III. Revelación de un gran escritor

EN CUANTO sale de prisión (13 de marzo de 1513), Maquiavelo escribe a su amigo Francisco Vettori embajador de Florencia en Roma, para informarlo de sus desdichas. Así termina su carta: «Recordadme a nuestro Santo Padre, tratad de que me emplee si es posible, él o alguno de los suyos, en algunos asuntos; estoy convencido de que yo os haría honor, y me sería muy útil».

Maquiavelo va a mantener activa correspondencia con su amigo, y no dejará de pedirle su intercesión cerca del Papa. Las numerosas cartas que poseemos son inapreciables para conocer su carácter y su obra. Aunque apartado de los asuntos públicos, Maquiavelo se preocupaba por los acontecimientos y los comentaba.

Después de sus últimos fracasos, Luis XII se había acercado a Venecia y había firmado con ella un tratado para el reparto del Milanesado. Un ejército francés cruzó los Alpes, una vez más, y obtuvo rápidos triunfos, gracias al apoyo que encontró en Italia. A la muerte de Julio II, la mayoría de los Estados italianos se habían regocijado de la expulsión de los franceses. Dos meses después, los venecianos los volvían a llamar. Arrojados de Génova, la ciudad se levantó en su favor en cuanto una flota francesa apareció ante la ciudad. En Milán, las fiestas del advenimiento del joven duque Maximiliano Sforza acababan de terminar cuando llegó el ejército, mandado por La Trémoille y Trivulce. Las ciudades del Milanesado, donde los suizos eran los amos, se sublevaron, y en su mayor parte abrieron sus puertas a los franceses. Maximiliano Sforza se refugió en Novara, bajo la protección de los suizos. El anciano La Trémoille condujo allí su ejército y, habiéndose dejado sorprender por imprudencia, tuvo que dar combate sin poder escoger el terreno, con desastrosas consecuencias. Sus pérdidas fueron considerables. Muchos hombres huyeron, abandonando cañones y equipajes. La Trémoille y Trivulce volvieron a Francia con los despojos del ejército.

Una vez más, la Italia septentrional estaba perdida para Francia, que conservaba allí apenas algunas plazas. Las ciudades que habían abierto sus puertas a los franceses fueron castigadas con multas. El territorio de Venecia fue invadido como cuando la Liga de Cambray, y Luis XII tuvo que defender sus propias fronteras. Los ingleses lo denotaron en Guinegate, en la llamada «Batalla de las Espuelas». Borgoña fue invadida y Dijón sitiada. El rey tuvo que negociar, y mediante el tratado de Blois (1 de diciembre de 1513), obtuvo la paz, renunciando a toda posesión en Italia.

En sus cartas a Vettori, Maquiavelo comenta todos esos sucedidos, pero está cansado de la política. Su amigo, que tiene sus juicios en gran estima, lo apremia a opinar. Maquiavelo responde: «Señor embajador, os escribo todo esto más por satisfacer vuestros deseos que por saber bien qué pensar yo». Primero permaneció en Florencia, pero luego salió a pasar la primavera y el verano en su casa de campo, a unos diez kilómetros de la ciudad, en San Andrea en Percusina, cerca de San Casiano, sobre el camino de Roma.

Una carta de Vettori (12 de julio de 1513) es de interés excepcional, pues en ella el embajador informa a su amigo de la intención del Papa de «conservar a la Iglesia en el estado en que la ha recibido y de mantener intactos todo su prestigio y todos sus dominios, aunque quizá ceda algunos a su familia, es decir, a Julián y a Lorenzo (su hermano y su sobrino), a quienes está absolutamente decidido a constituir sus infantazgos». Más adelante escribe Vettori: «El Papa escuchaba mis razones, pero no por ello abandonaba la idea de dotar a sus parientes, siguiendo el ejemplo de sus predecesores Calixto, Pío, Inocencio, Alejandro VI y Julio II. Si algunos se abstuvieron, es porque no pudieron hacerlo…».

La noticia que Vettori da a su amigo merece nuestra atención, pues decidió a Maquiavelo a escribir su célebre tratado del Príncipe.

Algunos meses después, en una carta a su amigo (10 de diciembre de 1513), Maquiavelo le describe la clase de vida que lleva en su villa. Lleno de melancolía, en su soledad y su indigencia, evoca los tiempos en que, por cuenta de la República, negociara con el rey de Francia, con el Papa o con el Emperador.

