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—¡Qué bien huele aquí! —le dijo Elena a su madre cuando entró en la cocina comedor de la casita adosada de dos pisos, situada en Warbreck Road.

Como era su día libre, Elena se había ocupado de lavar la ropa de la familia en el lavadero comunal de High Street.

Luisa Fabrizia había decorado las paredes de la casa con telas de colores y pequeños recuerdos de sus años en Italia, pero la casa, que tenía más de un siglo, estaba en mal estado, era oscura y húmeda, y eso no había manera de disimularlo. Dado que los Fabrizia vivían de alquiler, Luigi no veía la razón para gastar el dinero que tanto le había costado ganar en reparar el techo descolgado, las tablas del suelo reventadas, los cristales rotos de las ventanas y las puertas desvencijadas. Lamentablemente, el casero tampoco tenía intención de gastarse el dinero.

—Tenemos un invitado a cenar, Elena. Pon, por favor, la mesa con la vajilla buena de porcelana —le indicó Luisa a su hija.

Su padre llegó de la sala de estar con un cesto cargado de leña. Lanzó una mirada desaprobatoria a Elena, que iba con un vestido de estar por casa y en zapatillas.

—Esta noche ponte un vestido bonito, Elena, y arréglate bien el pelo —dijo antes de salir por la puerta de atrás en busca de leña para la chimenea.

—¿Quién es el invitado que viene esta noche, mamá? —preguntó Elena, y empezó a llevar platos y cubiertos a la mesa.

—Aldo Corradeo, el hijo de un amigo de tu abuelo de Cerdeña. Procede de la misma región que tu padre, de Santa Maria Coghinas, en Cerdeña.

—¿Le conoces? —preguntó Elena.

Agradecía que la distrajeran, pues no hacía más que pensar en Lyle. Le echaba muchísimo de menos.

—Asistió a nuestra boda, pero entonces todavía era un niño; no podría reconocerle. Tu tío Alfredo asegura que se ha convertido en un hombre encantador —añadió Luisa.

—Al tío Alfredo todos los hombres italianos le parecen encantadores, igual que a papá —le susurró Elena a su madre—. Hay otros hombres que también son encantadores, como algunos médicos del hospital, por ejemplo.

Luisa miró asustada a su hija.

—¡Ni se te ocurra decir una cosa así delante de tu padre! —la amonestó con un susurro.

—¿Tan terrible sería que me enamorara de un hombre que no fuera italiano? —preguntó Elena.

Luisa lanzó una mirada de incredulidad a su hija.

—Eso ni lo pienses —dijo.

En ese preciso momento entró Luigi por la puerta trasera con el cesto de leña.

—¿De qué estabais hablando? —preguntó.

Al parecer, le había llamado inmediatamente la atención lo tensas que estaban las dos mujeres en la cocina.

—Le decía a Elena que ni se le ocurra pensar que va a salir mal la cena, hoy que tenemos un invitado —respondió Luisa.

—¡Eres la mejor cocinera que conozco! —proclamó Luigi con énfasis—. ¡Claro que saldrá bien la cena!

Luisa miró a su hija. Confiaba en que Elena se diera cuenta, si es que hasta entonces no lo había notado, de lo inamovible que era su padre. Cuando Luigi fue a la sala de estar para echar la leña al fuego, Luisa se dirigió de nuevo a su hija.

—Liarse con un médico del hospital… Eso quítatelo de la cabeza, Elena —dijo.

—Pero mamá…

—No hay pero que valga, Elena —atajó Luisa enérgicamente—. Y ahora pon la mesa.

Luisa siguió preparando la cena, mientras Elena juraba para sus adentros que, si era necesario, se fugaría con Lyle. Aunque quería a sus padres, la idea de renunciar a Lyle le resultaba insoportable.

Al cabo de una hora llegó el invitado de los Fabrizia. La primera impresión que Aldo le causó a Elena fue que se sentía incómodo en presencia de mujeres. Era un hombre extremadamente flaco de treinta y pocos años con una mirada muy inquieta. Su tez morena y la nariz aguileña le daban a su rostro una expresión adusta. Como había venido solo, Elena supuso que no estaba casado. Ahora que Elena tenía cierta experiencia en ese sentido, dudaba incluso de que alguna vez hubiera estado enamorado.

Luigi dio una calurosa bienvenida a Aldo. Le dijo lo mucho que se alegraban él y su mujer de volver a verle y de poder presentarle a su hija. Durante un rato, los dos hombres se pusieron a hablar de Santa Maria Coghinas. Luisa y Elena comprobaron lo feliz que se sentía Luigi de poder hablar con alguien de su localidad natal. Luigi aseguraba que no echaba de menos la vida en Italia, pero algunas cosas sí echaba de menos: el clima, el mar, la calidez del sol, la cosecha de aceitunas… Aldo le contó lo que había cambiado todo aquello desde la guerra. Eso sirvió para que Luigi perseverara aún más en su empeño de emigrar a Australia.

