Gobernando ahora hacia el sudeste mediante el horizontal acero de Ajab, su avance sólo determinado por la horizontal corredera de Ajab, el Pequod se mantuvo en su ruta hacia el ecuador. Realizar una travesía tan larga a través de aguas tan poco frecuentadas, no avistar barco alguno, y verse impelido poco después por invariables vientos alisios sobre olas monótonamente mansas: todo ello parecía lo que, preludiando una turbulenta y desolada escena, acontece en extraña calma.
Al final, cuando el barco se acercó a las, por así llamarlas, cercanías del caladero ecuatorial, y en la profunda oscuridad que precede al amanecer navegaba junto a un grupo de islotes rocosos, la guardia —en ese momento encabezada por Flask— se vio sobresaltada por un grito tan lastimeramente indómito y sobrenatural —semejante a los lamentos a medio articular de los fantasmas de todos los inocentes asesinados por Herodes—, que todos ellos despertaron de sus ensueños, y durante el intervalo de unos instantes, sentados, o recostados, o en pie, permanecieron escuchando paralizados, como el esclavo romano esculpido, mientras ese salvaje grito podía aún escucharse. La parte cristiana o civilizada de la tripulación decía que eran sirenas, y se estremecía; y los paganos arponeros permanecían impertérritos. Sin embargo, el hombre gris de la isla de Man —el más viejo de todos los marineros— declaró que los fieros y escalofriantes sonidos que se escuchaban eran las voces de marineros recientemente ahogados en el mar.
Abajo, en su coy, Ajab no oyó nada de esto hasta el gris amanecer, cuando subió a cubierta; entonces se lo comunicó Flask, no sin anexionar insinuados oscuros significados. Ajab rió huecamente y explicó así el portento.
Esas islas rocosas junto a las que había pasado el barco eran el lugar de reunión de gran número de focas, y algunas focas jóvenes, que habrían perdido a sus madres, o algunas madres que habrían perdido a sus cachorros, debían haberse desplazado a las cercanías del barco y haberle acompañado, llorando o sollozando con su gemir de apariencia humana. Pero aquello sólo logró que algunos resultaran más afectados, pues la mayoría de los marineros alberga un muy supersticioso sentimiento con respecto a las focas, que no sólo se debe a sus peculiares tonos cuando están afligidas, sino también a la apariencia humana de sus redondas cabezas y semiinteligentes rostros, observados surgiendo del agua curiosos, junto al costado. En la mar, bajo ciertas circunstancias, las focas han sido más de una vez confundidas con hombres.
Mas las aprensiones de la tripulación estaban destinadas a recibir más plausible confirmación esa misma mañana, en el sino de uno de ellos. A la salida del sol, este hombre fue desde su coy a su turno al tope en el trinquete; y ya fuera que todavía estaba a medio despertar del sueño (pues los marineros a veces suben en un estado transitorio); que así fuera con este hombre, ya no es posible afirmarlo; sea como fuese, no había estado mucho en su percha cuando se escuchó un grito —un grito y un silbido—, y al mirar arriba vieron en el aire un fantasma que caía; y, mirando abajo, un pequeño cúmulo de burbujas blancas revueltas en el azul del mar.
El salvavidas —un tonel largo y estrecho— se dejó caer desde popa, donde siempre pendía obedeciendo un ingenioso muelle; pero ninguna mano emergió para agarrarlo, y habiendo dado el sol en este tonel largo tiempo, lo había encogido, de manera que se llenó lentamente, y la agostada madera se empapó también en su propio poro; y el remachado tonel ceñido de hierro siguió al marinero hasta el fondo, como para proporcionarle almohada, aunque una dura en verdad.
Y así el primer hombre del Pequod que subió al mástil para la vigía de la ballena blanca, en el propio y particular caladero de la ballena blanca, ese hombre fue engullido por el piélago. Aunque pocos, quizá, pensaron en ello en el momento. De hecho, de alguna manera, no se apesadumbraron por el acontecimiento, al menos no como portento; pues no lo vieron como una premonición de un mal futuro, sino como la concreción de un mal ya presagiado. Declararon que ahora sabían la razón de aquellos inhumanos chillidos que habían escuchado la noche anterior. Aunque de nuevo el viejo de la isla de Man lo negó.
