacerle una visita. Mi madre y yo coincidimos con él. Mi padre no habló mucho porque todavía se encontraba muy mal, pero sé que agradeció mucho la visita de tu padre.
Con todo cariño,
MILLIE
Lyle sintió algo más que un atisbo de mala conciencia. Sabía que pronto tendría que volver a casa y hablar con Millie. Quiso contestarle a la carta, y lo intentó, pero cada palabra que escribía sonaba como una mentira. Tenía planes para un futuro con Elena.
Al cabo de un par de días llegó otra carta de Millie.
Queridísimo Lyle:
¿No es maravilloso que por fin haya acabado esta guerra tan atroz? En Dumfries todo el mundo lo está celebrando; todos a excepción de los que han perdido a algún allegado, naturalmente. Esperaba saber de ti. ¿Cuándo vienes a casa? Tengo novedades para ti, pero prefiero contártelas de viva voz.
Con todo cariño,
MILLIE
Lyle supuso que Jock había abandonado el hospital. Sabía que eso les pondría contentísimas a Millie y a su madre. También sabía que no podía aplazar por más tiempo su conversación con Millie. Sería lo más difícil que hubiera hecho jamás, y cuanto más tardara, más difícil se le haría.
Lyle se veía como un miserable canalla.