Se levanta al alba, va a coger zorzales a las trampas, observa el trabajo de los leñadores en el bosque y después, habiendo llevado consigo a Dante, Petrarca o a alguno de esos llamados poetas menores, como Tibulo u Ovidio, se sienta junto a una fuente y lee sus apasionados lamentos y sus transportes amorosos, que le recuerdan los suyos propios. «Voy después —escribe— a la hostería situada sobre el camino principal, y allí me encanallo la mayor parte de la jornada; luego, llegada la noche, regreso a mi casa. En la puerta de mi gabinete me despojo de las ropas de campesino, cubiertas de polvo y lodo, me pongo mi indumentaria de corte o mi atavío oficial y, decentemente vestido, penetro en el viejo santuario de los grandes hombres de la Antigüedad. Recibido por ellos con bondad y benevolencia, vivo de este sustento, único bueno para mí y para el cual he nacido. Converso con ellos sin reparos y me atrevo a pedirles cuentas de sus acciones. Ellos me contestan con indulgencia. Durante cuatro horas dejo de temer a la pobreza y la muerte no me asusta. En cuerpo y alma, me transporto a su lado». Se ve que Maquiavelo encuentra en la lectura de los grandes autores y en el recuerdo de sus embajadas un consuelo a la mediocridad de su existencia campesina y a la amargura de haber visto su carrera brutalmente truncada.

Esta carta, que nos abre su intimidad, tiene interés por otra razón más: en ella habla por primera vez del Príncipe, que hará correr su nombre por el mundo entero.

«Como Dante ha dicho —continúa Maquiavelo— que no hay ciencia allí donde no se retiene lo que se ha oído, yo he anotado todo aquello que en sus conversaciones [las de los grandes hombres] me ha parecido de alguna importancia. Con ello he redactado un opúsculo, De Principatibus, en el cual sondeo hasta donde puedo todas las profundidades del tema, tratando de averiguar cuál es la esencia de los principados, cuántas clases existen, cómo se los adquiere, cómo se los mantiene y por qué se los pierde. Si mis divagaciones a veces os han agradado, ésta no os disgustará. Deberá servir especialmente a un príncipe, sobre todo a un nuevo príncipe, y por ello dedico mi obra a su Magnificencia Julián [el hermano del Papa], Felipe Casavecchia ha leído la obra, y él podrá hablaros de ella, en sí misma, y de las discusiones que hemos sostenido. Mientras tanto, sigo divirtiéndome en extenderla y pulirla».

Hemos visto que Maquiavelo desde su destitución, intentó acercarse a los Médicis, y en sus cartas a Vettori nunca deja de pedirle que interceda ante el Papa para que le dé un empleo. Pero fueron vanos los esfuerzos de su amigo. Los Médicis, muy comprensiblemente, no estaban dispuestos a introducir en los secretos de su política a un hombre que durante largo tiempo había sido su adversario. Es probable que Maquiavelo también haya rogado a ciertos amigos interceder a su favor ante el gobierno mediceo de Florencia, y que su intervención haya fracasado por las mismas razones.

Cuando Maquiavelo se enteró, por la carta de Vettori, de que el hermano y el sobrino del Papa iban a ser príncipes soberanos, se le ocurrió la idea de escribir para uno de ellos un tratado en que se enseñara lo esencial de su nueva posición. Maquiavelo pensó en dirigirse a Julián, porque al parecer seria el primero en recibir un principado. A Julián le había enviado Maquiavelo, desde la prisión, tres sonetos, para tratar de que se compadeciera de su suerte. Se trataba ahora de aclararle bien las dificultades del oficio de príncipe y de ayudarlo a vencerlas. Desde la Antigüedad hay incontables ejemplos de tratados escritos para los príncipes. El modelo en el género sigue siendo el tratado que el orador ateniense Isócrates ofreció a Nicocles, tirano de Salamina. Durante la Edad Media, muchos tratados fueron compuestos por sabios, con la intención de enseñar a los príncipes los fundamentos del gobierno y, sin duda, con la esperanza de obtener algún favor del príncipe a quien iba dedicada la obra. Maquiavelo indudablemente había leído algunos de esos tratados, por lo menos el de Pontano, puesto que aludirá a él en el prólogo de su libro. La obra está escrita en lengua vulgar, pero el título está en latín: De Principatibus, así como los títulos de los veintiséis capítulos.

