El cabo de Buena Esperanza, y toda la región acuática de allí alrededor, se parece mucho a algunos notorios cruces de caminos de ciertas grandes carreteras, en los que encuentras más viajeros que en ninguna otra parte.
No fue mucho después de hablar con el Goney, que se produjo un encuentro con otro ballenero que regresaba a puerto, el Town-Ho[72]. Estaba tripulado casi enteramente por polinesios. En el breve encuentro que siguió, nos proporcionó noticias fidedignas de Moby Dick. Para algunos, el interés general en la ballena blanca se vio enormemente incrementado por una circunstancia de la historia del Town-Ho, que oscuramente parecía asociar a la ballena con cierto prodigioso advenimiento inverso de uno de esos llamados Juicios de Dios, que a veces se dice alcanzan a algunos hombres. Esta posterior circunstancia, que con sus propios anexos particulares constituye lo que se podría llamar la parte secreta de la tragedia que va a ser narrada, nunca alcanzó los oídos del capitán Ajab o de sus oficiales. Pues esa parte secreta de la historia era desconocida para el propio capitán del Town-Ho. Era propiedad privada de tres marineros blancos coligados, uno de los cuales, parece ser, se la comunicó a Tashtego con católicos requerimientos de discreción; aunque la noche siguiente Tashtego divagó en su sueño, y reveló tanto de ella de ese modo, que cuando le despertaron no pudo apenas retener el resto. De cualquier manera, tan poderosa influencia ejerció este asunto sobre aquellos marineros del Pequod que llegaron a su pleno conocimiento, y con tal extraña delicadeza, por así decirlo, se comportaron en esta cuestión, que mantuvieron el secreto entre ellos, de manera que nunca transcendió a popa del palo mayor del Pequod. Entretejiendo en su propio lugar este hilo más oscuro con la historia tal como públicamente se narró en el barco, procedo a continuación a sentar registro duradero de la totalidad de este extraño suceso.
Por gusto propio, preservaré el estilo en el que una vez lo narré en Lima ante un indolente círculo de amigos míos hispanos, en la víspera del día de Todos Los Santos, fumando en la muy áureamente alicatada galería de la Posada Dorada. De aquellos finos caballeros, los jóvenes hidalgos Pedro y Sebastián eran los más allegados a mí; y de ahí las preguntas interpoladas que ocasionalmente plantean, que son debidamente contestadas en su momento.
—Unos dos años antes de enterarme de los acontecimientos que voy a relatar para vos, caballeros, el Town-Ho, ballenero del cachalote de Nantucket, estaba navegando por aquí, en su Pacífico, a no muchas singladuras al oeste del alero de esta Posada Dorada. Estaba en algún lugar al norte del ecuador. Una mañana, al operar las bombas siguiendo el procedimiento diario, se observó que había más agua de la normal en la bodega. Supusieron, caballeros, que un pez espada lo había «herido»[73]. Pero al tener el capitán alguna insólita razón para creer que la infrecuente fortuna le aguardaba en aquellas latitudes; y ser, por tanto, muy contrario a abandonarlas; y no considerándose la vía de agua en modo alguno peligrosa, aunque de hecho no pudieron encontrarla tras inspeccionar la bodega hasta lo más abajo que, con tiempo más bien malo, fue posible hacerlo, el barco reanudó de nuevo su navegación, con los marineros operando las bombas a largos y cómodos intervalos. Pero no llegó fortuna alguna; pasaron más días, y la vía de agua no sólo siguió oculta, sino que aumentó sensiblemente. Tanto así, que alarmándose algo ahora, el capitán desplegó todo el paño y arrumbó hacia el puerto más próximo de las islas, para allí dar de quilla y reparar el casco.
»Aun a pesar de que ante sí tenía una no pequeña travesía, con que la más común de las fortunas le favoreciera, no era en modo alguno de temer que su barco fuera a naufragar durante el recorrido, pues sus bombas eran de las mejores, y siendo periódicamente relevados en ellas, aquellos treinta hombres suyos podían mantener el barco expedito con facilidad: igual daba que la vía de agua se duplicara. De hecho, al estar casi la totalidad de la travesía asistida por vientos muy propicios, el Town-Ho, de no haber acontecido la menor fatalidad, casi con certeza habría alcanzado su puerto en perfecto estado, si no hubiera sido por el brutal abuso de Radney, el primer oficial, un nativo de Nantucket, y la venganza amargamente provocada de Steelkilt, un lagonero y malhechor, nativo de Buffalo.
—¡Lagonero!… ¡Buffalo! Tened la bondad: ¿qué es un lagonero, y dónde está Buffalo? —dijo don Sebastián, incorporándose en su oscilante hamaca de paja.
—En la orilla este del lago Erie, señor; pero… ruego Vuestra Merced… sea, escuchad más sobre todo ello. Bien, caballeros, en bergantines de aparejo redondo y barcos de tres mástiles, casi tan grandes y resistentes como cualquiera que jamás navegara desde vuestro viejo Callao hasta la lejana Manila, este lagonero, con todas esas filibusteras impresiones rurales popularmente asociadas con el océano abierto, había sido, no obstante, criado en el corazón encerrado entre tierras de América. Pues en su interconectado conjunto esos enormes mares de agua dulce nuestros —el Erie, y el Ontario, y el Huron, y el Superior, y el Michigan— poseen una oceánica extensión con muchos de los más nobles rasgos del océano; con muchas de sus variedades litorales de razas y climas. Contienen archipiélagos circulares de románticas islas, lo mismo que las aguas de la Polinesia; están bordeados en gran parte por dos grandes naciones diferenciadas, lo mismo que el Atlántico; forman desde el oriente largos accesos marítimos a nuestras numerosas colonias territoriales, diseminadas a todo alrededor de sus orillas; son observados aquí y allí con gravedad por baterías artilleras, y por los cañones peñascosos, como cabras montesas del excelso Mackinaw; han escuchado los truenos de flotas en victorias navales; a intervalos ceden sus playas a bárbaros salvajes, cuyos rostros pintados de rojo surgen desde sus tipis de pieles; durante leguas y leguas están flanqueados por arcaicos e inexplorados bosques, en los que los esbeltos pinos se alzan como compactas líneas de reyes de genealogías góticas; esos mismos bosques que albergan feroces fieras africanas, y criaturas sedosas cuyas pieles exportadas proporcionan mantos a los emperadores tártaros; reflejan las capitales empedradas de Buffalo y Cleveland, y también las aldeas Winnebago; hacen flotar de igual modo al barco mercante de aparejo entero, al crucero armado del Estado, al barco de vapor, y a la canoa de abedul; son barridos por desarboladoras ráfagas del bóreas, tan terribles como cualquiera que azote la ola salada; saben lo que son los naufragios, pues, aun estando en el interior, han hundido hasta el fondo, fuera de vista de tierra, muchos barcos furtivos con todas sus implorantes tripulaciones. Así, caballeros, aunque de tierra firme, Steelkilt era nativo del fiero océano, y en el fiero océano criado; marino tan audaz como cualquiera. Y, en lo que a Radney respecta, aunque en su infancia puede que se tumbara en la solitaria playa de Nantucket para nutrirse de su maternal mar; aunque en la vida posterior llevaba tiempo recorriendo nuestro austero Atlántico y vuestro contemplativo Pacífico; aun así, era casi tan vengativo y dado a la reyerta social como el marinero de los bosques recién llegado de las latitudes de cuchillo de monte con mango de asta de ciervo. Con todo, este nativo de Nantucket era un hombre con algunos rasgos de buen corazón; y este lagonero fuera un marinero que, aunque fuera de hecho una especie de demonio, cabría, no obstante, con inflexible firmeza, temperada sólo por esa decencia común de humano reconocimiento, que es el derecho del más mísero de los esclavos; este Steelkilt, así tratado, hacía tiempo que había sido mantenido inofensivo y dócil. En todo caso, así se había mostrado hasta entonces. Aunque habían encolerizado a Radney, y estaba condenado, y Steelkilt… Mas escuchad, caballeros.
