81.
El Pequod encuentra al Virgen

El predestinado día llegó y, tal como estaba previsto, encontramos al barco Jungfrau, de Bremen; Derick De Deer, capitán.

En una época los más grandes pueblos balleneros del mundo, los holandeses y germanos ahora están entre los que lo son menos; mas aquí y allí, a intervalos muy amplios de latitud y longitud, todavía ocasionalmente te encuentras con su bandera en el Pacífico.

Por alguna razón el Jungfrau parecía verdaderamente ansioso de presentar sus respetos. Estando todavía a cierta distancia del Pequod, braceó en facha, y arriando una lancha, su capitán fue transportado hacia nosotros de pie, impacientemente a proa, en lugar de a popa.

—¿Qué es lo que tiene ahí en la mano? —gritó Starbuck, señalando algo que el germano sujetaba oscilando—. ¡Imposible!… ¡Un cebador de lámpara!

—No es eso —dijo Stubb—, no, no, señor Starbuck, es una cafetera; viene a hacernos el café, es el jarramano; ¿no veis esa gran lata allí a su lado?… Ésa es su agua hirviendo. ¡Oh!, no tiene nada de extraño, es el jarramano.

—Id por ahí —gritó Flask—, es un cebador de lámpara y una lata de aceite. No tiene aceite, y viene a pedir.

Por muy curioso que pueda parecer que un barco aceitero pida prestado aceite en un caladero de ballenas, y por mucho que pueda invertidamente contradecir el viejo proverbio sobre llevar carbón a Newcastle, a veces no obstante, semejante cosa ocurre en la realidad; y, en el caso presente, el capitán Derick De Deer llevaba, sin duda, un cebador de lámpara, como Flask había afirmado.

Al subir a cubierta, Ajab le abordó abruptamente, sin prestar atención alguna a lo que tenía en la mano; mas en una entrecortada jerigonza, el germano pronto dejó clara su completa ignorancia sobre la ballena blanca; orientó rápidamente la conversación hacia el cebador de lámpara y la lata de aceite, añadiendo algunas observaciones referentes a tener que acostarse en el coy por la noche en profunda oscuridad… al haberse terminado su última gota de aceite de Bremen y no haber capturado todavía ni un solo pez volador para suplir la deficiencia; concluyendo por apuntar que su barco era, efectivamente, lo que en la pesquería se llama técnicamente un barco limpio (es decir, uno vacío), que bien merecía el nombre de Jungfrau, o Virgen.

Atendidas sus necesidades, Derick partió; pero no había alcanzado el costado de su barco, cuando casi simultáneamente desde los topes de ambos navíos, se avistaron ballenas; y tan ansioso del acoso estaba Derick, que sin detenerse a dejar a bordo la lata de aceite y el cebador de lámpara, dio la vuelta a su lancha y partió tras los leviatanes cebadores de lámparas.

Ahora bien, al haber surgido la caza a sotavento, él y las otras tres lanchas que pronto le siguieron tenían una ventaja considerable sobre las quillas del Pequod. Había ocho ballenas, un hato normal. Apercibidas del peligro, avanzaban todas en un frente, con gran velocidad derechas en viento, rozando sus flancos tan cerca como tantos troncos de caballos uncidos. Dejaban una extensa estela, como si continuamente desenrollaran un extenso pergamino blanco sobre el mar.

En el mismo centro de esta rápida estela, y muchas brazas por detrás, nadaba un enorme viejo garañón chepudo, que por su comparativamente lento avance, así como por las inusuales incrustaciones amarillentas que le cubrían, parecía aquejado de ictericia, o de alguna otra enfermedad. Era cuestionable que esta ballena perteneciera al hato de delante; pues no es costumbre que tales venerables leviatanes sean sociables en modo alguno. Sin embargo, se mantenía en la estela, aunque de hecho el agua de aflujo debía retardarle, pues el hueso blanco, o rompiente, de su ancho morro era salpicado como el rompiente que se forma cuando se encuentran dos corrientes hostiles. Su chorrear era corto, lento y laborioso; salía con una especie de borbotón atragantado, y se consumía en jirones rotos, seguidos de extrañas conmociones subterráneas en su interior, que parecían tener egresión en su otra extremidad oculta, haciendo que las aguas tras él burbujearan.

