128.
El Pequod encuentra al Raquel

Al día siguiente se avistó un barco grande, el Raquel, arribando directamente hacia el Pequod, todas sus perchas densamente pobladas de hombres. En esos momentos el Pequod surcaba las aguas a una buena velocidad; mas cuando el foráneo, con amplias alas, se abalanzó desde barlovento en su cercanía, las jactanciosas velas cayeron todas simultáneamente como vejigas vacías que explotaran, y del casco alcanzado escapó toda vida.

—Malas nuevas; trae malas nuevas –murmuró el viejo de la isla de Man.

Mas antes de que su comandante, que estaba en pie en su lancha, bocina en mano; antes de que expectantemente pudiera saludar, se escuchó la voz de Ajab.

—¿Habéis visto a la ballena blanca?

—Sí, ayer. ¿Habéis visto vos una lancha a la deriva?

Sofocando su alegría, Ajab respondió negativamente a esta inesperada pregunta; y hubiera entonces bruscamente abordado al foráneo, cuando el propio capitán de éste, habiendo detenido la marcha de su nave, fue visto descendiendo por el costado. Unas pocas rápidas paladas, y su garfio de lancha pronto enganchó la mesa de guarnición del mayor, y él saltó a cubierta. Inmediatamente fue reconocido por Ajab como uno de Nantucket al que conocía. Pero no se intercambió saludo formal alguno.

—¿Dónde estaba?… ¡No ha sido muerta!… ¡No ha sido muerta! –gritó Ajab, acercándose–. ¿Cómo fue?

Al parecer, ya caída la tarde del día anterior, mientras tres de las lanchas estaban ocupadas con un hato de ballenas que les había alejado unas cuatro o cinco millas del barco; y mientras todavía daban rápido acoso a barlovento, repentinamente, la blanca joroba y la blanca cabeza de Moby Dick habían surgido del agua azul no muy lejos, a sotavento; ante lo cual la cuarta lancha aparejada –una de reserva– había sido instantáneamente arriada en su acoso. Tras apresurado navegar con viento de popa, esta cuarta lancha –la de quilla más rápida de todas– parecía haber logrado hacer presa… al menos hasta donde pudo decir al respecto el hombre del tope. En la distancia vio la menguada lancha convertida en un punto; y entonces un rápido brillo de burbujeante agua; y, después de eso, nada más; de donde se dedujo que la ballena alcanzada debía haber huido ininterrumpidamente con sus perseguidores, como a menudo sucede. Se produjo cierta aprensión, aunque por el momento ninguna verdadera alarma. Se colocaron las señales de repliegue en la jarcia; llegó la oscuridad… y forzó a recoger las tres lanchas alejadas a barlovento… antes de ir en busca de la cuarta en la dirección exactamente opuesta… no sólo siendo necesario que el barco abandonara esa lancha a su suerte hasta casi medianoche, sino también, por el momento, que aumentara su distancia respecto a ella. Mas estando el resto de su tripulación a salvo y finalmente a bordo, desplegó toda la vela –vela de ala sobre vela de ala– tras la lancha perdida; encendiendo un fuego en sus calderos como almenara; y con un hombre de cada dos a lo alto en su búsqueda. Mas aun cuando había así navegado una distancia suficiente para alcanzar el presumible lugar de los ausentes al ser vistos por última vez; aunque entonces se detuvo para arriar sus lanchas de reserva y que bogaran a todo su alrededor; y al no encontrar nada había arrancado de nuevo, parado otra vez, y arriado las lanchas; y aunque así había continuado hasta el amanecer, no obstante, ni el menor atisbo se había visto de la quilla perdida.

Contada la historia, el capitán foráneo pasó inmediatamente a revelar su objetivo al subir a bordo del Pequod. Deseaba que ese barco se uniera al suyo en la búsqueda; navegando en el mar separados unas cuatro o cinco millas, en líneas paralelas, y barriendo de esa manera, por así decirlo, un doble horizonte.

—Apostaría algo –susurró Stubb a Flask– a que alguien de esa lancha perdida llevaba la mejor chaqueta del capitán; puede que su reloj… así de ansioso está de recuperarla, maldita sea. ¿Quién oyó hablar de dos piadosos barcos balleneros navegando tras una lancha perdida en el punto álgido de la temporada de pesca? Mira, Flask, basta que mires lo pálido que parece… pálido en las mismas niñas de sus ojos… Mira… no era la chaqueta… debió haber sido el…

—Mi muchacho, mi propio muchacho está entre ellos. Por amor de Dios… os ruego, os imploro –el capitán foráneo se manifestó en este momento al capitán Ajab, que hasta entonces había recibido su solicitud con mera frialdad–… Permitidme fletar vuestro barco durante cuarenta y ocho horas… Gustosamente pagaría por ello… si no hubiera otro modo… sólo durante cuarenta y ocho horas… sólo eso… debéis, oh, debéis, y lo haréis.

