Cogidos de la mano, barco y viento avanzaron; aunque el viento llegó más rápido que el barco, y pronto el Pequod comenzó a mecerse.
Al poco rato, las lanchas y los ocupados topes del extraño le delataron a través del anteojo como barco ballenero. Pero como estaba lejos a sotavento, y pasaba lanzado, aparentemente en travesía a algún otro caladero, el Pequod no tenía posibilidad de alcanzarlo. Así que se izó la enseña para ver qué respuesta se daba.
Sea dicho aquí que, al igual que los navíos de las flotas militares, los barcos de la marina ballenera americana tienen cada uno una enseña privada; todas las cuales enseñas, con los nombres adjuntos de los respectivos navíos, están recogidas en un libro que se proporciona a todos los capitanes. De ese modo, los comandantes balleneros tienen la capacidad de reconocerse entre sí sobre el océano, incluso a considerables distancias, y con no poca facilidad.
La enseña del Pequod fue finalmente respondida por la colocación de la suya por parte del foráneo; que reveló que el barco era el Jeroboán, de Nantucket. Braceando en cruz, arribó sobre nosotros, navegó a longo a sotavento del Pequod, y arrió una lancha; pronto se acercó; pero cuando por orden de Starbuck se estaba guarniendo la escala para acomodar al capitán visitante, el foráneo en cuestión agitó la mano desde la popa de su lancha, indicando que ese procedimiento era totalmente innecesario. Resultó ser que el Jeroboán tenía a bordo una epidemia maligna, y que Mayhew, su capitán, temía infectar a la compañía del Pequod. Pues aunque él mismo y la tripulación de la lancha estaban sanos, y aunque el barco estaba a una distancia de medio disparo de rifle, y un mar y un aire incorruptibles ondeaban y fluían entre ambos, ateniéndose, no obstante, a la precavida cuarentena de tierra, se negaba perentoriamente a entrar en contacto directo con el Pequod.
Pero esto en modo alguno impidió toda comunicación. Manteniendo una distancia de unas pocas yardas con el barco, la lancha del Jeroboán, mediante el empleo ocasional de sus remos, se las ingenió para mantenerse paralela al Pequod, mientras éste, con su gavia del mayor en facha, pesada y lentamente avanzaba a través del mar (pues para entonces soplaba una brisa fresca); y aunque, a veces, a causa de la repentina aparición de una gran ola encrespada, la lancha, efectivamente, era impelida a cierta distancia a proa, no obstante, pronto era hábilmente acercada a su adecuada demora. Sujeta a esto y a otras parecidas interrupciones ocasionales, se sostuvo una conversación entre ambas partes; aunque a intervalos no sin aún otra interrupción de una clase muy distinta.
Batiendo un remo en la lancha del Jeroboán había un hombre de singular apariencia incluso para esa salvaje vida ballenera en la que individualidades notables conforman cada totalidad. Era un hombre pequeño, bajo, más bien joven, con toda la cara llena de pecas, y muy abundante cabello rubio. Le envolvía un largo capote de cabalístico corte y un desteñido tinte de nogal, cuyas sobresalientes mangas estaban vueltas en las muñecas. En sus ojos había un profundo e impávido fanático delirio.
Tan pronto como esta figura hubo sido avistada por vez primera, Stubb había exclamado…
—¡Es él, ¡es él!… ¡el scaramouche de largo ropaje del que nos habló la compañía del Town-Ho!
Stubb hacía aquí alusión a una extraña historia contada cierto tiempo antes sobre el Jeroboán y un hombre, en concreto, de su tripulación, cuando el Pequod comunicó con el Town-Ho. Según esta narración, y lo que subsecuentemente se supo, parecía ser que el scaramouche en cuestión había logrado ejercer un formidable dominio sobre casi todos en el Jeroboán. Su historia era ésta:
Originalmente había sido criado en la demente sociedad de los shakers de Neskyeuna, donde había sido un gran profeta; en sus trastornadas reuniones secretas había descendido varias veces desde el Cielo a través de una trampilla, anunciando la inminente apertura del séptimo tarro, que él portaba en el bolsillo del chaleco; y que en lugar de contener pólvora se sospechaba que estaba lleno de láudano. Habiéndole acometido un extraño apostólico desvarío, había abandonado Neskyeuna camino de Nantucket, donde, con esa astucia tan peculiar de la locura, asumió una sólida apariencia de sentido común, y se ofreció como candidato a tripulante novato para la expedición ballenera del Jeroboán. Lo admitieron; pero enseguida, cuando el barco perdió de vista la tierra, su demencia reventó en forma de avalancha. Proclamó ser el arcángel Gabriel y ordenó al capitán saltar por la borda. Publicó su manifiesto, por el cual se proclamaba libertador de las islas del mar y vicario general de toda la Oceánica. La inquebrantable seriedad con la que declaró estas cosas… el oscuro y comprometido juego de su insomne imaginación excitada, y todos los preternaturales terrores del auténtico delirio, se juntaron para investir a este Gabriel con un aura de sacralidad en las mentes de la mayor parte de la ignorante tripulación. Más aún, estaban asustados de él. Como, sin embargo, un