La mañana del tercer día amaneció limpia y fresca, y una vez más el solitario vigilante nocturno del tope del trinquete fue relevado por las hordas de vigías diurnos que punteaban cada mástil y casi cada verga.
—¿La veis? —gritó Ajab.
Mas la ballena no estaba todavía a la vista
—En su estela infalible, no obstante; sólo hay que seguir esa estela, eso es todo. Ah del timón; firme, tal como vais, y como habéis ido yendo. ¡Qué día tan encantador otra vez! Fuera un mundo recién creado, y creado para albergue de verano de los ángeles, y esta mañana la primera en que para ellos se inaugurara, que no podría amanecer día más claro sobre ese mundo. Hay aquí en qué pensar, si Ajab para pensar tuviera tiempo; mas Ajab nunca piensa; sólo siente, siente, siente; ¡asaz lacerante es eso para los mortales! Pensar es audacia. Sólo Dios tiene ese derecho, y ese privilegio. Pensar es, o debería ser, imperturbabilidad y sosiego; y nuestros pobres corazones laten, y nuestros pobres cerebros palpitan demasiado para ello. Y, aun así, a veces he creído que mi corazón estaba muy sosegado… heladamente sosegado; este viejo cráneo cruje tanto como un vaso cuyo contenido se congela y lo resquebraja. Y aún sigue creciendo este pelo; creciendo en este momento, y el calor ha de alimentarlo; mas no es como esa clase de hierba vulgar que crece en cualquier parte, entre las rendijas terrosas del hielo de Groenlandia o en la lava del Vesubio. Cómo lo agitan los fieros vientos; lo azotan a mi alrededor lo mismo que los desgarrados jirones de las velas rotas fustigan el zarandeado barco al que se aferran. Un viento vil que sin duda ha soplado antes por pasillos y celdas de cárceles, y galerías de hospitales, y las ha ventilado, y ahora viene a soplar aquí, tan inocente como la piel del cordero. ¡Qué demonios!… está podrido. Si yo fuera el viento, no soplaría más sobre este perverso y miserable mundo. Reptaría a una cueva en alguna parte y allí me escabulliría. Y, sin embargo, se trata de algo noble y heroico, ¡el viento! ¿Quién jamás lo conquistó? En todas las peleas es el que da el último y más amargo golpe. Lo acometéis y lo único que hacéis es atravesarlo. ¡Ja!, un viento cobarde que golpea a hombres completamente desnudos, pero que no permanecerá firme para recibir un solo envite. Incluso Ajab es un ente más valiente… un ente más noble que eso. Si al menos el viento tuviera un cuerpo; pero todas esas cosas que en mayor modo exasperan y ultrajan a los mortales, todas esas cosas son incorpóreas, aunque sólo incorpóreas como objetos, no como agentes. Existe una diferencia de lo más especial, de lo más taimada, ¡ah, de lo más malvada! Y, no obstante, lo digo de nuevo, y lo juro ahora, hay algo absolutamente glorioso y gentil en el viento. Al menos estos cálidos vientos alisios, que en los claros cielos soplan uniformemente, con fuerte y constante vigorosa placidez. Y no se apartan de su dirección, por mucho que las corrientes principales giren o zigzagueen, y poderosos Mississippies de la tierra se tuerzan y se desvíen, dudando dónde ir a parar. ¡Y por los polos eternos!, estos mismos alisios, que de tan directa manera impulsan mi buen barco; estos alisios, o algo como ellos… algo tan imperturbable, e igual de potente, ¡impulsa mi alma dotada de quilla! ¡A ello! ¡Eh, ahí arriba! ¿Qué veis?
—Nada, señor.
—¡Nada! ¡Y va a ser mediodía! ¡No hay postor para el doblón! ¡Observad el sol! Sí, sí, así debe ser. La he sobrepasado. ¿Cómo?, ¿llevo ventaja? Sí, él me persigue a mí ahora; no yo a él… malo es eso; debería haberlo sabido, además. ¡Necio!, las estachas… los arpones que remolca. Sí, sí, le he alcanzado durante la última noche. ¡Virad! ¡Virad! ¡Bajad todos, excepto los vigías de turno! ¡A las brazas!
