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Cabezas o colas

De balena vero sufficit, si rex habeat caput, et regina caudam[111].

Bracton, l. 3, c. 3.

Latín de los libros de las leyes de Inglaterra, que, tomado en su contexto, significa que de todas las ballenas capturadas por cualquier persona en las costas de esa tierra, al rey, como gran arponero honorario, debe dársele la cabeza, y a la reina debe, respetuosamente, ofrecérsele la cola. Una partición que, en la ballena, es muy similar a la partición de una manzana en dos; no queda resto alguno en medio. Ahora bien, como esta ley, en una redacción modificada, está vigente en Inglaterra actualmente; y como en varios aspectos representa una extraña anomalía con respecto a la ley general de peces presos y peces sueltos, se trata aquí en un capítulo distinto, siguiendo el mismo principio de cortesía que hace que los ferrocarriles ingleses dispongan de un coche separado, especialmente reservado para el acomodo de la realeza. En primer lugar, como prueba curiosa del hecho de que la ley antes mencionada está todavía vigente, procedo a exponer ante vosotros una circunstancia que se produjo no anteriormente a los dos últimos años.

Parece que algunos honestos marineros de Dover, o Sandwich, o alguno de los Cinque Ports, habían logrado, tras un difícil acoso matar y llevar a la playa una buena ballena que habían previamente avistado a lo lejos desde la costa. Ahora bien, los Cinque Ports están, o parcialmente o de algún modo, bajo la jurisdicción de una especie de policía o pertiguero llamado Lord Guardián. Al ser nombrado directamente por la Corona, creo, todos los emolumentos reales fortuitos de los territorios de los Cinque Ports resultan ser suyos por asignación. Algunos escritores llaman a este puesto una sinecura. Mas no es así. Pues el Lord Guardián a veces está afanosamente ocupado en embolsarse sus incentivos, que son suyos principalmente en virtud de que se los embolsa él.

Ahora bien, cuando estos pobres marineros quemados por el sol, descalzos, y con sus pantalones remangados sobre sus piernas de anguila se han extenuado halando su pez preso hasta dejarlo a salvo y en seco, prometiéndose unas buenas ciento cincuenta libras esterlinas por el precioso aceite y el hueso; y en sus fantasías bebiendo refinados tés junto a sus esposas, y buena cerveza con sus camaradas, con cargo al monto de sus respectivas participaciones, aparece un muy docto y muy cristiano y caritativo caballero, con una copia del Blackstone bajo el brazo; y colocándola sobre la cabeza de la ballena, dice…

—¡No tocar! Este pez, señores, es un pez preso. Lo confisco como pez del Lord Guardián.

Ante lo cual, los pobres marineros, en su respetuosa consternación —tan auténticamente inglesa—, no sabiendo qué decir, se ponen a rascarse con vigor la cabeza por todas partes; mirando, entretanto compungidos a la ballena y al extraño. Pero en modo alguno eso enmienda el asunto, o suaviza en nada el duro corazón del docto caballero con el ejemplar del Blackstone. Finalmente, uno de ellos, tras mucho rascar aquí y allá sus ideas, se atreve a hablar.

—Por favor, señor, ¿quién es el Lord Guardián?

—El duque.

—Pero el duque no tuvo nada que ver con la captura de este pez.

—Es suyo.

—Hemos pasado por grandes riesgos y dificultades, y hemos tenido algunos gastos: ¿y todo ello va a ir en beneficio del duque, obteniendo nosotros nada por nuestras fatigas y nuestras ampollas?

—Es suyo.

—¿Es el duque tan pobre que se ve forzado a esta desesperada manera de conseguir un modo de vida?

—Es suyo.

—¿No se contentaría el duque con un cuarto o una mitad?

—Es suyo.

En pocas palabras, la ballena fue confiscada y vendida, y Su Gracia, el duque de Wellington, recibió el dinero. Considerando que si se observaba desde cierta perspectiva cabría una mera posibilidad de que en algún pequeño grado el asunto, dadas las circunstancias, se tomara como un caso más bien severo, un honesto clérigo de la ciudad dirigió respetuosamente una nota a Su Gracia, rogándole que tuviera en consideración el expediente de esos infortunados marineros. A lo que mi señor el duque replicó en substancia (ambas cartas fueron publicadas) que ya lo había hecho, y recibido el dinero, y que estaría agradecido al caballero reverendo si, en el futuro, él (el caballero reverendo) declinara meterse en los asuntos de otras personas. ¿Es éste el aún militante viejo, el que en las esquinas de los tres reinos exige por todas partes las limosnas de los mendigos?

Claro que en este caso el supuesto derecho del duque a la ballena era un derecho delegado del soberano. Necesariamente debemos inquirir entonces de qué principio está originalmente investido el soberano para ese derecho. La propia ley ya se ha enunciado. Pero Plowden nos proporciona la justificación. Dice Plowden: la ballena así capturada pertenece al rey y a la reina, «por su superior excelencia». Y éste siempre ha sido considerado un argumento convincente por los más sensatos glosadores de tales materias.

¿Mas por qué debe el rey tener la cabeza y la reina la cola? ¡Una razón para ello, legisladores!

En su tratado sobre el «oro de la reina», o la calderilla de la reina, un antiguo autor de la real judicatura, un tal William Prynne, se expresaba así: «La cola es de la reina, para que el guardarropa de la reina pueda estar provisto de barba de ballena». Ahora bien, esto fue escrito en una época en la que el negro hueso flexible de la ballena franca o de Groenlandia se usaba extensamente en los corsés de las damas. Mas este hueso, en concreto, no está en la cola; está en la cabeza, lo que constituye un lamentable error para un abogado sagaz, como Prynne. ¿Mas es la reina una sirena, para que se le regale una cola? Puede que aquí se oculte algún significado alegórico.

Según los autores jurídicos ingleses, existen dos peces regios… la ballena y el esturión; ambos, propiedad real bajo ciertas limitaciones, y que nominalmente aportan la décima rama de los ingresos ordinarios de la Corona. No sé de ningún otro autor que haya sugerido el asunto; pero por inferencia me parece que el esturión debería ser dividido del mismo modo que la ballena, recibiendo el rey la muy densa y elástica cabeza peculiar de este pez, lo que, considerado simbólicamente, es posible que pueda estar humorísticamente fundamentado en alguna supuesta congenialidad. Y, así, en todo parece haber una razón, incluso en la ley.