LOS ACONTECIMIENTOS que hemos narrado y de los que Maquiavelo fue testigo, sin duda despertaron su interés por los negocios públicos. Como tantos de sus conciudadanos, él también habría podido hacerse banquero o comerciante. Pero, al parecer, ni aun pensó en ello, y a los veintinueve años presentó su candidatura para el puesto, que había quedado vacante, de jefe de la segunda cancillería florentina. Venció a otros tres candidatos y fue nombrado el 19 de junio de 1498.
El cargo era menos importante que el del jefe de la primera cancillería, por entonces Marcelo Virgilio, ingenio distinguido y buen humanista, que seguramente conocía a Maquiavelo y probablemente lo recomendó, lo cual explicaría su nombramiento para un puesto habitualmente encargado a quienes ya tenían experiencia en tales asuntos.
Un mes después (el 14 de julio), Maquiavelo, aunque conservando sus funciones en la segunda cancillería, fue agregado a los Diez Magistrados encargados de la guerra y de los asuntos exteriores. Los diez magistrados designaban a los comisarios de todo el territorio de la República, enviaban a los embajadores y encargados de misiones y sostenían correspondencia con ellos. Comparado con el sueldo del secretario de la primera cancillería, el de Maquiavelo parece modesto (128 florines de oro anuales). Nombrado para un año en los dos empleos, su cargo será renovado constantemente hasta el día de 1512 en que la caída del gobierno republicano causará su destitución.
En las oficinas, Maquiavelo conoce a Biago Buonaccorsi, con quien trabará amistad; cuando se aleje de Florencia, le escribirá frecuentemente. Gracias a su correspondencia con él, a las cartas que después escribirá a Francisco Vettori y, aún más tarde, a Francisco Guicciardini, penetramos en la intimidad del pensamiento de Maquiavelo y conocemos muchas circunstancias de su vida privada.
Durante catorce años, Maquiavelo estará al servicio del gobierno florentino. No pasará todo el tiempo en las oficinas, porque, encargado desde principios de su carrera de misiones de escasa importancia, las desempeñará con tal habilidad que a menudo emplearán su talento diplomático. El gobierno va a confiarle más de veinte misiones que le harán viajar por toda la península y más allá de los Alpes. Cuatro veces irá a Francia, para negociar con Luis XII y sus ministros. También irá al Tirol, a Bolzano, donde está el emperador Maximiliano. En sus informes, Maquiavelo muestra gran penetración y clarividencia. Los informes que enviaba a su gobierno eran altamente apreciados. A pesar de la importancia de algunas de sus misiones, Maquiavelo siguió siendo un personaje de segunda fila: carente de prosapia y de fortuna, nunca será embajador, por lo que cumplirá con la mayor parte de sus misiones en condiciones penosas, ya que era pobre y su gobierno mezquino, de lo cual no deja él de quejarse en sus cartas. Muchas de tales misiones se realizaron en condiciones difíciles. En cualquier tiempo y en cualquier estación, Maquiavelo tendrá que cabalgar por malos caminos y recorrer enormes distancias, casi siempre a caballo o a lomo de mula, acompañado de uno o dos servidores igualmente montados. Maquiavelo fue cuatro veces a Francia; franqueó así ocho veces los Alpes —por no mencionar sus otros viajes—, lo que en nuestra época de fácil transporte sería considerado como una extraordinaria hazaña deportiva.
Además de su actividad diplomática, Maquiavelo debió ocuparse frecuentemente en cuestiones militares. Más de una vez tuvo que informar a su gobierno de la situación de las fuerzas florentinas que sitiaban Pisa. Habiendo apreciado de cerca los inconvenientes de las tropas mercenarias, consideró que un Estado debía disponer de un ejército reclutado sobre su territorio, es decir, un ejército nacional. Esta idea, que a menudo figura en sus escritos, finalmente la tuvo en cuenta el gobierno de Florencia, el cual encomendó a Maquiavelo la constitución de esas milicias. Así, Maquiavelo tendrá que recorrer el Estado florentino para levantar tropas y velar sobre su abastecimiento e instrucción. Grande fue su desengaño, y el del gobierno y el pueblo de Florencia, cuando las milicias no opusieron (en Prato, en 1512), ante el ejército español, más que una resistencia irrisoria. Justo es recordar que el ejército español estaba compuesto de soldados profesionales perfectamente aguerridos.
Cuando Maquiavelo entró en la cancillería, la Florencia republicana no era ya el Estado próspero que fuera en tiempos de Lorenzo el Magnífico. La llegada de los franceses, la rebelión de Pisa, el exilio de los Médicis y los tumultos provocados por Savonarola la habían trastornado. Las guerras que tendrán como escenario la península van a paralizar los negocios, y la República pronto será amenazada por los ambiciosos proyectos de César Borgia.
César, Duque de Valentinois, concibió la ambición de forjarse un importante Estado en la Italia central. Con el tiempo lograría hacerlo, gracias al apoyo del papa Alejandro VI, su padre, y del rey de Francia. En el año mismo en que Maquiavelo ingresó en la cancillería florentina, 1498, Luis XII sucedió a su primo Carlos VIII, muerto sin hijos. El rey inmediatamente empezó a acariciar dos proyectos: el primero, repudiar a la reina Juana, su esposa, hermana de su predecesor y mujer valiosa, dulce y buena, pero contrahecha y enfermiza, a fin de casarse con la encantadora Ana de Bretaña, viuda de Carlos VIII; el segundo proyecto consistía en emprender una nueva expedición a Italia. Como su predecesor, reivindicaba los derechos de la casa de Anjou sobre el reino de Nápoles y, además, los derechos de la casa de Orleáns sobre el ducado de Milán, en tanto que legítimo heredero de los Visconti por su abuela Valentina; el duque Ludovico Sforza era el heredero ilegitimo.
Para llevar a cabo aquellos dos proyectos, Luis XII no podía prescindir de la ayuda del Papa. Sólo éste podía acordarle las dispensas eclesiásticas necesarias para repudiar a su primera esposa y desposarse con la viuda de su primo. También necesitaba la aquiescencia del pontífice pata que sus tropas, al dirigirse a la conquista del reino de Nápoles, pudiesen atravesar los Estados de la Iglesia. Las negociaciones —mejor sería decir los regateos— se prolongaron durante el verano de 1498.
En el mes de octubre, César, cuyo séquito era comparable al de un soberano, desembarca en Marsella. Pasa un mes en Aviñón y, a mediados de diciembre, llega a Chinón, donde se encuentra la corte. Rápidamente queda concluida una alianza entre Luis XII y los Borgia. César recibe el ducado de Valence, el condado de Die y la señoría de Issoudun. Obtiene, además, una pensión de veinte mil libras, y una compañía de cien lanzas. Se le otorga también la mano de Carlota de Albret, hermana del rey de Navarra, educada en la corte de Francia. César no se casará con ella hasta el 10 de mayo de 1499. La abandonará en julio y no volverá a verla ni conocerá jamás a la hija nacida de su unión.
La alianza entre Luis XII y los Borgia había de ser para Florencia una causa de inquietudes y preocupaciones. Gracias al apoyo de las tropas francesas. Cesar se apoderará de numerosas ciudades del centro de la península. Durante los años —afortunadamente pocos— en que será duque de Romaña, no dejará de amenazar al Estado florentino. Florencia tenía otra preocupación: proseguir la guerra de Pisa. Carente de ejército, tomaba a sueldo, como era la costumbre, condottieri que reclutaban a los soldados y se enganchaban con sus tropas. Aquellos capitani di ventura abundaban en la península a fines del siglo XV. Se les pagaba en tiempos de guerra, cuando había necesidad de su apoyo, pero también en tiempos de paz, para que no aceptaran la soldada de un vecino del que se desconfiaba. Los condottieri, que se ofrecían al mejor postor, pasaban de un campo al otro. «No había ningún pequeño caudillo en la Romaña —escribirá Maquiavelo en los Discursos— que no recibiera alguna pensión de Florencia, que además pensionaba a Perusa, a Castello y a sus otros vecinos».
La guerra de Pisa, en la cual tenía entonces la república de Florencia como condottieri a los dos hermanos Vitelli, le causaba las mayores dificultades, en tanto que los exiliados de Florencia, junto con los Orsini, emparentados con los Médicis, perturbaban el Casentino. Jacobo de Appiano, señor de Piombino, condottiero que sucesivamente estuvo a sueldo de Nápoles, de Florencia, de Siena y otra vez de Florencia, exigía que su soldada aumentara a cien mil ducados, suma que Florencia no estaba dispuesta a acordarle. Se encargó a Maquiavelo dirigirse a Piombino para tratar el asunto. Tal fue su primera legación. Satisfecha de su actuación, la Señoría no tardó (julio de 1499) en confiarle otra, asimismo asunto de condotta o contratación militar. Fue enviado a Romaña, ante Catalina Sforza, condesa de Forli y de Imola, mujer bella, inteligente y valerosa. Hija natural, pero legitimada, del duque de Milán, Galeas Sforza, Catalina se había casado, muy joven, con Girolamo Riario, quien recibió de su tío, el papa Sixto IV, los condados de Imola (1473) y de Forli (1480). Como los Riario favorecieron la conspiración de los Pazzi en Florencia, Lorenzo había vengado a su hermano, asesinado en la catedral, mandando matar, diez años más tarde, a Girolamo Riario. Catalina, encerrada en el castillo de Forli, se enfrentó a la ciudad insurrecta. Viuda, había vuelto a casarse secretamente con Giacomo Feo, quien también fue asesinado. Se desposó, por tercera vez, con un apuesto joven, Juan de Médicis, quien pertenecía a la rama menor de la ilustre familia. Catalina fue la madre del condottiero Juan de las Bandas Negras, elogiado por Maquiavelo, y a través de él, fue antepasada de los grandes duques de Toscana, cuya sangre, por el matrimonio de María de Médicis con Enrique IV, se difundió por todas las familias reinantes en Europa.
