—Elena —susurró cariñosamente el doctor Lyle MacAllister al rozar con suavidad el hombro de la joven para despertarla.
Cuando la miró, sintió tal ternura que se le encogió el corazón. Tenía un aspecto tan apacible mientras dormía… Era como un ángel en mitad del caos y del horror de la guerra. El doctor sabía que estaba enamorándose desesperadamente, pero no podía hacer nada por evitarlo.
En la planta 8C del Hospital Victoria de Blackpool reinaba el silencio. Solo de vez en cuando se oía un gemido apagado procedente de una de las camas, al fondo del todo, cerca de las ventanas oscurecidas. En un rincón había una lamparita que daba la suficiente luz como para que las enfermeras vieran a los pacientes.
Lyle miró la hora. Era medianoche. Llevaba catorce horas trabajando; la mayor parte del tiempo la había pasado en la sala de operaciones. No era de extrañar que estuviera agotado. A lo lejos oyó el ulular de unas sirenas. Había tardado semanas en acostumbrarse, pero para entonces ese ruido ya no le asustaba tanto como al comienzo de la guerra, una triste prueba de que uno acaba por habituarse a todo. Ya ni siquiera percibía el olor penetrante de la gangrena, ni el del desinfectante Lysol, ni tampoco el hedor de la muerte.
La enfermera Elena Fabrizia estaba sentada en una silla de mimbre junto a uno de sus pacientes. El cabo Norman Mason, del Noveno Batallón del Royal Lancaster Regiment, había resultado gravemente herido en el campo de batalla de Passendale, en Bélgica. A Elena le había contado que procedía de Derbyshire, que estaba casado y que tenía dos hijas gemelas de siete años. Como la guerra llevaba durando ya cuatro años, no las había visto desde el verano de 1914. Elena se estiró y abrió los ojos; luego gimió en voz baja porque se le había quedado el cuello agarrotado de tanto estar sentada.
—¿Llevas aquí desde que has acabado tu turno? —le preguntó Lyle con un susurro.
Sabía que el turno de la enfermera terminaba a las siete y creía que se habría marchado a casa de sus padres, pero tampoco le extrañaba mucho que se hubiera quedado dormida junto a Norman Mason. La devoción con la que se entregaba a su trabajo era solo una de las cosas que Lyle había aprendido a amar y a admirar en ella.
—¿Qué hora es, pues? —preguntó Elena, somnolienta.
Se colocó la pequeña cofia encima de sus largos y oscuros cabellos recogidos en una coleta floja. Su delantal blanco, con una gran cruz roja que la distinguía como enfermera, presentaba signos visibles de suciedad por el trabajo que había tenido que desempeñar ese día.
—Las doce y cuarto —respondió Lyle en voz baja.
—Buf, qué tarde. Mis padres estarán preocupados. —Elena se incorporó y miró al hombre de la cama, junto al que estaba sentada—. La pierna de Norman no tiene buena pinta.
Le temblaba la voz al pensar en el precio que quizá tuviera que pagar el hombre por su lesión. Las prácticas las había hecho en una pequeña clínica que no admitía soldados heridos. Y hacía dos meses, había pedido el traslado al Hospital Victoria porque allí necesitaban desesperadamente personal. Elena no había visto nunca ese tipo de heridas tan horribles, pero pensó que poseía la necesaria madurez y la suficiente profesionalidad como para mantenerse a distancia de lo que viera. Pero al sentirse tan afectada, le entraron dudas sobre su vocación. Sin embargo, la necesitaban. No podía salir corriendo.
El músculo del muslo derecho de Norman estaba completamente partido; además tenía desgarrado el músculo de la pantorrilla. La lesión le había dejado el hueso de la pierna izquierda tan destrozado que, tres días antes, habían tenido que amputarle esa pierna por encima de la rodilla.
—Tiene tanta fiebre que me temo que se le va a gangrenar la pierna —añadió Elena.
Pese al frío que hacía fuera, el paciente tenía la frente perlada de sudor. Elena se inclinó sobre él y le enjugó el sudor con un paño.
Al terminar su guardia de doce horas, Elena se había acercado de nuevo a la cama de Norman para ver qué tal se encontraba. El analgésico apenas le mitigaba los dolores, de modo que cualquier distracción la recibía con agrado. Ella estaba agotada, pero el joven soldado necesitaba compañía para dejar de pensar un poco en sus dolores, y en eso no quería fallarle. Al principio, Norman estaba furioso y lleno de autocompasión por haber perdido la pierna, pero esa noche las cosas habían cambiado. Se le había despertado el sentido de la realidad y la autocompasión se había convertido en un miedo angustioso: miedo a morir y no poder ver crecer a sus niñas.
