Aquí, ahora, hay dos grandes ballenas, sus cabezas acomodadas juntas; unámonos a ellas y acomodemos las nuestras.
En el gran orden de los leviatanes folio, el cachalote y la ballena franca son, con mucho, los más notables. Son las únicas ballenas que el hombre caza con regularidad. Para el nativo de Nantucket representan los dos extremos de todas las variedades de ballenas conocidas. Dado que la diferencia externa entre ellas es observable especialmente en sus cabezas; y dado que en este momento está colgando del costado del Pequod una cabeza de cada; y dado que podemos ir libremente de la una a la otra con sólo cruzar la cubierta… ¿en qué lugar, me gustaría saber, tendréis mejor oportunidad de estudiar cetología práctica que aquí?
En primer lugar, sorprende el contraste general entre estas cabezas. Ambas son suficientemente grandes, ciertamente; mas en la cabeza del cachalote existe una cierta simetría matemática de la que, lamentablemente, carece la cabeza de la ballena franca. Hay más carácter en la cabeza del cachalote. Cuando la observas, involuntariamente le concedes a ella inmensa superioridad en cuanto a dignidad generalizada. En el ejemplo presente, además, esta dignidad está acentuada por el color de sal y pimienta de la parte superior de la cabeza, indicio de edad avanzada y gran experiencia. En breve, es lo que los pescadores llaman técnicamente una «ballena de cabeza gris».
Fijémonos ahora en lo menos disímil de estas cabezas… a saber, los dos órganos más importantes, el ojo y el oído. Muy atrás en el costado de la cabeza, y bastante abajo, cerca del ángulo de las dos mandíbulas de la ballena, si buscáis cuidadosamente, veréis finalmente un ojo sin pestañas, que creeréis el ojo de un joven potro; así de desproporcionado está respecto a la magnitud de la cabeza.
Ahora bien, a causa de esta peculiar posición lateral de los ojos de la ballena, resulta evidente que nunca puede ver un objeto que esté exactamente delante, ni tampoco uno que esté exactamente detrás. En una palabra, la posición de los ojos de la ballena se corresponde con la de los oídos del hombre; y vosotros mismos podéis haceros una idea de cómo os iría si contemplarais los objetos de lado a través de vuestros oídos. Os encontraríais con que sólo podríais dominar unos treinta grados de visión por delante de la línea recta lateral de la vista; y otros treinta aproximadamente por detrás de ella. Si vuestro peor enemigo caminara en pleno día con una daga alzada directamente hacia vosotros, no seríais capaz de verlo, lo mismo que si estuviera acechándoos desde atrás. En una palabra, tendríais dos espaldas, por así decirlo; aunque al mismo tiempo, también dos frentes (frentes laterales): ¿pues qué es lo que constituye el frente de un hombre… qué, efectivamente, sino sus ojos?
Aún más, mientras que en la mayor parte de los demás animales que ahora me vienen a la mente los ojos están colocados de manera que mezclan imperceptiblemente su poder visual para producir una imagen y no dos en el cerebro, la peculiar posición de los ojos de la ballena, divididos como están, de hecho, por muchos pies cúbicos de cabeza sólida, que se yergue entre ellos como una gran montaña que separa dos lagos situados en valles; esto, desde luego, ha de separar enteramente las impresiones que transmite cada órgano independiente. La ballena, por lo tanto, debe ver una imagen diferenciada en este lado, y otra imagen diferenciada en aquel lado; mientras que para ella, en medio, debe haber un profundo vacío y una profunda oscuridad. Del hombre se puede decir, en efecto, que observa el mundo desde una garita que por ventana tiene dos mirillas unidas. Mas para la ballena estas mirillas están insertadas separadamente, formando dos ventanas diferenciadas, que no obstante perjudican lamentablemente la visión. Esta peculiaridad de los ojos de la ballena es algo que se ha de tener siempre presente en la pesquería; y debe ser recordado por el lector en algunas escenas subsiguientes.
Respecto a este asunto visual característico del leviatán, podría plantearse una cuestión muy curiosa y de lo más abstrusa. Aunque debo contentarme con un apunte. Cuando los ojos de un hombre están abiertos a la luz, el acto de ver es involuntario; es decir, no puede evitar ver mecánicamente cualesquiera objetos que estén ante él. No obstante, a cualquier persona le mostrará su experiencia que aunque de un solo vistazo puede captar un indiscriminado barrido de cosas, para ella es completamente imposible examinar atentamente, y en su totalidad, dos objetos cualesquiera —por muy grandes o pequeños que sean— en un solo y mismo instante de tiempo; aunque estén uno junto al otro y tocándose entre sí. Mas si ahora separas estos dos objetos, y rodeas cada uno con un círculo de profunda oscuridad, entonces, para ver uno de ellos, de manera que hagas que tu mente se fije en él, el otro en ese mismo momento resultará absolutamente excluido de tu conciencia. ¿Qué es lo que sucede, entonces, en la ballena? Cierto, ambos ojos suyos, en sí mismos, deben actuar simultáneamente; pero ¿es su cerebro en tal modo más comprehensivo, combinatorio y sutil que el del hombre, que en el mismo momento de tiempo es capaz de examinar atentamente dos distintas perspectivas, una en uno de sus costados y la otra en la dirección exactamente opuesta? Si es capaz, entonces es algo maravilloso en ella, lo mismo que si el hombre fuera capaz de seguir simultáneamente las demostraciones de dos problemas diferentes de Euclides. Y en esta comparación, si se analiza estrictamente, no hay incongruencia alguna.