»Habían pasado uno o dos días a lo sumo desde que orientara la proa hacia su isla de abrigo, cuando la vía de agua del Town-Ho pareció aumentar de nuevo, aunque sólo lo suficiente para requerir cada día una hora o algo más en las bombas. Habéis de saber que en un océano colonizado y civilizado como es nuestro Atlántico, algunos patrones no dan importancia a cruzarlo de un lado a otro bombeando constantemente; aunque, si el oficial de guardia resulta olvidar su deber a ese respecto, lo probable sería que él y sus compañeros de dotación nunca más recordaran una plácida y somnolienta noche, por estar toda la tripulación posándose plácidamente en el fondo. Tampoco en los solitarios y salvajes mares alejados al oeste de vosotros, caballeros, es del todo inusitado que los barcos sigan haciendo sonar las palancas de sus bombas a todo volumen, incluso para un viaje de considerable longitud; esto es, si se mantienen en paralelo a una costa tolerablemente accesible, o si algún otro refugio razonable está a su alcance. Sólo cuando un navío con una vía de agua abierta está en una zona de esas aguas muy apartada, una latitud verdaderamente carente de tierra, comienza su capitán a sentirse algo inquieto.
»Más o menos de esta manera había ocurrido con el Town-Ho; así que, cuando se observó que su vía de agua aumentaba de nuevo, alguna pequeña inquietud fue ciertamente manifestada por varios miembros de su dotación; en especial por Radney, el primer oficial. Ordenó que las velas altas se izaran bien, que se cazaran de nuevo a besar, y que se extendieran al viento en todo modo. Ahora bien, caballeros, este Radney, creo yo, tenía tan poco de cobarde, y tan poca inclinación a ningún tipo de aprehensión nerviosa en lo referente a su propia persona, como cualquier criatura osada e irreflexiva de tierra o mar que seáis capaces de imaginar. Por tanto, cuando manifestó esta preocupación sobre la seguridad del barco, algunos de los marineros dijeron que sólo se debía a que era copropietario de él. Así que esa tarde, al trabajar en las bombas, había en ese turno no poca guasa solapada entre ellos, mientras permanecían con los pies continuamente sumergidos en el agua, que brotaba clara; clara, caballeros, como cualquier manantial de montaña… que fluía burbujeando de las bombas por toda la cubierta y se vertía en constantes borbotones por los imbornales de sotavento.
»Ahora, como bien sabéis, no es raro el caso en este tópico mundo nuestro… ya sea el acuático o el otro, que cuando una persona situada al mando de congéneres suyos encuentra a uno de ellos que es muy significativamente su superior en la dignidad general del ser humano, conciba directamente contra ese hombre una irreprimible aversión y desabrimiento; y si tiene la oportunidad, derribará y pulverizará la torre de ese subalterno, y la convertirá en un montoncito de polvo. Sea como fuere esta idea mía, caballeros, Steelkilt era en todo caso un alto y noble animal, con una cabeza como la de un romano, y una profusa barba dorada, como los jireles del corcel de vuestro último virrey; y un cerebro, y un corazón, y un alma en él, caballeros, que habrían hecho de Steelkilt Carlomagno si hubiera nacido del padre de Carlomagno. Sin embargo, Radney, el primer oficial, era feo como una mula; pero también igual de robusto, de tozudo y de malicioso. Steelkilt no le gustaba, y Steelkilt lo sabía.
»Observando al oficial acercarse mientras se afanaba en la bomba con el resto, el lagonero aparentó no fijarse en él, pero continuó con sus alegres chanzas, sin amedrentarse.
»“Sí, sí, mis festivos amigos, una animosa vía de agua esta; que alguien ponga un cuenco, y probémosla. ¡Por Dios que es buena para embotellar! ¿Sabéis qué, compañeros? ¡La inversión del viejo Rad debe estar saliéndose por ella! Más le valdría cortar su parte del casco y remolcarlo a puerto. El hecho, muchachos, es que el pez espada sólo inició la tarea; ha vuelto otra vez con una cuadrilla de peces carpintero, peces sierra, peces lima y lo que haga falta; y toda la brigada está dándole duro, cortando y rajando en el fondo: haciendo mejoras, supongo. Si estuviera aquí ahora el viejo Rad, le diría que saltara por la borda y los dispersara. Están haciendo trizas su propiedad, se lo puedo asegurar. Pero es un viejo simplón… Rad, y un guaperas, además. Muchachos, dicen que el resto de sus bienes está invertido en espejos. Me pregunto si le daría a un pobre diablo como yo el modelo de su nariz”[74].
»“¡Malditos sean tus ojos! ¿Por qué se ha parado esa bomba?”, bramó Radney, pretendiendo no haber escuchado la charla de los marineros. “¡Atronad ahí!”