Lyle apartó a Elena de Norman. Ya que el joven soldado disfrutaba al fin de unos minutos de sueño misericordioso, no quería por nada del mundo correr el riesgo de que se despertara de repente y oyera lo que tenía que decir ahora.
—Ya sabes que seguramente pierda también la otra pierna, Elena —susurró Lyle—. Mañana se tomará la decisión. En caso de que solo podamos salvarle la vida amputándosela, no tendremos más remedio que hacerlo.
Elena se sentía demasiado agotada como para poder dominar sus sentimientos, y sus ojos de color castaño oscuro se llenaron de lágrimas.
—Lo sé. Ojalá pueda salvarse esa pierna. Ha perdido ya tanto…
—Estoy seguro, Elena, de que su mujer prefiere tener un marido sin piernas que quedarse sin marido. Deberías verlo de esa manera.
Elena agachó la cabeza.
—Tienes razón —murmuró—. Eres tan fuerte y tan sensato… Ojalá yo fuera como tú.
Al oír ese comentario, Lyle se estremeció.
—Soy todo menos perfecto, Elena. Solo soy un hombre que intenta dar lo mejor de sí mismo. Y no siempre lo consigo.
—Has salvado ya muchas vidas. No sé qué sería de este hospital sin ti, Lyle, y tampoco sé cómo podría yo aguantar día tras día sin verte.
—Eres más fuerte de lo que crees, Elena, y sabes consolar muy bien a hombres como Norman. No deberías subestimarte; eres una persona muy especial.
Lyle cogió su mano y la apartó aún más de la cama de Norman. En un rincón tenuemente iluminado de la planta se quedaron de pie, el uno frente al otro. Lyle miró a Elena a los ojos. Había luchado contra lo que sentía por ella, pero cada vez le resultaba más difícil ignorar la llamada de su corazón. Quería besarla, quería besarla una y otra vez…
De repente, Elena se vio arrebatada por la emoción. Lyle era el hombre más atractivo que había visto jamás. Todas las enfermeras del Hospital Victoria, tuvieran la edad que tuvieran, se desmayaban cuando el doctor miraba en su dirección, pero él no parecía darse cuenta. Por supuesto, Elena se mostraba receptiva a sus encantos —era alto y rubio y tenía los ojos verdes—, pero estaba sinceramente convencida de ser la única enfermera que se daba cuenta de que en el doctor Lyle MacAllister había algo que iba mucho más allá de la belleza física. Era sensible y siempre estaba dispuesto a soltar algún piropo y a gastar bromas. Incluso en medio de todo el horror al que se enfrentaban a diario, la hacía sonreír con su maravilloso sentido del humor. Entendía perfectamente por qué su cálida voz y su marcado acento escocés consolaban tanto a los pacientes. Percibía la verdadera dimensión de su compasión y su entrega a la medicina. Era un hombre extraordinario y ella se había enamorado perdidamente de él.
Lyle había hecho las prácticas en una clínica de Edimburgo, cuando estalló la guerra. Luego había trabajado cuatro años en el Crichton Royal Hospital de Dumfries, en Escocia, antes de marcharse con algunos colegas a Inglaterra, a la ciudad de Blackpool. Para él supuso una gran decepción que en las seis semanas que llevaba trabajando en Blackpool no hubiera logrado hacer mejoras en las atestadas plantas, pero la escasez de medicamentos era irritante. Otro motivo de irritación, aparte de que ingresaban a los heridos antes de que se les pudiera atender, era que la gripe española se estaba cobrando la vida de miles de personas en toda Europa.
En el momento en que Lyle vio a Elena Fabrizia por primera vez, se le derrumbó todo su mundo. Antes de empezar a trabajar en el Hospital Victoria se conformaba con hacer la vida que habían planeado para él los que le querían. Ahora su futuro le parecía una baraja de naipes que, en un día de viento, se desparrama en todas direcciones.
—Deberías ponerte la mascarilla, Elena. En los cuatro últimos días han muerto veinte personas de gripe en este hospital —dijo preocupado Lyle, que no soportaba la idea de perderla.
Elena se limitó a asentir con la cabeza. Estaba demasiado cansada para pensar, demasiado agotada para moverse siquiera. Al principio, apenas se dio cuenta de que Lyle la atraía hacia él. Pero luego este le cogió la cara entre las manos y ella le devolvió la mirada. Lyle la abrazó y sus labios se encontraron… como tantas otras veces últimamente. Oyeron a las enfermeras de noche en la sección de al lado, de modo que tenían un rato para ellos solos, pero debían ser precavidos. Con el continuo ajetreo del hospital era difícil guardar secretos, y los dos tenían buenas razones para no dar a conocer que estaban enamorados.