El libro comienza, como es de rigor, con un prólogo laudatorio. Maquiavelo enumera enseguida las diferentes clases de principados y estudia los medios por los cuales se adquieren. Expone cómo deben gobernarse las ciudades o los principados que antes de su conquista se regían por sus propias leyes. Más importante es el capítulo en que Maquiavelo se ocupa «De los principados nuevos que se han adquirido con las propias armas y con el talento personal», y el que se titula «De los principados nuevos que se adquieren con armas y fortuna de otros». Este capítulo llama particularmente nuestra atención, porque Maquiavelo propone a César Borgia como modelo al destinatario del libro. Después de haber tratado de los principados eclesiásticos, Maquiavelo aborda, en los capítulos siguientes, una cuestión que le es cara: la de las fuerzas armadas de que debe disponer un Estado, y en ellos demuestra los peligros a que se expone aquel Estado que confía el cuidado de su defensa a tropas mercenarias. Los ejemplos que cita Maquiavelo están tomados tanto de la historia antigua como de la contemporánea. En un capítulo trata «de los deberes de un Príncipe para con la milicia», y en él escribe: «Un príncipe no debe tener otro objeto ni pensamiento, ni preocuparse de cosa alguna fuera del arte de la guerra y lo que a su orden y disciplina corresponde». Ese capítulo refleja bien uno de los aspectos de su época —el Renacimiento—, en que la guerra, pese a la admirable floración artística y literaria, en todos los países fue el asunto principal para los príncipes y repúblicas.

Maquiavelo dedica dos capítulos al cuidado que el príncipe debe poner en la elección de sus ministros. El príncipe no vacilará en pedir consejo a los hombres sabios de que habrá de rodearse. Sus consejeros deberán ser hombres seguros e íntegros. Maquiavelo parece insinuar en estos dos importantes capítulos que el príncipe no podría hacer nada mejor que tomar como ministro y consejero al autor del tratado.

Después de haber considerado todos los problemas que tendrá que resolver un nuevo príncipe, Maquiavelo se dedica a despertar su ambición. Lo hace en el último capítulo del libro, exhortando al dedicatario a liberar a Italia de los bárbaros que la devastaban. Maquiavelo consideraba bárbaros a aquellos que, en el curso de los veinte últimos años, habían hecho de la península un campo de batalla, es decir, los franceses y los españoles.

Se encuentra en El príncipe apenas una docena de frases que establecieron lo que ha dado en llamarse el «maquiavelismo». Cabrían en tres páginas. Citemos las más notables:

«Para dominar con seguridad un Estado recientemente conquistado, basta con haber extinguido la dinastía de sus antiguos príncipes» (III).

«No hay que olvidar que es necesario ganarse a los hombres o deshacerse de ellos» (III).

«El usurpador de un Estado deberá cometer de una sola vez todas las crueldades que su seguridad exija, para no tener que repetirlas…» (VIII).

«Un príncipe prudente sólo puede y debe cumplir su palabra cuando con ello no se cause un daño» (XVIII).

Maquiavelo preguntó a su amigo Vettori la mejor manera de hacer llegar su tratado a Julián de Médicis, a fin de que éste no dejara de leerlo.

«Bien quisiera —escribe— que esos Señores Médicis me empleen, aunque al principio me pongan a dar vueltas a una rueda de molino… En cuanto a mi obra, verán, si se toman el trabajo de leerla, que no he pasado durmiendo ni jugando los quince años que he consagrado al estudio de los asuntos de Estado. Debieran tener interés en servirse de un hombre que desde hace tiempo ha adquirido experiencia. Tampoco debieran dudar de mi fidelidad, pues si hasta hoy la he guardado escrupulosamente, no es hoy cuando aprenderé a traicionarla… Y la mejor garantía que puedo dar de mi honor y de mi probidad es mi indigencia».

Los dos amigos no deciden nada a propósito del Príncipe. Por otra parte, hay que esperar a que Julián reciba el principado que habrá de justificar la dedicatoria de la obra. Su correspondencia prosigue. Vettori invita a Maquiavelo a Roma, describiéndole la vida agradable que allí llevará. Pero Maquiavelo no irá a Roma. Va algunas veces a Florencia, pero con mayor frecuencia permanece en el campo, donde dirige el mantenimiento de la granja y observa las cosechas, casi siempre decepcionantes. En cuanto a la política, a la cual dedicara tantos años, conserva de ella un mal recuerdo. Que no se le vuelva a hablar del Papa, de los suizos, de España, de Francia, de Ferrara o de Venecia. «Si deseáis escribirme algo a propósito de las damas —escribe a Vettori (3 de agosto de 1514)—, no dejéis de hacerlo. En cuanto a los asuntos serios, hablad con aquellos a quienes les gustan o que los comprenden mejor que yo. Nunca me causaron más que contrariedades, en tanto que aquéllas me hacen experimentar sólo dicha y placer».

