102.
Un cenador en las Arsácidas[129]

Hasta ahora, al tratar descriptivamente del cachalote, me he ocupado principalmente de las maravillas de su aspecto exterior; o separadamente y en detalle, de unas pocas características estructurales interiores. Pero para una comprensión suya amplia y de conjunto me resulta ahora necesario desabotonarle aún más, y deshacer los nudos de sus calzas, desabrochar las hebillas de sus ligas, y dejando sueltos los corchetes y las presillas de las articulaciones de sus huesos más interiores, presentarlo ante vosotros en su ultimidad; es decir, en su incondicional esqueleto.

¿Mas cómo es eso, Ismael? ¿Cómo es que vos, un simple remero de la pesquería, pretendéis conocer algo de las partes subterráneas de la ballena? ¿Acaso el sabio Stubb, subido sobre el cabrestante, dio conferencias sobre la anatomía de los cetáceos; y con ayuda del molinete exhibió en alto un espécimen de costilla? Explicaos, Ismael. ¿Podéis plantar una ballena adulta en vuestra cubierta para que sea examinada, lo mismo que un cocinero pone un cochinillo asado en el plato? Con seguridad que no. Habéis sido un testigo fiable hasta aquí, Ismael; mas cuidaos de cómo os arrogáis el privilegio exclusivo de Jonás; el privilegio de disertar sobre las vigas y las viguetas; los pares, parhileras, durmientes y puntales que forman el armazón del leviatán; e igualmente sobre los depósitos de sebo, las lecherías, mantequillerías y queserías de sus intestinos.

Confieso que, desde Jonás, pocos balleneros han penetrado mucho bajo la piel de la ballena adulta; sin embargo, yo he tenido la fortuna de gozar de una oportunidad de diseccionarla en miniatura. En un barco en el que serví, se izó a cubierta en una ocasión una pequeña cría de cachalote, por su bolsillo o bolsa[130], para hacer con él vainas para los ganchos de los arpones y las puntas de las lanzas. ¿Pensáis que dejé pasar esa oportunidad sin emplear mi hachuela de lancha y mi navaja, y romper el sello y leer todo el contenido de esa joven cría?

Y por lo que respecta al exacto conocimiento de los huesos del leviatán en su gigantesco desarrollo adulto, ese singular conocimiento se lo debo a mi difunto regio amigo Tranquo, rey de Tranque, una de las Arsácidas. Pues estando hace años en Tranque, cuando servía en el barco mercante Dey, de Argel, fui invitado a pasar parte de las vacaciones arsácidas con el señor de Tranque en su apartada villa de palmeras de Pupella; una cala costera no muy lejana de lo que nuestros marineros llamaban Ciudad Bambú, su capital.

Entre muchas otras excelentes cualidades, mi regio amigo Tranquo estaba dotado de una devota pasión hacia todo tipo de primitivos objetos curiosos y artísticos y, consecuentemente, había reunido en Pupella toda pieza peculiar que los más ingeniosos de su pueblo hubieran podido concebir; principalmente maderas talladas de maravilloso ingenio, conchas cinceladas, picas taraceadas, costosas palas, aromáticas canoas; y todo ello distribuido entre cuanta maravilla natural que las tributarias olas cargadas de prodigios habían arrojado a sus costas.

Principal entre estas últimas era un gran cachalote, que tras una inusualmente larga y furiosa galerna había sido encontrado muerto y varado con su cabeza contra un cocotero, cuyos penachos colgantes, similares a un plumaje, parecían su verdoso surtidor. Cuando el enorme cuerpo fue finalmente despojado de sus envoltorios de brazas de grosor, y los huesos al sol se volvieron secos como el polvo, entonces el esqueleto fue cuidadosamente transportado hasta la cala de Pupella, donde un gran templo de señoriales palmeras le proporcionaba ahora abrigo.

De las costillas colgaban trofeos; las vértebras estaban talladas con anales arsácidos en extraños jeroglíficos; en el cráneo los sacerdotes mantenían una perpetua llama aromática, de manera que la mística cabeza lanzaba de nuevo su vaporoso chorro; mientras, suspendida de una rama, la terrible mandíbula inferior vibraba sobre todos los devotos como la espada colgada de una crin que tanto aterrorizó a Damocles.

Era una visión extraordinaria. El bosque era verde como el musgo de Icy Glen; los árboles se erguían altos y altaneros, conscientes de su savia viva; la industriosa tierra bajo ellos era como el telar del tejedor, con una espléndida alfombra en él, en la que los zarcillos de las enredaderas de tierra formaban la trama y la urdimbre, y las flores vivas las figuras. Todos los árboles, con todas sus ramas cargadas; todos los arbustos y helechos y hierbas; el aire portador de mensajes: todo ello estaba incesantemente activo. A través de los entrelazados de las hojas, el gran sol parecía una lanzadera volante tejiendo el infatigado verdor. ¡Ah, atareado tejedor!, ¡oculto tejedor!… ¡Deteneos!… ¡una palabra!… ¿hacia dónde va la tela?, ¿qué palacio va a alfombrar?, ¿para qué todas estas incesantes labores? ¡Hablad, tejedor!… ¡detened vuestra mano!… ¡sólo una palabra con vos! Nada… la lanzadera vuela… las figuras salen flotando del telar; la alfombra que brota con ímpetu sale deslizándose perennemente. El dios tejedor teje; y con ese tejer se ensordece, que no escucha voz mortal; y también nosotros, que miramos al telar, somos por ese resonar ensordecidos; y sólo cuando escapemos de él escucharemos las mil voces que hablan a su través. Pues así exactamente sucede en todas las fábricas textiles. Las palabras dichas, que son inaudibles entre los husos rotantes, esas mismas palabras se escuchan claramente fuera de las paredes, surgiendo por las ventanas abiertas. De este modo se han detectado villanías. ¡Oh, mortal, sed entonces precavido!; pues de esta manera, en mitad de todo este barullo del gran telar del mundo, vuestros más sutiles pensamientos puede que sean escuchados desde lejos.