Maquiavelo se dirigió a Forli, donde discutió durante diez días con la condesa acerca de la renovación de la condotta de su hijo mayor, Octaviano Riario. El pequeño Estado hervía en preparativos militares, pues Catalina debía enviar tropas a su tío Ludovico Sforza, duque de Milán, a quien Luis XII se preparaba para atacar.
Fue en agosto de 1499 cuando el ejército francés, compuesto principalmente por suizos y gascones, cruzó los Alpes. Atravesó los Estados de Saboya, amiga de Francia, tomó Alejandría y después Pavía. Milán se rebeló, pues Ludovico era aborrecido por su tiranía, y a principios de octubre el rey pudo hacer su entrada triunfal en la ciudad.
En aquel mismo momento ocurrió un acontecimiento importante de la guerra de Pisa, cuyas consecuencias ocuparon repetidas veces a Maquiavelo. El condottiero Paolo Vitelli, comandante de las tropas florentinas, obtuvo triunfos tales que permitieron alentar esperanzas de que la ciudad situada estuviera a punto de caer. El 10 de agosto, el ejército se lanzaba al ataque cuando Vitelli y su hermano Vitellozzo de pronto dieron orden de suspender la acción. La señoría de Florencia concibió sospechas sobre la lealtad del jefe de sus tropas, sospechas que se confirmaron por la noticia de que, poco tiempo antes, había tenido en el Casentino ciertas entrevistas secretas con Pedro y Julio de Médicis. Los comisarios de los ejércitos convocaron a los dos hermanos, bajo pretexto de consultarlos sobre la reanudación de las operaciones. Paolo fue detenido y enviado a Florencia bajo fuerte escolta. Interrogado sumariamente, fue decapitado. Su hermano, que no se había presentado a los comisarios, logró escapar. La ejecución del condottiero provocó gran conmoción en la península e hizo de su hermano Vitellozzo un enemigo irreductible de Florencia.
Por la misma época (noviembre de 1499) César Borgia decidió hacerse el amo de la Romaña. Contaba con apoderarse rápidamente de Umbría, y después de los Estados de Florencia y de Siena. Florencia estaba bajo la protección de Francia, su aliada, pero se inquietaba por los ambiciosos proyectos de su temible vecino. César, cuyo ejército estaba formado por tropas pontificias y por quince mil franceses puestos a su disposición por Luis XII, se apoderó, sin combate, de Imola. Catalina Sforza contaba con resistir en Ravaldino, la poderosa fortaleza de Forli, pero César logró apoderarse de ella mediante una traición. Catalina tuvo la suficiente presencia de ánimo para rendirse al comandante de las tropas francesas, lo que le valió la vida.
Luis XII perdió Milán en el curso del invierno, y Ludovico Sforza volvió a entrar triunfalmente en la dudad. Las tropas francesas se habían replegado sobre Novara, donde los ejércitos, integrados principalmente por mercenarios suizos, se enfrentaron. Por dinero, Luis XII logró la defección de las tropas de su adversario, y Ludovico cayó en sus manos. El rey trató con dureza a su prisionero porque Ludovico, que lo había llamado a Italia, se había vuelto después contra él. El brillante duque de Milán terminó tristemente sus días en el castillo de Loches.
Una vez reconquistado el Milanesado, a fin de ocupar a sus tropas, Luis XII las puso a disposición de Florencia, para que se valiera de ellas contra Pisa, corriendo por cuenta de aquélla la soldada. Esas tropas, a las órdenes del señor de Beaumont, eran de suizos y gascones. A instigación de los pisanos, que también acordaron un precio, las tropas se amotinaron y levantaron el sitio.
Maquiavelo, en misión en Pisa, fue testigo de los hechos. Los franceses no negaban que sus tropas se hubieran amotinado, pero echaban la responsabilidad sobre Florencia, pretendiendo que la República no los había aprovisionado convenientemente. El rey envió un comisario para informarse en el lugar de los hechos y redactar un informe. Sabedora de que el informe del enviado del rey sería desfavorable a Florencia, la Señoría comisionó a Francisco della Casa, acompañado de Maquiavelo, para hacer conocer en Francia la verdadera versión de los acontecimientos. Se comprende que Maquiavelo desde entonces adquiriera conciencia de que un Estado no podía fiarse de fuerzas mercenarias, sino disponer de un ejército nacional constituido por soldados reclutados en su propio territorio. La defección de los suizos de Ludovico el Moro en Novara y la de las tropas de Luis XII ante Pisa eran recientes pruebas, entre tantas otras, de la poca confianza que merecían los mercenarios.
Las dos primeras misiones de Maquiavelo a Piombino y a Forli habían tenido por objeto cuestiones de acuerdo militar y, en consecuencia, asuntos de carácter financiero. El primer viaje que haga más allá de los Alpes también se relacionará con una cuestión similar de soldada militar.
Francisco della Casa y Maquiavelo salen de Florencia a principios del verano de 1500, atraviesan los Alpes y se dirigen a Lyon, donde se les había dicho que encontrarían la corte. Pero ésta no estaba ya allí, pues el rey se desplazaba sin cesar. Van entonces a Nevers, donde son recibidos por el cardenal de Amboise, primer ministro, y después por el propio rey. Los despachos de los dos enviados florentinos muestran cuán difícil era cualquier negociación en la corte de Francia. Se hallaba llena de exiliados (fuorusciti) que intrigaban y trataban de obtener subsidios del rey. Entre ellos había florentinos que anulaban todo esfuerzo de los negociadores enviados por el gobierno de Florencia. El rey y sus ministros cargaban sobre la República la responsabilidad del motín de las tropas delante de Pisa. Como el rey había pagado la soldada de las tropas, Florencia tenía que reembolsarle las sumas erogadas. Los enviados florentinos sostenían que la República no tenía por qué pagar a tropas que se habían amotinado. ¿Cómo conciliar opiniones tan opuestas? Florencia ofrece pagar cincuenta mil florines cuando caiga Pisa. Se les responde que si «hablan en broma». Los fuorusciti explotan la irritación del rey contra Florencia que —escribe Maquiavelo— es «objeto del odio general». Los enviados florentinos, en sus cartas a la Señoría, piden el envío de un embajador e insisten en que se les remitan fondos, pues están completamente desprovistos y viven de préstamos. Tienen que seguir a la corte, que abandona Nevers. Ya los tenemos en Melún, después en Blois. Francisco della Casa cae enfermo y va a atenderse a París. En espera del embajador, Maquiavelo soporta solo el peso de las negociaciones. Sus informes presentan gran interés, porque no sólo tratan del litigio que opone la República al gobierno real; en ellos notifica a la Señoría florentina de todos los asuntos políticos del momento. Para seguir al rey y sus ministros, Maquiavelo se dirige a Nantes, donde tendrá varias entrevistas con el cardenal de Amboise. En sus cartas sigue quejándose de escasez de dinero, y pide a la Señoría permiso para regresar. Su padre acababa de morir cuando Maquiavelo salió de Florencia. Después falleció también una de sus hermanas.
Pero Maquiavelo recibe de su gobierno la orden de intervenir ante el gobierno francés a propósito de César Borgia. Hemos dicho que éste acariciaba el proyecto de constituirse, en la Italia central, un vasto Estado, formado de la Romaña, de Umbría, del Bolonesado y también de la Toscana. Florencia se preocupaba por la concentración de sus tropas ante las fronteras de la República. Recibido por el rey, Maquiavelo le participa las inquietudes que a su gobierno inspiran los proyectos de César. Aunque el asunto de la soldada de las tropas que se amotinaron ante Pisa no haya quedado zanjado, Luis XII, fiel a su alianza, responde a Maquiavelo que a sus representantes en Italia ya envió orden «de marchar sin tardanza contra el duque de Valentinois si hacía alguna tentativa contra los florentinos y los boloñeses». Esta garantía, repetida más de una vez al gobierno florentino, no calmará sus temores de una invasión de las tropas de César Borgia. Cuando el embajador de la República llega a Francia, puede al fin partir Maquiavelo. De regreso en Florencia, antes de fin de año, se entera de que César se ha apoderado, en octubre de 1500, de Pesaro, venciendo a Juan Sforza, ex esposo de su hermana Lucrecia, y luego de Rímini, venciendo a Pandolfo Malatesta.
Maquiavelo pone a la Señoría al corriente de los proyectos de Luis XII, quien contaba con hacer valer los derechos de la casa de Anjou, de la que era heredero, para conquistar el reino de Nápoles. El rey creía que la empresa le resultaría más fácil si invitaba al rey de Aragón a unírsele. Los dos soberanos firmaron (en noviembre de 1500) un tratado secreto. Luis XII se reservaba el título de rey de Nápoles y la posesión de los Abruzos. Fernando recibiría Apulia y Calabria.