Gobernando como lo había hecho, el viento había estado del Pequod más o menos a un largo, de manera que estando ahora orientado en la dirección opuesta, el barco braceado a ceñir venía al viento mientras volvía a batir la crema de su propia blanca estela.
—Contra el viento gobierna ahora, hacia la mandíbula abierta —murmuró Starbuck para sí mientras arrollaba la braza mayor, recién halada sobre la regala—. Que Dios nos guarde; aunque ya siento los huesos húmedos dentro de mí, y desde dentro mojan mi carne. ¡Me temo que desobedezco a mi Dios al obedecerle a él!
—¡Listos para izarme! —gritó Ajab, avanzando hasta el cesto de cáñamo—. Pronto la encontraremos.
—Sí, sí, señor —y al momento Starbuck cumplió los requerimientos de Ajab, y una vez más Ajab se balanceó en la altura.
Pasó entre tanto una hora entera; como pan de oro batida durante siglos. El propio tiempo mantenía ahora largamente la respiración con agudo suspense. Mas al final, a unos tres puntos a barlovento de proa, Ajab de nuevo avistó el chorro, e instantáneamente tres aullidos surgieron de los tres topes, como si las lenguas de fuego los hubieran voceado.
—¡Frente contra frente os encuentro esta tercera vez, Moby Dick! ¡Eh, en cubierta!… Bracead más a ceñir; llevadlo a fil de roda. Todavía está demasiado lejos para arriar, señor Starbuck. ¡Las velas flamean! ¡Permaneced junto a ese timonel con una mandarria! Así, así; viaja deprisa, y yo debo bajar. Mas permitidme que eche otro vistazo al mar en rededor aquí arriba; hay tiempo para ello. Una vista vieja, vieja, y sin embargo en algún modo tan joven… sí, y no ha cambiado ni un ápice desde la primera vez que la vi, de muchacho, ¡desde las colinas de arena de Nantucket! ¡La misma!… ¡la misma!… la misma para Noé que para mí. Hay una ligera llovizna a sotavento. ¡Qué encantadoras vistas a sotavento! Han de llevar a alguna parte… a algo más que la común tierra firme, más feraz que las feraces tierras tropicales. ¡Sotavento!, la ballena blanca va en esa dirección; observemos a barlovento, entonces; el mejor de los cuartos, aunque el más amargo. ¡Pero adiós, adiós, viejo tope! ¿Qué es esto?… ¿verde? Sí, diminutos mohos en estas retorcidas grietas. ¡No hay tales manchas verdes de intemperie en la cabeza de Ajab! Ahí está, entonces, la diferencia entre la vejez del hombre y la de la materia. Aunque sí, viejo mástil, ambos envejecemos juntos, sanos, no obstante, en nuestras cascos: ¿no lo estamos, barco mío? Sí, a falta de una pierna, eso es todo. Por los Cielos que esta madera muerta es mejor en cualquier sentido que mi carne viva. No me puedo comparar con ella; y he conocido algunos barcos hechos con árboles muertos que sobrepasan las vidas de hombres hechos con la más vital materia de los vitales padres. ¿Qué es lo que dijo?: aún debería precederme, mi piloto; ¿y sin embargo ser visto de nuevo? ¿Pero dónde? ¿Tendré ojos en el fondo del mar, suponiendo que descienda esas escaleras sin fin? Y toda la noche he estado navegando alejándome de él, dondequiera que se hundiese. Sí, sí, como muchos otros, dijisteis desoladora verdad en referencia a vos mismo, oh, parsi; pero, sobre Ajab, vuestro tiro ahí quedó corto. Adiós, tope… no le quitéis el ojo a la ballena mientras me ausento. Mañana hablaremos; no, esta noche, cuando la ballena blanca yazga ahí abajo, atada por la cabeza y por la cola.
