Si para Starbuck la aparición del calamar fue un episodio propio de portentos, para Queequeg fue algo muy diferente.
—Cuando tú ver a él calamar —dijo el salvaje, afilando su arpón en la proa de su lancha izada—, entonces tú pronto ver a él cachalote.
El día siguiente fue sereno y bochornoso en exceso, y no teniendo nada especial en que ocuparse, la tripulación del Pequod apenas podía resistir el embeleso del sueño inducido por un mar tan vacío. Pues esta parte del océano Índico a través de la que entonces navegábamos no es lo que los balleneros llaman un caladero movido; es decir, ofrece menos ocasiones que el del Río de la Plata o el caladero de las aguas costeras del Perú para observar marsopas, delfines, peces voladores y otros vivaces habitantes de aguas más animadas.
Era mi turno de ocupar el tope del trinquete; y con los hombros apoyados contra los aflojados obenques del sobremastelerillo, me balanceaba perezosamente de un lado al otro en lo que parecía una atmósfera encantada. Ninguna voluntad podría resistirlo; perdiendo toda conciencia en ese somnoliento estado de ánimo, mi alma finalmente se separó de mi cuerpo; aunque mi cuerpo todavía continuó balanceándose, como lo hace un péndulo mucho después de haber retirado la fuerza que inicialmente lo ha movido.
Previamente a que el olvido me embargara totalmente, me había apercibido de que los marineros en los topes del mayor y de mesana ya estaban adormilados. Así que al final los tres colgábamos inánimes de las perchas, y por cada balanceo que dábamos allí, había abajo una cabezada del amodorrado timonel. Las olas también cabeceaban sus indolentes crestas; y a lo ancho del amplio trance del mar, el Este cabeceaba hacia el Oeste, y el sol por encima de todo.
De pronto, parecieron explotar burbujas bajo mis ojos cerrados; como gatos de carpintero mis manos aferraron los obenques; algún invisible y grácil agente me salvaguardó; con un sobresalto volví a la vida. Y, ¡hete aquí!, junto a nuestro sotavento, a menos de cuarenta brazas, un gigantesco cachalote holgaba volteando en el agua como el casco volcado de una fragata, su ancho y lustroso lomo de color etíope brillando como un espejo bajo los rayos del sol. Y ondulando perezosamente en el seno del mar, y de vez en cuando soltando tranquilamente su vaporoso surtidor, la ballena parecía un corpulento burgués fumando su pipa en una cálida tarde. Mas esa pipa, pobre ballena, fue la última vuestra. Como golpeado por la varita mágica de un encantador, el somnoliento barco y cada uno de los durmientes que había en él, todos, de pronto, se alertaron; y más de una veintena de exclamaciones desde todas partes del navío, simultáneamente con las tres notas desde lo alto, elevaron la acostumbrada voz, mientras el gran pez, lenta y regularmente, lanzaba la centelleante salmuera al aire.
—¡Disponed las lanchas! ¡Orzad! —gritó Ajab.
Y obedeciendo su propia orden, hizo caer de golpe el timón antes de que el timonel pudiera manejar las cabillas.
Las repentinas voces de la tripulación debieron de sobresaltar a la ballena, que antes de que los botes estuvieran arriados, girando majestuosamente, se alejó nadando a sotavento, aunque con tal firme tranquilidad, y formando tan escaso oleaje mientras nadaba, que, considerando que a pesar de todo podría no haberse aún alarmado, Ajab dio órdenes de que no se empleara remo alguno, y de que ningún hombre hablara a no ser susurrando. Así que, sentados como indios de Ontario en las bordas de las lanchas, rápida y silenciosamente avanzamos con las palas; la calma no admitía que se izaran las silenciosas velas. Enseguida, mientras así nos deslizábamos en persecución, el monstruo batió perpendicularmente la cola cuarenta pies en el aire, y entonces se sumergió, desapareciendo de vista como una torre engullida.
—¡Ahí van palmas! —fue la voz, un anuncio inmediatamente seguido por la acción de Stubb de sacar las cerillas y encender su pipa, pues ahora estaba garantizado un descanso.