Luis XII estaba convencido de que, una vez conquistado el reino de Nápoles, sabría conservarlo en su poder. Maquiavelo, en El príncipe, llamará locura al proyecto de Luis XII. «Era el único árbitro de Italia —escribirá— y él mismo se buscó un rival». Y, en efecto, la funesta idea de Luis XII tuvo por consecuencia el establecimiento, durante tres siglos, de los españoles en la península.
Puede parecer asombroso que un hombre de la penetración del cardenal de Amboise, primer ministro del rey, no se haya opuesto a la empresa. Fernando de Aragón actuó con una perfidia extraordinaria. Envió a Sicilia una flota y mandó desembarcar tropas, haciendo creer al rey Federico de Nápoles, príncipe aragonés como él mismo, que acudía a ayudarlo en su lucha contra el rey de Francia.
Las tropas francesas, reunidas en Lombardía, emprendieron la marcha en el mes de mayo (1501). César Borgia, que en abril había ganado Faenza a la familia Manfredi, penetró en territorio de Florencia. Entonces renunció a proseguir sus conquistas, para dar a Luis XII el apoyo de sus tropas. El ejército francés llegó a Roma a fines de junio, y se dirigió hacia el reino de Nápoles, algunas de cuyas plazas habían sido cedidas por el rey Federico a Gonzalo de Córdoba, general en jefe de las fuerzas españolas. Los franceses se apoderaron, el 25 de julio, de Capua, donde César Borgia permitió a sus tropas cometer atrocidades. Cuando el rey Federico pidió ayuda a los españoles para rechazar a los franceses, se enteró de la traición de que había sido víctima. Pronto tuvo que capitular, y cuando Nápoles cayó fue teatro de odiosos excesos. El rey Federico, que se había rendido a los franceses, fue conducido con toda su familia a Francia, donde fue tratado con honor.
César Borgia regresó del reino de Nápoles para proseguir sus conquistas en el centro de la península. Se apoderó de Piombino, aliado de Florencia. Durante el año 1501, Maquiavelo fue enviado varias veces a Pistoya, para ocuparse de los problemas suscitados por la rivalidad de dos facciones. Pero pronto surgirían mayores dificultades. Vitellozzo Vitelli, feroz adversario de Florencia desde la ejecución de su hermano, con ayuda de los Orsini, aliados de los Médicis, fomentó una revuelta en la ciudad de Arezzo y el valle de Chiana. La República tuvo que retirar algunas de las tropas que sitiaban Pisa, y el rey de Francia, a sus instancias, envió tropas de Lombardía para ocupar las ciudades amotinadas. Maquiavelo, durante los meses de agosto y septiembre de 1502, fue más de una vez a Arezzo para ver que los capitanes franceses entregaran los lugares.
Siguiendo sus conquistas, César reunía a sus tropas en Spoleto, a fin de tomar Camerino, donde la antigua familia Varano ejercía la soberanía en calidad de vicarios de la Iglesia. A petición del Papa, el duque de Urbino le había enviado su artillería y víveres para sus tropas. Pero, en lugar de marchar contra Camerino, César avanzó sobre Urbino. El duque Guidobaldo, sorprendido por una felonía tan tremenda, no tuvo tiempo de organizar la defensa. Durante la noche huyó a caballo, con su sobrino y heredero, Francisco della Rovere, hijo de su hermana, y con una escolta de algunos caballeros. Con grandes esfuerzos llegaron a la ciudad, entonces veneciana, de Rávena, y finalmente a Mantua, donde su mujer, Isabel de Gonzaga, se encontraba con su familia.
Amo y señor de Urbino, César trató de enterarse de las disposiciones tomadas hacia él por la república de Florencia, y pidió a la Señoría enviarle un emisario. Ésta despachó a Urbino a monseñor Soderini, obispo de Volterra, acompañado de Maquiavelo. Llegados a Urbino el 24 de junio, los viajeros fueron recibidos esa misma tarde por César, en un palacio «extremadamente bien guardado». Ésta fue la primera vez que Maquiavelo se encontró en presencia de César Borgia. Pueden imaginarse sus sentimientos ante un hombre cuya vida escandalosa y cuyos crímenes eran conocidos de todos en la península, y de quien Florencia tenía que desconfiar, puesto que César había invadido su territorio por la vertiente septentrional de los Apeninos, y autorizado a sus capitanes para fomentar el levantamiento de Arezzo y el valle de Chiana. César recibió con altanería a los dos enviados florentinos. Su lenguaje fue arrogante y les presentó un ultimátum: la República debía declararse con él o contra él. Monseñor Soderini respondió que si el duque de Valentinois deseaba ser amigo de la República, empezaría por ordenar a Vitellozzo retirar sus tropas del territorio florentino.
Los despachos enviados de Urbino a la Señoría son de la mano de Maquiavelo y están firmados por Francisco Soderini, el más importante de los dos emisarios por su edad, por su calidad de obispo y porque su hermano, uno de los principales personajes del gobierno florentino, pronto sería elegido gonfalonero de por vida. Acaso sedujeran a Maquiavelo las maneras de César, que era un hombre elegante. Sin duda admiró su determinación, pero forzosamente tuvo que ver en él a un enemigo de su patria, y no podía desear que ese hijo sacrílego de un papa licencioso lograra sus designios de crearse en el centro de la península un importante Estado, que amenazaría a Florencia.
Maquiavelo regresó a Florencia para informar de viva voz a la Señoría de las disposiciones de César contra la República, en tanto que monseñor Soderini se quedaba en Urbino, donde tuvo nuevas entrevistas con César, cuya actitud hacia Florencia cada vez era más hostil.
De nuevo en Florencia, Maquiavelo aprovechó un breve respiro que le concedieron los asuntos oficiales para casarse. Se desposó con la joven Marieta Corsini, perteneciente a una antigua familia florentina. Habría de darle cinco hijos: cuatro varones y una niña. Marieta, a quien Maquiavelo amó sinceramente, sin embargo no desempeñó un papel importante en su vida. Raras veces habla de ella y de sus hijos en las numerosas cartas suyas que poseemos, aunque es probable que muchas hayan desaparecido. Por ciertos matrimonios con los Ricci, los Riccardi y los Seristori, la descendencia de Maquiavelo ha llegado hasta nuestros días. Sus herederos de la decimotercera o decimocuarta generación, son aún propietarios de la casa de campo, a siete millas de Florencia, donde Maquiavelo escribió su obra, y guardan piadosamente el recuerdo de su ilustre antepasado.
Después de la conquista de Urbino, César se apoderó de Camerino (julio de 1502), y pocos meses después mandó estrangular al señor de la ciudad, Julio César de Varano, y a sus hijos. Cuando Luis XII llegó a Italia en el verano siguiente, los señores desposeídos por César se dirigieron a Milán, para exigir justicia al rey. Gestión inútil. Luis XII era aliado de César, y éste, que también había ido a Milán a saludar al rey, lo acompañó a Génova, y obtuvo su apoyo para proseguir las conquistas.
Los señores despojados por César, y quienes se sentían amenazados por él, celebraron entonces una dieta en el castillo de Magione, cerca de Perusa, y entre ellos cerraron una alianza. Se encontraban presentes los Orsini, el hijo de Juan Bentivoglio de Bolonia, Vitellozzo Vitelli, Juan Pablo Baglioni, señor de Perusa, y un representante de Pandolfo Petrucci, tirano de Siena. Florencia, invitada al castillo de Magione, no estuvo representada. Ciertamente, temía los actos de César, pero, aliada de Francia, no deseaba tomar partido abiertamente contra el duque, quien era igualmente su aliado. Decidió entonces enviar a César un emisario para darle a conocer su actitud y, al mismo tiempo, sondear las intenciones del duque. Para cumplir con esta misión fue escogido Maquiavelo, quien recibió de su gobierno instrucciones precisas.
A principios de octubre (1502), Maquiavelo llega a Imola, donde se encuentra el duque. En el curso de la legación, que durará tres meses, tendrá con él una veintena de entrevistas. Se esfuerza por penetrar sus intenciones, pero César es sumamente discreto, y también quienes lo rodean. Maquiavelo admira la inteligencia y la determinación del duque. Sin embargo, como el año anterior en Urbino, ve en él al más peligroso enemigo de Florencia. César trata de seducir a Maquiavelo y de vencer su desconfianza. Llega incluso a proponer que la República, siempre en busca de un condottiero, se dirija a él. Maquiavelo responde que el duque es un personaje demasiado grande para que la República pueda pretender ponerlo a sueldo y que, por otra parte, carecería de medios de pagarle. Maquiavelo escribe dos o tres veces por semana a la Señoría, y sus numerosos despachos, una cincuentena, son cautivadores. Nos prueban que Maquiavelo nunca se dejó engañar por el duque y que no dejó de poner al gobierno florentino en guardia contra él.
A Imola llegan noticias de la revuelta de Urbino. La defección de los Orsini y de Vitellozzo había impedido a César mantener fuertes guarniciones en las ciudades conquistadas. Guidobaldo de Urbino, refugiado en Venecia, se apresura a volver a su ducado, cuya población lo aclama. Maquiavelo, quien sostiene largas conversaciones con César, admira su calma y la habilidad con que se pone a negociar con sus adversarios. César se esfuerza por romper la unión de los confederados de Magione, que ya no están muy de acuerdo, y apremia a la Señoría a concluir con él un tratado de amistad, proyecto al que Maquiavelo, en sus informes, se opone vivamente, pues considera que no sería prudente fiarse de él.