Dio la orden; y observando todavía a su alrededor, fue bajado hasta la cubierta con pulso firme a través del hendido aire azul.
A su debido tiempo se arriaron las lanchas; mas al situarse en la popa de su chalupa, Ajab, demorándose un instante a punto de descender, le hizo señas al primer oficial —que sostenía uno de los cabos del aparejo en cubierta— y le pidió que hiciera una pausa.
—¡Starbuck!
—¿Señor?
—Por tercera vez el barco de mi espíritu inicia este viaje, Starbuck.
—Sí, señor, así deseáis que sea.
—Algunos barcos se hacen a la mar desde sus puertos, ¡y desaparecen por siempre jamás, Starbuck!
—Cierto, señor: la más triste de las certezas.
—Algunos hombres mueren al bajar la marea; algunos en bajamar; algunos en lo más vivo de la marea… y yo me siento ahora como una ola que es toda ella una cresta, Starbuck. Soy viejo… estrechad mi mano, compañero.
Sus manos se encontraron; sus ojos pegados; las lágrimas de Starbuck el adhesivo.
—¡Oh, mi capitán, mi capitán!… noble corazón… no vayáis… ¡no vayáis!… Atended, es hombre valiente el que gime; ¡qué grande entonces, la agonía de la persuasión!
—¡Arriad! —gritó Ajab, apartando de sí el brazo del oficial—. ¡Alerta, tripulación!
En un instante la lancha estaba virando bajo la popa.
—¡Los tiburones! ¡Los tiburones! —gritó allí una voz desde la ventana baja de la cabina—; ¡oh, amo, mi amo, regresad!
Pero Ajab no escuchó nada; pues en ese momento su propia voz se elevaba; y la lancha avanzaba brincando.
Sin embargo, la voz había dicho la verdad; pues apenas se hubo apartado del barco, docenas de tiburones, surgiendo aparentemente de las oscuras aguas bajo el casco, dentelleaban con maldad las palas de los remos cada vez que éstos se hundían en el agua; y de esta manera acompañaban a la lancha con sus mordiscos. Es algo que no resulta extraño que les ocurra a las lanchas balleneras en esos mares infestados; siguiéndolas en ocasiones los tiburones aparentemente del mismo presciente modo con que en Oriente los buitres planean sobre los estandartes de los regimientos en marcha. Pero éstos eran los primeros tiburones que habían sido observados por el Pequod desde que por vez primera se había avistado la ballena blanca; y ya fuera porque los tripulantes de Ajab eran todos bárbaros amarillo-tigrados, y por tanto su carne más aromática para los sentidos de los tiburones —un factor bien sabido de afectarlos en ocasiones—, fuere como fuese, parecía que seguían esa única lancha sin molestar a las otras.
—¡Corazón de acero forjado! —murmuró Starbuck, oteando sobre el costado, y siguiendo con sus ojos la lancha que se alejaba—, ¿aún podéis corporalmente vibrar ante esa visión?… ¿arriando vuestra quilla entre ávidos tiburones, y seguido de ellos, abierta la boca hacia el acoso; y éste el tercer crítico día?… Pues cuando tres días transcurren seguidos en una continua e intensa persecución, estad seguros de que el primero es la mañana, el segundo el mediodía, y el tercero la tarde y el final de ese asunto… sea el final el que sea. ¡Oh, Dios mío! ¿Qué es esto que me traspasa, y que me deja tan mortalmente sosegado, y sin embargo expectante…? ¡Inmóvil en el punto álgido de un estremecimiento! Acontecimientos futuros nadan ante mí, como con contornos vacíos y esqueletos; de alguna manera todo el pasado se ha oscurecido. ¡Mary, chiquilla!, te desvaneces en pálidas glorias tras de mí; ¡muchacho!, me parece ver sólo tus ojos, trocados a un maravilloso azul. Los más extraños problemas de la vida parecen aclararse; pero hay nubes que pasan entre ellos… ¿Está llegando el final de mi viaje? Siento las piernas desfallecer; como las del que ha estado en pie durante todo el día. Sentid vuestro corazón… ¿late todavía? ¡Despejaos, Starbuck!… Desatascaos… ¡moveos, moveos!, ¡hablad en voz alta!… ¡Ah del tope! ¿Veis la mano de mi muchacho en la colina?… Demenciado; ¡eh, arriba!… mantened el más atento de los ojos en las lanchas: ¡señalad bien la ballena!… ¡Hey! ¡Otra vez!… ¡ahuyentad a ese halcón! ¡Atentos!, picotea… está rompiendo la grímpola —señalando la bandera roja que ondeaba en la galleta del mayor—. ¡Ja! ¡Se la lleva volando!… ¿Dónde está ahora el viejo?, ¿observáis esa visión, oh, Ajab?… ¡temblad, temblad!
