La precipitada manera en la que el capitán Ajab había dejado el Samuel Enderby de Londres no estuvo privada de cierto pequeño grado de violencia hacia su propia persona. Con tal energía había descendido sobre una bancada de su lancha, que su pierna de marfil había recibido un golpe que la había medio astillado. Y cuando tras alcanzar su propia cubierta, y su propia cavidad de pivote en ella, giró de manera muy vehemente con una orden urgente a su timonel (fue, como siempre, algo referente a que no timoneaba con suficiente firmeza), entonces el ya castigado marfil sufrió semejante torsión y flexión adicional que, aunque la pierna aún se mantuvo entera, y según todas las apariencias robusta, Ajab, no obstante, no la consideró enteramente fiable.
Y, en efecto, poco de sorprendente había en que a pesar de toda su enajenada temeridad dominante, Ajab prestara a veces cuidadosa atención a la condición de ese hueso muerto sobre el que parcialmente se sustentaba. Pues no fue mucho antes de que el Pequod zarpara de Nantucket, que una noche se le encontró tendido boca abajo en el suelo, e insensible; su extremidad de marfil, a causa de algún desconocido y aparentemente inexplicable e inimaginable accidente, se había desplazado con tanta violencia, que a modo de estaca había golpeado y casi perforado su entrepierna; y no había sido sin extrema dificultad que la dolorosísima herida había resultado completamente curada.
Tampoco en aquel momento había dejado de entrar en su monomaníaco intelecto que toda la angustia de aquel sufrimiento entonces presente no era sino la directa consecuencia de una anterior desgracia; y parecía ver con total claridad que lo mismo que el más venenoso reptil de la ciénaga perpetúa su estirpe de manera tan inevitable como el dulce cantor de la arboleda, así, al igual sucede con toda dicha, que todos los sucesos miserables engendran de modo natural sus análogos. Sí, más que al igual, pensaba Ajab; pues tanto el atavismo como la posteridad de la desdicha van más allá que el atavismo y la posteridad del gozo. Y sin sugerir esto: que es inferencia de ciertas enseñanzas canónicas que de algunos naturales deleites de aquí no nacerán hijos para el otro mundo, sino que, por el contrario, serán seguidos del infértil regocijo de toda la desesperación del Infierno; en tanto que algunas culpables miserias mortales aún engendrarán fértilmente de sí mismas una eternamente progresiva progenie de desdichas más allá de la tumba; sin sugerir esto en modo alguno, aún parece haber una desigualdad en el análisis más profundo de la cuestión. Pues, pensaba Ajab, mientras que incluso las más altas dichas terrenales siempre poseen una cierta insignificante mezquindad oculta en ellas, y todas las desgracias del corazón, por el contrario, poseen en el fondo una significación mística, y, en algunos hombres, una arcangélica grandeza; de igual modo la diligente indagación de su linaje dejar traslucir la obvia deducción. Rastrear las genealogías de estas excelsas miserias mortales nos transporta finalmente entre las primogenituras de los dioses carentes de manantiales primigenios; de manera que a pesar de todos los gratos soles feraces, y todas las redondas lunas de agosto de dulce chinchín, debemos admitir esto: que los propios dioses no siempre están contentos. La imborrable triste marca de nacimiento en la frente del hombre sólo es el sello de la aflicción de los signatarios.
Inadvertidamente se ha divulgado aquí un secreto, que quizá, más propiamente, debería haber sido revelado antes en forma establecida. Junto con muchas otras particularidades referentes a Ajab, para algunos nunca había dejado de ser un misterio el porqué durante un cierto periodo, tanto antes como después de la partida del Pequod, se había ocultado con semejante exclusividad propia de Gran Lama; y durante ese particular intervalo había, aparentemente, buscado mudo refugio, por así decirlo, entre el marmóreo senado de los muertos. El lenguaraz motivo del capitán Peleg para este asunto en modo alguno parecía adecuado; aunque, efectivamente, como todo lo referido a la parte más profunda de Ajab, cada revelación participaba más de significativa oscuridad que de explicativa luz. Mas al final todo emergió; este asunto, al menos, lo hizo. Ese terrible contratiempo estaba en el fondo de su reclusión temporal. Y no sólo eso, sino que para aquel círculo menguante existente en tierra, cada vez más restringido, que por alguna razón poseía el privilegio de un menos vedado acercamiento a él; para aquel retraído círculo, la más arriba apuntada desgracia —tal como permanecía apesadumbradamente inexplicada por Ajab— se investía por sí sola de terrores no enteramente ajenos a la tierra de los espíritus y los lamentos. De manera que, a través de su celo por él, todos habían conspirado para embozar ante los demás, en lo que a ellos concernía, el conocimiento de este asunto; y de ahí que hasta que no hubo pasado un considerable intervalo no se filtrara sobre las cubiertas del Pequod.
Mas sea todo esto como fuere; tuvieran o no que ver con el terrenal Ajab el ambiguo e invisible sínodo del aire, o los vengativos príncipes y potentados del fuego, en este preciso asunto de la pierna él, no obstante, adoptó un procedimiento sencillo y práctico… Llamó al carpintero.
Y cuando ese menestral apareció ante su persona le indicó sin tardanza que se pusiera a hacer una nueva pierna, e indicó a los oficiales que se cuidaran de que dispusiera de todos los pilares y viguetas de marfil de mandíbula (cachalote) que hasta el momento se habían almacenado en la expedición, con objeto de asegurarse de que se realizaba una cuidadosa selección del material más fuerte y de fibra más perfecta. Hecho esto, el carpintero recibió órdenes de completar la pierna esa noche; y de suministrar todas las sujeciones para ella, independientemente de aquellas pertenecientes a la descartada en uso. Más aún, se ordenó que la forja del barco fuera izada desde su temporal holganza en la bodega; y para acelerar la tarea se ordenó al herrero que procediera inmediatamente a forjar cualesquiera implementos que pudieran ser necesarios.