El duque ha maniobrado tan bien que logra entenderse con sus antiguos condottieri y volverlos a poner a sueldo. Reforzado su ejército, se dispone a entrar en campaña. Desea reconquistar el ducado de Urbino y adueñarse después de Perusa, de donde expulsará a Juan Pablo Baglioni. Dada la poca confianza que puede tenerse en tropas mercenarias, Maquiavelo, en uno de sus despachos, vuelve a la idea, en la que siempre ha insistido, de que un Estado necesita disponer de tropas reclutadas en su territorio, es decir, de un ejército nacional. En Novara, a Ludovico Sforza lo han traicionado sus tropas, y en Pisa los ejércitos del rey, integrados por suizos y gascones, se han amotinado. También el duque César ha sido víctima de la defección de sus condottieri. «Os mando estas novedades —escribe Maquiavelo— para probaros que cuando estallan desórdenes en otro Estado, éste no tiene menos gastos que el nuestro ni es mejor servido por las tropas que pone a sueldo, en tanto que un poder sostenido por una milicia bien armada y escogida en su propio seno, siempre puede mostrar idénticas ventajas».
Pese al interés de la misión, Maquiavelo no deja de pedir a la Señoría su regreso. El 10 de diciembre de 1502, el duque se pone en marcha, a la cabeza de un poderoso ejército. Maquiavelo, con los demás oradores, debe seguirlo. Como en Francia, se queja de falta de dinero: «No tengo con qué dar de comer a mis domésticos y a mis caballos, que no pueden vivir de promesas».
Como era de preverse, en el reino de Nápoles habían surgido pugnas entre franceses y españoles. Llegaron a las manos, y tal fue el comienzo de la interminable guerra que enfrentó a Francia con España. Las tropas francesas que Luis XII había puesto a disposición del duque fueron llamadas a Milán. En Cesena ocurre un episodio que Maquiavelo narrará en El príncipe. El teniente general de César en Romaña, un español de buena cuna, don Ramiro de Lorca, habla cometido muchas crueldades para mantener el orden en el país. El duque ordenó su muerte, para hacer creer a la población que censuraba su conducta.
Los condottieri que César había vuelto a poner a sueldo, sobre todo Vitellozzo y los dos Orsini, enemigos declarados de Florencia, una vez más propusieron al duque atacar al Estado florentino. César volvió a negarse, porque Florencia era aliada de Francia, pero consintió en que se apoderaran de Sinigaglia, sobre la costa del Adriático.
El 20 de diciembre, César salió de Fano con su ejército. En camino, confió a ocho de sus íntimos su siniestro proyecto: apoderarse de los condottieri y hacerlos matar. Cuando el duque se encontró ante la ciudad, Vitellozzo y dos de los Orsini —Paolo y el duque de Gravina— salieron a su encuentro, a caballo, rodeados por un número reducido de caballeros. Oliverotto da Fermo se había quedado en Sinigaglia; el duque mandó llamarle y él no tardó en presentarse. Los condottieri habían distribuido sus tropas en las fortalezas de los alrededores, excepto en la de Oliverotto. César entró en la ciudad con los condottieri. Éstos, después de conducir al duque hasta la morada que le habían preparado, trataron de volver a sus tropas. César los retuvo, diciéndoles que deseaba ponerles al tanto de sus proyectos. Detrás de él, penetraron en la casa, y luego en una habitación en la que podrían conversar sin ser interrumpidos. Habiéndolos abandonado César con un falso pretexto, se encontraron encerrados. Habían caído en la trampa. César dio orden de desarmar a sus tropas. Las que no se encontraban en la ciudad se reagruparon y no fueron atacadas. Aquella misma tarde, el duque hizo llamar a Maquiavelo. Le informó de lo que había hecho y lo invitó a regocijarse con él del suceso. Vitellozzo y Oliverotto fueron estrangulados esa misma noche, los dos Orsini unos veinte días después, cuando de Roma llegó la noticia de que el cardenal Orsini era prisionero del Papa.
Se ha reprochado a Maquiavelo no haber expresado su indignación por la felonía del duque en el relato —poseemos tres— que hizo del bellisimo inganno de Sinigaglia. Se ha pretendido que fue confidente del duque, y aun su cómplice. Ahora bien, los despachos de Maquiavelo no permiten sostener semejante opinión. Ciertamente, César Borgia no confió sus proyectos a Maquiavelo, quien se hubiera apresurado a comunicarlos a la Señoría de Florencia. Si Maquiavelo no ha censurado la trampa de Sinigaglia fue porque Vitellozzo y los Orsini eran enemigos de Florencia, y él debió alegrarse de su fin.
Después de la toma de Sinigaglia, César, en invierno y todo, se dirige a Umbría. Deseaba expulsar de Perusa a Juan Pablo Baglioni, uno de los conjurados de Magione, y después, de Siena, a Pandolfo Petrucci, que también era su enemigo. Baglioni no trató de resistir, y para evitar a la ciudad los horrores de un sitio, fue a refugiarse a Siena.
Maquiavelo siguió al duque hasta Castello della Pieve y volvió a Florencia cuando un embajador llegó a reemplazarlo ante César. Petrucci huyó de Siena, pero César no entró allí, pues el rey de Francia tomó la ciudad bajo su protección. Llamado por el Papa, al que amenazaban los Orsini, César Borgia se puso en camino y permitió a sus tropas cometer los peores excesos en las ciudades y pueblos situados entre Siena y Roma.
En la primavera, los franceses sufrieron graves reveses en el reino de Nápoles, y Gonzalo de Córdoba tomó la capital. Luis XII reunió un nuevo ejército que iba a franquear los Alpes cuando sobrevino la muerte de Alejandro VI. Probablemente el Papa sucumbió a un acceso de fiebre, pues el paludismo causó ese año numerosas víctimas en Roma.
La muerte de Alejandro VI causó satisfacción en la península y en toda la cristiandad. El Papa había sido unánimemente odiado y despreciado. César, asimismo inmovilizado por la enfermedad, veía venirse abajo sus proyectos. Poco antes había dicho a Maquiavelo que podía confiar en el porvenir, puesto que el Papa no lo dejaría en apuros financieros, ni el rey de Francia quedarse sin soldados. Ahora bien, el rey de Francia, vencido en el reino de Nápoles, ya no podía ofrecerle el apoyo de sus tropas y, muerto su padre, César ya no contaba con los recursos de la Iglesia. No obstante, durante la agonía del Papa, César se había apoderado del tesoro pontificio, y también poseía sumas considerables en los bancos de Génova. Pero todos sus enemigos se levantaron contra él. Los señores expulsados de Romaña volvieron a sus ciudades, así como Juan Pablo Baglioni a Perusa, Jacobo de Appiano a Piombino y Guidobaldo de Montefeltro a Urbino.
Hombres de guerra de la talla de Francisco Sforza o de Segismundo Malatesta habrían ido a defender con las armas en la mano su ciudad o su Estado. Al duque la empresa se le habría facilitado gracias a la fidelidad de los capitanes españoles que aún conservaban un gran número de plazas en Romaña. Pero César esperó recibir del Papa que sucedería a su padre la confirmación de sus títulos y privilegios. Además, podía influir sobre la elección del nuevo pontífice, porque los once cardenales españoles que habían recibido el capelo de manos de su padre seguían siéndole fieles y en el cónclave sólo votarían por un cardenal que le fuera favorable.
El nuevo Papa, Pío III Piccolomini, efectivamente debió su elección a los cardenales españoles y confirmó los títulos y privilegios de César. Éste, qué había sido obligado a abandonar Roma con sus tropas, logró regresar. Pero, en tanto que, una después de otra, iba perdiendo las ciudades de su ducado de Romaña, en la propia Roma sus enemigos se levantaban contra él. César tuvo que abandonar su palacio y refugiarse en el Vaticano. Pío III no pudo soportar las fatigas del ceremonial y las responsabilidades de su cargo, y falleció. Amenazado por los Orsini, César Borgia fue a encerrarse en el castillo de San Ángel.
En ocasión de la muerte de Pío III, Maquiavelo fue encargado de presentar al Sacro Colegio las condolencias del gobierno florentino. También debía informar a la Señoría de Florencia de la evolución del cónclave y, después de la elección del nuevo Papa, trasmitirle las felicitaciones de la república de Florencia.
Maquiavelo llega a Roma a fines de octubre de 1503. Inmediatamente lo reciben el cardenal Soderini —hermano del gonfalonero, encargado de los intereses de Florencia en Roma— y el cardenal de Amboise, arzobispo de Ruan, representante de los intereses de Francia. Pasará tres meses en Roma, en el curso de los cuales mandará numerosos despachos —poseemos una veintena— a su gobierno. Estos despachos nos informan de los acontecimientos. Revelan la irresolución de César Borgia, las faltas que cometió y la satisfacción que sintió Maquiavelo ante su caída.