hombre así no era de mucha utilidad en el barco, dado especialmente que se negaba a trabajar excepto cuando se le antojaba, el incrédulo capitán gustosamente se habría librado de él; mas, informado de que la intención de esta persona era desembarcarle en el primer puerto conveniente, el arcángel inmediatamente abrió todos sus sellos y sus tarros… consagrando el barco y a todos los tripulantes a la incondicional perdición, en caso de que esta intención se llevara a cabo. Con tal fuerza se trabajó a sus discípulos de la tripulación, que finalmente fueron como un solo hombre al capitán, y le dijeron que si Gabriel era sacado del barco, ni uno de ellos se quedaría. Por lo que aquél se vio obligado a renunciar a su plan. Y tampoco permitirían que Gabriel fuera en modo alguno maltratado, dijera o hiciera lo que fuese; de manera que sucedió que Gabriel se hizo con absoluta libertad en el barco. La consecuencia de todo ello fue que el arcángel en nada o apenas nada se ocupaba del capitán y de los oficiales; y que desde que había brotado la epidemia, gozaba de mayor ascendiente que nunca, al declarar que la plaga, tal como él la llamaba, estaba bajo su única autoridad; y que no se aplacaría sino según su capricho. Los marineros, pobres diablos la mayoría, se acobardaban, y algunos le adulaban; ofreciéndole a veces, en obediencia a sus instrucciones, personal homenaje, como a un dios. Tales cosas pueden parecer increíbles; pero, por muy fantásticas que sean, son ciertas. Y la historia de los fanáticos no es ni la mitad de impresionante por lo que atañe al inconmensurable autoengaño del propio fanático, sino por el inconmensurable poder de engañar y corromper a tantos otros. Mas es hora de volver al Pequod.
—No temo vuestra epidemia, señor —dijo Ajab desde la amurada al capitán Mayhew, que se erguía en la popa de la lancha—; suba a bordo.
Pero ahora Gabriel se incorporó.
—¡Pensad, pensad en las fiebres, amarillas y biliosas! ¡Guardaos de la terrible plaga!
—¡Gabriel, Gabriel! —gritó el capitán Mayhew—; debéis…
Pero en ese instante una impetuosa ola impulsó la lancha muy a proa, y sus chapoteos ahogaron toda la parrafada.
—¿Habéis visto a la ballena blanca? —preguntó Ajab cuando la lancha cayó de vuelta a la deriva.
—¡Pensad, pensad en vuestra ballenera, desfondada y hundida! ¡Guardaos de la terrible cola!
—Os digo de nuevo, Gabriel, que… —pero de nuevo la lancha salió lanzada a proa, como arrastrada por diablos. Nada se dijo durante algunos momentos, mientras pasaron ondulando una sucesión de amotinadas olas, que, por uno de esos ocasionales caprichos de los mares, lo volteaban en lugar de alzarlo y abatirlo. Entretanto la cabeza izada de la ballena se balanceaba de aquí para allá muy violentamente, y se vio a Gabriel observarla con más aprehensión que la que su naturaleza arcangélica parecía admitir.
Cuando finalizó este interludio, el capitán Mayhew inició una oscura historia referente a Moby Dick; no, sin embargo, sin frecuentes interrupciones de Gabriel siempre que era mencionado su nombre, y también del alocado mar, que parecía aliado con él.
Parece ser que no había transcurrido mucho tiempo desde que el Jeroboán zarpó de puerto, al hablar con un barco ballenero, su gente fue fidedignamente informada de la existencia de Moby Dick y de los estragos que había causado. Aprovechándose codiciosamente de esta confidencia, Gabriel advirtió solemnemente al capitán que no atacara a la ballena blanca en caso de que el monstruo fuera avistado; y declaró en su farfullante demencia que la ballena blanca no era otro ser sino el dios shaker encarnado; siendo que los shakers entrañaban la Biblia. Mas un año o dos después, al ser Moby Dick nítidamente avistado desde los topes, Macey, el primer oficial, se desvivía por enfrentarse a él; y no siendo reticente el propio capitán a otorgarle la oportunidad, a pesar de todas las denuncias y advertencias del arcángel, Macey logró persuadir a cinco hombres para que formaran la dotación de su lancha. Con ellos partió; y tras mucho agotador bogar, y muchas arriesgadas y fallidas acometidas, finalmente logró fijar un hierro. Mientras tanto, Gabriel, subido al tope del sobremastelerillo del mayor, agitaba un brazo en frenéticos gestos, y lanzaba profecías de pronta perdición a los sacrílegos asaltantes de su divinidad. Entonces, mientras Macey, el primer oficial, estaba en la proa de su lancha, y con toda la temeraria energía de su estirpe expelía sus feroces exclamaciones sobre la ballena, e intentaba lograr una buena oportunidad para su lanza dispuesta, hete aquí que una amplia sombra blanca emergió del mar, impidiendo temporalmente la respiración de los cuerpos de los remeros con su rápido movimiento aventador. En el instante siguiente, el infortunado primer oficial, tan lleno de furiosa vida, fue materialmente lanzado al aire, y haciendo un largo arco en su descenso, cayó al mar a una distancia de unas cincuenta yardas. Ni una astilla de la lancha sufrió daño, ni un cabello de la cabeza de ningún remero; pero el primer oficial se hundió para siempre.