El salvavidas perdido iba ahora a ser reemplazado: se ordenó a Starbuck que se ocupara de ello; pero como no se pudo encontrar tonel alguno de ligereza suficiente, y como en la febril ansia de lo que parecía la aproximación del desenlace de la expedición los tripulantes se impacientaban con toda tarea que no estuviera directamente conectada con su resolución final, fuera cualquiera la que ésta resultara ser, iban, por tanto, a dejar la popa del barco desprovista de salvavidas, cuando mediante ciertos extraños gestos e insinuaciones Queequeg hizo una sugerencia referente a su ataúd.
—¡Un salvavidas de un ataúd! —gritó Starbuck, sorprendido.
—Es algo bastante raro, diría yo —dijo Stubb.
—Sería bastante bueno —dijo Flask—, el carpintero puede adaptarlo fácilmente.
—Traedlo; no hay ninguna otra cosa que sirva —dijo Starbuck tras una melancólica pausa—. Aparejadlo, carpintero; no me miréis así… el ataúd, digo. ¿Me escuchasteis? Aparejadlo.
—¿Y clavo la tapa, señor? —moviendo su mano como si sostuviera un martillo.
—Sí.
—¿Y calafateo las juntas, señor? —moviendo sus manos como si sostuviera un hierro de calafatear.
—Sí.
—¿Y sello las mismas con brea, señor? —moviendo sus manos como si sostuviera el tarro de la brea.
—¡Fuera! ¿Qué es lo que os hace actuar así? Haced un salvavidas del ataúd, y basta… Señor Stubb, señor Flask, venid a proa conmigo.
—Se va hecho una fiera. Puede soportar la totalidad; en las partes se echa atrás. Bueno, esto no me gusta. Hago una pierna para el capitán Ajab, y la lleva como un caballero; pero hago una sombrerera para Queequeg, y no quiere meter la cabeza en ella. ¿No van a servir para nada todos mis esfuerzos con ese ataúd? Y ahora se me ordena que lo convierta en un salvavidas. Es como dar la vuelta a un abrigo viejo; llevar la carne ahora del otro lado. No me gusta este trabajo de composturas… no me gusta nada; no es digno; no es mi lugar. Que los remendones hagan remiendos; nosotros somos mejores que ellos. A mí no me gusta aceptar sino trabajos matemáticos, rectos y escuadrados, virginales, limpios, algo que comienza con regularidad en el principio, y que está a medias en la mitad, y que termina cuando concluye; no el trabajo del buhonero, que está terminando en la mitad y comenzando al final. Andar encargando trabajos de composturas es treta de vieja. ¡Señor!, qué afición tienen las viejas a los buhoneros. Yo sé de una vieja de sesenta y cinco años que una vez se fugó con un joven buhonero calvo. Y ésa es la razón por la que, cuando tenía mi taller en el Vineyard, nunca trabajaba para viejas viudas solitarias en tierra; podría habérseles metido en sus solitarias viejas cabezas huir conmigo. Pero, ¡hey-ho!, no hay rizos en el mar salvo los de espuma. Veamos. Clavar la tapa; calafatear las juntas; sellar las mismas con brea; revestirlas firmes con listones, y colgarlo con el muelle de presa en la popa del barco. ¿Se hicieron antes semejantes cosas con un ataúd? Algunos viejos carpinteros superticiosos se dejarían atar a la jarcia antes de hacer el trabajo. Pero yo estoy hecho de nudoso abeto de Aroostook; yo no cedo. ¡Baticolado con un ataúd! ¡Navegando por ahí con un cajón de cementerio! Aunque no importa. Nosotros, trabajadores de la madera, fabricamos camas nupciales y mesas de juego, además de ataúdes y carrozas fúnebres. Trabajamos por meses, o por obra hecha, o a beneficio; no nos es propio preguntar el porqué y el para qué de nuestro trabajo, a no ser que sean composturas demasiado confusas, y entonces, si podemos, lo dejamos de lado. ¡Ejem! Haré ahora el trabajo, con ternura. Me haré… veamos… ¿cuántos hay en la compañía del barco en total? Se me ha olvidado. De cualquier manera, me haré treinta distintos cabos salvavidas de rabiza, cada uno de tres pies de longitud, colgando todo alrededor del ataúd. Entonces, si el casco se va a pique, habrá treinta briosos individuos luchando todos por un ataúd, ¡una visión no muy frecuente de ver bajo el sol! ¡Vamos, martillo, hierro de calafatear, bote de brea, y pasador! Vamos a ello.