En el cónclave que siguió a la muerte de Pío III, el cardenal Julián de la Rovere pronto se reveló como uno de los cardenales más aptos para llevar la tiara. Huyendo de Alejandro VI, su mortal enemigo, había pasado más de diez años en el destierro. Por lo tanto, César habría debido dedicarse a tratar de apartarlo del trono pontificio. Pero el cardenal logró hacerle creer que había olvidado los antiguos agravios y que, si recibía la tiara, le devolvería sus títulos y privilegios. El duque tuvo la ingenuidad de fiarse de estas promesas. Una vez Papa, Julio II fingió cumplirlas… al principio. Pero quienes conocían su carácter vengativo se asombraban de que César se hubiera dejado engañar. «El duque —escribe Maquiavelo— se ha dejado cegar por una confianza presuntuosa. Cree que la palabra de los otros vale más que la suya…». Antes de desembarazarse del duque, el Papa quería servirse de él, pues contaba con los capitanes españoles de César, que aún ocupaban muchas plazas en Romaña, para resistir a la república de Venecia. Ésta contaba con aprovecharse de la debilidad militar de la Iglesia para aumentar sus dominios en tierra firme. Ahora bien, Julio II, desde su ascenso al trono pontificio, estaba decidido a recuperar todo el patrimonio de la Iglesia. Ésta es la razón por la cual «pese a la aversión que siente por el duque —escribe Maquiavelo—, aún le tiene consideraciones». En noviembre (1503), César se había decidido al fin a volver a la Romaña, pero necesitaba obtener de la Señoría de Florencia un salvoconducto para sus tropas. Maquiavelo trasmitió a Florencia la demanda del duque. La Señoría la rechazó. El furor de César estalló. Hizo responsable a Florencia de todos sus infortunios, y volvió a amenazarla. La última entrevista que Maquiavelo sostuvo con el duque fue tan penosa como lo fuera la primera, tres años antes, en Urbino.
En noviembre, los franceses sufrieron en el reino de Nápoles una cruel derrota sobre el Garigliano. Imprudentemente, habían hecho a sus tropas pasar el río, por entonces crecido. No pudieron sostenerse en la otra orilla, ni replegarse. Las pérdidas fueron graves. Pedro de Médicis, hijo de Lorenzo el Magnífico, que combatía en el ejército francés, murió ahogado durante la acción.
Aunque no hubiese podido obtener para sus tropas el salvoconducto necesario, César les hizo tomar el camino de la Romaña. Él mismo, con sus hombres de infantería, se dirigió a Ostia para embarcarse en los tres navíos que el Papa había puesto a su disposición. Contaba con ir a Genova para retirar allí los fondos que tenía en los bancos, y después a Milán, donde pensaba obtener el apoyo de las tropas francesas para reconquistar la Romaña.
En tanto que César esperaba en Ostia, para hacerse a la mar, a que el viento le fuera favorable, llegó a Roma una noticia que provocó la cólera del Papa. El mensajero enviado por él a Cesena, provisto de una orden firmada por César, para que le fuera devuelta la fortaleza, había sido colgado por el comandante español, que creyó en un engaño. Julio II hizo responsable del hecho al duque. Ordenó que lo detuvieran en Ostia y que lo llevaran prisionero a Roma. Al mismo tiempo, enviaba correos a Perusa y a Siena para que desarmaran a las tropas de César que se dirigían a la Romaña. El resentimiento de Julio II para con Venecia, que se había apoderado de Faenza, conduciría a la Liga de Cambray, donde toda Europa se coaligó contra ella.
Maquiavelo, que no volvió a ver al duque cuando éste regresó de Ostia, sólo le dedica unas cuantas líneas en sus despachos. Si durante su misión en Imola había admirado la sangre fría y la determinación de César, aunque poniendo a la Señoría en guardia contra él, durante su legación ante Julio II en Roma lo juzga severamente. Le ve acumular los errores, dejarse engañar por las disposiciones del Papa, y mostrarse incapaz de tomar una decisión. Por lo tanto, no escatima los sarcasmos. Ahora bien, trece años después, en el Tratado del príncipe, dedicado a Lorenzo II de Médicis, quien acababa de conquistar, por voluntad de su tío León X, el ducado de Urbino, Maquiavelo sólo tendrá elogios para César Borgia, y lo pondrá como modelo al joven príncipe. De la sinceridad de tales elogios no dudarán aquellos que sólo conocen superficialmente los escritos de Maquiavelo, es decir, quienes sólo han leído El príncipe. Pero su correspondencia diplomática nos permite ver cómo juzgaba verdaderamente a César Borgia. Veremos que en El príncipe tuvo que disimular sus pensamientos, puesto que la obra fue escrita con un designio interesado, en tanto que, en sus despachos, expresa sus ideas libremente.
César Borgia era un hombre inteligente, hábil, elegante, generoso. Maquiavelo admiró su dominio de sí mismo y el secreto de que sabía rodearse. Devorado por la ambición, César soñó con fundar en la península un Estado importante, pero no tuvo los dones políticos que le habrían permitido establecerlo sólidamente. Su poderío se edificó gracias al Papa, que le concedió una parte importante de los dominios de la Iglesia, y a la complicidad de Luis XII. A la muerte de Alejandro VI, él mismo contribuyó a su hundimiento. En la península, se había hecho odiar de todos, y no resulta razonable que un príncipe o un Estado sólo tenga enemigos. Los capitanes españoles que se mantuvieron fieles a César lo esperaron en vano en la Romaña. César habría debido tratar de mantenerse, por sus propios medios, a la cabeza de su ducado, y no contar con el sucesor de su padre para conservar títulos y privilegios.
Si en El príncipe Maquiavelo ha puesto a César Borgia como modelo ante el joven duque de Urbino, es porque consideró útil ofrecerle el ejemplo de un príncipe que, trece años antes, pudo constituirse un importante Estado, gracias al apoyo de su padre, el Papa Alejandro VI, y al del rey de Francia. Ahora bien, en 1516, el joven Lorenzo de Médicis, duque de Urbino, también podía apoyarse, si acariciaba proyectos ambiciosos, en su tío, el papa León X, y en Francisco I, que le había prometido la mano de una princesa francesa con la que, efectivamente, habría de contraer nupcias.
Apenas vuelto a Roma, en diciembre (1503), Maquiavelo tuvo que volver a ponerse en camino. Lo enviaban a Francia para llevar nuevas instrucciones al embajador de Florencia, Francisco Vallori. Se trataba de informar al rey de los peligros a los cuales estaba expuesta la República, aliada suya, por una parte ante los venecianos, y por otra ante los españoles. Luis XII aún ocupaba el Milanesado, pero la derrota de sus tropas sobre el Garigliano y la capitulación de Gaeta (1 de enero de 1504) hacían a los españoles definitivamente, dueños del reino de Nápoles.
Maquiavelo llega a fines de enero (1504) a Milán, y es recibido por el gobernador, mariscal de Chaumont, sobrino del poderoso cardenal de Amboise quien, a pesar de los acontecimientos recientes, se muestra optimista. Tenía confianza en sus suizos. En cuanto a los venecianos, dijo a Maquiavelo, «les haremos dedicarse a la pesca».
Maquiavelo viaja a Lyon, donde se encuentra la corte. Acompaña al embajador a la casa del cardenal de Amboise, primer ministro, que después de haber escuchado a los florentinos distraídamente «se queja de las continuas dolencias de la Señoría». El embajador y Maquiavelo van a ver a Robertet, también prevenido contra los florentinos.
Veremos luego que los florentinos tenían razones de inquietarse por la situación política. Luis XII negociaba una tregua con el rey de España. Será pactada en febrero, para tres años. El rey renunciaba al reino de Nápoles, que tantos esfuerzos y cuidados le había costado, tantos hombres y tanto dinero. A pesar de sus fracasos no se mostraba abatido, y estaba reuniendo un poderoso ejército, sin que se conocieran sus intenciones.
Apenas de regreso en Florencia, Maquiavelo es encargado (en abril de 1504) de una nueva y corta misión ante el duque Jacobo de Appiano, en Piombino. Por aquel entonces, César Borgia obtuvo del Papa un salvoconducto para dirigirse a Nápoles. Creía actuar hábilmente al abandonar el partido francés, ya que los españoles eran ahora los amos del reino de Nápoles. Fue éste un nuevo error político. César renegaba de su pasado, renunciaba a sus feudos franceses: Valence, Die, Issoudun, y perdía toda esperanza de volver a ver próximamente a su mujer y a su hija. Recibido en Nápoles con consideración, bien pronto fue detenido por mandato del Papa, y enviado bajo custodia a España. El rey Fernando, que lo consideraba como un español felón, puesto que había sido el aliado de su enemigo, lo hizo encerrar en el castillo de Medina del Campo. Allí pasó cerca de dos años. Valerosamente, logró evadirse y llegar a Navarra, donde reinaba su cuñado. Pereció en marzo de 1507, en una escaramuza durante el sitio de Viana.
En esta época Maquiavelo va a manifestar por vez primera sus disposiciones literarias, publicando una obra poética compuesta, según se dice, en dos semanas. Se trata de la Primera decenal: quinientos versos escritos en la forma dantesca, que cuentan los acontecimientos ocurridos en Florencia en el curso de los últimos diez años. Escasas cualidades poéticas adornan la narración de los hechos, pero esta crónica versificada, en la que se exaltaba el sentimiento nacional florentino, obtuvo un éxito sonado, aunque efímero.
Cinco años después, Maquiavelo publicará la Segunda decenal, en la que narrará los acontecimientos ocurridos entre 1504 y 1509, sobre todo la expedición militar de Julio II, los episodios de la Liga de Cambray contra los venecianos, su derrota en Agnadello, y las empresas del emperador, pronto abandonadas.