—¿Quién tiene un poco de paregórico? —dijo Stubb—, me temo que tiene dolor de estómago. ¡Dios, pensad en tener medio acre de dolor de estómago! Vientos adversos están celebrando una demente Navidad en él, muchachos. Es el primer viento contrario[101] que jamás vi que soplara desde popa; pero mirad, ¿alguna vez una ballena dio esos bandazos? Debe de ser que ha perdido el timón.

Lo mismo que un sobrecargado mercante de la India da de quilla en su rumbo, se entierra, bandea y bambolea cuando arriba a la costa del Indostán con una carga de aterrorizados caballos en cubierta; así impulsaba esta vieja ballena su envejecido cuerpo; y al girar parcialmente de vez en cuando sobre sus pesadas costillas, exponía la causa de su sinuoso avance en el deforme muñón de su aleta de estribor. Si había perdido esa aleta en batalla, o había nacido sin ella, era difícil decirlo.

—Espera un poco nada más, viejo amigo, y te daré un cabestrillo para ese brazo herido —gritó el cruel Flask, señalando la estacha cercana a él.

—Tened cuidado de que no os ponga él a vos en cabestrillo con ella —gritó Starbuck—. Avante, o lo cazará el germano.

Con el mismo objetivo, todas las lanchas rivales juntas apuntaban a este único pez, pues no sólo era el más grande, sino que era el que estaba más cerca de ellos, y además las otras ballenas avanzaban con tanta velocidad que casi hacían descartar la persecución por el momento. Para entonces las quillas del Pequod habían adelantado a las tres lanchas germanas arriadas después, mas debido a la gran ventaja de que había gozado, la lancha de Derick todavía lideraba el acoso, aunque sus rivales extranjeros se le aproximaban a cada instante. Lo único que temían era que, al estar ya tan cerca de su objetivo, pudiera lanzar su hierro antes de que le alcanzaran del todo y le sobrepasaran. Por lo que concierne a Derick, parecía muy confiado en que éste fuera el caso, y ocasionalmente, con gesto de burla, agitaba su cebador de lámpara a las otras lanchas.

—¡El descortés y desagradecido perro! —gritó Starbuck—; ¡se burla y me provoca con el mismo cestillo de pedir que yo le llené no hace ni cinco minutos! —y entonces, con su acostumbrado intenso susurro—: ¡avante, galgos! ¡Perseguidlo!

—Os diré lo que pasa —le gritó Stubb a su tripulación—. Va en contra de mi religión enfadarme; pero me encantaría comerme a ese villano jarramano… Bogad… ¿es que no queréis? ¿Vais a dejar que ese granuja os gane? ¿Os gusta el brandy? Una cuba de brandy, entonces, para el mejor hombre. Venga, ¿por qué no os reventáis alguno un vaso sanguíneo? ¿Quién es el que está tirando un ancla por la borda…? No nos movemos ni una pulgada… estamos en una calma. Hola, aquí está creciendo la hierba en el fondo de la lancha… y, por Dios, el mástil está brotando ahí. Esto no puede ser muchachos. ¡Mirad a ese jarramano! No se trata de otra cosa, muchachos, ¿vais a escupir fuego o no?

—¡Ah!, ¡veo la espuma que hace! —gritó Flask saltando arriba y abajo—. Qué joroba… Oh, que se apila en las carnes… ¡flota como un tronco! ¡Ah!, mis muchachos, empujad… masa frita y quohogs para cenar, ya sabéis, muchachos… almejas al horno y molletes… Oh, venga, venga, empujad… es uno de cien barriles… no lo perdáis ahora… No, ¡oh, no!… mirad a ese jarramano… ¡Ah!, por vuestro trasero, ¿no bogaréis, muchachos?… ¡menudo animal!, ¡menuda mole! ¿No os encanta el esperma? ¡Ahí van trescientos dólares, muchachos!… ¡un banco!… ¡un banco entero! ¡El banco de Inglaterra!… ¡Venga, venga, venga!… ¿Qué hace ahora ese jarramano?