—Habla usted perfectamente en inglés, señor Corradeo —dijo Elena—. ¿Cuánto tiempo lleva en Inglaterra?

Le ofreció pan mientras la madre servía la sopa.

—Por favor, llámeme sencillamente Aldo —contestó.

Para buscar contacto visual con ella aún se sentía demasiado cohibido, pero no se perdía detalle de la pequeña cocina comedor.

—Aldo —repitió Elena.

—Antes del inicio de la guerra estuve unas cuantas veces en Inglaterra, pero aquí, en Blackpool, llevo solo un par de días.

—Aldo vive en una pensión que está muy cerca del Hospital Victoria —explicó Luigi.

—En cuanto termine la guerra, me marcharé a Australia —dijo Aldo, todo animado.

Elena se preguntó por qué no se habría ido directamente desde Italia a Australia.

—¿Tiene ahora algún negocio en Inglaterra? —preguntó.

Aldo lanzó una mirada a Luigi.

—En realidad, no —respondió—. Solo quería volver a ver a Luigi y Luisa y charlar de mis planes de emigrar a Australia.

—Ah —dijo Elena con ingenuidad.

De no haber estado pensando todo el rato en Lyle, se le habría hecho un poco rara la explicación de Aldo.

Después de que el Imperio ruso de los zares sucumbiera en el año 1917 y Estados Unidos se uniera a los aliados, por lo que también había soldados americanos luchando en las trincheras, todos esperaban que la guerra terminara pronto. Elena llevaba más de un año oyendo hablar a su padre de sus planes de emigrar a Australia cuando acabara la guerra. Ahora oía por primera vez que un paisano de su padre también quería establecerse en el quinto continente.

—Aldo tiene pensado comprar tierras y ganado —explicó orgulloso Luigi.

—Ajá —contestó Elena, aparentemente interesada—. ¿También era usted granjero en Italia?

—Sí, tenía ovejas y unas cuantas vacas. Quiero comprarme tierras en la zona de Winton, que está situada en Central West Queensland. Allí hace mucho sol y el agua brota de la tierra.

—¿De la tierra? —preguntó Elena extrañada, y empezó a tomarse la sopa.

—Sí, cuando sale a la superficie está muy caliente, pero al aire se enfría y así pueden utilizarla los habitantes de la ciudad y dar de beber al ganado. Se la llama agua de pozos de sondeo. Parece ser que en Australia hay mucha.

—¿Es que allí no llueve? —indagó Elena.

Aldo la miró sonriente. Le gustaba el interés con que hacía las preguntas, pero enseguida desvió la mirada.

—Sí, pero hay largos períodos de sequía.

—Pues no da la impresión de que haya muchos pastos en los que pueda pacer el ganado —dijo Elena toda seria.

—En Australia el ganado se ha adaptado y come toda clase de verdura —le explicó Aldo—. Allí los animales son más robustos y más resistentes que en Europa.

—Nosotros también iremos a Winton —dijo Luigi—. Creo que en Australia hay magníficas oportunidades. Puedo abrir una carnicería y que Aldo me suministre la carne. ¿No es una idea estupenda? ¿Tú qué opinas, Elena?

—Puede que sí —respondió Elena, extrañada de que su padre buscara su aprobación.

¿Cómo iba a decirle que hacía ya tiempo que no le atraía el plan de emigrar a Australia? De repente le asaltó una idea espantosa. Miró primero a Aldo y luego a su padre. Los dos observaron primero a Elena con una cara un tanto extraña y luego se miraron entre sí. ¿No estaría pensando su padre que ella y Aldo…? Elena se sintió abatida.

—Australia te encantará, Elena —añadió su padre entusiasmado, mientras empapaba lo que le quedaba de sopa con un trozo de pan que la absorbió al instante.

Esta costumbre nunca había sido del agrado de Elena, pero Aldo hacía exactamente lo mismo que Luigi.

Elena miró a su madre, que la contemplaba con una mirada serena, como si más o menos quisiera desafiar a su hija a que se opusiera a los planes del padre. Ahora que había conocido a Lyle y se había enamorado de él, ya no quería emigrar a Australia. ¡De ningún modo!

—¿Le gusta el sol y el calor, Elena? —le preguntó Aldo.

—Naturalmente —respondió Elena con cautela—. Me encanta el verano en Inglaterra. Los días son tan largos en esa época…

Elena notó que su padre la observaba atentamente. Y que esperaba la reacción de Aldo ante la respuesta de Elena. De repente supo sin la menor duda que su padre confiaba en que Aldo Corradeo le gustara lo bastante como para casarse con él. El corazón parecía que iba a estallarle.