»“Sí, sí, señor”, divertido como un grillo. “¡Ligero, muchachos, ligero, venga!” Y con aquello la bomba repiqueteó como cincuenta máquinas de vapor; los hombres se aplicaron con denuedo a ella, y no mucho más tarde se escuchó ese peculiar resuello de los pulmones que denota la mayor tensión de las energías extremas de la vida.
»Dejando finalmente la bomba junto al resto de su brigada, el lagonero fue hacia proa jadeando y se sentó en el molinete; su cara roja como el fuego, sus ojos inyectados de sangre, y enjugándose el profuso sudor de la frente. Ahora, caballeros, cuál sería el pérfido demonio que poseyó a Radney para que se metiera con ese hombre en tal exasperado estado corporal, yo no lo sé; mas así ocurrió. Recorriendo insufriblemente la cubierta, el oficial le ordenó que cogiera una escoba y que barriera las planchas, y también que tomara una pala y retirara ciertas ofensivas sustancias resultantes de haber permitido que un cerdo deambulara sin control.
»Ahora bien, caballeros, barrer la cubierta de un barco en alta mar es un trabajo doméstico al que se atiende regularmente cada tarde en todo tiempo, excepción hecha de temporales; se ha sabido de ser realizado en casos de barcos que de hecho estaban zozobrando en ese momento. Tal es, caballeros, la inflexibilidad de las costumbres del mar y el instintivo apego a la pulcritud en los marinos; algunos de los cuales no se ahogarían sin reproche si antes no se hubieran lavado la cara. Pero en todos los navíos este oficio de escobas es parcela reservada a muchachos, si es que hay muchachos a bordo. Además, eran los hombres más fuertes del Town-Ho los que habían sido divididos en brigadas para hacer turnos en las bombas; y al ser el más atlético de todos, Steelkilt había sido legítimamente designado capitán de una de las brigadas, por lo cual debía estar liberado de cualquier tarea trivial no conectada con auténticas labores náuticas, siendo tal el caso de sus compañeros. Menciono todos estos particulares para que podáis comprender exactamente cómo estaba este asunto entre los dos hombres.
»Aunque había más que eso: la orden sobre la pala estaba casi tan claramente calculada para insultar y provocar a Steelkilt como si Radney le hubiera escupido en la cara. Cualquier hombre que se haya embarcado como marinero en un barco de la pesquería de la ballena lo comprenderá; y todo esto, y sin duda mucho más, comprendió perfectamente el lagonero cuando el oficial pronunció su orden. Aunque mientras permanecía sentado quieto un momento, y mientras firmemente miraba en los malignos ojos del primer oficial, y percibía los montones de barriles de pólvora apilados dentro de él, y la lenta mecha quemándose silenciosamente hacia ellos; mientras instintivamente veía todo esto, ese extraño aguante y renuencia a remover el ímpetu más profundo de un ser ya irascible (una aversión sentida especialmente, si es que lo es, por los hombres en verdad valientes precisamente al ser agraviados), este innominado sentimiento espectral, caballeros, embargó a Steelkilt.
»Así, en su tono ordinario, sólo levemente quebrado por el agotamiento corporal en que temporalmente se encontraba, le respondió diciendo que barrer la cubierta no era tarea suya y que no lo haría. Y entonces, sin aludir en absoluto a la pala, señaló a tres hombres como barrenderos habituales; los cuales, al no estar asignados a las bombas, habían hecho poco o nada durante todo el día. A esto Radney replicó con un juramento, reiterando incondicionalmente su orden con modos despóticos y vejatorios en extremo; avanzando simultáneamente sobre el todavía sentado lagonero, a la vez que alzaba una maza de cubero que había cogido de un tonel cercano.
»Acalorado e irritado como estaba a causa de su extenuante labor en las bombas, a pesar de su innominado sentimiento inicial de contención, el sudoroso Steelkilt malamente fue capaz de tolerar este comportamiento del primer oficial; mas sofocando aún de algún modo la conflagración en su interior, sin hablar, permaneció obstinadamente plantado en su lugar, hasta que al final el encolerizado Radney blandió la maza a unas pulgadas de su cara, ordenándole furiosamente que cumpliera sus disposiciones.
»Steelkilt se levantó, y retrocediendo lentamente alrededor del molinete, seguido siempre del primer oficial con su amenazante maza, repitió con deliberación su intención de no obedecer. Al observar, no obstante, que su contención no producía el menor efecto, previno al necio engreído mediante un desagradable e inexpresable ademán de su contorsionada mano; pero fue inútil. Y de esta manera ambos dieron la vuelta lentamente al molinete; hasta que al final, resuelto a no retroceder más, considerando ahora que ya había soportado tanto como correspondía a su temperamento, el lagonero se detuvo en las escotillas y le habló así al oficial:
»“Señor Radney, no le voy a obedecer. Aparte esa maza, o cuídese.” Pero el predestinado primer oficial, avanzando aún más cerca de él, hasta donde el lagonero permanecía inmóvil, blandió ahora la pesada maza a una pulgada de sus dientes, mientras repetía una cadena de insufribles maldiciones. No retrocediendo ni la milésima parte de una pulgada, clavándole en los ojos el enhiesto estilete de su mirada, Steelkilt cerró su mano derecha tras de sí y, echándola hacia atrás cautelosamente, le dijo a su perseguidor que si la maza le rozaba apenas la mejilla, él (Steelkilt) le mataría. Pero, caballeros, el necio había sido marcado por los dioses para el sacrificio. Inmediatamente la maza tocó la mejilla: al instante siguiente la mandíbula inferior del primer oficial estaba hundida en su cabeza; cayó sobre la escotilla manando sangre como una ballena.
»Antes de que el clamor llegara a popa, Steelkilt estaba zarandeando una de las burdas que llevan muy a lo alto, donde dos de sus camaradas hacían su guardia de tope. Ambos eran canalleros.»
—¡Canalleros! —exclamó don Pedro—. Hemos visto muchos barcos de la pesquería de la ballena en nuestros puertos, pero nunca hemos oído hablar de vuestros canalleros. Perdón: ¿quién y qué son éstos?
—Canalleros, señor, son los tripulantes de las lanchas de nuestro canal del Erie. Tenéis que haber oído hablar de ellos.
—En absoluto, señor; por estos lares, en esta tierra anodina, cálida, muy indolente y hereditaria, apenas sabemos nada de vuestro vigoroso norte.