—Tengo que… irme a casa —balbuceó Elena, algo aturdida. No quería ni pensar cómo reaccionaría su padre si averiguara lo que estaba haciendo. Poco a poco se zafó del abrazo de Lyle—. Mi padre podría venir a ver qué me ha pasado.
Luigi Fabrizia era muy estricto. No consentía que Elena saliera con hombres. Aunque su madre, Luisa Fabrizia, era hija de una inglesa, no era ningún secreto en la familia de Elena que Luigi esperaba que se casara con un italiano, con un católico. Si supiera que se había enamorado de un protestante escocés, la enviaría a Italia a casa de su familia. De ahí que a Lyle y a Elena solo les quedaran momentos robados al tiempo, que disfrutaban siempre que podían.
—Antes de que te vayas, tengo que decirte una cosa, Elena —explicó Lyle. La sacó de la unidad y se metieron en una salita de espera, en la que había unas cuantas sillas de madera. A Lyle ese cuarto le recordaba a las numerosas veces que había tenido que darles las peores noticias a los familiares de los pacientes. Pero ahora tenía que hablar con Elena de algo muy distinto que los pacientes, las enfermedades y la muerte—. Me han dado cuatro días de vacaciones, Elena, desde mañana por la mañana —dijo muy serio—. Me da tiempo a viajar a Dumfries. —Observó cómo reaccionaba ella y la notó decepcionada por no poder pasar esos días juntos—. Tengo que ir a ver a la familia —añadió Lyle.
Deseaba desesperadamente contarle la verdadera razón de su viaje a Escocia, pero no podía correr el riesgo de perderla.
—Claro que tienes que ir a tu casa —contestó Elena con un gesto de valentía—. Tu familia debe de echarte muchísimo de menos. Seguro que está orgullosa de la magnífica labor que desempeñas, pero te echaré de menos.
Lyle dudó un momento. ¿Y si le contaba a Elena más cosas sobre su vida en Escocia? No, no se sentía capaz de herirla.
—Prométeme que te pondrás la mascarilla cuando me vaya —dijo con seriedad.
Pese al agotamiento, a Elena le dio la risa.
—Me la pondré —contestó.
—¡Elena! —llamó alguien desde el pasillo.
Al reconocer la voz de su padre, Elena abrió los ojos de par en par.
—Es mi padre —susurró, presa del pánico—. Tengo que marcharme. Hasta la vista, Lyle. Cuídate y vuelve conmigo.
Le dio otro beso apresurado y salió corriendo.
Ya había anochecido cuando Lyle, a última hora de la tarde del día siguiente, se bajó del tren en Dumfries, su ciudad natal. Al salir de la estación, como ocurría con frecuencia en Escocia, empezó a llover, pero él apenas lo notó. Tenía los nervios a flor de piel. Lyle se dirigió por el camino más corto a la modesta casita de sus padres, en Burns Street.
Su padre, Tom MacAllister, llevaba casi treinta años trabajando de médico. En otro tiempo, se le podría haber descrito como infatigable, pero Mina MacAllister era consciente de que la artritis le había vuelto más lento. Cada vez se quedaba dormido más a menudo, en cuanto podía descansar unos minutos. En invierno, cuando más sentía los dolores, a veces se ponía un poco arisco, pero con sus pacientes siempre se mostraba compasivo. Podía ser más cabezota que un burro viejo y, sin embargo, a su mujer, Mina, le sorprendía una y otra vez la sensibilidad con la que ejercía su profesión. Lyle se entendía bien con su padre, y el respeto y el profundo cariño que sentían el uno por el otro no habían dejado de crecer con el tiempo.
Durante los treinta años de su comprometido trabajo, no era una excepción que Tom hubiera atendido a tres generaciones de una misma familia. De todo se ocupaba, desde un corte sin importancia hasta un corazón destrozado. Ya desde antes de la guerra había empezado a aceptar un pastel de carne o un pollo y unos huevos o un trozo de queso como honorarios por sus servicios, cuando quienes le pedían ayuda no podían pagarle. Y ahora que los alimentos estaban racionados para todo el mundo, hasta eso rechazaba a menudo con firmeza. No quería que un niño pasara hambre por su culpa. Por esa razón, muchos de sus agradecidos pacientes se habían acostumbrado a dejarle delante de la puerta de su casa verdura cultivada en sus huertos y a negarle luego que hubieran sido ellos. El día anterior le habían dejado unos puerros, de manera que Mina había hecho una sopa.