Las lanchas no se habían alejado mucho cuando a causa de una señal hecha desde los topes… un brazo señalando hacia abajo, Ajab supo que la ballena se había sumergido; mas con la intención de estar cerca de ella en la siguiente emersión, se mantuvo en su rumbo algo transversal al navío; la hechizada tripulación manteniendo el más profundo de los silencios, mientras las olas frontales martilleaban y martilleaban contra la rival amura.
—¡Clavad, clavad vuestros clavos, vos, olas! ¡Clavadlos hasta las mismas cabezas! Sólo golpeáis algo sin tapa; y no hay féretro ni coche fúnebre que pueda ser el mío… ¡y sólo el cáñamo puede matarme! ¡Ja, ja!
De pronto las aguas a su alrededor se abultaron lentamente en amplios círculos; luego se alzaron rápidamente, como si se deslizaran de lado desde una sumergida montaña de hielo que surgiera rápidamente a la superficie. Se escuchó un ruido grave, retumbante; un zumbido subterráneo; y entonces todos contuvieron la respiración; y en ese momento, cargada con sogas a rastras, y arpones, y lanzas, una inmensa forma surgió del mar a lo largo, aunque oblicuamente. Envuelta en un delgado velo de niebla descendente, se mantuvo durante un instante en el irisado aire; y entonces cayó hundiéndose nuevamente en las profundidades. Las aguas, impelidas hacia arriba hasta treinta pies, brillaron un momento como rebosaduras de fuentes, luego cayeron desmoronadamente en una lluvia de copos, dejando alrededor del tronco de mármol de la ballena la arremolinada superficie cremosa, como leche reciente.
—¡Bogad con fuerza! —gritó Ajab a los remeros.
Y las lanchas se lanzaron al ataque; pero Moby Dick, enloquecido por los nuevos hierros de ayer que se corroían en él, parecía conjuntamente poseído por todos los ángeles que cayeron del Cielo. Las amplias hileras de tendones soldados que sobresalían bajo la piel trasparente de su despejada frente blanca parecían anudadas; cuando, con la cabeza por delante, llegaba agitando su cola entre las lanchas, y una vez más las vareaba; haciendo perder los hierros y las lanzas a las dos lanchas de los oficiales, y aplastando un costado de la parte superior de sus proas, aunque dejando la de Ajab apenas sin rasguño.
Mientras Daggoo y Tashtego estaban encajando las tablas dañadas y la ballena, al nadar alejándose de ellos, se giraba, y al pasar rápidamente de nuevo junto a ellos presentaba un flanco entero, en ese momento se escuchó un vivaz grito. Atado una y otra vez alrededor del lomo del pez; amarrado en las vueltas y más vueltas con las que, durante la pasada noche, la ballena había devanado las marañas de los cabos que había a su alrededor, se vio el cuerpo medio destrozado del parsi: su capa de garduña hecha jirones; sus abultados ojos vueltos directamente hacia el viejo Ajab.
El arpón se le cayó de la mano.
