DE LOS veintinueve primeros años de la existencia de Maquiavelo, que fueron, para él, «la mitad del camino de la vida», según la expresión de Dante, puesto que vivió cincuenta y ocho, no sabemos casi nada. Sin embargo, conocemos la fecha de su nacimiento (3 de mayo de 1469) y suponemos que pasó en Florencia y en la propiedad de su familia, no lejos de allí, su infancia y su juventud.
Sobre su familia, que era antigua y de origen señorial, estamos bastante bien informados. Los Maquiavelo llegaron en el siglo XIII a establecerse en Florencia (en el barrio de Oltrarno, cerca del Ponte Vecchio), donde desempeñaron numerosos cargos públicos, como el de prior y el de gonfalonero. A diferencia de tantas grandes familias florentinas dedicadas al comercio o a la banca, ellos no se enriquecieron.
El padre de Nicolás Maquiavelo, Bernardo, jurisconsulto y tesorero de la Marca de Ancona, fue un hombre austero. Su madre, Bartolomea de Nelli, de familia antigua y arruinada, era mujer de letras y escribía poesías.
Al parecer, los estudios de Nicolás fueron buenos. Aprendió el griego y llegó a ser buen latinista. En el plano de la inteligencia y la cultura, fue el producto e una ciudad excepcional. Desde hacía dos siglos, Florencia había dado al mundo grandes escritores, innumerables artistas de primera línea, y su genio, en la época del Renacimiento, se manifestaba en todos los dominios.
Durante la juventud de Maquiavelo, la república de Florencia era uno de los seis principales Estados de la península; los otros eran el estado Saboyano-Piamontés, el ducado de Milán, la república de Venecia, el Estado pontificio y el reino de Nápoles. Había en la península muchos otros Estados de menor importancia, que sin embargo desempeñaban un papel político, como la república de Génova, el ducado de Ferrara, el marquesado de Mantua, el ducado de Urbino, y las repúblicas de Siena y de Lucca…
En la segunda mitad del siglo XV, podía verse en Florencia la mayor parte de los monumentos que aún admiramos allí. En las colinas que rodean la ciudad se elevaban ya incontables villas en medio de jardines.
En 1469, año del nacimiento de Maquiavelo, el Estado florentino era una república, mas no una democracia en el sentido que a ésta le damos hoy. Durante largo tiempo, las facciones rivales habían dividido la ciudad: gibelinos y güelfos, Blancos y Negros, partidarios de los Donati y de los Cerchi, de los Albizzi o de los Ricci. Los Médicis se habían elevado poco a poco, poniendo su inmensa fortuna al servicio de su ambición y adulando al pueblo en el cual se apoyaban. Cosme de Médicis había engrandecido el prestigio de la familia al dar su protección a los escritores y a los artistas. Su hijo Pedro era enfermizo y pobre de espíritu. Pero Lorenzo, hijo de Pedro, dotado de una inteligencia superior, supo dirigir con arte los negocios del Estado al mismo tiempo que sus propios asuntos, y se ganó el nombre de «Magnífico» por su habilidad política y por su mecenazgo. Lorenzo ejercía un poder casi absoluto, del que no se quejaba la mayoría de la población, pues había sabido procurar al Estado florentino la paz y la prosperidad.
Aunque la república de Florencia estuviera en lucha con Milán, con Pisa, con Lucca y con el rey Ladislao de Nápoles —que estuvo a punto de adueñarse de toda la península—, en el siglo XV pudo, sin embargo, extenderse, apoderándose de Pisa, de Liorna, de Cortona, de Arezzo, de Montepulciano. Cuando en la ciudad, o en las ciudades sometidas, estallaron motines, fueron cruelmente aplastados. Volterra, que se levantó en armas en 1472, fue duramente castigada.
Por la época en que Maquiavelo vino al mundo, Lorenzo y su hermano menor Julián sucedieron al padre, Pedro de Médicis. Lorenzo, nacido en 1448, había recibido una sólida instrucción y se rodeó toda la vida de escritores, filósofos y artistas. Su padre, Pedro, se había desposado con una Tornabuoni, hija de una vieja familia florentina. Lorenzo entró en una alianza principesca al casarse con Clarisa Orsini, que pertenecía a una poderosa e ilustre familia romana.
Cuando el cardenal Francisco de la Rovere se convirtió en Papa Sixto IV, Lorenzo entró en conflicto con él. El hermano minorista, de orígenes modestos, al que todos conocieran humilde y devoto, se convirtió en un Papa fastuoso y carente de escrúpulos en política. Mucho deseaba en favor del Estado pontificio, pero también en favor de su familia. Hizo grandes donaciones a sus numerosos sobrinos, y uno de ellos, Girolamo Riario, prometido de Catalina Sforza, hija natural del duque de Milán, gracias a él se convirtió en señor de Forli y de Imola.