Originariamente, la madre de Lyle procedía de las Tierras Altas. Era una mujer fuerte, muy trabajadora y, a menudo, parca en palabras con la gente ajena a su familia más cercana. Quien la conocía, sabía que tenía un gran corazón y que amaba mucho a los animales. Aunque tuvieran poco para comer ellos mismos, siempre encontraba algo que darle a un perro vagabundo y hambriento o a un gato sin dueño.
Robbie, el hermano de Lyle, era capellán del ejército. No solían tener demasiadas noticias de él. Su última carta había llegado de Italia, y su familia se aferraba a la idea de que aún seguía con vida cuando envió la carta.
Al llegar, para su sorpresa, Lyle se encontró en casa a Aileen, su hermana pequeña. Trabajando en una fábrica de municiones en Newcastle Upon Tyne, se había lesionado una mano y por eso le habían dado dos semanas de baja.
Después de charlar un rato con su madre y su hermana mientras tomaban una humeante sopa de puerros, seguida de una tarta de flor de avena y té, Lyle se fue con su padre a tomar una cerveza al Mulligan’s Inn. Durante un rato hablaron de la gente de la localidad y sobre la opinión que a Tom le merecía el trabajo de Robbie como capellán; luego la conversación derivó hacia el Hospital Victoria, la escasez de medicamentos y la repentina aparición de la tuberculosis en Dumfries. Pero Tom notó que Lyle estaba preocupado por algo, y no lo atribuyó a su trabajo en el hospital. El instinto le funcionaba perfectamente cuando se trataba de personas, sobre todo de su familia; de modo que supuso que lo que le preocupaba a su hijo no tenía nada que ver con la guerra. Tras un largo silencio, sacó a relucir el tema.
—Algo te atormenta, hijo mío —dijo escuetamente—. Cuéntamelo.
Tom miró fijamente a Lyle. De repente, Lyle se sintió como cuando tenía cinco años. No sabía qué decir.
—No es nada importante, papá. Ya se me pasará —respondió, pues no estaba seguro de si su padre le entendería.
Tom reflexionó un momento.
—Seguro que te ha tocado ver las más graves consecuencias de la guerra, Lyle, allí donde trabajas. No hay que avergonzarse de que a uno le afecte eso.
—Forzosamente tiene que afectarle a uno ver lo absurda que es esta guerra, pero no es eso lo que me atormenta, papá —confesó Lyle.
—Si no es la guerra, entonces solo hay una cosa que nuble los sentidos a un hombre: una mujer hermosa. ¿Estás preocupado por Millie?
Lyle apuró el último trago de cerveza ale y notó que le subía el calor a la cara. Tenía necesidad de desahogarse, pero no sabía cómo iba a reaccionar su padre.
—Me he enamorado de una enfermera del hospital —confesó, antes de que le abandonara el valor. Miró a su alrededor para cerciorarse de que nadie había oído su confesión, pero aparte de ellos dos, solo había dos hombres sentados en un rincón de la hostería jugando a las cartas—. Hasta ahora nunca había conocido ese sentimiento, papá. No dejo de pensar en ella, día y noche.
Aunque la delicadeza no era el punto fuerte de Tom, se tomó un tiempo para sopesar sus palabras.
—En tiempos de guerra, las personas se comportan de otra manera, hijo. Saben que en cualquier momento puede alcanzarles una bomba, y entonces se vuelven impulsivos y tienden a vivir solo el momento. Los sentimientos se desmandan.
—¿Qué quieres decir con eso, papá? ¿Qué mis sentimientos no son auténticos?
Tom vio que Lyle se había ofendido.
—Es posible que tus sentimientos sean verdaderos, hijo, pero cuando termine la guerra, y dicen que acabará muy pronto, ¿seguirá estando ahí esa chica y tú seguirás sintiendo lo mismo por ella?
—De momento solo estoy seguro de una cosa: amaré a Elena Fabrizia mientras viva —proclamó Lyle con firmeza.
—Si se apellida Fabrizia, será italiana —dijo Tom, frunciendo el ceño.
—Sí, sus padres son italianos y católicos.
—Entonces no las tienes todas contigo, hijo mío.
—¿A qué te refieres, papá?
—Seguramente tengo razón al suponer que todavía no conoces a la familia de la tal Elena y que aún no cuentas con su bendición.
Lyle agachó la cabeza.