—¿En verdad? Bien, entonces, señor, volved a llenar mi copa. Vuestra chicha es magnífica; y antes de continuar os diré quiénes son nuestros canalleros; pues esa información puede que aporte algo adicional a mi historia.
»A lo largo de trescientas sesenta millas, caballeros, a través de la entera extensión del estado de Nueva York; a través de numerosas ciudades populosas y muy prósperos pueblos; a través de grandes, desolados pantanos deshabitados, y florecientes campos cultivados de fertilidad sin par; entre salas de billar y bares; a través del sancta sanctórum de grandes bosques; sobre arcos romanos por encima de ríos indios; a través de sol y de sombra; junto a corazones felices o rotos; a través de todo el amplio contraste de paisajes de esos nobles condados Mohawk; y, en especial, junto a hileras de capillas blancas como la nieve, cuyos chapiteles se yerguen casi como mojones, fluye un cauce de vida venecianamente corrupta y a menudo sin ley. Allí están vuestros auténticos Ashantee, caballeros; allí aúllan vuestros paganos; en la puerta de al lado, donde los encontraréis siempre; bajo la sombra de largo alcance y el arropado abrigo protector de las iglesias. Pues a causa de cierta curiosa providencia, lo mismo que frecuentemente se advierte en vuestros filibusteros metropolitanos, que siempre acampan alrededor de los palacios de justicia, así los pecadores, caballeros, donde más abundan es en las santas vecindades.
—¿Es ése que pasa un fraile? —dijo don Pedro, mirando hacia abajo, a la plaza, con jovial preocupación.
—Afortunadamente para nuestro amigo del norte, la Inquisición de doña Isabel flaquea en Lima —rio don Sebastián—. Proceda, señor.
—Un momento, perdón —exclamó otro del grupo—. En nombre de todos nosotros, limeños, no quiero dejar de expresar a vos, señor marinero, que en modo alguno hemos pasado por alto vuestra delicadeza al no sustituir, en vuestro símil de corrupción, la Lima presente por la Venecia distante. ¡Oh!, no os inclinéis y aparentéis sorpresa; ya conocéis el proverbio en toda esta costa: «Corrupto como Lima». Sólo confirma vuestro dicho; iglesias más abundantes que mesas de billar, y siempre abiertas… mas «Corrupto como Lima». Lo mismo Venecia; yo he estado allí: ¡la ciudad santa del bendito evangelista, san Marcos! ¡Santo Domingo, púrgala! ¡Vuestra copa! Gracias, la vuelvo a llenar; ahora, escanciad vos de nuevo.
—Libremente representado en su vocación propia, caballeros, sería el canallero un buen héroe dramático, así es de copiosa y pintorescamente perverso. Como Marco Antonio, navega indolentemente durante días y días a lo largo de su floreado Nilo de verde mantillo, jugando abiertamente con su Cleopatra de coloradas mejillas, y madurando su muslo de albaricoque sobre la soleada cubierta. Pero, en tierra, toda esta afeminación se anula. El aspecto bandidesco que el canallero luce con tanto orgullo; su sombrero, gacho y alegremente engalanado de cinta, revela sus rasgos primordiales. Un terror para la sonriente inocencia de los pueblos por los que navega; su semblante oscuro y paso arrogante no pasan inadvertidos en las ciudades. Yo, que una vez fui vagabundo en su propio canal, recibí buenos oficios de uno de estos canalleros; le estoy reconocido de todo corazón, no quisiera ser desagradecido; pero una de las sobresalientes cualidades redentoras del hombre violento suele ser que en ocasiones tiene brazo tan duro para secundar a un pobre desconocido en apuros, como para saquear a uno rico. En suma, caballeros, lo que es la fiereza de esta vida del canal, evidénciase enfáticamente en lo siguiente: que nuestra feroz pesquería de la ballena albergue a tantos de sus más consumados graduados, y que difícilmente de estirpe alguna de la humanidad, exceptuando la de los hombres de Sydney, recelan tanto nuestros capitanes balleneros. Y en modo alguno mengua la curiosidad de este asunto el que para muchos miles de nuestros jóvenes rurales, nacidos a lo largo de su orilla, la probatoria vida del Gran Canal represente la única transición entre cosechar plácidamente en un cristiano campo de maíz y surcar insensatamente las aguas de los más bárbaros mares.
—¡Ya veo! ¡Ya veo! —exclamó impetuosamente don Pedro, derramando su chicha sobre sus volantes plateados—. ¡No es necesario viajar! El mundo entero es una Lima. Hasta ahora había creído que en vuestro moderado norte los habitantes eran fríos y santos como las colinas… Mas la historia…
—Me había quedado, caballeros, en donde el lagonero zarandeaba la burda. Apenas lo hizo así, cuando fue rodeado por los tres oficiales más jóvenes y los cuatro arponeros, que le rodearon entre todos en cubierta. Pero deslizándose por las cuerdas como letales cometas, los dos canalleros se lanzaron al alboroto y trataron de sacar de él a su hombre hacia el castillo. Otros de los marineros se unieron a ellos en esta tentativa, y se produjo una enzarzada pelea; mientras, permaneciendo lejos del posible daño, el valiente capitán se oreaba arriba y abajo con una pica ballenera, llamando a sus oficiales a sojuzgar a ese bárbaro bellaco, y a traerle en seguida hasta el alcázar. A intervalos se acercaba a la rotante orilla del desorden y, metiendo la pica en el corazón del mismo, trataba de pescar el objeto de su animosidad. Pero Steelkilt y sus compinches eran demasiado para todos ellos: lograron alcanzar la cubierta del castillo, donde, haciendo rodar apresuradamente tres o cuatro grandes toneles en hilera con el molinete, estos parisinos de mar se atrincheraron tras la barricada.
»“¡Salid de ahí, piratas!”, bramó el capitán, amenazándoles ahora con una pistola en cada mano, recién traídas por el mozo. “¡Salid de ahí, degolladores!”
»Steelkilt se subió a la barricada, y paseándose allí arriba y abajo, desafió a lo peor que las pistolas podían hacer; aunque dio a entender al capitán claramente que su muerte (la de Steelkilt) sería la señal para el inicio de un sanguinario motín por parte de toda la tripulación. Temiendo en su corazón que esto pudiera resultar lamentablemente cierto, el capitán cedió algo, pero ordenó de nuevo a los insurgentes que volvieran instantáneamente a sus obligaciones.