En este momento Derick estaba lanzando su cebador de lámpara a las lanchas que progresaban, y también su lata de aceite; quizá con la doble intención de retardar el avance de sus rivales y al mismo tiempo acelerar económicamente la suya mediante el momentáneo ímpetu de su lanzamiento hacia atrás.

—¡El grosero perro teutón! —gritó Stubb—. Bogad ahora, muchachos, como cincuenta mil barcos de la línea cargados de diablos de pelo rojo. ¿Qué dices, Tashtego, eres el hombre que se partiría la columna en veintidós pedazos por el honor de la vieja Gay-Head? ¿Qué dices?

—¡Digo: bogad como la perdición! —gritó el indio.

Fiera aunque uniformemente, incitados por las provocaciones del germano, las tres lanchas del Pequod empezaron ahora a alinearse casi lado a lado; y así dispuestas se le acercaban por momentos. En esa excelente actitud suelta y magnífica del patrón cuando se acerca a su presa, los tres oficiales se alzaron, ayudando ocasionalmente al remero de popa con el estimulante grito de:

—¡Ahí se desliza ahora! ¡Hurra por el viento del fresno![102]. ¡Acabad con el jarramano! ¡Navegad por encima de él!

Pero Derick tenía una ventaja inicial tan decisiva, que a pesar de toda su urbanidad habría resultado el ganador de esta carrera si sobre él no hubiera descendido el juicio de los justos en forma de un paleteo de la pala de su remero de medianía. Mientras este torpe patoso estaba tratando de liberar su fresno, y mientras, en consecuencia, la lancha de Derick estaba a punto de volcar, y éste les bramaba a sus hombres con enérgica rabia… ése fue un buen momento para Starbuck, Stubb y Flask. Con un grito, dieron una mortal arrancada avante, y sesgadamente se alinearon en la aleta del germano. Un instante más, y las cuatro lanchas estaban diagonalmente en la inmediata estela de la ballena, mientras a ambos lados de ellos se extendía el espumoso oleaje que ésta provocaba.

Era una visión terrible, de lo más penosa y espeluznante. La ballena iba ahora a toda velocidad y soltando su chorrear ante ella en un atormentado surtidor continuo, mientras su única pobre aleta golpeaba su flanco en una agonía de terror. Ahora a ese lado, ahora al otro, zigzagueaba en su incierta huida, y todavía, a cada ola que rompía, se hundía espasmódicamente en el mar, o balanceaba de lado hacia el cielo su única aleta batiente. Así he visto yo a un pájaro con un ala cortada hacer espantados círculos quebrados en el aire, intentando vanamente escapar de los halcones piratas. Mas el pájaro tiene voz, y con gritos de queja comunica su miedo; pero el miedo de este enorme bruto mudo del mar estaba encadenado y hechizado dentro de él; no tenía voz alguna, salvo la entrecortada respiración a través de su espiráculo, y esto hacía que su visión fuera inexpresablemente penosa; siendo que aún, en su asombrosa masa, su mandíbula de rastrillo y su omnipotente cola había suficiente para aterrorizar al hombre más fuerte que así se compadeciera.

Observando ahora que sólo unos pocos instantes más darían a las lanchas del Pequod la ventaja, y antes de verse así privado de su presa, Derick decidió arriesgar lo que para él debió de haber parecido un lanzamiento inusualmente largo, no fuera a ser que la última oportunidad desapareciera para siempre.

Pero apenas su arponero se levantó para el ataque, los tres tigres —Queequeg, Tashtego, Daggoo— se alzaron instintivamente en pie, y estando en una fila diagonal, simultáneamente apuntaron sus garfios; y lanzados por encima de la cabeza del arponero germano, los tres hierros de Nantucket penetraron en la ballena. ¡Vapores cegadores de espuma y blanco fuego! Las tres lanchas, en la primera furia del precipitado impulso de la ballena, apartaron al germano a un lado de un topetazo con tal fuerza, que tanto Derick como su desconcertado arponero fueron expelidos y sobrepasados por las tres quillas volantes.