—Tienes razón, pero es que nuestra relación empezó hace tan solo unas semanas.
—Si mis conocimientos sobre los católicos italianos no me engañan, su padre esperará que se case con un paisano suyo, con un católico, y ser él quien disponga todo lo concerniente a la boda. Creo que a un escocés protestante ni siquiera le dejará entrar en su casa.
Lyle se vino abajo.
—Ya sé que habrá obstáculos, pero los sortearemos.
—La chica será repudiada por la familia, Lyle. ¿No tienes ya bastantes dificultades?
Lyle estaba desesperado.
—Quiero tanto a Elena… ¿No crees que podré hacer algo?
—¿Y qué hay de Millie? Ella cree que algún día será tu mujer; no es precisamente un secreto. A tu madre le ha contado que ya tiene todo el ajuar e incluso ha elegido el vestido de novia.
—A Millie nunca le he pedido la mano, papá —se defendió Lyle.
—Es cierto. Pero ella está segura de que compartiréis el futuro, siempre y cuando la guerra no lo impida. Tienes que ser muy precavido antes de rechazar eso a cambio de algo que quizá solo sea un romance pasajero.
Ya era tarde, pero Lyle decidió hacerle una visita a Millie esa misma noche para hablar con ella. Cuando llamó a la puerta de la casa de su familia, tenía el corazón apesadumbrado. Aunque Lyle se había ajustado bien el abrigo y se había levantado el cuello, seguía sin estar lo suficientemente protegido de la lluvia y el viento.
Millie abrió la puerta y se le iluminó la cara como si hubieran encendido cien velas.
—¡Lyle!
Se arrojó a los brazos de Lyle y le besó cálidamente en los labios, amoratados por el frío. No parecía importarle que tuviera el abrigo empapado.
Lyle se había estrujado el cerebro intentando comparar sus sentimientos hacia Millie con lo que sentía por Elena. Amaba a Millie, es cierto, pero no era el mismo amor que le profesaba a Elena. Cuando pensaba en Millie, lo hacía con cariño y con ternura. Desde el colegio conocía a esa chica revoltosa con pecas en la nariz y una abundante melena pelirroja, y en los últimos cuatro años habían salido juntos con frecuencia. Se sentía a gusto en su compañía.
El tipo de amor que sentía por Elena era completamente distinto. El corazón se le aceleraba nada más verla. Anhelaba tocarla, aunque solo fuera un instante. La idea de compartir el futuro y tener hijos con ella le colmaba de alegría.
—¿Cómo es que no me has avisado de que venías? Me habría puesto guapa para ti —dijo Millie entusiasmada, mientras le hacía pasar apartándole del gélido viento.
Ese año, noviembre estaba siendo especialmente duro. Llovía y soplaba un viento fuerte casi todos los días. Lyle divisó al fondo la pequeña salita de estar con la cálida y acogedora chimenea encendida.
—Es que… me dieron vacaciones así, de repente, y pensé que podía aprovechar la oportunidad para venir a casa —respondió Lyle cuando entraron en la acogedora salita, donde se calentó las manos en la lumbre. Permanecieron callados, y en el silencio Lyle oyó toser a alguien en otra habitación—. ¿Qué tal están tus padres?
—Ya se han acostado —dijo Millie.
También ella se había vestido para meterse en la cama. Estaba en bata y zapatillas.
—Siento molestar por haber venido tan tarde —se disculpó Lyle—. Después de charlar un rato con mi madre y con Aileen, he ido a tomar una cerveza con mi padre al Mulligan’s Inn. Aileen me ha hablado de Andrew. Parece que le va bien.
Andrew, el hermano de Millie, trabajaba en la misma fábrica de municiones que Aileen.
—Cómo me alegro. Por cierto, no te preocupes de que sea tarde, Lyle. Lo importante es que estás aquí. Papá y mamá sentirán no haberte visto. —Le cogió el abrigo y lo colgó del perchero junto a los demás—. En realidad, mi padre no se encuentra muy bien; por eso se han ido tan pronto a la cama.
Eso le inquietó a Lyle. Le caía muy bien Jock Evans.
—Entonces, ¿es tu padre el que tose?
—Sí, se pasa la noche tosiendo y nos mantiene a todos despiertos.
—¿Cuánto tiempo lleva así?
—Un par de días.
—¿Ha ido al médico?
—Ya sabes cómo es mi padre, Lyle.
—Sí; dice que los médicos son para los enfermos.
—Exacto. Tiene una tos horrible, pero no le da importancia y sigue yendo a trabajar.