En septiembre de 1504, Luis XII añadía un nuevo error a los que antes cometiera: concluyó con el emperador Maximiliano el tratado de Blois, hacia el cual los historiadores se muestran unánimemente severos. Mediante aquel tratado, cedía en matrimonio a su hija mayor, Claudia, al nieto del Emperador, Carlos de Luxemburgo, el futuro Carlos V, y aseguraba a los futuros esposos la posesión de la Borgoña, de la Bretaña, de Blois, del condado de Asti y de Génova. Es decir, mediante ese tratado perdía dos grandes provincias del reino y se reconstituía el ducado de Borgoña, cuyo poderío tanto inquietara aún no hacía mucho a la monarquía francesa. Estupefactas, las personas prudentes del reino se enteraron de las cláusulas del tratado, afortunadamente rechazado, en 1506, por los Estados Generales reunidos en Tours.
Maquiavelo prosiguió su carrera itinerante. En abril de 1505 se encuentra en Perusa ante Juan Paolo Baglioni, para un asunto de condotta, es decir, de contrataciones militares. Baglioni afirmaba que no podía alejarse de Perusa porque se hallaba rodeado de enemigos, pero Maquiavelo sospechaba que estaba intrigando contra Florencia con Pandolfo Petrucci. En el mes de mayo, Maquiavelo se dirige a Mantua para la ratificación —que, por cierto, no se efectuó— del tratado firmado con Florencia. En julio de 1505 está en Siena, al lado de Pandolfo Petrucci, cuya habilidad política admiraba, por mucho que desconfiara de él. Se trataba de sondear sus intenciones en la coyuntura del momento.
La misión siguiente lo condujo a Pisa (agosto de 1505). Los florentinos habían obtenido sobre las tropas de Bartolomeo de Alviano, un triunfo que esperaban explotar. Pero primero querían vengarse de los lucenses, que habían favorecido a Alviano. La Señoría escribió a Giacomini, comandante de las tropas: «Nuestra intención formal es que antes de presentaros ante Pisa para emprender el asalto, ataquéis el Estado de Lucca, para que entréis a saco, lo destruyáis y lo entreguéis a las llamas, no omitiendo nada que pueda hacerle daño, y teniendo especial cuidado de demoler Viareggio y todas las otras plazas de alguna importancia». Se ve cuáles eran los sentimientos de los florentinos, en todo el esplendor del «Renacimiento», hacia un Estado vecino, de la misma raza y la misma lengua.
Maquiavelo llegó ante Pisa para vigilar los preparativos militares. El gobierno florentino había tomado a sueldo al marqués Malaspina y al marqués de Massa, que ejercían el cargo de condottieri. Este nuevo esfuerzo, como los precedentes, terminó en un fracaso. Una vez más, Maquiavelo pudo darse cuenta de las disposiciones que manifestaban las tropas mercenarias. No sentían ninguna hostilidad hacia los pisanos, y por consiguiente peleaban mal. Por lo tanto, al volver del campo de Pisa ante el gobierno florentino, se abogó una vez más por la idea, que sostenía desde hacía años, de dotar a la República de un ejército nacional, es decir, de soldados de su propio territorio. El proyecto fue adoptado por fin.
Fue para Maquiavelo el principio de una nueva carrera. Sin dejar de cumplir con sus funciones en la cancillería, se volverá reclutador militar. Durante el invierno (1506) recorre la Toscana, visita las ciudades y aldeas, a fin de inscribir a los hombres capaces de llevar las armas. Los soldados se agrupan en compañías. De Florencia llegan instructores, armas y pendones. Hasta entonces, Maquiavelo recibía instrucciones. Ahora es su propio amo, satisfecho de saber que todas las medidas que tome han de ser aprobadas.
En el mes de agosto se le confía una nueva misión diplomática. Debe presentarse ante Julio II, que se disponía a emprender una vasta operación militar, llamada por él «cruzada», para hacer tomar a la obediencia de la Santa Sede todo su patrimonio temporal. El Papa mismo va a partir en campaña, acompañado de veintidós cardenales. A la cabeza de las tropas se llevarán la Cruz y el Santo Sacramento.
La Señoría de Florencia encarga a Maquiavelo que felicite a Julio II por la santa empresa, al mismo tiempo que le lleva una respuesta negativa a la demanda que el Papa había dirigido al gobierno florentino de poner tropas a su disposición.
Aprovechando el desplome del ducado de Romaña, la república de Venecia, que ya poseía Cervia y Rávena, se había apoderado de Faenza y de Cesena, y había comprado Rímini (diciembre de 1503) a Pandolfo IV Malatesta, último de su dinastía. El Papa había protestado solemnemente, y se lanzaba a la guerra para recuperar el patrimonio de la Iglesia. Maquiavelo seguirá al Papa en su expedición. Los despachos que envía a su gobierno nos informan de las peripecias de la campaña y nos ofrecen un pintoresco cuadro de las costumbres de la época.
Maquiavelo alcanza al Papa en Nepi (28 de agosto de 1506), y se presenta ante él el día siguiente, después de la comida. Transmite al pontífice los sentimientos de devoción de la Señoría de Florencia, al mismo tiempo que le expresa cuánto lamenta ésta no poder separarse de Marco Antonio Colonna y de sus tropas, únicas de que dispone la República y que siguen enzarzadas —¡ay!— en la guerra de Pisa.
Viterbo constituye la primera etapa de la expedición, y Orvieto la segunda. Durante el día, cabalgando juntos, se habla y se discute. Por la noche se apiñan en los albergues. El 13 de septiembre de 1506, el Papa hace una entrada solemne en Perusa, donde Juan Pablo Baglioni no se ha atrevido a resistir. Sus tropas han salido de la ciudad, en tanto que los proscritos regresan y obtienen la restitución de sus bienes.
El Papa vuelve a ponerse en camino. Sus etapas son Gubbio, Urbino, San Marino, San Arcángel, Cesena y Forli. El marqués de Mantua es nombrado capitán general de las tropas que habrán de echar de Bolonia a Bentivoglio. Maquiavelo vuelve a encontrarse en Imola, donde tres años antes se le encargara una misión ante César Borgia. Cuando llega el embajador de Florencia Fransco de Pepi (26 de octubre), Maquiavelo vuelve a la República.
El rey de Francia abandonó a Juan Bentivoglio, aliado suyo, para complacer a su ministro, el cardenal de Amboise, quien soñaba con ceñirse un día la tiara. Carlos de Amboise, gobernador de Milán, sobrino del cardenal, llegó a ponerse a disposición del Papa con ocho mil hombres, y comenzó por apoderarse de Castelfranco. Bentivoglio no intentó resistir, y se refugió en el campamento francés. Una delegación de los magistrados de Bolonia llegó a ofrecer la ciudad al Papa, quien el 11 de noviembre de 1506 hizo allí su entrada con gran aparato militar. Erasmo, quien se encontraba entonces en Bolonia, se escandalizó.
Apenas instalado en la ciudad, el Papa ordena la construcción de una gran fortaleza.
Maquiavelo pasó el invierno en Florencia. En la primavera siguiente (mayo de 1507), de nuevo fue encargado de una misión en Piombino, ante Jacobo de Appiano, y en el mes de agosto fue enviado a Siena para informar al gobierno florentino de las relaciones que sostenía Pandolfo Petrucci con el Papa y de la importancia del séquito del legado que Julio II enviaba al Emperador. En la península no se hablaba más que de la próxima llegada a Italia de Maximiliano, que se haría coronar en Roma. Algunos Estados contaban con obtener ventajas del «descenso» del Emperador: Pisa, el reconocimiento de su independencia; el duque de Ferrara, la investidura de Módena y de Reggio. Como el Emperador vivía en continua penuria de dinero, el proyecto era para él un medio de obtenerlo. Cada Estado, para ganárselo, le prometía dinero, aunque lo menos posible. Julio II le enviaba una magnífica embajada, que Maquiavelo —quien la vio pasar en Siena— nos ha descrito. Puede notarse el prestigio que aún tenía en Italia el emperador germánico, aunque a menudo se ridiculizara la inconstancia de Maximiliano.
En la dieta convocada por el Emperador, cada Estado se hizo representar. Florencia envió a Francesco Vettori, a quien Maquiavelo iría a alcanzar al fin del año. Maximiliano debía llegar a Italia con un poderoso ejército (se hablaba de veinticinco mil caballeros y de veinticinco mil infantes), y pedía a todos los príncipes y a las comunidades del Tirol que pusieran dinero a su disposición. Al mismo tiempo, pedía prestadas sumas considerables a los Fugger, los célebres banqueros de Augsburgo. Como Florencia era aliada de Francia, la situación de su embajador era difícil en la corte del Emperador.
Maquiavelo tuvo que llevar a Francisco Vettori, que se encontraba en Bolzano, las últimas instrucciones del gobierno florentino. La República estaba dispuesta a dar al Emperador hasta cincuenta mil ducados, pero era necesario empezar ofreciendo mucho menos y estipular que la mayor parte de la cantidad sólo sería entregada en Italia; era ésta una sabia disposición, porque Maximiliano podía renunciar súbitamente a la empresa. Había que precisar bien que Florencia no tendría nada más que pagar y que su autoridad seguiría siendo completa sobre todas las ciudades, aldeas y fortalezas de su territorio.
Como ya se habían iniciado las hostilidades entre el Imperio y Venecia, Maquiavelo no pudo dirigirse a Bolzano por la vía más rápida, que es el valle del Ádigie. Tuvo que pasar por Ginebra, Constanza, Arlberg, Innsbruck y el Brenner. Finalmente llegó a Bolzano (11 de enero de 1507). Pero había tenido que destruir las cartas de que era portador, pues hasta los viajeros encargados de misiones eran registrados con el máximo rigor.