Maquiavelo ha escrito El príncipe pensando en Julián de Médicis, a quien su hermano el Papa deseaba dar la soberanía de Parma y de Piacenza. Como las condiciones políticas impedían la realización de ese proyecto, Maquiavelo tuvo que retardar el momento de ofrecer su tratado. Su desencanto no le impedirá proseguir sus trabajos, y durante años su actividad literaria avanzará notablemente.

Antes de componer El príncipe, Maquiavelo ya había escrito mucho, pero no se había tratado de obras literarias, con excepción de dos Decenales, de las que ya hemos hablado. En el curso de sus numerosas misiones había dirigido al gobierno florentino innumerables despachos, y también redactado diferentes informes sobre la situación de Francia y la de Alemania.

En 1513, a los cuarenta y cuatro años, comienza su carrera de escritor. Abordará todos los géneros literarios y en su obra, abundante y variada, dará prueba de su inteligencia y de sus dotes de escritor.

En el pequeño tratado escrito para Julián de Médicis. Maquiavelo no había podido consignar todos sus pensamientos sobre el gobierno de los Estados. El príncipe trata del gobierno de un principado. Ahora bien, Maquiavelo, admirador de la Roma republicana, nutrido de Tito Livio y de Tácito, republicano de corazón, que durante catorce años ha estado al servicio del gobierno republicano de Florencia, no podía quedar satisfecho con haber expuesto, en una pequeña obra de circunstancias, los medios del gobierno despótico. Tenía que exponer los medios del gobierno republicano. Se puso entonces a redactar una obra más larga e importante, intitulada Discursos sobre la primera década de Tito Livio, cuyo solo título indica que la obra se inspira en la Roma republicana. Pasó varios años escribiéndola y sólo en 1521 la ofreció en manuscrito a los dos amigos florentinos (Zanobi Buondelmonti y Cósimo Rucellai) que lo habían animado a seguir adelante.

Los Discursos son una obra importante, en tres libros. El primero trata de la constitución y del gobierno de un Estado republicano, el segundo de las guerras y conquistas que permiten al Estado mantenerse y dilatarse, y el tercero de las causas de su prosperidad o decadencia. El plan es comparable al del Príncipe, pero Maquiavelo enseña en El príncipe, más bien, a edificar un Estado, y en los Discursos a gobernarlo. En los Discursos hay más ideas que en El príncipe, pero la obra, como reclama mayor atención de parte del lector y a trechos se halla cargada de largas referencias a la historia romana, no es para el gran público, en tanto que El príncipe, gracias a su concisión, ha pasado por todas las manos.

No se encuentra ni en El príncipe ni en los Discursos una teoría del poder. Las dos obras, por consiguiente, no son comparables a las de Platón, de Aristóteles, de Hobbes, de Bossuet, de Montesquieu. Inspirándose en ejemplos que le proporcionan la historia antigua o su propia época, Maquiavelo indica cómo deben comportarse los príncipes y los gobiernos republicanos. A falta de una teoría del poder, las dos obras presentan un método de gobierno cuyo principio general es que la «razón de Estado» debe preponderar sobre los intereses privados. La consecuencia que de ello saca Maquiavelo es que el príncipe y el gobierno republicano deben emplear todos los medios, por censurables que sean, para alcanzar su fin, que consiste en mantenerse en el poder y asegurar la continuidad del Estado. Durante largo tiempo se creyó que sólo el tirano, para conservarse en el poder, empleaba la violencia y no retrocedía ante el crimen. Ahora bien, en el siglo XX se han visto regímenes en que el poder no está en manos de un solo hombre tan implacables como cualquier tirano que detentara el poder. No hay por qué sorprenderse de que Maquiavelo haya recomendado a un nuevo príncipe los medios arbitrarios empleados por los déspotas de su tiempo. Cuando da los mismos consejos a un Estado republicano, tiene en la memoria los medios empleados por la República romana que, asimismo, recurrió a la astucia, a la injusticia y a la crueldad para fundamentar su poder y extender su dominio.