Lyle sabía que Jock era aún más testarudo que su propio padre, pero al ser un hombre alto y fuerte, le costaba imaginárselo enfermo.
Lyle se sentó en el sofá. Era el mismo sofá en el que Millie y él se habían amado poco antes de su viaje a Blackpool. El estado de ánimo en el que se encontraban en aquella ocasión era el mismo que acababa de describir su padre. Millie y él habían reservado las intimidades para el matrimonio, pero nadie podía garantizar que el Hospital Victoria no fuera bombardeado, y si Lyle no hubiera regresado a casa, no habrían compartido el futuro. De modo que se arriesgaron a lo que normalmente no se hubieran arriesgado… para sellar su amor.
Lyle contemplaba las llamas de la lumbre, evitando mirar hacia los radiantes y confiados ojos azules de Millie. Buscó palabras para decirle que se había enamorado de otra mujer, pero aunque las palabras se le agolpaban en la cabeza, sus labios no eran capaces de pronunciarlas.
—Te he echado tanto de menos… —dijo Millie, se sentó a su lado y le apretó las manos frías.
Tampoco ella se había sentido demasiado bien, pero la alegría de volver a ver a Lyle le hizo el mismo efecto que un medicamento.
—¿Quieres que te prepare un té caliente? Te calentará los huesos.
—No, estoy bien.
—¿Qué tal van las cosas por Blackpool?
—Apenas he tenido ocasión de ver la ciudad —respondió Lyle, sin faltar a la verdad—. En el hospital hay mucho trajín. Apenas damos abasto para atender a los heridos, que no paran de llegar. —Lyle respiró hondo—. Posiblemente no pueda volver en mucho tiempo a casa, Millie.
Iba a decirle que hiciera su vida en lugar de esperarle. Pero Millie se le adelantó.
—Espero que descanses, Lyle. Ya sé cómo te entregas a tu trabajo, pero también necesitas descansar.
Vio que Millie, desilusionada, fruncía el ceño, pero no expresaba sus sentimientos. A cambio, se preocupaba por la salud de él. Eso era típico de Millie. Lyle se sintió aún más culpable.
—Me encuentro perfectamente —dijo, y buscó desesperadamente las palabras. ¿Cómo podía decirle lo que realmente quería decirle? Cambió de tema—. ¿Y a ti qué tal te va?
Millie le habló de su trabajo como profesora y de amigos comunes de la ciudad. Lyle se dio cuenta de que apenas la escuchaba. Sus pensamientos estaban con Elena. Aquello era inadmisible. No podía seguir mintiendo a Millie. Tenía que decirle la verdad. ¡Inmediatamente!
—¿Lyle? Lyle, ¿me estás oyendo? ¿De verdad que te encuentras bien, Lyle? Sabes que me lo puedes contar todo —opinó Millie, llena de compasión—. La guerra te está dando muchos quebraderos de cabeza, ¿no es cierto? Esas horribles heridas que ves día tras día… ¿Tengo razón?
Lyle se sintió como el ser más despreciable de la Tierra. Aunque se daba cuenta de que no estaba actuando bien, sin embargo, no soportaba la idea de romperle el corazón y, al mismo tiempo, se despreciaba por ser tan cobarde y embustero.
—Resulta difícil acarrear con las consecuencias de la guerra, Millie. Eso me ha cambiado. Hay muchas cosas que ahora veo de otra manera.
—Lo entiendo, Lyle. —Millie cogió su cara entre las manos—. Pero a mí no me ves de otra manera, ¿no?
Lyle pensó en aprovechar la oportunidad que ahora se le brindaba.
—Tú solo mereces lo mejor, Millie. Eres muy buena persona… pero deberías…
«Deberías compartir tu vida con otro hombre», quiso decirle, pero Millie fue otra vez más rápida.
—Entiendo lo que tienes que aguantar, Lyle —le interrumpió ella.
—¿De verdad? —preguntó Lyle, con una leve esperanza de que realmente le entendiera.
—He contado con que esta experiencia te cambiaría. Mientras no cambien tus sentimientos hacia mí, lo soportaré.
—Millie, a veces cambian las circunstancias… —amagó una explicación, pero ella le interrumpió de nuevo.
—Si voy a estar un tiempo sin verte, déjame un recuerdo, Lyle. Acuéstate conmigo, por favor.
Lyle estaba desesperado. Antes de que le diera tiempo a decir algo, ella le besó apasionadamente, lo atrajo hacia sí y se tumbó en el sofá. El fuego chisporroteaba agradablemente mientras Millie le miraba a los ojos con el mismo deseo de aquella vez, antes de que él se marchara.