—No tengáis miedo, paquetes de mantequilla —gritó Stubb, lanzando al pasar una ojeada sobre ellos cuando los rebasaba—; enseguida os recogerán… bueno… he visto unos cuantos tiburones a popa… perros san Bernardo, ya sabéis… salvan a los viajeros en apuros. ¡Hurra!, así se navega. ¡Cada quilla un rayo de sol! ¡Hurra!… Aquí vamos, como tres latas de zinc en la cola de un puma loco! Esto me da la idea de enganchar un elefante a un tílburi en una planicie… hace que los radios de las ruedas vuelen cuando lo enganchas de esa manera, muchachos; y también hay peligro de que te tire, cuando llegas a una colina. ¡Hurra!, así es como uno se siente cuando va donde Davy Jones… ¡A toda velocidad por un infinito plano inclinado hacia abajo! ¡Hurra!, ¡esta ballena lleva el correo eterno!

Pero la carrera del monstruo fue breve. Dando una pronta bocanada, se sumergió estrepitosamente. Con chirriante celeridad, las tres estachas volaron alrededor de los tocones con fuerza capaz de abrir profundas muescas en ellos; aunque tanto temían los arponeros que esta rápida inmersión agotara pronto las estachas, que con toda su potente destreza dieron repetidas humeantes vueltas con el cabo para que éste retuviera; hasta que al final… a causa de la tensión perpendicular de los emplomados guiacabos de las lanchas, desde donde los tres cabos caían directamente abajo al mar… las bordas de la proa estaban casi a ras del agua, mientras que las tres popas se empinaban en el aire. Y al cesar pronto la ballena de sumergirse, permanecieron durante un tiempo en esa situación, temerosos de soltar más estacha, aunque la posición fuera un poco delicada. Pues aunque se han hundido y perdido lanchas de esta manera, no obstante, es este «aguantar», tal como se le llama; este enganchar con los afilados garfios a su carne viva del lomo; esto es lo que suele atormentar al leviatán y hacerle ascender pronto para encontrar la afilada lanza de sus enemigos. Sin embargo, por no mencionar lo arriesgado del asunto, es dudoso que este procedimiento sea siempre el mejor; ya que simplemente es razonable suponer que cuanto más tiempo permanece la ballena herida bajo el agua, más se agota. Pues a causa de su inmensa superficie —en un cachalote adulto algo menos de dos mil pies cuadrados—, la presión del agua es enorme. Todos sabemos bajo qué increíble peso atmosférico estamos; incluso aquí, sobre el suelo, en el aire; ¡qué formidable, entonces, la carga de una ballena, que soporta en su lomo una columna de doscientas brazas de océano! Debe al menos equivaler al peso de cincuenta atmósferas. Un ballenero lo ha estimado en el peso de veinte barcos de la línea, con todos sus cañones y avituallamiento y hombres a bordo.

Mientras las tres lanchas permanecían allí, en ese mar que apaciblemente ondeaba, oteando abajo a su eterno mediodía azul; y mientras ni un solo gruñido o grito de ningún tipo, qué digo, ni siquiera una onda o una burbuja surgía de sus profundidades, ¡qué hombre de tierra firme habría pensado que bajo todo ese silencio y placidez el mayor monstruo de los mares estaba retorciéndose y desgarrándose en agonía! Ni ocho pulgadas de cabo perpendicular eran visibles en la proa. ¿Parece creíble que el gran leviatán estuviera suspendido de tres tales finos hilos, lo mismo que la gran pesa de un reloj de cuerda de ocho días? ¿Suspendido? ¿Y de qué? De tres pedazos de tabla. Es ésta la criatura de la que una vez se dijo de manera tan triunfante… «¿podéis llenar su piel de hierros garfiados?, ¿o su cabeza de picas de pesca? La espada de aquel que le acometió no puede oponérsele, ni la pica, ni el dardo o la jacerina: el hierro le parece paja; la flecha no puede hacerle huir; los dardos se consideran rastrojo; ¡se ríe del blandir de una pica!»[103]. ¿Es ésta la criatura?, ¿es ésta? ¡Ah!, que el incumplimiento deba seguir a los profetas. ¡Pues con la fortaleza de mil muslos en su cola, el leviatán ha ocultado su cabeza bajo las montañas del mar, para esconderse de las picas de pesca del Pequod!