En Florencia, Lorenzo, que apartaba de los negocios públicos a los representantes de las grandes familias florentinas, se malquistó con varias de ellas, que se inspiraron en el asesinato de Galeas Sforza, en diciembre de 1476, en la iglesia San Esteban de Milán. Así surgió la conjuración llamada de los Pazzi, que la ilustre familia organizó con la complicidad de los Riario y el apoyo de Sixto IV.
El 26 de abril de 1477, en la catedral de Florencia, durante una misa solemne, en el momento de la elevación, Julián recibió varias puñaladas mortales. Lorenzo logró defenderse y refugiarse en la sacristía. El acontecimiento provocó viva emoción en la ciudad y en Italia entera; puede suponerse la impresión que causó sobre el pequeño Maquiavelo, entonces de nueve años, el espectáculo de los cadáveres de Francisco Pazzi y del arzobispo de Pisa, Salviati, colgados de las ventanas del palacio de la Señoría.
El Papa montó en cólera y pronto arrastró a toda Italia, dividida en dos campos, a una larga guerra. Lorenzo de Médicis, que dio pruebas de gran habilidad política, logró restablecer la paz por medio del tratado de Bagnolo (1484).
En Florencia, Savonarola iba a ser un nuevo elemento de discordia. Cuando empezó a predicar, era tal su talento que la muchedumbre se apiñaba a su alrededor para escucharlo. Y desde el principio de sus prédicas, tuvo la audacia de declararse enemigo de los Médicis, aunque Lorenzo había tratado de ganárselo.
Lorenzo murió en abril de 1492, a los cuarenta y cuatro años, y pronto lo siguió a la tumba el Papa Inocencio VIII. Se reunió el cónclave, y le sucedió el cardenal Borgia, con el nombre de Alejandro VI. Aprovechando la autoridad conquistada en Florencia, Savonarola dirigió entonces sus ataques contra los abusos de la Iglesia y contra el mismo Papa. Pero la atención general se apartó de él al anunciarse la expedición del rey de Francia a Italia. Desde su ascenso al trono, el joven Carlos VIII proyectaba ir a conquistar el reino de Nápoles, al que reivindicaba, como heredero de la casa de Anjou. Los preparativos se hicieron pronto. El ejército francés pasó los Alpes y el rey fue magníficamente recibido en Turín (septiembre de 1494), dados los nexos que existían entre la casa de Francia y la de Saboya.
Cuando el ejército francés se aproximó a Florencia, Pedro de Médicis, quien desde la muerte de su padre se había encargado de los asuntos, salió al encuentro del rey para negociar con él. A su regreso a Florencia, se conocieron las condiciones del acuerdo que había firmado, y causaron la ira popular. Ante la amenaza de revolución, Pedro, con sus partidarios, trató de apoderarse del palacio de la Señoría. Fracasó, y con toda su familia tuvo que abandonar Florencia. La chusma invadió el palacio Médicis y se dedicó al pillaje, dispersando las preciosas colecciones reunidas por Lorenzo el Magnífico. Al acercarse a Florencia, Carlos VIII pidió que se llamara a Pedro de Médicis, porque era con él con quien había tratado. El gonfalonero Capponi se negó, y amenazó con «tocar sus campanas si el rey tocaba sus trompetas».
El rey no se entretuvo en Florencia y siguió su camino para ir a apoderarse del reino de Nápoles, que perdió tan rápidamente como lo había conquistado. A través del Estado florentino había dejado huellas de su paso. Antes de llegar a Florencia se le había recibido triunfalmente en Pisa, donde los pisanos, que desde principios de siglo soportaban el yugo de Florencia, suplicaron al rey que les devolviera la independencia. Carlos VIII otorgó a Pisa la libertad. Esto ocasionó la larga «guerra de Pisa», que tantas veces reclamara los cuidados de Maquiavelo.
En la primavera de 1496, Savonarola predicó los sermones de cuaresma con éxito creciente. Si bien se metía en política, lo esencial de su predicación era moral y cristiano. Savonarola quería reformar la Iglesia. Denunciaba sus abusos y se mostraba implacable hacia la corte de Roma. Muchos florentinos, fanatizados por el monje, vivían en ayuno y la práctica de ejercicios religiosos. Pero pronto se manifestó una viva oposición. Los partidarios del monje, los piagoni («llorones»), veían en él a un santo y a un profeta. Sus adversarios, los arrabiati (rabiosos), se burlaban de sus profecías y se negaban a aceptar el régimen de austeridad que pretendía imponer a la ciudad. Si Botticelli, que en 1496 tenía cincuenta y un años, si Miguel Ángel, que sólo tenía veintiuno, quedaron subyugados por la elocuencia de Savonarola, Maquiavelo, entonces de veintisiete años, no recibió la menor influencia de él, aunque después rendiría homenaje a su integridad y a su talento.