»“¿Prometéis no tocarnos si lo hacemos?”, exigió su cabecilla.
»“¡Al trabajo! ¡Al trabajo! No hago promesas. ¡A vuestras obligaciones! ¿Queréis hacer naufragar el barco, abandonando en un momento como éste? ¡Al trabajo!”, y una vez más alzó la pistola.
»“¿Naufragar el barco?”, gritó Steelkilt. “Sí, dejad que se hunda. Ni uno solo de nosotros se entrega a no ser que jure no alzar ni una hebra de cabo en nuestra contra. ¿Qué decís, muchachos?”, volviéndose a sus camaradas. Un fiero clamor fue su respuesta.
»El lagonero patrullaba ahora la barricada sin perder ojo a la vez al capitán, y profiriendo sentencias similares a éstas: “No es nuestra culpa, no lo queríamos; le dije que apartara su maza; era cosa de niños; debería haberme conocido de antes; le dije que no pinchara al búfalo; me parece que aquí me he roto un dedo contra su maldita mandíbula; ¿no están esas cuchillas de trinchar abajo en el castillo, muchachos?; cuidado con esos espeques, queridos. Capitán, por Dios, cuídese a sí mismo; diga lo que tiene que decir; no sea un loco, olvídelo todo, estamos dispuestos a entregarnos; trátenos razonablemente y somos sus hombres; pero no nos dejaremos azotar”.
»“¡Al trabajo! No hago promesas. ¡Al trabajo, digo!”
»“¡Atended, entonces!”, gritó el lagonero, extendiendo su brazo hacia él, “Entre nosotros hay unos cuantos (y yo soy uno de ellos) que nos hemos embarcado sólo a travesía; ahora bien, como usted bien sabe, señor, podemos exigir nuestra licencia tan pronto como el ancla esté echada; así que no queremos pelea, no nos interesa; queremos ser pacíficos; estamos dispuestos a trabajar, pero no dejaremos que nos azoten”.
»“¡Al trabajo!”, bramó el capitán.
»Steelkilt miró a su alrededor un instante, y entonces dijo: “Le diré lo que hay, capitán. En lugar de matarle y que nos cuelguen por tan desdichado bufón, no alzaremos ni una mano contra vos a no ser que nos ataque; pero mientras no diga nada sobre no azotarnos, no hacemos un solo turno”.
»“Bajad entonces al castillo, abajo con vos. Ahí os mantendré hasta que os hartéis. Id abajo.”
»“¿Lo hacemos?”, gritó el cabecilla a sus hombres. La mayoría de ellos estaba en contra; pero finalmente, por obediencia a Steelkilt, le precedieron abajo a su oscura guarida, desapareciendo gruñonamente, como osos en una cueva.
»Cuando la cabeza descubierta del lagonero estaba justo al nivel de las planchas, el capitán y su partida saltaron la barricada, y cerrando rápidamente la portezuela del escotillón, plantaron a su grupo de tripulantes sobre ella, y en voz alta pidieron al mozo que trajera el pesado candado de bronce de la bajada a la cámara. Abriendo entonces un poco la portezuela, el capitán musitó algo por la rendija, la cerró y les echó la llave —a diez en número—, dejando sobre cubierta a unos veinte o más que hasta ahora habían permanecido neutrales.
»Durante toda la noche todos los oficiales mantuvieron una vigilante guardia, a proa y popa, y en especial cerca del escotillón del castillo y de la escotilla de proa, lugar por el que se temía que emergieran los insurgentes tras abrirse paso a través del mamparo inferior. Pero las horas de oscuridad transcurrieron en paz; los hombres que todavía quedaban al servicio trabajando duro en las bombas, cuyo cling clang resonó, lúgubre, a intervalos por todo el barco a lo largo de la desolada noche.
»A la salida del sol el capitán fue a proa, y golpeando sobre cubierta llamó a los prisioneros al trabajo, pero ellos se negaron a gritos. Entonces se les bajó agua, y se tiraron tras ella un par de puñados de bizcocho; después, de nuevo volviendo a echarles la llave, y a guardársela, el capitán regresó al alcázar. Dos veces por día durante tres se repitió esto; pero en la cuarta mañana, mientras se realizaba el acostumbrado requerimiento, se escuchó una confusa bronca, y una pelea después; y de pronto cuatro hombres surgieron del castillo diciendo que estaban dispuestos a entregarse. El fétido enclaustramiento del aire, y una dieta de hambruna, unidas quizá a ciertos temores a un ulterior castigo, les habían constreñido a rendirse a discreción. Crecido por ello, el capitán reiteró su requerimiento al resto, pero Steelkilt le gritó una insinuación terrible sobre dejar de balbucir y marcharse donde le correspondiera. En la quinta mañana otros tres de los amotinados surgieron al aire, zafándose de los desesperados brazos que desde abajo trataron de evitarlo. Sólo quedaban tres.
»“Sería mejor que volvierais al trabajo, ¿no?”, dijo el capitán con despiadado sarcasmo.
»“¡Vuelva a encerrarnos de una vez!”, gritó Steelkilt.
»“¡Oh! Como queráis”, dijo el capitán, y la llave cerró.
»Fue en este momento, caballeros, que irritado por la defección de siete de sus anteriores asociados, aguijoneado por la voz burlona que acababa de dirigirse a él, y trastornado por su larga sepultura en un lugar tan negro como las entrañas de la desesperación; fue entonces cuando Steelkilt propuso a los dos canalleros, hasta entonces aparentemente de una misma opinión con él, que en el siguiente requerimiento a la guarnición se lanzaran fuera de su agujero; y armados con sus afiladas cuchillas de trinchar (largos instrumentos en forma de media luna con un mango a cada extremo) sembraran el pánico desde el bauprés hasta el coronamiento; y si por algún endemoniamiento de desesperación fuera posible, tomaran el barco. Él lo haría, por sí mismo, dijo, tanto si se le unían como si no. Ésa era la última noche que pasaría en aquella covacha. Mas el plan no encontró oposición por parte de los otros dos; juraron estar dispuestos a ello, o a cualquier otra locura, a cualquier cosa, en resumen, excepto a la rendición. Y, más aún, cada uno de ellos insistió en ser el primer hombre sobre cubierta cuando llegara el momento de lanzar el ataque. Pero a esto su cabecilla se opuso con la misma fiereza, reservándose la prioridad para sí mismo; en especial, dado que sus dos camaradas no iban a ceder el uno al otro en el asunto, y ambos no podían ser el primero, pues la escalera admitía sólo a un hombre cada vez. Y aquí, caballeros, ha de ponerse de manifiesto el sucio juego de estos villanos.