En esa sesgada luz de la tarde, las sombras que las tres lanchas enviaron bajo la superficie debieron haber sido suficientemente largas y suficientemente anchas como para ensombrecer a la mitad del ejército de Jerjes. ¡Quién puede decir qué aterradores debieron haber sido para la ballena herida semejantes enormes fantasmas revoloteando sobre su cabeza!

—¡Atentos, muchachos, se menea! —gritó Starbuck cuando de pronto las tres estachas vibraron en el agua, conduciendo hacia arriba hasta ellos, como a través de cables magnéticos, los latidos de vida y de muerte de la ballena, de manera que todos los remeros los sintieron en sus bancos.

Al momento siguiente, liberadas en gran parte de la tensión hacia abajo de la proa, las lanchas dieron un brusco brinco hacia arriba, lo mismo que hace un pequeño témpano de hielo cuando una densa manada de osos blancos es ahuyentada desde él hacia el mar.

—¡Halar! ¡Halar! —gritó Starbuck de nuevo—; está subiendo.

Las estachas, de las cuales apenas un instante antes no podría haberse recuperado ni el ancho de una mano, fueron ahora recogidas a las lanchas en largos y chorreantes bucles, y pronto la ballena surgió en la superficie a dos esloras de los cazadores.

Sus movimientos denotaban claramente su extremado agotamiento. En la mayoría de los animales de tierra hay ciertas válvulas o compuertas en muchas de sus venas, gracias a las cuales, al ser heridos, la sangre es en cierto grado obturada, al menos durante un instante, en algunas direcciones. No ocurre así con la ballena; una de cuyas peculiaridades es la de tener una completa estructura no valvular de vasos sanguíneos, de manera que cuando es punzada incluso por una punta tan pequeña como la del arpón, se inicia inmediatamente un derrame mortal a través de todo su sistema arterial; y cuando esto se acentúa por la extraordinaria presión del agua a gran distancia bajo la superficie, puede decirse que su vida mana de ella en incesantes flujos. Sin embargo, es tan enorme la cantidad de sangre en su cuerpo, y tan distantes y numerosos sus manantiales internos, que continuará así sangrando y sangrando durante un periodo considerable; del mismo modo que en una sequía fluirá un río cuyas fuentes estén en los manantiales de colinas lejanas e indiscernibles. Incluso ahora, cuando las lanchas bogaron hacia esta ballena, y peligrosamente pasaron sobre sus oscilantes palmas, y se le arrojaron las lanzas, éstas fueron seguidas por constantes surtidores en las heridas recién hechas, que persistieron actuando de manera continua, mientras que el orificio surtidor natural de su cabeza enviaba su aterrada humedad al aire sólo a intervalos, por muy rápidos que éstos fueran. De este último conducto todavía no surgía sangre, pues ninguna parte vital suya había sido hasta el momento alcanzada. Su vida, como significativamente la llaman, no había sido tocada.

Mientras las lanchas la rodeaban ahora más cerca, toda la parte superior de su figura, incluyendo una gran zona de lo que ordinariamente está sumergido, quedó limpiamente al descubierto. Se vieron sus ojos, o más bien los lugares en los que habían estado sus ojos. Al igual que en los nudos de los robles más gráciles, una vez que éstos han caído, se sedimentan cúmulos de excrecencias, así, de los puntos que los ojos de la ballena habían una vez ocupado, sobresalían ahora bulbos ciegos, horriblemente penosos de ver. Mas no había ninguna compasión. A pesar de toda su ancianidad, de su único brazo, y de sus ojos ciegos, tenía que expirar la muerte, y ser sacrificada para iluminar los alegres casamientos y demás celebraciones de los hombres, y también para iluminar las solemnes iglesias que predican la incondicional magnanimidad de todos para todos. Todavía revolcándose en su sangre, al final descubrió parcialmente una extrañamente decolorada protuberancia o penca, del tamaño de una fanega, muy abajo en el flanco.