En los meses siguientes, Savonarola, aunque no estuviera investido de ninguna función oficial, dirigió los asuntos de la República. Desde Arnaldo de Brescia, no se había visto a un hombre fascinar así a las multitudes con su elocuencia. En nuestro siglo XX, la cosa se ha hecho corriente. Savonarola hablaba largamente, pero no endilgaba a su auditorio discursos de tres o cuatro horas, como hoy algún dictador europeo, egipcio o cubano. Además, su elocuencia era la de un hombre culto. Con todo, resulta sorprendente que durante tres años lograra mantener a Florencia bajo el imperio de su palabra.
En Roma se sentía inquietud por aquellos ataques contra la corrupción de la corte papal, y Savonarola fue condenado como hereje y rebelde. No obstante, siguió predicando en Florencia.
La República se preocupaba por los proyectos de Carlos VIII, de quien se anunciaba una nueva expedición a Italia, y por los del emperador Maximiliano, quien también deseaba «descender» a Italia a hacer valer sus derechos. En efecto, el emperador llegó a Génova y puso sitio a Liorna, puerto principal del Estado florentino. Cuando una tempestad dispersó su flota, su irresolución, de la que daría tantos ejemplos, le hizo renunciar súbitamente a la empresa. Muchos florentinos vieron en el suceso una prueba de la protección que Savonarola obtenía del cielo para ellos.
En enero de 1497, durante un auto de fe organizado en la plaza de la Señoría, fue destruido gran número de cuadros magníficos que trataban temas profanos, y de libros, entre ellos los de Petrarca y de Boccaccio. Savonarola reapareció en el púlpito dirigiendo sus sermones principalmente contra la corte de Roma. Pero «la ciudad —escribirá Maquiavelo—, fatigada y aburrida de sus siniestras profecías, empezaba a irritarse contra él». En abril, los Médicis, con ayuda de sus parientes Orsini, hicieron una intentona de adueñarse de Florencia. La empresa fracasó.
El año 1497, que trajo el declinar de la influencia de Savonarola, presenció el advenimiento de César Borgia como príncipe secular. Su nombre a menudo se asocia al de Maquiavelo, porque éste habla largamente de él en su tratado del Príncipe, y lo ofrece como modelo al joven Lorenzo II de Médicis, duque de Urbino, a quien está dedicado el libro. Ya veremos cómo, en tres circunstancias diferentes, Maquiavelo estuvo en relaciones con él.
En junio de 1497, Alejandro VI invistió a su hijo mayor, el duque de Gandía, con el ducado de Benevento, así como de las señorías de Terracina y de Ponte Corvo. En el consistorio del día siguiente, nombró a su hijo menor, César, entonces de veintidós años y ya cardenal, legado pontificio para ir a Nápoles a coronar al rey Federico de Aragón. Pocos días después, el duque de Gandía fue asesinado, y las sospechas recayeron sobre su hermano. No pocas explicaciones se han ofrecido de ese crimen. Al parecer, la más creíble sería la ambición de César, que no deseaba compartir con su hermano el rango de príncipe soberano que contaba con obtener de su padre.
En julio de 1497 se descubrió en Florencia que los partidarios de los Médicis habían organizado una conjura. Los conspiradores, aunque pertenecían a excelentes familias, fueron condenados a muerte y ejecutados. Estos acontecimientos, que despertaron emoción en la ciudad, sin duda fueron seguidos muy de cerca por Maquiavelo.
En febrero de 1498, Savonarola, contando con el apoyo de una nueva Señoría, reapareció en el púlpito de la catedral de Florencia. Seguía discutiendo la autoridad del Papa, quien expedía breve tras breve, pidiendo que le mandaran al monje bien escoltado. El 18 de marzo de 1498 Savonarola subió por última vez al púlpito. Pese a las súplicas de los hermanos de su convento de San Marcos, quiso pasar por la «prueba del fuego», pensando que así superada a un hermano de la orden enemiga de los franciscanos. Maquiavelo debió de encontrarse entre la multitud que el 7 de abril se agolpó en la plaza de la Señoría para asistir al espectáculo. Pero éste no llegó a efectuarse, pues se prolongó una discusión para averiguar si los religiosos deberían someterse a la prueba en hábitos sacerdotales y llevando la cruz o el Santo Sacramento. Un aguacero obligó a aplazar la prueba para otro día y dispersó a los espectadores, pero el prestigio de Savonarola quedó menoscabado por el aplazamiento. Buen número de sus partidarios lo abandonó. El convento de San Marcos fue tomado después de una verdadera batalla por los adversarios de Savonarola. Lo llevaron prisionero, en medio de una turba hostil que lo insultaba y lo golpeaba. En los días siguientes se le procesó. Abrumado por mil calumnias, fue condenado a muerte, con otros dos dominicos. En la mañana del 23 de mayo de 1498, los tres infelices fueron ahorcados y quemados en la plaza de la Señoría, y sus cuerpos arrojados al Arno. Sin duda, Maquiavelo asistió al suplicio de aquel que durante tres años había sido ídolo de una gran parte de la población y amo de la ciudad.