Vadeando lentamente las praderas de copépodo, el Pequod aún mantenía su rumbo noreste hacia la isla de Java; un gentil viento impelía su quilla, de manera que, en la serenidad circundante, sus tres altos mástiles, inclinados se balanceaban suavemente en esa lánguida brisa, como tres tiernas palmeras en una planicie. Y todavía, a largos intervalos en la plateada noche, se avistaba el solitario e incitante surtidor.
Pero una transparente mañana azul, cuando se extendía sobre el mar una quietud casi preternatural, en modo alguno asociada a una estancada calma; cuando el largo reflejo del sol, bruñido en las aguas, semejaba un dedo dorado que posado sobre ellas imponía un cierto sigilo; cuando las escurridizas olas susurraban unas a otras en su blando discurrir; en este profundo silencio de la esfera visible, un extraño espectro fue visto por Daggoo desde el tope del mayor.
En la distancia emergía indolentemente una gran masa blanca; y flotando cada vez más arriba, y desenmarañándose del azul, finalmente refulgió ante nuestra proa como una avalancha de nieve recién caída de las montañas. Así brilló durante un instante, con la misma lentitud fue hundiéndose, y se sumergió. Entonces volvió a surgir, y silenciosamente refulgió. No parecía una ballena; y, sin embargo, ¿es Moby Dick?, pensó Daggoo. De nuevo el fantasma descendió, pero al reaparecer de nuevo, con un grito como un estilete, que sobresaltó a todos los hombres en su somnolencia, el negro chilló…
—¡Allí! ¡Allí otra vez!, ¡allí rompe!, ¡justo al frente! ¡La ballena blanca, la ballena blanca!
Ante lo cual, los marineros se precipitaron a las vergas lo mismo que las abejas se precipitan a las ramas en el momento de enjambrar. Descubierta la cabeza bajo el sofocante sol, Ajab se situó en el bauprés, y con una mano echada muy atrás, en disposición de señalar sus órdenes al timonel, fijó su ansiosa mirada en la dirección indicada desde lo alto por el brazo extendido e inmóvil de Daggoo.
Ya fuera que la efímera aparición de aquel callado y solitario surtidor hubiera afectado poco a poco a Ajab, de manera que ahora estuviese dispuesto a asociar las ideas de suavidad y reposo con el primer avistamiento de la particular ballena que perseguía; o ya fuera que su ansia le traicionaba, comoquiera que pudiera haber sido, en cuanto percibió la masa blanca, con enérgica intensidad, dio instantáneamente orden de arriar.
Pronto estuvieron las cuatro lanchas en el agua; la de Ajab por delante, y todas bogando con rapidez hacia su presa. En seguida ésta descendió, y mientras con los remos suspendidos estábamos esperando su reaparición, ¡hete aquí!, en el mismo punto en el que se había hundido, de nuevo lentamente emergió. Casi olvidando por el momento toda idea de Moby Dick, observamos ahora el más fantástico fenómeno que los mares secretos hayan revelado hasta el momento a la humanidad. Una enorme masa pulposa de un brillante color crema, estadios de anchura y longitud, flotaba sobre el agua; innumerables largos brazos radiando desde su centro, y ondeándose y retorciéndose igual que un nido de anacondas, como para hacer presa ciegamente en cualquier desafortunado objeto a su alcance. No mostraba cara o parte anterior perceptible; ni concebible indicio ni de sensación, ni de instinto; simplemente ondulaba allí en las olas, una informe, aterrenal y fortuita aparición de vida.
Mientras con un grave sonido de succión volvía lentamente a desaparecer, Starbuck, todavía observando las agitadas aguas en las que se había sumergido, exclamó con voz alterada:
—¡Casi preferiría haber visto a Moby Dick y haberle combatido, que haberos visto a vos, blanco fantasma!
—¿Qué fue eso, señor? –dijo Flask.
—El gran calamar vivo, que pocos barcos balleneros, dicen, llegaron a observar y regresaron a sus puertos para contarlo.
Mas Ajab no dijo nada; haciendo girar su lancha, regresó a la nave; el resto siguiéndole igual de silenciosos.
Cualesquiera supersticiones que los balleneros del cachalote hayan asociado en general a la visión de este objeto, lo cierto es que, siendo tan inusual la ocasión de verlo, esa circunstancia ha contribuido mucho a investirlo de premoniciones. Tan raramente es observado, que aunque todos y cada uno lo declaren el mayor objeto animado del océano, aun así muy pocos de ellos tienen sino la más imprecisa idea referente a su verdadera forma y naturaleza; no obstante lo cual, creen que le proporciona al cachalote su único alimento. Pues mientras otras especies de ballenas encuentran su sustento en la superficie del agua, y pueden ser observadas por el hombre en el acto de alimentarse, la ballena spermaceti obtiene la totalidad de su alimento en zonas desconocidas, bajo la superficie; y es sólo por inferencia que alguien puede decir en qué consiste precisamente ese alimento. A veces, cuando es perseguida muy de cerca, regurgita lo que se supone son los brazos cortados del calamar; algunos de ellos, de esa manera expuestos, exceden veinte y treinta pies de longitud. Suponen que el monstruo al que pertenecían estos brazos normalmente se agarra con ellos al fondo del océano; y que el cachalote, a diferencia de otras especies, está provisto de dientes con objeto de atacarlo y hacerlo pedazos.
Parece haber cierto fundamento para pensar que el gran kraken del obispo Pontoppidan pueda finalmente resultar ser un calamar. Por la manera en que el obispo lo describe, emergiendo y hundiéndose alternativamente, junto con otros particulares que narra, en todo ello los dos se corresponden. Pero mucha reducción es necesaria con respecto al increíble volumen que le asigna.
Algunos naturalistas, que vagamente han escuchado rumores de la misteriosa criatura de la que aquí se habla, la incluyen entre la clase de las jibias, a la que, efectivamente, en ciertos aspectos parecería pertenecer, aunque sólo como el Anaq de la tribu.