Las negociaciones prosiguieron durante un mes. Monseñor de Gurck considera insuficientes las sumas que ofrece Florencia. Hay amenazas de despedir al embajador de Ferrara. Tan sólo Pandolfo Petrucci, señor de Siena, ha entregado algunos fondos. Los despachos enviados a Florencia son de la mano de Maquiavelo y van firmados por Francisco Vettori. Sin duda habían sido redactados en común, pues Vettori tenía en gran estima la inteligencia y el sentido político de Maquiavelo. Éste, desde la primera carta, pide regresar. Para nosotros es sorprendente que no haya deseado conocer mejor un país en que se encontraba por vez primera. Verdad es que el invierno es crudo en Bolzano y que Maquiavelo, como antes en Francia, se encuentra sin dinero y obligado a pedir prestado a su colega.
Vettori y Maquiavelo carecen de noticias de Florencia desde hace mucho, cuando por fin llega un correo, pero éste ha tenido que ocultar en uno de sus zapatos la carta que lleva, la cual es ilegible. De Florencia llegará otra carta, asimismo indescifrable, porque habiendo viajado en un pan, se humedeció y después se resecó.
El Emperador se decide a dirigir tres ataques: sobre el valle del Ádigie, sobre el Friuli, y sobre Vicenza. Para sorpresa general, las hostilidades se interrumpen de súbito. Maximiliano regresa a Bolzano y, con intención de obtener nuevos subsidios, convoca a una dieta en Ulm. Los venecianos arrebatan a las tropas del emperador Gorizia, Pordenone y Trieste, y se apoderan de Fiume, en Dalmacia. Las tropas alemanas, al expirar sus seis meses de paga, vuelven a su país, lo que confirma a Maquiavelo en su opinión de que un Estado no debe confiar más que en las tropas reclutadas en su territorio. La campaña del emperador ha sido un fracaso. Su posición se encuentra debilitada en el momento en que trata con Florencia. No obstante, en el mes de junio (1508) será firmada una tregua.
Maquiavelo, al que Vettori hubiera deseado conservar a su lado, finalmente puede abandonar Bolzano y, a mediados de junio, se encuentra de regreso en Florencia. Pasará el verano con las tropas florentinas que sitian Pisa, y desempeñará un papel activo en la última fase de la guerra, que ya toca a su fin.
Pero otros acontecimientos pronto retendrán la atención de Maquiavelo en la cancillería florentina. Las recientes conquistas de Venecia habían disgustado a la mayoría de los Estados italianos. Julio II, irritado al ver que Venecia había aprovechado el derrumbe de César Borgia para apoderarse de Faenza, de Cesena y de Rímini (ya poseía Rávena y Cervia), fue el instigador de la liga formada contra ella en Cambray (10 de diciembre de 1508), concluida entre Luis XII y el emperador Maximiliano, y en la que participaron, además del Papa, los reyes de Inglaterra, de Hungría y de Aragón así como los duques de Ferrara y de Urbino y el marqués de Mantua. Así, casi toda Europa se halla coaligada contra Venecia, y todos piensan enriquecerse con sus despojos. Fuerzas considerables se reunieron en uno y otro bando. El principal encuentro tuvo lugar en Agnadello (14 de mayo de 1509) donde el propio Luis XII se expuso, como lo había hecho Carlos VIII en Fornovo y como lo hará Francisco I en Marignano y —para su desdicha— en Pavía.
La derrota de Agnadello hizo perder a la Serenísima lo que había adquirido en siglos. Pero en esta circunstancia manifestó aquella energía de la que tantas pruebas diera en el curso de su historia. Dispensó a las ciudades de su territorio del voto de fidelidad, para evitarles los horrores de un sitio. Como Padua resistió al enemigo, el ejército veneciano volvió a la ofensiva, recuperó varias plazas e hizo prisionero, en Legnano, al marqués de Mantua, uno de los capitanes de la Liga.
Puede imaginarse el interés con que Maquiavelo seguía la marcha de los acontecimientos. Llevaba ya varios meses en el campamento de Pisa cuando la ciudad, incapaz de resistir más, se resolvió a capitular. Los negociadores que recibió Maquiavelo aceptaron entregar la ciudad, a condición de que la vida, los bienes y el honor de los habitantes quedaran a salvo. Nueve embajadores de Pisa son conducidos a Florencia, para tratar. Se llega a un acuerdo el 8 de junio (1509) y Pisa, después de una guerra que ha durado quince años, vuelve a quedar bajo el yugo de su enemiga.
Desde el otoño, Maquiavelo vuelve a su vida itinerante. Se dirige a Mantua para efectuar uno de los pagos que Florencia se había comprometido a hacer al Emperador. Es recibido por la esposa del marqués de Mantua, Isabel de Este, que gozaba de una gran reputación en la península por su belleza, su elegancia y el interés que manifestaba por las letras y las artes.
De Mantua, Maquiavelo se dirige a Verona, llena de tropas, pues seguían las hostilidades entre la Liga y la república de Venecia. En sus despachos describe notablemente cómo era por entonces, una ciudad en tiempos de guerra. Después retorna a Mantua y se inquieta al saber que se le va a enviar a Augsburgo, donde el Emperador ha convocado a una dieta. Afortunadamente, consigue volver a Florencia al fin del año.
Después de recuperar las ciudades del patrimonio de la Iglesia, Julio II se vuelve contra Francia. Sin embargo, ésta, por la victoria de Agnadello, había sido la que más contribuyera a abatir a Venecia. Para no romper abiertamente con Luis XII, Julio II se volvió en primer lugar contra su aliado, el duque de Ferrara. Le envió la orden de cesar toda hostilidad contra Venecia, y como el duque no obedeciera inmediatamente, lo excomulgó. El Papa llegó a ordenar la confiscación de Ferrara y extendió la excomunión a todos los aliados del duque. Puede imaginarse la cólera de Luis XII al enterarse de esta noticia. Desde entonces soñó con vengarse de la ingratitud y de la perfidia del Papa, haciéndolo deponer en un concilio.
Julio II dio la investidura del reino de Nápoles al rey de Aragón, poniendo fin así a tes derechos de la casa de Francia, originados en la investidura concedida por Urbano IV (en 1265) a Carlos de Anjou, hermano de San Luis. El papa espoleaba a los suizos a invadir la Lombardía, trataba de levantar en armas a Génova y atacaba los Estados del duque de Ferrara. Luis XII pidió a sus aliados florentinos que enviaran tropas en socorro de Alfonso de Este, pero la República deseaba conservar su ejército en previsión de un posible ataque, y también temía irritar al Papa. La Señoría, que por el momento carecía de embajador ante el rey, escogió a Maquiavelo para ir a exponerle la situación. La misión era delicada, pues Maquiavelo, además, debía tratar de dar ciertos consejos a Luis XII, cuya política era considerada detestable por los florentinos.
Ya tenemos de nuevo a Maquiavelo por los caminos. Atraviesa los Alpes, a principios de julio llega a Lyon y se dirige a Blois, donde está establecida la corte. El cardenal de Amboise había fallecido en el mes de mayo. Hombre culto, inteligente y amigo de las artes, desgraciadamente confundió la política de Francia con la suya propia y no pensó más que en satisfacer sus ambiciones de ceñirse la tiara pontificia.
Maquiavelo es recibido «con gran bondad» por el monarca. Éste desea saber si Florencia se pondrá de su lado en caso de que sean atacados sus Estados de Italia. En realidad, la guerra entre el rey y el Papa parecía inevitable, aunque todavía no se rompieran las relaciones oficiales. Maquiavelo, en agosto, sigue al rey a Chambord, donde aún se elevaba el antiguo castillo de los condes de Blois. Luis XII insiste en que Florencia envíe tropas en auxilio del duque de Ferrara, a quien el Papa acababa de arrebatar Módena. Maquiavelo ruega insistentemente al rey que no arrastre la República a la guerra, y demuestra que Florencia tiene necesidad de conservar sus fuerzas para defenderse, llegado el caso. Maquiavelo defiende tan bien la causa de su tierra, que el rey y los ministros acaban por darle la razón.
El rey parte rumbo a Tours, donde reúne un concilio, con el fin de levantar a la cristiandad contra Julio II y hacerlo deponer. Era un grave error de parte de Luis XII llevar al plano religioso el conflicto que lo oponía al Papa, y este error tuvo para Francia, así como para Florencia, fatales consecuencias.
Cumplida su misión, Maquiavelo vuelve a Florencia, donde lo esperan nuevas tareas. Debe recorrer el territorio de la República para inscribir a los hombres reclutados en el país, sobre todo a aquellos que servirán en la caballería. En diciembre de 1510 vuelve, una vez más, a Siena, ante Pandolfo Petrucci, pero pasa tranquilamente el invierno en Florencia.
En la primavera (mayo de 1512) fue enviado ante el señor de Mónaco, Luciano Grimaldi, para examinar un proyecto de convenio marítimo entre la república de Florencia y el pequeño Estado, convención que, por lo demás no fue ratificada.
No se trataba más que de una cuestión comercial sin gran importancia, en tanto que un asunto considerable, el del concilio, concentraba la atención de la cancillería florentina. En efecto, Luis XII había exigido de la Señoría que recibiera en Pisa al concilio, reunido inicialmente en Tours, donde el papa había sido llamado a comparecer para ser depuesto. Maximiliano había hecho aún más extravagante este proyecto pretendiendo reemplazar a Julio II en el trono de San Pedro, conservando al mismo tiempo la corona imperial.