Ahora bien, entre el verde e incansablemente vivo telar de ese bosque arsácido, yacía holgando el adorado gran esqueleto blanco… ¡un gigantesco haragán! No obstante, mientras en torno suyo se entremezclaban y resonaban la verde trama y la verde urdimbre, siempre entretejiéndose, el poderoso haragán parecía el taimado tejedor; él mismo todo tejido por encima con las enredaderas; asumiendo un reverdecer más fresco y más verde cada mes; aun siendo un esqueleto. La vida envolvía a la muerte; la muerte emparraba la vida; el desolado dios maridaba la juvenil vida, y engendraba glorias de cabezas rizadas.

Ahora bien, cuando yo visité esta portentosa ballena junto al regio Tranquo, y vi de la calavera hecho un altar, y el humo artificial que ascendía de donde el verdadero surtidor había surgido, me admiré de que el rey considerara que una capilla fuera un objeto curioso y artístico. Él se rió. Aunque más me admiró que los sacerdotes juraran que ese humeante surtidor suyo era genuino. De aquí para allá anduve ante este esqueleto… aparté las enredaderas… atravesé las costillas… y con un ovillo de cordel arsácido, me aventuré en él, rondé largo tiempo entre sus muchas serpenteantes columnatas y pérgolas sombreadas. Aunque pronto se acabó mi hilo y, siguiéndolo de vuelta, surgí por la apertura por la que había entrado. No vi nada vivo en el interior; nada había allí, salvo huesos.

Cortándome una verde vara de medir, una vez más me sumergí dentro del esqueleto. Desde su saetera en el cráneo, los sacerdotes me observaron tomando la altitud de la costilla final.

—¡Cómo! —gritaron—. ¡Osáis medir a este nuestro dios! Ésa es tarea nuestra.

—Bueno, sacerdotes… bien, ¿qué longitud le asignáis, entonces?

Mas sobre este punto se produjo entre ellos una feroz disputa referente a pies y a pulgadas; se partieron entre sí las seseras con sus reglas —el gran cráneo hacía eco— y, aprovechando esa afortunada oportunidad, rápidamente concluí mis propias mediciones.

Estas mediciones me propongo ahora presentarlas ante vosotros. Mas sea antes registrado que en este asunto yo no soy libre de emitir cualquier fantasiosa medición que me plazca. Pues existen autoridades de esqueletos a las que podéis recurrir para comprobar mi exactitud. Hay un museo leviatánico, me dicen, en la ciudad inglesa de Hull, uno de los puertos balleneros de ese país, donde tienen unos buenos especímenes de rorcual y de otras ballenas. De igual modo, he oído decir que en el museo de Mánchester, en New Hampshire, tienen lo que los propietarios llaman «el único espécimen perfecto en los Estados Unidos de una ballena de Groenlandia o de río». Más aún, en un lugar de Yorkshire, en Inglaterra, de nombre Burton Constable, un cierto sir Clifford Constable posee el esqueleto de un cachalote, aunque de tamaño modesto, y en modo alguno de la magnitud adulta del de mi amigo el rey Tranquo.

En los dos casos, las ballenas varadas a las que estos esqueletos pertenecían fueron originalmente reclamadas por sus propietarios en base a similares fundamentos. El rey Tranquo se apropió de la suya porque la quería; y sir Clifford porque era el señor de los señoríos de esa zona. La ballena de sir Clifford ha sido totalmente articulada; de manera que, al igual que una gran cómoda, puedes abrirla y cerrarla en todas sus huesudas cavidades… desplegar sus costillas como un gigantesco ventilador, y balancearte todo el día sobre su mandíbula inferior. En alguna de sus trampillas y postigos hay que poner cerraduras; y un mayordomo guiará a los futuros visitantes con un manojo de llaves en su costado. Sir Clifford está considerando cobrar dos peniques por echar un vistazo a la galería de los susurros en la columna vertebral; tres peniques por escuchar el eco en el hueco de su cerebelo; y seis peniques por la sin par vista desde su frente.

Las dimensiones del esqueleto que ahora procederé a presentar están copiadas literalmente de mi brazo derecho, donde las hice tatuar; pues en mis salvajes correrías de aquella época no había otra manera segura de preservar tan valiosos datos. Mas como estaba escaso de espacio, y deseaba que las otras partes de mi cuerpo —al menos las partes no tatuadas que pudieran restar— quedaran en blanco para un poema que entonces estaba componiendo, no me preocupé de las pulgadas sueltas; y en modo alguno, efectivamente, deben figurar las pulgadas en una medición apropiada de la ballena.