Puede que sólo sea una ocurrencia ociosa, pero siempre me ha parecido que las extraordinarias vacilaciones de movimiento desplegadas por algunas ballenas cuando son acechadas por tres o cuatro lanchas, la timidez y propensión a extraños sobresaltos, tan común en tales ballenas, pienso que todo esto procede indirectamente de la indefensa perplejidad de volición en la que deben sumirlas sus divididas y diametralmente opuestas potencias de visión.
Mas el oído de la ballena es tan curioso como el ojo. Si sois un completo extraño a su estirpe, podríais examinar estas dos cabezas durante horas y no descubrir nunca ese órgano. El oído no tiene lámina exterior alguna, y en el orificio propiamente dicho malamente podríais insertar una pluma, así de extraordinariamente pequeño es. Está situado un poco detrás del ojo. Con respecto a los oídos hay que observar esta importante diferencia entre el cachalote y la ballena franca. Mientras el oído del primero tiene una abertura externa, el de la última está entera y uniformemente cubierto con una membrana, de modo que es prácticamente imperceptible desde fuera.
¿No es curioso que un ser tan enorme como la ballena vea el mundo a través de un ojo tan pequeño, y escuche el trueno a través de un oído que es más pequeño que el de la liebre? Mas si sus ojos fueran grandes como las lentes del gran telescopio de Herschel; y sus oídos tan capaces como los vestíbulos de las catedrales, ¿la haría eso de visión más lejana, o más aguda de escucha? En absoluto. ¿Por qué, entonces, tratáis de «engrandecer» vuestra mente? Hacedla más sutil.
Empleando las palancas y máquinas de vapor que tengamos a mano, volquemos ahora la cabeza del cachalote, de manera que descanse boca arriba; entonces, ascendiendo por una escalera hasta la cumbre, echemos una ojeada al interior de la boca; y de no ser porque ahora el cuerpo está completamente separado de ella, con una linterna podríamos descender por esa gran gruta Mammoth de Kentucky de su estómago. Mas sujetémonos aquí en su diente, y observemos dónde estamos. Verdaderamente, ¡qué boca tan bonita, y de qué apariencia tan casta! Forrada, o más bien empapelada, desde el suelo hasta el techo, con una reluciente membrana blanca, brillante como el satén nupcial.
Pero salgamos ahora, y observemos esta portentosa mandíbula inferior, que parece como la larga tapa estrecha de una inmensa caja de rapé, con la bisagra en un extremo en lugar de a un lado. Si la levantáis de manera que quede por encima y muestre sus filas de dientes, parece un terrible rastrillo levadizo; y tal rastrillo, ¡ay!, resulta ser para muchos infelices en la pesquería, sobre los que estos pinchos caen con empaladora fuerza. Aunque mucho más terrible es contemplar, cuando brazas sumergida observas en el mar una sombría ballena flotando allí suspendida, con su portentosa mandíbula de unos quince pies de longitud colgando directamente hacia abajo, en ángulo recto con su cuerpo, como un botalón, según toda apariencia. Esta ballena no está muerta; sólo está deprimida; alicaída, quizá; neurasténica; y tan apática que las bisagras de su mandíbula se han relajado, dejándola allí en esa especie de torpe aflicción, un reproche a toda su estirpe, que debe, sin duda, desear un cierra-mandíbulas para ella[96].
En la mayoría de los casos esta mandíbula inferior —fácilmente desencajable para un artista consumado— se separa y se iza a cubierta con el propósito de extraer los dientes de marfil, y obtener un suministro de este duro hueso blanco de ballena con el que los marineros elaboran todo tipo de curiosos artículos, incluyendo bastones, puños de paraguas y mangos de fustas de montar.
Con un prolongado y agotador impulso se iza a bordo la mandíbula como si fuera un ancla; y cuando llega el momento apropiado —unos días después de los otros trabajos—, Queequeg, Daggoo y Tashtego, todos ellos consumados dentistas, son puestos a extraer dientes. Con una afilada zapa, Queequeg saja las encías; entonces se ata la mandíbula abajo a unos cáncamos de argolla, y colocado un aparejo en lo alto, entre los tres extraen estos dientes como los bueyes de Michigan extraen tocones de viejos robles de bosques salvajes. Generalmente hay cuarenta y dos dientes en total; muy desgastados en las ballenas viejas, aunque no picados; ni empastados, según nuestra artificial costumbre. La mandíbula es posteriormente serrada en losas, y apilada como vigas para construir casas.