—¡Burlado, burlado! —con una larga y enjuta inhalación—. ¡Sí, parsi! Os vuelvo a ver… Sí, y vos partís antes; y éste, éste, es entonces el coche fúnebre que prometisteis. Mas os emplazo hasta la última letra de vuestra palabra. ¿Dónde está el segundo coche fúnebre? ¡Fuera, oficiales, al barco! Esas lanchas son inútiles ya; reparadlas si podéis a tiempo, y volved a mí; si no, Ajab se basta para morir… ¡Abajo, marineros! Lo primero que intente saltar de esta lancha en la que estoy, a eso lo arponeo. No sois otros hombres, sino mis brazos y mis piernas; y así me obedecéis… ¿Dónde está la ballena? ¿Ha vuelto a sumergirse?
Pero miraba demasiado cerca de la lancha; pues como si tuviera intención de escapar con el cuerpo que portaba, y como si el lugar exacto de su último encuentro hubiera sido sólo una parada en su marcha a sotavento, Moby Dick volvía ahora a avanzar nadando sin cesar; y casi había superado al barco —que hasta entonces había estado navegando en dirección contraria a la suya, aunque actualmente su impulso había sido interrumpido—. Parecía nadar con su velocidad mayor, y ahora resuelto únicamente a seguir su propio camino recto en el mar.
—¡Oh, Ajab —gritó Starbuck—, no es muy tarde para desistir, incluso ahora, al tercer día! ¡Observad! Moby Dick no os busca. ¡Sois vos, vos, el que dementemente le buscáis a él!
Poniendo vela al viento que levantaba, la solitaria lancha se vio rápidamente impelida a sotavento tanto por los remos como por el trapo. Y finalmente, cuando Ajab se deslizaba junto al navío, tan cerca como para distinguir claramente el rostro de Starbuck mientras éste se inclinaba sobre la regala, le voceó que virara el navío por redondo y que, no muy deprisa, le siguiera a una distancia prudente. Mirando hacia arriba, vio a Tashtego, Queequeg y Daggoo ascendiendo ansiosamente a los tres topes; mientras los remeros se balanceaban en las dos lanchas desfondadas, que acababan de ser izadas al costado, y se aplicaban en las tareas de su reparación. Uno tras otro, a través de los portillos, también captó fugaces imágenes de Stubb y de Flask, afanándose sobre cubierta entre haces de nuevos hierros y lanzas. A la vez que veía todo esto, a la vez que escuchaba los martillos en las lanchas deterioradas, muy otros martillos parecían clavar un clavo en su corazón. Pero se dominó. Y observando ahora que la grímpola o bandera había desaparecido del mastelero del mayor, le gritó a Tashtego, que acababa de alcanzar ese lugar, que descendiera de nuevo a por otra bandera, y un martillo, y clavos, y que de ese modo la clavara al mástil.
Ya fuera por estar agotada de los tres días de constante acoso y por la resistencia a su nadar del enmarañado obstáculo que portaba; o ya fuera por cierta latente impostura y malicia en ella; fuese cual fuera lo cierto, la marcha de la ballena blanca empezó ahora a disminuir, como constataba el acercamiento, tan rápido una vez más, de la lancha hacia ella; aunque, de hecho, la última ventaja de la ballena no había sido tan grande como antes. Y mientras Ajab se deslizaba sobre las olas, todavía los despiadados tiburones le acompañaban, y de modo tan pertinaz se mantenían junto a la lancha, y de tan continua manera mordían los moldeados remos, que las palas quedaron arratonadas y dentelleadas, y dejaban pequeñas astillas en el mar casi cada vez que se sumergían.
—¡No les prestéis atención!, esos dientes sólo aportan toletes nuevos a vuestro remos. ¡Seguid remando!, la mandíbula del tiburón es mejor apoyo que el del agua que cede.
—¡Pero señor, con cada mordisco las finas palas quedan cada vez más pequeñas!
—¡Durarán lo suficiente! ¡Seguid remando!… ¿Mas quién puede decir —murmuró— si estos tiburones nadan para darse un festín con la ballena o con Ajab?… ¡Seguid remando! Sí, con toda viveza ahora… nos acercamos a él. ¡La caña!, tomad la caña, dejadme pasar —y, así diciendo, dos de los remeros le ayudaron a adelantarse a la proa de la lancha, que continuaba planeando.