»Al escuchar el exasperado proyecto de su cabecilla, cada uno, aparentemente en su propia diferenciada alma, había de pronto concebido el mismo plan de traición, a saber: ser quien saliera en primer lugar, con objeto de ser el primero de los tres, aunque el último de los diez, en rendirse; y con ello asegurar cualquier pequeña opción de perdón que tal conducta pudiera merecer. Pero cuando Steelkilt hizo saber su determinación de seguir liderándolos hasta el final, ellos, de alguna manera, a través de alguna sutil química de villanía, mezclaron sus hasta entonces secretas felonías; y cuando su cabecilla echó una cabezada, en tres frases se abrieron verbalmente sus almas el uno al otro, ataron al durmiente con cuerdas, lo amordazaron con cuerdas, y a medianoche gritaron llamando al capitán.
»Creyendo el asesinato servido, y husmeando en la oscuridad la sangre, el capitán y todos sus oficiales y arponeros armados se apresuraron al castillo. A los pocos minutos se había abierto el escotillón, y el cabecilla, atado de pies y manos, aún luchando, fue propulsado al aire por sus pérfidos aliados, que inmediatamente reclamaron el honor de haber apresado a un hombre que había estado resuelto al asesinato. Pero los tres fueron engrillados, y arrastrados por la cubierta como ganado muerto; y uno junto al otro fueron atados a la jarcia de mesana, como tres canales de carne, y allí colgaron hasta por la mañana. “¡Malditos seáis!”, gritaba el capitán, yendo de un lado a otro ante ellos. “¡Ni los buitres os tocarían, villanos!”
»A la salida del sol llamó a toda la tripulación; y separando a los que se habían rebelado de los que no habían tomado parte en el motín, dijo a los primeros que era de la opinión de azotarlos a todos ellos… pensaba, teniéndolo todo en cuenta, que lo haría… que debería hacerlo… que la justicia lo requería; pero que, por el momento, considerando su oportuna rendición, les dejaría marchar con una reprimenda, que él, consecuentemente, administraba mediante esas simples palabras.
»“Mas en lo que respecta a vosotros, carroña canalla”, volviéndose hacia los tres hombres en la jarcia… “a vos tengo intención de trocearos para los calderos del beneficio”, y tomando un cabo, lo aplicó con todas sus fuerzas a las espaldas de los dos traidores, hasta que ya no chillaron más, y sus cabezas colgaron desfallecidas de lado, del mismo modo que se dibujan las de los dos bandidos crucificados.
»“¡Me he descoyuntado la muñeca con vosotros!”, gritó finalmente; “pero todavía queda cabo suficiente para ti, mi buen gallito que no se rinde. Quitadle esa mordaza de la boca y escuchemos lo que puede decir por sí solo.”
»Durante un instante el exhausto amotinado hizo un trémolo movimiento con sus atenazadas mandíbulas, y entonces, girando dolorosamente su cabeza, dijo en una especie de siseo: “Lo que digo es esto… y tome buena nota… ¡si me azota, le mato!”.
»“¿Eso es lo que dices? Mira, entonces, cómo me asustas.” Y el capitán se dispuso a golpear con el cabo.
»“Mejor no”, siseó el lagonero.
»“Pero he de hacerlo”, y el cabo fue de nuevo echado hacia atrás para el golpe.
»En ese momento Steelkilt siseó algo, inaudible para todos excepto para el capitán, el cual, ante la sorpresa de todos los hombres, se retiró, recorrió rápidamente la cubierta dos o tres veces, y entonces, arrojando repentinamente el cabo, dijo: “No lo voy a hacer… dejadle marchar… soltadle. ¿No oís?”.
»Mas cuando los oficiales inferiores se apresuraban a ejecutar la orden, un hombre, pálido con la cabeza vendada, les detuvo… era Radney, el primer oficial. Desde el golpe había yacido en su litera; mas esa mañana, al escuchar el tumulto en cubierta, había subido, y hasta ese instante había estado observando toda la escena. Tal era el estado de su boca que apenas podía hablar; pero mascullando algo sobre que él estaba dispuesto a hacer lo que el capitán no se atrevía a intentar, agarró el cabo y avanzó hacia su maniatado enemigo.
»“¡Eres un cobarde!”, siseó el lagonero.
»“Lo soy, pero toma eso.” El primer oficial estaba en la propia acción de golpear, cuando otro siseo detuvo su brazo alzado. Quedó quieto; y entonces, no deteniéndose más, hizo buena su palabra, a pesar de la amenaza de Steelkilt, fuera la que fuese. Después, soltaron a los tres hombres, toda la tripulación se puso a trabajar, y apáticamente operadas por los taciturnos marineros, volvieron a sonar las bombas de hierro.
»Ese día, justo después del oscurecer, cuando un turno se había retirado abajo, se escuchó un clamor en el castillo; y saliendo los dos temblorosos traidores, se apostaron en la puerta de la cabina diciendo que no se atrevían a avenirse con la tripulación. Ni ruegos, ni guantazos, ni patadas podían hacerles retroceder, así que, a propio requerimiento, para mantenerlos a salvo, fueron albergados en el rasel de popa. No obstante, ningún signo de motín resurgió entre el resto. Por el contrario, parecía que, principalmente a instancias de Steelkilt, habían decidido mantener la más estricta de las paces, obedecer todas las órdenes hasta el final, y cuando el barco llegara a puerto, desertar todos a una. Y con objeto de asegurarse el final más rápido del viaje, todos habían acordado otra cosa… a saber, no cantar las ballenas, caso de que alguna fuera avistada. Pues a pesar de su vía de agua, y a pesar de todos sus otros riesgos, el Town-Ho todavía mantenía sus vigías, y su capitán estaba tan dispuesto a arriar por una captura en aquel momento como el primer día en que su nave llegó al caladero; y el primer oficial Radney estaba igualmente dispuesto a cambiar su litera por una lancha, y con su boca vendada tratar de amordazar con la muerte la vital mandíbula de la ballena.