La adversidad parecía ensañarse contra Julio II: habiendo perdido Bolonia y las plazas de Ferrara, cayó gravemente enfermo, y su sobrino el duque de Urbino asesinó al cardenal Alidosi, a quien había sido agregado. Un concilio se reunía en Pisa para deponerlo, en tanto que un ejército francés marchaba sobre Roma. Ahora bien, el Papa, a quien se creía agonizante, se restableció y, dando pruebas de una rara energía, supo cambiar la situación a su favor y ponerse a la cabeza de una Liga Santa contra Francia.
La Señoría florentina, que había tenido que aceptar que el concilio se reuniera en Pisa, deseaba obtener del rey su traspaso a cualquier otra ciudad. A Maquiavelo le tocó la negociación. Éste fue el motivo de su cuarto y último viaje a Francia. El rey había recibido ya la adhesión de una decena de cardenales. Maquiavelo, de camino, encontró otras cuatro que se dirigían a Pisa. Logró disuadirlos de seguir adelante, exponiéndoles los peligros que el concilio hacía correr a la República. Después franqueó los Alpes y llegó a Blois, donde se encontraba el rey. La República tenía ante él, como embajador, a Roberto Acciajoli. Luis XII recibe al embajador y a Maquiavelo (24 de septiembre de 1511). Se niega a disolver el concilio de Pisa y a trasladarlo a otra ciudad, pero acepta retardar la apertura.
A principios de octubre, Maquiavelo se encuentra de regreso en Florencia, donde reina la consternación, pues Julio II ha lanzado el entredicho contra la ciudad. Ha nombrado al cardenal Juan de Médicis su legado ante el ejército de la Liga, lo que fortifica en Florencia al partido medicista. El 5 de octubre se proclama la Santa Liga, formada contra Francia por el Papa. Fernando de Aragón, la república de Venecia y los suizos. El rey de Inglaterra y el Emperador se adhieren a la Liga. Luis XII, a quien Florencia había unido su suerte, se encontraba ante una temible coalición. El concilio que se inauguró en Pisa (1 de noviembre de 1511) sólo logró reunir a siete cardenales, dieciséis arzobispos, obispos, algunos abades, teólogos y juristas. La población no se mostró favorable. Como la catedral le estaba negada, las sesiones debieron celebrarse en otra iglesia.
Maquiavelo, quien tan a menudo había llegado ante Pisa durante el sitio de la ciudad, volvió allí una vez más, por última vez en su vida. Llegó a suplicar a los prelados que celebraran sus sesiones en otra parte, para no atraer sobre la República la fulminación del Papa. Después de celebrar dos sesiones, los prelados ceden a los argumentos de Maquiavelo y deciden transferir el concilio a Milán.
Los preparativos militares seguían adelante en los dos bandos. Florencia debe armarse y Maquiavelo pasa el invierno reclutando tropas, esta vez en el territorio que la República poseía en la Romaña.
Luis XII no tenía la habilidad política de Julio II, pero su energía no era menor. A precio de oro, logra que los veinte mil suizos que marchaban sobre Milán regresen a su país. Envía a la península un nuevo ejército, comandado por Gastón de Foix, hijo de su hermana María de Orleáns. Se trataba de un apuesto joven, simpático y valeroso, pero sin experiencia, pues sólo tenía 23 años. Las tropas pontificias, unidas a las fuerzas españolas y venecianas, se disponían a invadir Lombardía. Gastón de Foix, a la cabeza de las tropas francesas, se apodera de Bolonia, aplasta a los venecianos, recobra Brescia, que libra al pillaje y, el día de Pascua (11 de abril de 1512), a pocos kilómetros de Rávena, entabla la mayor batalla de la época. Los franceses ganan, pero Gastón de Foix perece en la acción, con la flor de la caballería francesa. En ambos bandos, las pérdidas son grandes. Los franceses toman prisionero al legado del Papa, cardenal Juan de Médicis (el futuro León X), a Fabricio Colonna y, entre otros jefes españoles, al marqués de Pescara, que después se vengará derrotando a los franceses en la Bicocca y en Pavía. En Milán se hicieron magníficos funerales a Gastón de Foix, que fue inhumado en la catedral. Todos los prisioneros de categoría, entre ellos el cardenal de Médicis, siguieron el cortejo fúnebre.
Julio II reunió nuevas tropas, a fin de continuar la lucha. Los franceses, cuyos jefes no se entendían entre ellos, tuvieron que abandonar Lombardía, y un levantamiento los expulsó de Génova. Francia se hallaba amenazada al sur por los españoles y al norte por los ingleses. Algunos meses después de la victoria de Rávena, Luis XII no poseía ya casi nada en Italia, y tenía que defender las fronteras de su reino. Por aliados en la península no tenía más que al duque de Ferrara, al señor de Bolonia, Juan Bentivoglio, y a la república de Florencia. Tal era el resultado de trece años de guerras, cuyas pérdidas en hombres y dinero habían sido cuantiosas.
El duque de Ferrara obtuvo el perdón del Papa y acudió a humillarse ante él en Roma. Los coaligados, reunidos en congreso en Mantua, hicieron labor de restauración: los Sforza serían restablecidos en Milán y los Médicis en Florencia. La república de Florencia se disolvería por haber sido aliada de Francia y por haber acogido en Pisa el concilio que había de deponer al Papa. Sin apoyo en la península y casi sin ejercito, Florencia estaba resuelta, no obstante, a defenderse.
Durante el mes de mayo, Maquiavelo recorre, una vez más, el territorio de la República a fin de reclutar tropas y de levantar el ánimo de la población. Va a Pisa y después a Siena, a visitar a Pandolfo Petrucci. En junio se encuentra en Poggibonsi, después otra vez en Pisa y finalmente en el valle de Chiana. En Florencia se cavan trincheras y se envían tropas a las fronteras. Durante los meses de julio y agosto, los preparativos militares continúan activamente. No pudiendo contar más que con sus propias fuerzas, los florentinos se preguntan con ansiedad si las milicias nacionales, a las que Maquiavelo ha consagrado tantos esfuerzos, serán capaces de contener al enemigo.
El desenlace se aproxima. El 21 de agosto, el ejército español, mandado por el virrey de Nápoles, Ramón Cardona, entra en Toscana. Lo acompaña el legado pontificio, cardenal Juan de Médicis. El gobierno florentino trata, en vano, de negociar. Prato, a menos de veinte kilómetros de Florencia, es atacado. Las milicias nacionales formadas por Maquiavelo sólo oponen a los asaltantes una resistencia risible, y la ciudad cae. Los españoles se entregan a todos los excesos, profanan iglesias y conventos, y pasan a cuchillo a cuatro mil personas. Florencia aún piensa en defenderse, pero nadie se hace ilusiones. Hay que ceder. El gobierno republicano se hunde. El gonfalonero Soderini, llevado a la casa de los Vettori, se aleja durante la noche, por el camino de Siena, acompañado de algunos fieles.
El primero de septiembre de 1512, Julián de Médicis, hermano del cardenal Juan, hace su entrada en Florencia, en medio de una muchedumbre entusiasta. Los Médicis habían conservado en la ciudad incontables partidarios, sobre todo entre la nobleza; muchos otros florentinos, republicanos de corazón, fingen alegrarse de su regreso. En todo tiempo y en todos los países, los cambios de régimen provocan súbitos virajes.
También Maquiavelo procura acercarse a los nuevos amos de Florencia, con la esperanza de conservar su empleo. Pocos días después del regreso de los Médicis, escribe una larga carta a una dama (se supone que fue Alfonsina Orsini, viuda de Pedro de Médicis, o su hija, casada con un Strozzi), En esta carta, se congratula de ver a los Médicis —a los que llama sus «protectores»— restablecidos en los honores y dignidades que poseyeran sus antepasados. Pero los Médicis no perdonan a Maquiavelo haber sido su adversario. Es destituido. El primer decreto le retira el empleo, y el segundo le prohíbe abandonar el territorio de Florencia (8 y 10 de noviembre). Se le indica (17 de noviembre) que no puede penetrar en el palacio de la Señoría.
También Buonaccorsi, el colega de Maquiavelo, pierde su empleo. Otros funcionarios tienen más suerte. Marcelo Virgilio permanece en la cancillería, Francisco Guicciardini sigue como embajador en España. El amigo de Maquiavelo, Francisco Vettori, es el embajador en Roma.
Se reforman las instituciones florentinas. El gonfalonero ya no es nombrado de por vida, como lo fuera Soderini, sino por un año, y la elección recae sobre Ridolfi, un amigo de los Médicis. Éstos tienen todo el poder entre los manos; empero, pocos meses después de su regreso se manifiesta la oposición, y pronto se trama una conjura para derribarlos. La conspiración se descubre y dos jóvenes pertenecientes a las primeras familias de la ciudad son torturados y decapitados. Se descubre una lista de conjurados o solamente de eventuales partidarios. Como el nombre de Maquiavelo figura en ella, es encarcelado y sufre algunas estrapadas. Desde su prisión envía a Julián de Médicis tres sonetos en los que pinta su mísera situación. Como el papa Julio II había muerto (21 de febrero de 1513) la víspera de la ejecución de los jóvenes conspiradores, el cónclave no tarda en reunirse. El 11 de marzo, el cardenal Juan de Médicis recibe la tiara, toma el nombre de León X y para festejar su exaltación al pontificado promulga una amnistía general.