Una vez que hubo transcurrido el intervalo completo de su inmersión, la ballena volvió a emerger, y estando ahora delante de la lancha del fumador, y más cercana a ella que de cualquiera de las otras, Stubb contó con el honor de la captura. Era obvio que la ballena finalmente había percibido a sus perseguidores. Todo silencio de cautela era, por tanto, inútil. Se soltaron las palas, y los remos entraron en acción. Y, todavía fumando su pipa, Stubb animó a su tripulación al asalto.
Sí, un enorme cambio se había producido en el pez. Alerta enteramente del peligro, marchaba «cabeza por delante»; proyectando oblicuamente esa parte de su anatomía por encima de la caótica efervescencia que hacía[81].
—¡Largadla, largadla, tripulantes míos! No os apresuréis; tomaos tiempo en abundancia… pero largadla; largadla como truenos, eso es todo —gritó Stubb, escupiendo el humo mientras hablaba—. Largadla ahora; Tashtego, dales el golpe largo y fuerte. Lárgala, Tash, muchacho… largadla, todos; pero mantened la calma, mantened la calma… tan frescos es la expresión… tranquilos, tranquilos… limitaos a largarla como la muerte desolada y los sonrientes demonios, y sacad perpendicularmente de sus tumbas a los muertos enterrados, muchachos… eso es todo. ¡Largadla!
—¡Woo-hoo! ¡Wa-hee! —gritó el gay-header en respuesta, elevando a los cielos algún antiguo grito de guerra; a la vez que todos los remeros de la tensada lancha brincaban involuntariamente hacia delante con el tremendo golpe patrón que dio el ávido indio.
Mas sus salvajes gritos fueron respondidos por otros igual de salvajes.
—¡Kee-hee! ¡Kee-hee! —gritó Daggoo, estirándose hacia delante y hacia atrás en su banco, como un tigre que pasea en su jaula.
—¡Ka-la! ¡Koo-loo! —aulló Queequeg, como si se relamiera los labios ante un bocado de filete de granadero[82].
Y así, con remos y alaridos, las quillas cortaron el mar. Mientras, Stubb, que mantenía su puesto en vanguardia, seguía exhortando a sus hombres al ataque, siempre soltando a la vez bocanadas de humo por la boca. Como desesperados se esforzaron y jalaron, hasta que se escuchó la bienvenida voz:
—¡En pie, Tashtego!, ¡clávaselo!
El arpón fue arrojado.
—¡Ciar a tope!
Los remeros echaron agua atrás; en el mismo instante algo caliente y silbante pasó a lo largo de cada una de sus muñecas. Era la mágica estacha. Un momento antes Stubb le había dado dos vueltas adicionales sobre el tocón, donde, a causa de los giros cada vez más rápidos, un humo azul de cáñamo surgía hacia arriba y se mezclaba con las constantes fumaradas de su pipa. Igual que la estacha pasaba una y otra vez alrededor del tocón, así también, justo antes de llegar a ese punto, pasaba y pasaba haciendo ampollas por ambas manos de Stubb, de las que accidentalmente se habían caído los trapos de mano o cuadrados de lienzo acolchado que se suelen llevar en estas ocasiones. Era como tener agarrada por la hoja la espada de doble cortante filo de un enemigo, y que ese enemigo en todo momento tratara de arrancarla de tu presa.
—¡Moja la estacha!, ¡moja la estacha! —gritó Stubb al remero de cubeta (el que se sienta junto a ésta), que, sacándose el sombrero, arrojaba agua de mar a ella[83].
Se dieron más vueltas, de manera que la estacha empezó a retener. La lancha ahora volaba a través de la burbujeante agua, como un tiburón todo hecho aletas. Stubb y Tashtego cambiaron aquí de lugar —roda por popa—, una acción verdaderamente inestable en esa bamboleante conmoción.