—Una bonita peca —gritó Flask—, deja que le pinche ahí una vez.

—¡Alto! —gritó Starbuck—, ¡no hay necesidad de ello!

Pero el humano Starbuck había llegado demasiado tarde. En el instante del lanzamiento un ulceroso surtidor brotó de esta cruel herida, y aguijoneada por ella en una aflicción imposible de soportar, la ballena, chorreando ahora espesa sangre, ciegamente se lanzó con repentina furia contra las naves, salpicándolas a ellas y a sus exultantes tripulaciones de arriba abajo con rociadas de sangre, volcando la lancha de Flask y desencajando su proa. Fue su golpe de muerte. Pues, para entonces, tan agotada estaba por la pérdida de sangre, que se volteó indefensamente, apartándose del naufragio que había causado; quedó resoplando sobre su costado, aleteó impotentemente con su aleta mocha, rodó entonces lentamente una y otra vez, como un mundo que se apaga; puso boca arriba los blancos secretos de su panza; se estiró como un tronco, y murió. Ese último expirante chorrear fue muy penoso. Como cuando el agua es gradualmente retirada por manos invisibles de algún abundante manantial, y con medio ahogados melancólicos borboteos la columna de agua disminuye y disminuye hasta el suelo… así el último prolongado chorrear de muerte de la ballena.

Poco después, mientras las tripulaciones esperaban la llegada del barco, el cuerpo mostró indicios de hundirse con todos sus tesoros sin despojar. Inmediatamente, por órdenes de Starbuck, se le aseguraron estachas en diferentes puntos, de manera que no mucho más tarde cada lancha era una boya; quedando la ballena hundida suspendida por las cuerdas unas pocas pulgadas bajo ellas. Gracias a una muy cuidadosa operación, cuando el barco se acercó, la ballena fue transferida a su costado, y allí fue fuertemente asegurada por las cadenas de palmas más consistentes, pues era evidente que, a no ser que se sostuviera artificialmente, el cuerpo se hundiría inmediatamente al fondo.

Sucedió que casi al primer corte que se hizo en ella con la zapa, en la parte inferior de la penca antes descrita se encontró el largo entero de un arpón corroído incrustado en su carne. Pero como en los cuerpos muertos de ballenas capturadas se encuentran frecuentemente las cañas de arpones con la carne perfectamente curada a su alrededor, y ninguna prominencia para señalar su lugar, hubo, por lo tanto que haber habido alguna otra razón desconocida que en el presente caso diera completa cuenta de la ulceración aludida. Aunque todavía más curioso fue el hecho de una cabeza de lanza de piedra encontrada en ella, no lejos del hierro enterrado, estando la carne perfectamente firme a su alrededor. ¿Quién había arrojado la lanza de piedra? ¿Y cuándo? Podría haber sido lanzada por algún indio del noroeste mucho antes de que América fuera descubierta.

No puede decirse qué otras maravillas podrían haber sido rebuscadas en este monstruoso armario. Ya que se produjo una repentina interrupción de nuevos descubrimientos, al inclinarse el barco de costado al mar de manera inusitada debido a la creciente tendencia del cuerpo a hundirse. Sin embargo, Starbuck, que tenía el mando de las operaciones, se aferró a él hasta el final; de hecho, se aferró con tanta resolución, que cuando finalmente, de haber persistido en enlazarlo con el cuerpo, el barco hubiera volcado, entonces, cuando se dio la orden de soltarse de él, tal era la inamovible tensión sobre los barraganetes a los que las cadenas y cables de palmas estaban sujetos, que era imposible soltarlos. Mientras tanto, todo en el Pequod estaba torcido. Cruzar al lado opuesto de la cubierta era como subir por el tejado inclinado de una casa con tejado a dos aguas. El barco crujía y jadeaba. Muchas de las incrustaciones de marfil de sus bordas y cabinas se desprendieron a causa de la inusual dislocación. En vano se aplicaron espeques y palancas para hacer fuerza sobre las inamovibles cadenas de palmas, y desencajarlas de los barraganetes; y la ballena se había sumergido ahora tanto que los extremos hundidos en modo alguno podían ser alcanzados; mientras a cada momento toneladas enteras de ponderosidad parecían añadirse a la masa que se hundía, y el barco parecía a punto de perderse.