Maquiavelo, espíritu realista, no pinta los hombres tal como debieran ser, sino tal como son. «Como mi objeto es escribir para aquellos que tienen un criterio sano, hablaré según lo que es, y no según lo que el vulgo imagina». Más adelante dice: «Hay tal diferencia entre cómo se vive y cómo se debiera vivir, que quien considera real y verdadero aquello que, sin duda, debiera ser, pero desgraciadamente no es, corre inevitablemente a su ruina» (El príncipe, XV).

«Sin duda —escribe en otra parte—, es elogiable en un príncipe el respeto de la palabra empeñada, pero entre aquellos de nuestra época a los que se ha visto hacer grandes cosas, pocos se han enorgullecido de esta fidelidad y han sentido escrúpulos en engañar a aquellos que habían confiado en su lealtad» (El príncipe, XVIII).

Al tiempo que trabajaba en los Discursos, Maquiavelo produjo muchas otras obras en verso y en prosa, que en su mayor parte no tienen ninguna relación con la política.

Escribió en prosa un Reglamento para una sociedad de placer, después un Diálogo sobre la lengua, en el cual examina una cuestión debatida desde hacia mucho en la península: el idioma empleado por Dante, Boccaccio y Petrarca, ¿debe llamarse italiano, toscano o florentino? Supuestamente interrogado, Dante responde que se ha servido de la «lengua de corte», y Maquiavelo trata de demostrarle que, pese a lo que el poeta ha tomado del lombardo y del latín, la lengua en que escribió su obra bien puede llamarse florentina.

Maquiavelo, quien por gusto parece querer abordar todos los géneros literarios, ha escrito un cuento, género en el que no pocos florentinos, especialmente Boccaccio y su contemporáneo Bandello, dieron lustre a sus nombres. El cuento, Belfegor el archidiablo, es una sátira. Enviado al mundo por Plutón para llevar a cabo una encuesta, Belfegor llega a Florencia y se casa con Honesta. Su mujer le hace la vida de tal manera insoportable que prefiere regresar a los infiernos.

Poseyendo el don del diálogo, ¿cómo no habría Maquiavelo de dedicarse al teatro? Tradujo (1513) la Andria de Terencio, después hizo una adaptación de la Casina de Plauto, a la que puso por nombre Clizia, y le añadió un prólogo en prosa y tres canciones en verso (1515). Finalmente, escribió La mandrágora,[1] comedia en cinco actos, con un prólogo y un intermedio en verso.

La mandrágora ha tenido una carrera triunfal. Ha sido traducida a todas las lenguas y representada en muchos países. Fue bien recibida desde su estreno en Florencia (quizás en 1515). En 1520, su éxito fue tan grande que los actores tuvieron que ir a Roma, pues León X había expresado el deseo de ver la pieza. Agradó al Papa, como agradó por doquier fue representada, especialmente en Venecia en 1523. La mandrágora fue publicada en 1524. Es la única obra de Maquiavelo que apareció durante la vida del autor, junto con las Decenales y el Arte de la guerra.

La trama no es original. Una mujer joven y bonita se ha casado con un notable florentino mucho mayor que ella. La pareja no tiene hijos y desea tenerlos. Gracias a la complicidad de un fraile y de un amigo del marido, un joven galante se hace pasar por médico, y mediante el subterfugio de un tratamiento se hace amante de la dama. El movimiento de la pieza es excelente, el estilo vivo, los caracteres verídicos: la joven a quien no satisface su esposo, el rico burgués, el falso médico, el fraile ávido, el parásito. La mandrágora probablemente sea la mejor comedia escrita en la península en la época del Renacimiento.

También se deben a Maquiavelo otras obras en prosa: una Arenga, un Discurso moral, así como obras en verso: Canciones o Poesías morales, los ocho cantos del Asno de oro, y también estrofas, sonetos, poemas, epigramas, una pastoral y una serenata.

Puede observarse qué notable fue la actividad literaria de Maquiavelo.

Hasta el fin de su pontificado, León X parece haber tenido ojeriza a Maquiavelo por servir durante catorce años a un gobierno hostil a su familia. Pero con el tiempo, y gracias a la actividad de sus amigos, Maquiavelo recuperaba la gracia del primo hermano de León X, el cardenal Julio de Medicis, hijo natural de Julián, asesinado durante la conjuración de los Pazzi y que en 1523 llegará a ser papa Clemente VII. El cardenal encargó a Maquiavelo (noviembre de 1520) una Historia de Florencia, por la cual le destinó un sueldo anual de cien florines.