Finalmente, cuando la embarcación se situó a un lado, y avanzaba en paralelo al flanco de la ballena blanca, parecía que ésta era extrañamente ajena a su avance —tal como en ocasiones las ballenas lo son—, y Ajab casi estaba dentro de la humeante montaña de niebla que, expelida por el chorro de la ballena, se rizaba alrededor de su gran joroba Monadnock; tan cerca estaba de ella; cuando, con el cuerpo arqueado hacia atrás, y ambos brazos verticalmente elevados para blandirlo, lanzó su fiero hierro, y su mucho más fiera maldición a la odiada ballena. Al hundirse, lo mismo el acero que la maldición, como absorbidos en un arenal hasta el fondo, Moby Dick se retorció de lado; volteó espasmódicamente su cercano flanco contra la amura y, sin abrir un boquete en ella, volteó la lancha tan repentinamente que, de no haber sido por la zona elevada de la borda a la que en ese momento se agarraba, Ajab habría vuelto a resultar arrojado al mar. Tal como ocurrió, tres de los remeros, que no conocían de antemano el preciso instante del lanzamiento —y, por lo tanto, no estaban preparados para sus consecuencias—, fueron los arrojados; pero cayeron de tal modo que en un instante dos de ellos se agarraron de nuevo a la borda, y alzándose a su nivel en el vaivén de una ola, por sí mismos se arrojaron de cuerpo entero nuevamente a bordo; el tercer hombre descolgándose desamparado a popa, aunque todavía a flote y nadando.
Casi simultáneamente, con poderosa volición de continua e instantánea celeridad, la ballena blanca se lanzó surcando el ondulante mar. Mas cuando Ajab le gritó al timonel que cogiera nuevas vueltas a la estacha, y que así la fijara; y ordenó a la tripulación que se girara en sus asientos, y que halara de la lancha a tope, en el momento en que la traicionera estacha sintió esa doble tensión y tracción, ¡se partió en medio del aire!
—¿Qué se rompe en mí? ¡Algún tendón se parte!… Otra vez está indemne; ¡remos!, ¡remos! ¡Lanzaos sobre ella!
Al escuchar el tremendo impulso de la lancha que quebraba el mar, la ballena giró en rededor para presentar combate con su diáfana frente; pero en ese movimiento, dándose cuenta de la cercanía del negro casco del barco; viendo, aparentemente, en él la fuente de todos sus acosamientos; considerándolo —puede ser— un enemigo mayor y más noble, repentinamente se lanzó contra su proa en avance, restallando sus mandíbulas en medio de feroces rociadas de espuma.
Ajab se balanceó; su mano golpeó su frente.
—Me vuelvo ciego… ¡Manos, extendeos ante mí, que aún pueda tantear mi camino! ¿Es de noche?
—¡La ballena! ¡El barco! —gritaron los amedrentados remeros.
—¡Remos! ¡Remos! ¡Inclinaos hacia vuestros abismos, oh, mar, que antes de que sea por siempre demasiado tarde, Ajab pueda lanzarse esta última, última vez, sobre su objetivo! Veo: ¡el barco!, ¡el barco! ¡Seguid avanzando, mis remeros! ¿No queréis salvar mi barco?
Mas cuando los remeros impulsaban violentamente la lancha a través del martilleante mar, reventaron los extremos de dos de las tablas de la proa antes golpeada por la ballena, y casi instantáneamente la lancha, temporalmente inhabilitada, quedó al mismo nivel que las aguas; su tripulación salpicando medio sumergida, esforzándose por obturar el orificio y achicar el agua entrante.
Entretanto, durante ese único instante de observación, el martillo del mastelero de Tashtego permaneció suspendido en su mano; y la bandera roja, medio envolviéndolo como una manta escocesa, ondeaba por sí sola alejándose de él igual que si fuera su propio corazón fluyendo hacia delante; al tiempo que Starbuck y Stubb, que estaban abajo en el bauprés, se dieron cuenta, en el mismo momento que él, del monstruo que se les echaba encima.