Lyle se puso rígido.
—Tu padre, Millie…
—No se va a levantar. Nadie nos molestará —dijo ella, buscando impaciente su boca.
—¡Estate quieta, Millie! —dijo Lyle, zafándose de su fogoso abrazo e incorporándose.
—¿Qué pasa? —preguntó Millie con las mejillas arreboladas.
Lyle notó que estaba ofendida. Seguro que se preguntaba si las horribles experiencias vividas en el hospital habían provocado que ya no pudiera acostarse con una mujer.
—Esa tos de tu padre tiene mala pinta. Me temo que pueda ser algo serio.
—¿De verdad?
Millie se incorporó y se anudó el cinturón de la bata, que se había aflojado.
Lyle se levantó.
—Sí, tengo que echarle un vistazo.
Luego cayó en la cuenta de que no llevaba consigo el maletín de médico, pero pensó que sin él también podría sacar una primera impresión del cuadro clínico de Jock.
Millie también se levantó y fue al dormitorio de sus padres. Cuando llamó a su madre, esta le abrió casi al instante.
—¿Qué pasa, Millie? —susurró.
En el fondo no era necesario que susurrara porque, de todas maneras, Jock no podía dormir. Millie oyó su respiración fatigada.
—Ha venido Lyle y quiere echar un vistazo a papá —respondió Millie en tono apremiante.
Bonnie Evans se sintió aliviada. Era incapaz de soportar otra noche en blanco, dándole vueltas a la cabeza.
—No es necesario —gritó Jock—. Dile que se marche a casa.
—No pienso hacerlo —dijo Bonnie, irritada.
Cogió su bata de un gancho de la parte interior de la puerta, salió del dormitorio y siguió a Millie hasta la cocina, donde las esperaba Lyle.
—Hola, Lyle —dijo abrochándose la bata, antes de intentar en vano doblegar sus rizos rebeldes.
—Siento haberla sacado de la cama, pero no me gusta nada la tos que tiene Jock —dijo Lyle.
—El muy borrico no quiere ir al médico —se lamentó Bonnie—. Tengo miedo de que haya cogido algo por ahí… La gripe española, por ejemplo.
—Ay, mamá, ¿no lo dirás en serio? —preguntó Millie aterrada.
Los ojos azules de Bonnie se llenaron de lágrimas.
—Pues sí —respondió.
—No nos precipitemos —dijo Lyle, mientras se dirigía al dormitorio del matrimonio junto con la madre de Millie.
A Lyle le habían llamado la atención las ojeras de Bonnie, y sabía que había pasado más de una noche sin dormir. Cuando Bonnie encendió la luz del dormitorio, sus sospechas se vieron confirmadas. Lyle vio a Jock sentado en el borde de la cama e inclinado hacia delante; su rostro presentaba un enfermizo color ceniciento. Le costaba respirar. Sin duda, no había alcanzado ese estado en las últimas veinticuatro horas; debía de llevar más tiempo aquejado por la enfermedad. Lyle no recordaba haber visto nunca a Jock tan enfermo. Pero su orgullo y su testarudez impedían que él también lo viera así. Entrar en razón nunca había sido su fuerte.
—Lyle te va a examinar, Jock —dijo Bonnie.
—No hagas tantos aspavientos, mujer —gruñó él—. Lo único que pasa es que he cogido un catarro de aúpa.
Tosió, respiró con estertores sibilantes, y la cara se le puso de color cárdeno.
—Eso no es un enfriamiento, y los dos lo sabemos —respondió Bonnie enfadada—. Ahora deja que te vea Lyle. Y harás todo lo que él te diga.
Hizo pasar a Lyle al dormitorio.
—Buenas noches, señor Evans —dijo Lyle con timidez—. No se encuentra muy bien, ¿verdad?
—Solo me falta un poco de aliento y me duele algo el pecho. Ya se me pasará; Bonnie no debió haberle molestado. Seguro que tiene algo más importante que hacer.
—No, en realidad no. Tengo unos días de vacaciones.
—Entonces debería descansar y no ocuparse de mí —refunfuñó Jock, antes de que le diera otro ataque convulsivo de tos.
—No es ninguna molestia para mí, señor. Además, yo mismo lo he sugerido al oírle toser. Tenía claro que no se trata de una tos normal —contestó Lyle.
Cuando se acercó a la cama y examinó más a fondo a Jock, se esforzó por disimular su preocupación, porque Bonnie aún seguía junto a la puerta, pero esta se dio cuenta. Fuerte como un buey: así había conocido Lyle desde siempre al padre de Millie, pero ahora parecía muy enfermo y aparentaba el doble de la edad que tenía.