»Mas aunque el lagonero había inducido a los marineros a adoptar esta especie de pasividad en su conducta, él mantuvo su propia opinión (al menos hasta que todo terminó) respecto a su propia y particular venganza sobre el hombre que le había pinchado en los ventrículos del corazón. Estaba en el turno del primer oficial Radney; y el envanecido oficial, como si tras el episodio en la jarcia buscara recorrer más de la mitad del camino hasta su sentencia, insistió, contra la opinión expresa del capitán, en volver a asumir el mando de su turno por la noche. Sobre esto y una o dos otras circunstancias, Steelkilt construyó sistemáticamente el plan de su venganza.
»Durante la noche, Radney tenía una forma poco marinera de sentarse en la amurada del alcázar y apoyar su brazo sobre la borda de la lancha que estaba izada allí, un poco más arriba de la borda del buque. En esta postura, era bien sabido, a veces dormitaba. Había un espacio considerable entre la lancha y el buque, y debajo estaba el mar. Steelkilt calculó su momento, y encontró que su siguiente turno al timón le volvería a llegar a las dos de la mañana del tercer día a partir del que había sido traicionado. A su manera, dedicó el intervalo a trenzar algo con sumo cuidado en sus guardias, abajo.
»“¿Qué es lo que haces ahí?”, dijo un compañero.
»“¿Qué piensas tú? ¿Qué es lo que parece?”
»“Como un acollador para tu petate; pero es raro, diría yo”.
»“Sí, más bien raro”, dijo el lagonero, sujetándolo con el brazo extendido ante él; “pero creo que servirá. Compañero, no tengo bastante cuerda, ¿tienes tú algo?”.
»Pero no había nada en el castillo.
»“Entonces tengo que procurarme alguna del viejo Rad”; y se levantó para ir a proa.
»“¿No querrás decir que vas a ir a mendigarle a él ?”, dijo un marinero.
»“¿Por qué no? ¿Crees que no me hará un favor cuando en el fondo se trata de favorecerse a sí mismo, compañero?”, y, acercándose al primer oficial, le miró tranquilamente y le pidió algo de cuerda para reparar su coy. Le fue entregada; ni la cuerda ni la soga fueron vueltas a ver; pero la noche siguiente una bola de hierro, rodeada por una tupida red, sobresalió parcialmente del bolsillo de la cazadora del lagonero mientras estaba doblándola sobre su coy como almohada. Veinticuatro horas más tarde, su turno al silencioso timón (junto al hombre que era dado a dormitar sobre la tumba siempre recién excavada para el marino) estaba a punto de llegar; y en el alma preordenante de Steelkilt, el primer oficial ya estaba rígido y estirado como un cadáver, con su frente machacada.
»Pero, caballeros, un necio salvó al asesino en potencia del hecho de sangre que había planeado. Aunque aun así obtuvo una completa venganza, y sin ser él el vengador. Pues a través de una misteriosa fatalidad, los propios Cielos parecieron intervenir para quitarle de las manos y tomar en las suyas el acto condenatorio que habría cometido.
»Fue exactamente entre el clarear del día y la salida del sol de la mañana del segundo día, mientras estaban baldeando las cubiertas, cuando un necio marinero de Tenerife, sacando agua en la gatera principal, gritó: “¡Allí voltea! ¡Allí voltea! ¡Jesús! ¡Qué ballena!”. Era Moby Dick.»
—¡Moby Dick! —gritó don Sebastián—. ¡Santo Domingo! Señor marino, ¿es que las ballenas tienen nombre? ¿A quién llamáis Moby Dick?
—A un muy blanco, y muy famoso, y muy mortífero monstruo inmortal, señor… Aunque ésa sería una historia demasiado larga.
—¿Cómo? ¿Cómo? —gritaron todos los jóvenes españoles, rodeándome.
—No. Caballeros, caballeros… ¡No, no! No puedo relatar eso ahora. Dejadme un poco más de aire, señores.
—¡La chicha! ¡La chicha! —gritó don Pedro—; nuestro vigoroso amigo parece desfallecer; ¡llenad su vaso vacío!
—No es necesario, señores; un momento, y continúo… Bien, caballeros, al percibir tan repentinamente a la nívea ballena a cincuenta yardas del barco (descuidado del pacto entre la tripulación), el tinerfeño, en la excitación del momento, había instintiva e involuntariamente alzado su voz por el monstruo, aunque ya hacía cierto tiempo que había sido claramente observado desde los tres taciturnos topes. Todo era ahora un frenesí. “¡La ballena blanca… la ballena blanca!” era el grito del capitán, de los oficiales y los arponeros, que no arredrados por intimidantes rumores, estaban más que ansiosos de capturar tan famoso y preciado pez; al tiempo que la terca tripulación miraba con recelo, y maldiciendo, la espeluznante belleza de la vasta masa lechosa, que, iluminada por un sol que irradiaba horizontalmente, oscilaba y refulgía como un ópalo viviente en el mar azul de la mañana. Caballeros, una extraña fatalidad impregna el desarrollo completo de estos acontecimientos, como si en verdad la ruta estuviera establecida antes de que el mundo estuviera cartografiado. El amotinado era el tripulante de proa del primer oficial, y su función, una vez sujetos a un pez, era sentarse a su lado mientras Radney se ponía en pie con la lanza en la proa, y halar o soltar la estacha, siguiendo la voz de mando. Lo que es más, cuando se arriaron las cuatro lanchas, la del primer oficial se puso en cabeza; y ninguno aullaba más fieramente de deleite que Steelkilt mientras se esforzaba en su remo. Tras un duro esfuerzo, su arponero hizo presa en la pieza, y Radney, con la pica en la mano, saltó a la proa. Al parecer, era un tipo siempre iracundo en la lancha. Y ahora su fajado grito era que le hicieran desembarcar en la parte más alta del lomo de la ballena. No de mala gana, su tripulante de proa le impulsó cada vez más alto, a través de una espuma cegadora que fundía dos blancuras; hasta que de pronto la lancha golpeó, como contra un escollo sumergido, e inclinándose, lanzó afuera al primer oficial, que estaba en pie. En ese instante, cuando cayó en el deslizante lomo de la ballena, la lancha se enderezó y fue impulsada a un lado por las olas, mientras Radney era arrojado al mar por el otro flanco del animal. Surgió entre el borbollón, y durante un instante fue entrevisto a través de ese velo, tratando ferozmente de apartarse del ojo de Moby Dick. Pero la ballena giró con rapidez en un pronto remolino; atrapó al nadador entre sus mandíbulas; y elevándose muy alto con él, de nuevo se zambulló de cabeza, y se sumergió.