Bien está hacer aquí el paréntesis de que, de entre los accidentes fatales de la pesquería del cachalote, esta clase es quizá casi tan frecuente como cualquier otra. A veces nada resulta dañado excepto el hombre que así es aniquilado; con mayor frecuencia la proa de la lancha es destrozada, o la plancha de apoyo en la que se sitúa el tripulante es arrancada de su lugar y acompaña al cuerpo. Pero lo más extraño de todo es la circunstancia de que en más de una ocasión, cuando el cuerpo ha sido recuperado, no es discernible ni una sola marca de violencia; estando el hombre muerto y bien muerto.
La entera calamidad, la silueta descendiente de Macey fue observada claramente desde el barco. Alzando un estridente chillido… «¡El tarro!, ¡el tarro!», Gabriel hizo renunciar a la aterrorizada tripulación a la posterior caza de la ballena. Este terrible acontecimiento revistió al arcángel con un adicional ascendiente; pues sus crédulos discípulos estaban convencidos de que lo había específicamente preanunciado, en lugar de sólo haber formulado, una profecía general, que cualquiera podría haber hecho, y haber dado así en acertar en una de las muchas dianas que el amplio margen permitía. De esta manera se convirtió en un innominado terror para el barco.
Habiendo concluido Mayhew su narración, Ajab le planteó tales cuestiones, que el capitán no pudo evitar preguntar si tenía intención de cazar a la ballena blanca si la oportunidad se presentaba. A lo cual Ajab respondió:
—Sí.
Entonces, inmediatamente, Gabriel se puso una vez más en pie, mirando con ojos brillantes al viejo, y, con un dedo apuntando hacia abajo, exclamó:
—Pensad, pensad en el blasfemo… ¡Muerto y allá abajo!… ¡Guardaos del fin del blasfemo!
Ajab se apartó, imperturbable; entonces dijo a Mayhew:
—Capitán, acabo de recordar mi bolsa de correspondencia; hay una carta para uno de vuestros oficiales, si no me equivoco. Revisad la bolsa, Starbuck.
Todo barco ballenero porta un buen número de cartas para otros barcos, cuya entrega a las personas a las que pueden estar dirigidas depende de la mera suerte de encontrarlos en los cuatro océanos. Así, la mayoría de las cartas nunca alcanza su destino; y muchas sólo son recibidas tras acumular una edad de dos, tres o más años.
Pronto Starbuck regresó con una carta en su mano. Como consecuencia de estar guardada en una oscura alacena de la cabina, estaba horriblemente deteriorada, húmeda y cubierta de un moho verde, mate y moteado. De semejante carta, la propia muerte bien podría haber sido el cartero.
—¿No podéis leerla? —gritó Ajab—. Dádmela, señor. Sí, sí, apenas es un desvaído garabatear… ¿Qué es esto?
Mientras la estaba estudiando, Starbuck cogió una larga pértiga de zapa de descarnar, y con su navaja abrió levemente un extremo para insertar allí la carta, y de esa manera pasársela a la lancha sin que se aproximara más cerca del barco.
Entretanto, Ajab, sujetando la carta, murmuraba:
—Señor Harr… Sí, señor Harry… (letra puntiaguda de mujer… apuesto que es la esposa del tipo)… Sí… Señor Harry Macey, barco Jeroboán; ¡vaya, es Macey, y está muerto!
—¡Pobre hombre!, ¡pobre hombre! ¡Y de su mujer! —suspiró Mayhew—; pero dádmela.
—No, guardadla vos —le gritó Gabriel a Ajab—, vos vais pronto a seguir ese camino.
—¡Que las maldiciones os estrangulen! —tronó Ajab—. Capitán Mayhew, disponeos ahora a recibirla —y tomando la fatal misiva de las manos de Starbuck, la sujetó en el corte de la percha y la extendió hacia la lancha.
Pero, al hacerlo, los remeros, expectantes, dejaron de remar; la lancha cayó un poco hacia la popa del barco; de manera que, como por arte de magia, la carta de pronto se situó junto a la ávida mano de Gabriel. La atrapó en un instante, agarró el cuchillo de la lancha y, empalando la carta en él, lo envió así cargado de nuevo al barco. Cayó a los pies de Ajab. Entonces Gabriel gritó a sus camaradas avante con sus remos, y de esa manera la amotinada lancha se separó rápidamente del Pequod.
Cuando tras este interludio los marineros retomaron su trabajo con el envoltorio de la ballena, muchas cosas extrañas se insinuaron sobre este singular asunto.