Esta Historia de Florencia, importante obra en ocho libros, comienza en la época de las grandes invasiones y termina en 1492, con la muerte de Lorenzo el Magnífico. Maquiavelo tuvo el buen juicio de no narrar las consecuencias de los acontecimientos con los cuales tuvo que ver desde 1498, pues le hubiera sido difícil juzgar objetivamente a hombres de los cuales muchos vivían aún, el papel desempeñado por los Médicis durante los catorce años en que él se ocupó en deshacer sus intrigas.

El orden cronológico no siempre es respetado en la Historia de Florencia, la cual, por otra parte, contiene errores que hubiera sido fácil evitar. Como en los Discursos, Maquiavelo toma ideas y ejemplos de la historia romana, y a menudo hace hablar a los personajes que pone en escena, sin poder autenticar sus discursos. Pero la obra tiene las mismas cualidades de todos sus libros. El tono es vivo, el relato claro, y sus juicios siempre atraen el interés. Sin embargo, se considera superior a la Historia de Maquiavelo la de su amigo Guicciardini, quien tomará el hilo de los hechos allí donde Maquiavelo se detuvo.

Maquiavelo, que llevaba adelante al mismo tiempo varias tareas literarias, terminó en 1520 un trabajo cuyo título es lo único que está en latín: De re militari. El Arte de la guerra, impreso desde el año siguiente, está dedicado a Lorenzo di Filippo Strozzi, rico banquero aliado de los Médicis. Es un diálogo entre cinco personalidades florentinas contemporáneas: Cósimo Rucellai, Fabricio Colonna, Zanobi Buondelmonti, Bautista della Palla y Luis Alamanni. Fabricio Colonna, el eminente condottiero muerto en 1520, es el portavoz de las ideas de Maquiavelo. Con El príncipe y los Discursos, el libro forma una trilogía, pues Maquiavelo, después de haber estudiado cómo se fundamentan y se mantienen un Estado autocrático y un Estado republicano, estudia en el Arte de la guerra los medios de hacer poderosos uno y otro Estado.

Las opiniones se han dividido sobre el valor de esta obra. Se ha podido decir del «arte de la guerra» que es el único arte que no es necesario aprender y, en todo caso, que no se aprende en los libros y depende principalmente de los medios de que dispongan los combatientes. Ahora bien, estos medios han evolucionado constantemente, sobre todo desde que los hombres empezaron a usar las armas de fuego. La obra, inspirada en el tratado de Vegecio, escrito en el siglo IV, es interesante por más de una razón. Como en El príncipe y en los Discursos, Maquiavelo pone como ejemplo tanto las guerras de la Antigüedad como las de su época. Enumerando las diferentes formaciones militares y todos los procedimientos de guerra conocidos, luce su gran erudición, y se nota el atractivo que siempre ejercieron sobre él estas cuestiones. En esta obra no deja de desarrollar, como en El príncipe y en los Discursos, sus ideas sobre la necesidad que tiene todo Estado de asegurar su defensa no por medio de tropas mercenarias sino de un ejército nacional, es decir, formado de soldados reclutados en su territorio. Resulta sorprendente que Maquiavelo no haya previsto el papel que en la guerra había de desempeñar la artillería que ya en aquella época tenía importancia.

Maquiavelo aprovechó una estadía en Lucca para estudiar la constitución de la república de Lucca y para escribir la vida de un lucense célebre, Castruccio Castracani (1281-1328), «soldado de fortuna» en Inglaterra, en Francia y en Flandes. De retorno a Lucca, logró hacerse el amo de la ciudad y constituir un Estado gibelino bastante grande. Recibió del Emperador la investidura del ducado de Lucca, pero murió prematuramente y sus hijos fueron expulsados de la ciudad.

Maquiavelo escribe de Castruccio, quien cometió numerosos crímenes y fue culpable de no pocas traiciones, «que no empleó jamás la fuerza cuando podía vencer por medio de la astucia». La obra, dedicada a sus amigos florentinos Zanobi Buondelmonti y Luis Alamanni, les llegó, en manuscrito, en agosto de 1520.

Maquiavelo proseguirá su actividad literaria, pero ya no dispondrá de tantos ocios, pues habiendo ganado poco a poco la confianza del gobierno mediceo de Florencia, de nuevo será encargado de varias misiones.