»Entretanto, al primer golpe en el fondo de la lancha, el lagonero había aflojado la estacha como para caer a popa, fuera del remolino; observando tranquilamente, cavilaba sus propios pensamientos. Pero un repentino y terrorífico tirón de la lancha hacia abajo hizo que su cuchillo fuera rápidamente a la estacha. La cortó; y la ballena quedó libre. Y Moby Dick volvió a surgir a cierta distancia, con algunos jirones de la camisa de lana roja de Radney prendidos entre los dientes que le habían destrozado. Las cuatro lanchas volvieron a perseguirla; pero la ballena las eludió, y al final desapareció enteramente.
»A su tiempo, el Town-Ho llegó a puerto… un lugar salvaje y solitario… donde no habitaba criatura civilizada alguna. Allí, encabezados por el lagonero, todos excepto cinco o seis de los marineros desertaron voluntariamente entre las palmeras; apoderándose al final, como luego se supo, de una gran canoa doble de guerra de los salvajes, y poniendo rumbo a algún otro puerto.
»Al estar reducida la tripulación del barco sólo a un puñado de hombres, el capitán pidió a los isleños que le ayudaran en la laboriosa tarea de dar de quilla para reparar la vía de agua. Pero tal fue la necesidad que este pequeño grupo de blancos tuvo de incansable vigilancia sobre sus peligrosos aliados, que cuando el navío estuvo dispuesto para la navegación se hallaban en una condición tan débil que el capitán no osó zarpar con ellos en navío tan pesado. Tras consultar con sus oficiales, fondeó el buque lo más lejos posible de tierra; cargó y apostó sus dos cañones a proa; amontonó sus mosquetes en la popa; y advirtiendo a los isleños que, por su propio riesgo, no se acercaran al barco, tomó a un hombre con él, y largando la vela de su mejor lancha ballenera, puso rumbo derecho, viento en popa, hacia Tahití, distante quinientas millas, para conseguir refuerzos para su tripulación.
«Al cuarto día de navegación avistó una gran canoa que parecía haber encallado en una isla baja de coral. Desvió la derrota para alejarse de ella; pero la nave forajida se le echó encima; y pronto la voz de Steelkilt le ordenó que tirara un cabo o le haría zozobrar. El capitán sacó una pistola. Con un pie en cada proa de las uncidas embarcaciones, el lagonero se rió, burlándose de él; le aseguraba que si la pistola llegaba aunque sólo fuera a percutir en la llave, le enterraría en burbujas y espuma.
»“¿Qué queréis de mí?”, gritó el capitán.
»“¿A dónde os dirigís? ¿Y por qué os dirigís allí?”, preguntó Steelkilt; “sin mentiras”.
»“Me dirijo a Tahití, a por más hombres.”
»“Muy bien. Dejad que suba a bordo un momento; voy en son de paz.” Diciendo lo cual, saltó de la canoa, nadó hasta la lancha; y ascendiendo la borda se encontró cara a cara con el capitán.
»“Cruce los brazos, señor; eche atrás la cabeza. Ahora repita conmigo: Tan pronto como Steelkilt me deje, juro encallar esta lancha en la playa de aquella isla, y permanecer allí seis días. ¡Si no lo hago, que un rayo me parta!”
«“Un buen alumno”, rió el lagonero. “¡Adiós, señor!”[75], y saltando al mar volvió nadando junto a sus camaradas.
»Observando la lancha hasta que estuvo bien encallada en la playa, y arrastrada hasta las cepas de los cocoteros, Steelkilt alzó la vela de nuevo y a su debido tiempo llegó a Tahití, también su lugar de destino. Allí la suerte le fue propicia: dos barcos estaban a punto de zarpar hacia Francia, y, providencialmente, estaban necesitados de exactamente el número de hombres que el marino encabezaba. Embarcaron; y de esta manera tomó para siempre la delantera a su antiguo capitán, por si hubiera éste tenido alguna intención de exigirles responsabilidad legal.
»Unos diez días después de que los barcos franceses zarparan, llegó la lancha ballenera, y el capitán se vio forzado a alistar a algunos de los más civilizados nativos, familiarizados de algún modo con el mar. Arrendando una pequeña goleta del lugar, volvió con ellos hasta su navío; y al encontrar todo bien allí, siguió su travesía.
»Dónde está ahora Steelkilt, caballeros, nadie lo sabe; pero en la isla de Nantucket la viuda de Radney todavía mira al mar, que rehúsa devolver sus muertos; todavía en sueños ve la horrible ballena blanca que lo destrozó». * * * *
—¿Habéis terminado? —dijo don Sebastián serenamente.
—He terminado, señor.
—Entonces, os lo ruego, decidme si, según vuestras más profundas convicciones esta historia vuestra es en sustancia verdaderamente cierta. ¡Es tan entretenidamente maravillosa! ¿La conocéis de una fuente incuestionable? Sed paciente conmigo si os parezco insistente.
—Sed también paciente con todos nosotros, señor marino; pues todos nos unimos a la causa de don Sebastián —alzó la voz el grupo con creciente interés.
—¿Hay una copia de los Santos Evangelios en la Posada Dorada, caballeros?
—No —dijo don Sebastián—. Pero conozco a un honorable sacerdote, aquí cerca, que me procurará una. Voy a por ella; pero ¿habéis pensado lo que hacéis? Puede que esto se vuelva demasiado serio.
—¿Seréis tan amable de traer también al sacerdote, señor?
—Aunque en la actualidad no hay autos de fe en Lima —dijo uno de los del grupo a otro—, temo que nuestro amigo marino corra el riesgo del arzobispado. Retirémonos más de la luz de la luna. No veo la necesidad de esto.
—Perdonadme que corra tras vos, don Sebastián; pero ¿podría también rogar que procurarais traer los Evangelios del mayor tamaño posible?
* * * * *
—Éste es el sacerdote, os trae los Evangelios —dijo don Sebastián gravemente, volviendo con una figura alta y solemne.
—Permitid que me quite el sombrero. Ahora, venerable sacerdote, más a la luz, y sujetad el libro santo ante mí para que pueda tocarlo.
»En el nombre del Cielo y por mi honor, la historia que os he contado, caballeros, es, en sustancia y en sus grandes rasgos, cierta. Yo sé que es cierta, ocurrió en esta tierra: yo anduve por el barco; yo conocí a la tripulación; yo he visto a Steelkilt y he hablado con él después de la muerte de Radney.