Por la estacha en vibración, que se extendía a todo lo largo de la parte superior de la lancha, y por estar ahora más tensa que una cuerda de arpa, hubierais pensado que la nave tenía dos quillas… una partiendo el agua, la otra el aire… conforme la lancha avanzaba batiendo simultáneamente a través de ambos elementos opuestos. Una cascada continua jugueteaba en la proa; un incesante torbellino giratorio en su estela; y al menor movimiento en su interior, incluso sólo el de un meñique, la vibrante y crujiente nave, se escoraba sobre su espasmódica borda hacia el mar. Así siguieron a toda prisa; cada hombre aferrándose a su banco lo mejor que podía para evitar ser volteado a la espuma; y la erguida forma de Tashtego doblándose casi en dos en el remo de gobierno con objeto de hacer descender su centro de gravedad. Enteros Atlánticos y Pacíficos parecieron pasar, mientras disparados seguían su rumbo, hasta que finalmente la ballena aflojó algo en su huida.
—¡Halar… halar! —gritó Stubb al tripulante de proa; y encarando de vuelta hacia la ballena, todos los tripulantes empezaron a tirar hacia ella mientras la lancha aún seguía siendo remolcada.
Rodeándola en seguida por su flanco, Stubb, su rodilla plantada firmemente en el tojino tosco, lanceaba una y otra vez al pez fugitivo; a la voz de mando, la lancha se apartaba alternativamente de la estela del horrible revolcadero de la ballena, y la rodeaba después de nuevo para otro tiro.
La marea roja brotaba ahora por todos los flancos del monstruo como torrentes colina abajo. Su atormentado cuerpo volteaba no en la salada agua del mar, sino en sangre, que borboteaba y burbujeaba estadios detrás en su estela. El sesgado sol, jugando sobre esta poza carmesí en el mar, devolvía su reflejo en cada rostro, de manera que todos resplandecían unos ante otros, como pieles rojas. Y entretanto, surtidor tras surtidor de humo blanco era agonizantemente expelido desde el espiráculo de la ballena, y bocanada tras vehemente bocanada de humo de la boca del excitado patrón; mientras, en cada lanzamiento, Stubb, halando su lanza curva (mediante la estacha que estaba atada a ella), la enderezaba una y otra vez con unos pocos golpes rápidos contra la borda, y entonces de nuevo una y otra vez la lanzaba a la ballena.
—¡Acércala… acércala! —gritó ahora al remero de proa, al relajar su furia la desfalleciente ballena—. ¡Acercadla… lindante! —y la lancha se alineó con el flanco del pez.
Entonces, inclinándose muy por delante de la proa, Stubb introdujo su larga lanza afilada removiéndola lentamente en el pez, y allí la mantuvo, removiendo y removiendo cuidadosamente, como si buscara con cautela para tratar de encontrar al tacto algún reloj de oro que la ballena pudiera haberse tragado, y que tuviera miedo de romper antes de poder pescarlo. Mas ese reloj de oro que buscaba era la vida más interna del pez. Y ahora había sido hallada; pues, saliendo de su trance a ese inexpresable hecho llamado su «aluvión», el monstruo, horriblemente rebozado en su sangre, se recubrió con una impenetrable, caótica e hirviente rociada, de manera que la comprometida nave, dejándose caer instantáneamente a popa, tuvo que esforzarse ciegamente para zafarse de ese frenético anochecer y salir hacia el claro aire del día.
Y abatiendo ahora en su aluvión, la ballena volteó una vez más, saliendo a la vista; surgiendo de lado a lado, dilatando y contrayendo espasmódicamente su orificio-surtidor con agudas, restallantes y agonizantes respiraciones. Finalmente, borbotones tras borbotones de roja sangre coagulada, como si fueran los purpúreos sedimentos del vino tinto, salieron disparados al trémulo aire y, volviendo a caer, se desparramaron, goteando por su flancos abajo hasta el mar. ¡Su corazón había reventado!
—Está muerta, señor Stubb —dijo Tashtego.
—Sí; ¡ambas pipas se apagaron!
Y retirando la suya de su boca, Stubb esparció las extintas cenizas por el agua; y durante un momento se quedó mirando el enorme cadáver que había originado.