—Si me disculpan… —dijo de pronto, y se levantó—. Tengo dolor de cabeza.

Era verdad que de repente no se sentía bien.

—Siéntate, Elena; al fin y al cabo, tenemos un invitado —le dijo el padre en tono severo.

Tras un leve titubeo, Elena volvió a sentarse y miró a su madre como pidiendo ayuda. Luisa estaba visiblemente a disgusto. Recogió los platos soperos vacíos y los llevó al fregadero. Luego puso platos limpios y una fuente grande de tallarines con salsa que había mantenido calientes en el horno, que funcionaba a su antojo. Luisa repartió los tallarines mientras Elena permanecía sentada, como si hubiera echado raíces. Había perdido el apetito.

—Come, Elena —le ordenó su padre—. Trabajas muchas horas en el hospital; tienes que reponer fuerzas.

Elena guardó silencio. Consciente de que Aldo la miraba, se puso a remover la comida del plato.

—Cuéntale a Aldo cosas de tu trabajo en el hospital —propuso Luigi.

—Estoy segura de que eso no le interesa a nadie, papá —respondió Elena, que ya estaba completamente convencida de que su padre quería casarla.

—Me encantaría oír algo de su trabajo, si es que quiere hablar de eso —dijo amablemente Aldo.

—Claro que quiere —dijo Luigi—. Venga, Elena —la apremió.

Elena se iba poniendo cada vez más furiosa.

—Creo que las horribles heridas que tengo que ver a diario no son precisamente un tema de conversación apropiado para la mesa —dijo.

—No tienes por qué entrar en detalles —dijo su padre irritado.

Elena se quedó un rato mirando al plato y luego, de mala gana, empezó a hablarle a Aldo de su trabajo. Como ahora ya estaba completamente segura de que su padre se proponía que hubiera una relación entre ella y Aldo, a duras penas soportaba mirar a este a los ojos. No quería bajo ningún concepto que se sintiera esperanzado; su corazón pertenecía a Lyle y a nadie más. Aldo le hizo algunas preguntas y su padre le cantó una canción de alabanza por lo mucho que trabajaba y por lo valiente e infatigable que era. Elena se veía como un animal al que ofrecen en una subasta de ganado, no como una joven independiente con capacidad para buscarse ella sola una pareja de por vida. Aquello era humillante.

Cuando los hombres se llevaron el café a la sala de estar y Elena fue a ayudar a su madre a fregar, los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Qué hombre más simpático, Elena —dijo Luisa con ternura.

—No pienso casarme con él, mamá. Me da igual lo que diga papá.

Por poco se le escapa decir que amaba a otro hombre, pero aún no quería llegar tan lejos.

—Eso ya se verá, Elena. Cuando al fin termine esta horrible guerra y nos traslademos a Australia, todo cambiará. Tendremos una vida mejor. Siempre hará calor y lucirá el sol. Australia es un gran país. Un país maravilloso para criar hijos.

Elena comprendió que su madre se alegrara del futuro, pero las dos tenían una idea muy diferente de lo que pudiera depararles el porvenir. Aunque no dijo nada, se imaginaba viviendo con Lyle en Escocia. Sus hijos jugarían en las Tierras Altas escocesas, de las que tanto le había hablado Lyle, y los domingos se irían de picnic a algún lago maravilloso, a uno de los típicos lochs escoceses. Lyle abriría una consulta de médico rural y ella se ocuparía de cuidar de sus numerosos hijos comunes. Podrían vivir en un precioso cottage con un enorme jardín de flores. Cuando Elena pensaba en la posibilidad de tener que pasar la vida en una granja, en una comarca en la que apenas llovía, rodeada de pastizales y polvorientos caminos sin asfaltar, se le partía el alma. No, ese no era el futuro que ella imaginaba.

—¿Tú sabías que papá tenía previsto casarme con Aldo Corradeo, mamá?

—Sí, lo sabía, Elena. Me lo contó hace algún tiempo, pero no te he dicho nada porque quería que le conocieras por ti misma, sin tener una idea preconcebida.

—Quiero buscar a mi marido yo sola. Quiero casarme con un hombre al que ame. Eso lo entiendes, ¿no, mamá?

Por las mejillas de Elena corrían lágrimas de rabia y desesperación.

—Ya sabes que eso no es posible, Elena. También mi padre arregló mi matrimonio con tu padre. Así es como se hace, y yo he llegado a ser feliz. Me habría gustado tener más hijos y sé que tu padre deseaba un varón, pero no ha podido ser. Limítate a aceptar las cosas como son, Elena. Nos marcharemos a Australia en cuanto termine la guerra y tú tendrás una vida feliz con Aldo Corradeo.