—¡Su hijo! –gritó Stubb–, ¡oh, es su hijo lo que ha perdido! Retiro la chaqueta y el reloj… ¿qué dice Ajab? Hemos de salvar al muchacho.

—Se ahogó junto a los demás anoche –dijo el viejo marinero de la isla de Man, que estaba tras ellos–. Yo lo escuché; todos vosotros escuchasteis sus espíritus.

Ahora bien, como se vio enseguida, lo que hizo este incidente del Raquel más patético aún fue la circunstancia de que no sólo había uno de los hijos del capitán entre la tripulación de la lancha perdida; sino que en las tripulaciones de las otras lanchas separadas del barco al mismo tiempo, aunque en la dirección opuesta, durante las tenebrosas vicisitudes del acoso, había habido otro hijo más; de tal modo que durante un cierto intervalo el desdichado padre estuvo sumido hasta el fondo en la más cruel perplejidad; que sólo fue resuelta para él por la instintiva adopción, por parte de su primer oficial, del procedimiento ordinario de un barco ballenero en esas emergencias, el cual es, al estar situado entre lanchas en peligro que están alejadas, recoger antes el mayor número. Mas el capitán, por alguna desconocida razón constitucional, había omitido mencionar esto, y hasta verse forzado a ello por la frialdad de Ajab no había aludido a este muchacho aún perdido; un pequeño chaval, de apenas doce años, cuyo padre, con la seria y firme entereza de un amor paternal de Nantucket, había así buscado iniciarle tempranamente en los peligros y maravillas de una vocación que casi inmemorialmente era destino de todo su linaje. Y no sucede infrecuentemente que los capitanes de Nantucket envíen a un hijo de tan tierna edad lejos de ellos tres o cuatro años a una prolongada expedición en algún otro barco distinto del suyo; de manera que sus primeros conocimientos de la carrera de ballenero no estén diluidos por alguna ocasional muestra de una natural, aunque inoportuna, parcialidad paterna, o una indebida aprensión o preocupación.

Entretanto, el foráneo todavía estaba ahora implorando su magro favor a Ajab; y Ajab aún permanecía como un yunque, recibiendo cada golpe, mas sin el menor temblor por su parte.

—No me marcharé –dijo el extraño– hasta que me digáis sí. Haced conmigo lo que desearíais que yo hiciera con vos en caso similar. Pues vosotros también tenéis un hijo, capitán Ajab… aunque sólo un niño y recogido ahora a salvo en casa… un niño de vuestra senectud, además… Sí, sí, os ablandáis; lo veo… Rápido, rápido, marineros, atentos a bracear en cruz.

—¡Alto! –gritó Ajab–. No toquéis ni una filástica de cabo.

Y entonces, con voz que modulaba prolongadamente cada palabra…

—Capitán Gardiner, no lo haré. Incluso ahora pierdo tiempo. Adiós, adiós. Dios os bendiga, amigo, y pueda yo perdonarme, mas debo partir. Señor Starbuck, mirad el reloj de la bitácora, y dentro de tres minutos a partir de este mismo instante advertid a todos los extraños: después bracead en viento de nuevo, y que el barco navegue como antes.

Volviéndose apresuradamente, con rostro encubierto, descendió a su cabina, dejando al capitán foráneo paralizado ante esta incondicional y absoluta negativa a su ferviente requerimiento. Pero, espabilándose de su embeleso, Gardiner se apresuró silenciosamente hacia el costado; más que descender, cayó a su lancha, y regresó a su barco.

Pronto los dos barcos distanciaron sus estelas; y todo el tiempo que el navío extraño estuvo a la vista fue observado dando bandazos aquí y allá en cada zona oscura del mar, por pequeña que fuera. Sus vergas eran orientadas a uno y otro lado; a estribor y babor continuó dando bordadas; golpeaba ahora contra un mar de proa y de nuevo le empujaba uno de popa; mientras, constantemente, sus mástiles y sus vergas estaban espesamente poblados de hombres, como tres altos cerezos cuando los chiquillos cosechan entre las ramas.

Y por su rumbo interrumpido y su virar, veías claramente que este barco que así gemía con la rociada seguía sin consuelo. Era Raquel, gimiendo por sus hijos, porque no estaban.