—¡La ballena, la ballena! ¡Caña a barlovento, caña a barlovento! ¡Oh, dulces potencias del aire, abrazadme fuerte ahora! No dejéis que Starbuck, si es que morir debe, muera en desvanecimiento propio de mujer. Caña a barlovento, digo… Vosotros, necios, ¡la mandíbula!, ¡la mandíbula! ¿Es éste el final de mis expansivas plegarias, de todas las fidelidades de una vida entera? Oh, Ajab, Ajab, ahí está vuestra obra. ¡Firme, timonel, firme! ¡No, no! ¡A barlovento otra vez! ¡Se gira para chocar con nosotros! Ah, su inaplacable frente sigue avanzando hacia uno cuyo deber le dice que no puede ausentarse. ¡Dios mío, permanece ahora a mi lado!
—No permanezcas a mi lado, sino bajo mí, quienquiera que seas que ahora vas a ayudar a Stubb; pues Stubb, también, aquí se queda. ¡Me río de ti, de ti, risueña ballena! ¿Quién ayudó alguna vez a Stubb, o mantuvo a Stubb despierto, sino el ojo firme de Stubb? Y ahora el pobre Stubb se acuesta sobre un colchón que es demasiado blando; ¡ojalá que estuviera relleno de broza! ¡Me río de ti, de ti, risueña ballena! ¡Observad, vosotros, sol, luna, y estrellas! Os llamo asesinos de un individuo tan bueno como cualquiera que en el chorro lanzara su espíritu. A pesar de todo, todavía chocaría la copa con vosotros, ¡si es que vosotros acercarais la copa! ¡Oh, oh!, ¡oh!, ¡oh!, risueña ballena, ¡pero pronto habrá mucho que tragar! ¿Por qué no huyes? ¡oh, Ajab! Por mí, fuera para ello zapatos y chaqueta; ¡que Stubb muera en calzones! Una muerte de lo más herrumbrosa y salada, no obstante… ¡Cerezas!, ¡cerezas!, ¡cerezas! ¡Oh, Flask, una sola cereza roja antes de que fallezcamos!
—¿Cerezas? Ya me gustaría que estuviéramos donde crecen. Ah, Stubb, espero que mi pobre madre haya sacado mi paga parcial antes de esto; si no lo ha hecho, pocas monedas le llegarán, pues el viaje se ha acabado.
En la proa del barco, casi todos los marineros permanecían ahora inactivos; martillos, pedazos de tablas, lanzas y arpones mecánicamente retenidos en sus manos, en la misma postura en la que se habían alejado de sus distintas tareas; todos sus hechizados ojos absortos en la ballena, que agitando extrañamente de lado a lado su predestinadora cabeza, levantaba al impulsarse una amplia franja semicircular de rebosante espuma ante sí. Represalia, urgente venganza, maldad eterna había en su aspecto, y a pesar de todo lo que el hombre mortal pudiera hacer, el sólido contrafuerte blanco de su frente golpeó la amura de estribor del barco, hasta que los hombres y las maderas cedieron. Algunos cayeron al suelo de cara. Como galletas sueltas, las cabezas de los arponeros se sacudieron en lo alto sobre sus cuellos de toro. A través del boquete escucharon verter las aguas, como torrentes de montaña cayendo en un barranco.
—¡El barco! ¡El coche fúnebre!… ¡el segundo coche fúnebre! —gritó Ajab desde la lancha—; ¡su madera sólo podía ser americana!
Buceando bajo el barco que se iba hundiendo, la ballena pasó haciendo temblar su quilla a lo largo; y revolviéndose bajo el agua, rápidamente surgió de nuevo a la superficie, lejos de la otra amura, pero a pocas yardas de la lancha de Ajab, donde permaneció inactiva durante un tiempo.