—¡Aguanta, aguanta, vamos —le gritaba Stubb al cuerpo—, no tengas tanta prisa en hundirte! Truenos, muchachos, debemos hacer algo o nos iremos. No sirve de nada tratar de soltar de ahí; alto, digo, con los espeques, y que uno de vosotros corra a por un libro de oraciones y a por un cortaplumas, y que corte la cadena grande.

—¿Cortaplumas? Sí, sí —gritó Queequeg, y agarrando la pesada hacha del carpintero se inclinó fuera de un portón y, acero contra hierro, empezó a atacar las más grandes cadenas de palmas. Apenas se habían dado unos pocos golpes llenos de chispas, cuando la excesiva tensión hizo el resto. Con un terrorífico crujido, todas las ataduras se soltaron; el barco se equilibró, el cadáver se hundió.

Ahora bien, este ocasional e inevitable hundimiento del cachalote recientemente muerto es algo muy curioso; y ningún pescador lo ha explicado adecuadamente. Generalmente, el cachalote muerto tiene una gran flotabilidad, con su flanco o su panza considerablemente elevado por encima de la superficie. Si las únicas ballenas que se hundieran de esa manera fueran criaturas viejas, flacas y agotadas, sus capas de lardo menguadas y sus huesos pesados y reumáticos, entonces podríais con cierta razón afirmar que este hundimiento es provocado por un inusual peso específico en el pez que así se hunde, consecuencia de la ausencia de materia flotante en él. Mas no es así. Pues ballenas jóvenes, en su mejor salud, y henchidas de nobles aspiraciones interrumpidas prematuramente en el cálido arrebol y mayo de la vida, con todo su jadeante lardo envolviéndolas, incluso estos héroes musculosos y boyantes a veces se hunden.

Dicho sea, sin embargo, que el cachalote es mucho menos propenso a este accidente que cualquier otra especie. Mientras uno de esta clase se hunde, se hunden veinte ballenas francas. Esa diferencia en las especies es, sin duda, imputable en no pequeño grado a la mayor cantidad de hueso existente en la ballena franca: sólo sus persianas venecianas pesan a veces más de una tonelada; impedimento este del que el cachalote está totalmente libre. Pero hay ejemplos en los que, tras un lapsus de muchas horas o varios días, la ballena hundida vuelve a emerger con mayor flotabilidad que en vida. Aunque la razón de esto es obvia. Se generan gases en ella; se hincha a una magnitud prodigiosa; se convierte en una especie de balón animal. Un barco de la línea de combate difícilmente podría entonces mantenerla hundida. En la pesca de la ballena desde la costa, en aguas profundas, en las bahías de Nueva Zelanda, cuando una ballena franca muestra indicios de hundirse, le atan boyas con mucha cantidad de cabo; de manera que cuando el cuerpo se haya hundido, sepan dónde hay que buscarlo cuando vuelva a ascender.

No fue mucho después del hundimiento del cuerpo que desde los topes del Pequod se escuchó un grito anunciando que el Jungfrau estaba de nuevo arriando sus lanchas; aunque el único chorrear a la vista era el de un rorcual, una especie de ballenas incapturable a causa de su increíble potencia natatoria. No obstante, el chorrear del rorcual es tan similar al del cachalote, que los pescadores poco diestros a veces lo confunden. Y, consecuentemente, Derick y todas sus huestes estaban ahora acosando a este inaproximable bruto. Largando el Virgen toda la vela, salió tras sus cuatro jóvenes quillas, y así todos desaparecieron a sotavento, todavía en resuelta y esperanzada persecución.

¡Ah! Muchos son los rorcuales, y muchos son los Dericks, amigo mío.