95.
La túnica

Si hubierais subido a bordo del Pequod en un cierto momento de este tratamiento post mortem de la ballena y hubierais paseado hacia proa cerca del molinete, estoy seguro de que habríais examinado con no poca curiosidad un muy extraño y enigmático objeto, que allí habríais visto tirado a lo largo, en los imbornales de sotavento. Ni la portentosa cisterna de la enorme cabeza de la ballena; ni el prodigio de su mandíbula inferior desarticulada; ni el milagro de su simétrica cola: ninguna de estas cosas os habría sorprendido tanto como media ojeada a ese inefable cono… más largo que es alto uno de Kentucky, de cerca de un pie de diámetro en su base, y tan negro azabache como Yojo, el ídolo de ébano de Queequeg. Y un ídolo, efectivamente, es; o más bien, en otros tiempos, su representación lo era. Un ídolo como el encontrado en los bosques secretos de la reina Maachah en Judea; a la que, por rendirle culto, el rey Asa, su hijo, depuso, y destruyó el ídolo, y lo quemó por odio en el arroyo Kedron, como oscuramente se expresa en el capítulo quince del primer Libro de los Reyes.

Observad a ese marinero, llamado matachín, que viene ahora y que, asistido por dos ayudantes, se echa pesadamente a la espalda el grandisimus, como lo llaman los marineros, y con el espinazo doblado se tambalea con él como si fuera un granadero sacando a un camarada muerto del campo de batalla. Extendiéndolo sobre la cubierta del castillo, procede ahora a quitar de manera cilíndrica su oscura piel, lo mismo que un cazador africano quita la piel de una boa. Hecho esto, vuelve la piel de fuera a dentro, como la pierna de un pantalón; le da un buen estirón, de manera que casi le duplica el diámetro; y finalmente la cuelga a secar bien extendida en la jarcia. No mucho después se descuelga; y entonces, cortándole unos tres pies hacia el extremo puntiagudo, y abriendo luego dos rajas para meter los brazos en el otro extremo, se introduce corporalmente en ella a lo largo. El matachín ahora se presenta ante vosotros investido con el ropaje sacerdotal completo de su vocación. Inmemorial para toda su orden, sólo esta investidura le protegerá adecuadamente mientras se dedica a las peculiares funciones de su oficio.

Ese oficio consiste en picar los pedazos de caballo del lardo para los calderos; una operación que es llevada a cabo en un curioso potro de madera plantado perpendicularmente a las amuradas, y con una espaciosa cubeta bajo él, en la que caen las piezas picadas tan rápido como las hojas desde el pupitre de un entusiasmado orador. Ataviado de decoroso negro, ocupando un conspicuo púlpito, atento a las hojas de Biblia, ¡qué candidato para un arzobispado[115], qué candidato para papa sería este matachín![116].