—Aparto mi cuerpo del sol. ¡Eh, Tashtego!, que oiga vuestro martillo. ¡Ah!, vosotros, tres invictos chapiteles míos; vos, intacta quilla; y casco sólo por Dios victimizado; vos, firme cubierta, y altanera caña, y proa orientada al polo… ¡Mortalmente glorioso barco!, ¿habéis, entonces, de perecer, y sin mí? ¿Me veo apartado del último emotivo orgullo de los más infames capitanes naufragados? ¡Oh, solitaria muerte de solitaria vida! Ah, ahora siento que mi mayor grandeza reside en mi mayor pesar. ¡Oh, oh!, ¡de todos vuestros más distantes vaivenes, verted ahora, vos, osadas olas de toda mi vida pasada, y superad esta ola apilada de mi muerte! Hacia vos me deslizo, vos, ballena que todo destroza pero no conquista; hasta el final con vos contiendo; desde el corazón del Infierno os hiero; por mor del odio escupo mi último aliento sobre vos. ¡Hundid todos los féretros y coches fúnebres en una charca común! Y puesto que ninguno puede ser mío, permitidme ser desmembrado mientras aún os persigo, aunque atado a vos, ¡vos, ballena maldita! ¡Así, sacrifico la pica!
El arpón fue arrojado; la ballena alcanzada se lanzó avante; con ardiente velocidad la estacha pasó por la guía… se atascó. Ajab se inclinó para soltarla; la soltó; pero el lazo se le enroscó al vuelo en la garganta, y silenciosamente, como los mudos turcos asfixian a sus víctimas, salió disparado de la lancha antes de que la tripulación se apercibiera de que se había ido. En el instante siguiente, la pesada gaza del extremo final de la cuerda salió despedida de la tina completamente vacía, derribó a un remero y, chocando contra el mar, desapareció en sus abismos.
Durante un momento la estupefacta tripulación de la lancha permaneció quieta; entonces se volvió.
—¿Y el barco? Dios mío, ¿dónde está el barco?
Pronto, a través de oscuros, desconcertantes intermediarios, vieron su espíritu lateralmente desvaneciéndose, como en un gaseoso fatamorgana, sólo los mastelerillos fuera del agua; mientras que, bien por infatuación, o por fidelidad, o por el hado, asidos a sus antes elevadas perchas, los paganos arponeros todavía mantenían sus zozobrantes vigías sobre el mar. Y ahora círculos concéntricos atraparon a la propia lancha solitaria, y a toda su tripulación, y a cada remo flotante, y a cada asta de lanza, y haciendo girar lo animado y lo inanimado una y otra vez alrededor en un vórtice, hicieron desaparecer hasta la astilla más pequeña del Pequod.
Mas mientras los últimos restos caían entremezcladamente sobre la sumergida cabeza del indio en el palo mayor, dejando aún visible unas pocas pulgadas del erecto mástil, junto con largas yardas ondeantes de la bandera que calmadamente tremolaba con irónicas coincidencias sobre las destructoras olas que casi tocaba… en ese instante, un brazo rojo y un martillo se cernieron alzados hacia atrás en el aire en el acto de clavar la bandera con más y mayor fijeza en el mástil que se hundía. Un halcón que desde su hogar natural entre las estrellas había seguido de cerca la galleta del mayor en su descenso, picando en la bandera, e incomodando allí a Tashtego, este pájaro ahora interpuso casualmente su desplegada ala batiente entre el martillo y la madera; y, simultáneamente, al sentir esa etérea emoción, el salvaje sumergido debajo, en su presa de muerte, mantuvo allí quieto su martillo; y así el pájaro del cielo, con arcangélicos chillidos, y pico imperial elevado a lo alto, y su entera forma cautiva envuelta en la bandera de Ajab, se sumergió junto con el barco, que, como Satán, rehusaba hundirse en el infierno hasta no haber arrastrado consigo una parte viva del cielo, y con ella puesta de casco.
Ahora pequeñas aves volaban, chillando, sobre el abismo todavía abierto; una morosa espuma blanca chocaba contra sus pronunciados bordes; después todo se derrumbó, y la gran mortaja del mar ondeó al igual que ondeaba cinco mil años atrás.