—¿Podría traerme una taza de té, señora Evans? —le pidió Lyle.
—Pues claro que sí.
Bonnie salió del dormitorio para preparar el té.
Lyle se puso en cuclillas delante de Jock.
—No he traído el estetoscopio. Si no le importa, me gustaría pegar la oreja a su tórax para ver cómo suenan sus pulmones, ¿de acuerdo?
—Está bien —dijo Jock, al que se le notaba que la situación le incomodaba—. Pero está usted perdiendo el tiempo.
Jock se desabrochó la chaqueta del pijama, y Lyle acercó la oreja a su pecho. Le pidió que respirara tan hondo como pudiera. Jock hizo un esfuerzo, pero la respiración profunda le provocó otro ataque de tos. Lyle notó que Jock se llevaba la mano al costado. O tenía el pulmón encharcado o se había roto una costilla por toser tan fuerte.
—¿A que no es más que un catarro? —preguntó Jock cuando recobró el aliento.
—Podría ser una pulmonía, pero también otra cosa —respondió Lyle, sentándose en la cama junto a Jock. Luego dijo con un susurro—: Mi padre me ha contado que en su trabajo hay alguien que tiene tuberculosis. Ya sabe lo contagiosa que es, ¿verdad, señor Evans?
—¡Santo cielo! No les diga nada de eso a Bonnie ni a Millie —contestó Jock en voz baja, volviéndose hacia la puerta.
—No lo haré, siempre y cuando esté de acuerdo en hacerse un reconocimiento en la clínica.
Contra todo pronóstico, no fue difícil convencer a Jock de que eso era imprescindible. Lyle se despidió de él y salió del dormitorio para ir a la cocina, donde le esperaban Millie y su madre. Lyle les explicó enseguida que, en su opinión, Jock no había contraído la gripe española.
—Podría ser una pulmonía, pero antes de confirmarlo, hay que hacerle unas cuantas pruebas en el hospital.
—En el hospital —dijo Bonnie—. Jamás conseguiré llevar a Jock al hospital.
Le pasó a Lyle una taza de té y un plato con galletitas de avena.
—Él está ya de acuerdo —respondió Lyle.
—¿Cómo? ¿Mi Jock?
—Sí, le he convencido para que se haga un reconocimiento. Creo que ahora él también querrá una taza de té.
Bonnie sirvió una taza de té para su marido y la llevó al dormitorio.
Millie miró a Lyle.
—Le has tenido que meter mucho miedo a mi padre para que vaya voluntariamente al hospital, Lyle. Dime la verdad —susurró—. ¿Se curará?
—Estoy seguro de que se curará. Sospecho que pueda tener una pulmonía. —Como no quería inquietarla, no le dijo que en realidad sospechaba que podría tener tuberculosis. Lyle sabía que uno de cada siete pacientes con tuberculosis moría—. Tu padre es uno de los hombres más fuertes de Dumfries. Se restablecerá.
—He oído que un hombre que trabaja con mi padre tiene tuberculosis —dijo Millie—. Es Ted McNichol. Te acuerdas de Ted, ¿no?
—Sí, claro —dijo Lyle—. No le habrás hablado a tu madre de Ted, ¿verdad?
—No —contestó Millie, pero la pregunta de Lyle la dejó aún más preocupada—. ¿Crees que mi padre se habrá contagiado?
—Es difícil saberlo, Millie. Tendrá que esperar a que le hagan las pruebas en el hospital.
—Ay, Lyle, menos mal que has venido —dijo Millie.
Le abrazó y se echó a llorar. Lyle se sentía indefenso. ¿Cómo iba a decirle ahora que amaba a otra mujer? Se lo había propuesto firmemente, pero no podía ser. No era buen momento.
Aliviado por el aplazamiento, Lyle se despidió de Millie, aunque sabía que el respiro que se daba solo era provisional.
Jock fue ingresado en el hospital, donde le examinaron de arriba abajo. Al cabo de tres días, cuando Lyle regresó a Blackpool en tren, todavía no tenían los resultados de las pruebas que confirmaran o descartaran una tuberculosis. Lyle había decidido separarse de Millie sin hablarle de Elena. Mientras estuviera tan preocupada por su padre, Lyle no se sentía con fuerzas para decírselo. Pensó en romper el noviazgo por carta, pero tenía claro que Millie se merecía algo mejor. No quería ser cobarde, de modo que se juró a sí mismo que regresaría y rompería con ella en cuanto su padre se encontrara mejor.