La razón ostensible por la que Ajab no fue a bordo del ballenero del que hemos hablado fue ésta: el viento y el mar presagiaban tormenta. Pero incluso si no hubiera sido éste el caso, quizá aun así —juzgando por su subsecuente conducta en similares ocasiones— no le habría abordado si es que hubiera sido que, mediante el proceso del saludo, hubiera obtenido una respuesta negativa a la pregunta que formuló. Pues, como se descubrió finalmente, no le interesaba confraternizar ni siquiera durante cinco minutos con ningún otro capitán, a no ser que pudiera aportar algo de esa información que él tan absorbentemente buscaba. Aunque todo esto pudiera quedar inadecuadamente estimado si aquí no se dijera algo de las peculiares costumbres de las naves balleneras cuando se encuentran en mares foráneos, y especialmente en un caladero común.
Si dos extraños que cruzan las Pine Barrens del estado de Nueva York, o la igualmente desolada planicie de Salisbury en Inglaterra; casualmente se encuentran entre sí en tales inhóspitos campos, estos dos, por su vida, en modo alguno pueden evitar un saludo mutuo; y detenerse un momento a intercambiar noticias; y quizá sentarse un rato y descansar en concordia. Cuánto más natural entonces, digo, que sobre las ilimitables Pine Barrens y planicies de Salisbury del mar, dos naves balleneras, al avistarse entre sí en los confines de la tierra… en la costa de la solitaria isla Fanning, o en la lejana King’s Mills; cuánto más natural, digo, que bajo tales circunstancias estos barcos no sólo intercambien saludos, sino que lleguen a un contacto más próximo, más amistoso y sociable. Y éste, especialmente, parecería algo dado por supuesto en el caso de naves pertenecientes a un mismo puerto de mar, cuyos capitanes, oficiales y no pocos de sus hombres se conocen personalmente; y, consecuentemente, tienen todo clase de cariñosos asuntos domésticos de los que hablar.
Para el barco largamente ausente, el que está camino de ida quizá tenga correspondencia a bordo; en cualquier caso, es seguro que le dejará quedarse con algunos periódicos de una fecha un año o dos posterior al último que haya en sus desdibujados y manoseados registros. Y a cambio de esa cortesía, el barco en camino de ida recibirá la última información sobre la pesca de la ballena en el caladero que puede que sea su destino, algo de la mayor importancia para él. Y todo esto resultará cierto parcialmente en lo que se refiere a balleneros que, aun llevando el mismo tiempo ausentes del hogar, cruzan sus rastros en el propio caladero. Pues uno de ellos puede haber recibido una entrega de correspondencia de un tercero y ahora muy lejano navío; y algunas de esas cartas puede que sean para la gente del barco que ahora encuentra. Aparte, intercambiarán las novedades de la pesca de la ballena y mantendrán una agradable charla. Pues no sólo se encontrarán con todo el afecto de los marineros, sino también con todas las peculiares afinidades que surgen de una actividad común, y de privaciones y peligros mutuamente compartidos.
Y no será la diferencia de país una diferencia muy esencial; al menos mientras ambas partes hablen una sola lengua, como es el caso de los americanos y los ingleses. Aunque, efectivamente, dado el pequeño número de balleneros ingleses, estos encuentros no se producen muy a menudo, y cuando se producen es muy probable que haya una especie de timidez entre ellos; pues el inglés es más bien reservado, y al yanqui común no le agradan ese tipo de cosas en nadie salvo en sí mismo. Aparte, los balleneros ingleses a veces adoptan una especie de metropolitana superioridad sobre los balleneros americanos; y toman al delgado y alto nativo de Nantucket, con sus anodinos provincialismos, por una especie de campesino del mar. Aunque sería difícil decir en qué consiste realmente esta superioridad de los balleneros ingleses, visto que, colectivamente, los yanquis matan más ballenas en un día que todos los ingleses colectivamente en diez años. Mas ésta es una inofensiva pequeña debilidad de los cazadores de ballena ingleses, que el nativo de Nantucket no se toma muy a pecho; probablemente porque sabe que él también tiene algunas debilidades.
Así, entonces, vemos que de todos los barcos que separadamente navegan los mares, los balleneros son los que tienen más razones para ser sociables… y por eso lo son. En tanto que algunos barcos mercantes, al cruzar la estela el uno del otro en mitad del Atlántico, a veces pasarán sin siquiera una sola palabra de saludo, recortándose entre sí en alta mar como un par de dandis en Broadway; y quizá dejándose llevar todo el tiempo por afectadas críticas sobre los equipamientos de uno y otro. Por lo que respecta a los buques de guerra, cuando dan en encontrarse en el mar, pasan en primer lugar por tal ristra de estúpidas reverencias y prosternaciones, tal profusión de inclinación de enseñas, que no parece que haya mucha auténtica y emotiva buena voluntad ni amor fraternal en todo ello. En lo tocante al encuentro de barcos negreros, bueno, llevan una prisa tan prodigiosa, que salen huyendo los unos de los otros lo más pronto posible. Y en cuanto a los piratas, cuando dan en cruzar entre sí los huesos cruzados, el primer saludo es… «¿Cuántas calaveras…?», lo mismo que los balleneros saludan: «¿Cuántos barriles?». Y una vez contestada esa pregunta, los piratas separan directamente sus rumbos, pues ambos interlocutores son bellacos infernales, y no gustan de ver en demasía la mutua bellaca semejanza.
¡Mas observad al piadoso, honesto, modesto, hospitalario, sociable y despreocupado ballenero! ¿Qué hace el ballenero cuando encuentra otro ballenero hace un tiempo decente? Mantiene un gam, algo tan absolutamente desconocido para todos los demás barcos, que ni siquiera nunca han oído el nombre; y si por casualidad lo escuchan, se limitan a sonreír, y a repetir dichos burlones sobre «surtideros» y «cocederos de lardo», y gentiles exclamaciones semejantes[71]. ¿Por qué es que todos los marinos mercantes, y también los piratas y los tripulantes de los buques de guerra, y los marineros de los barcos negreros, albergan sentimientos tan desdeñosos hacia los barcos balleneros? Ésta es una pregunta que sería difícil de contestar. Porque en el caso de los piratas, digamos, me gustaría saber si esa profesión suya posee alguna peculiar gloria. A veces acaba en una elevación poco común, es verdad; aunque exclusivamente en el patíbulo. Y aparte, cuando un hombre es elevado de esa peculiar manera, no tiene verdadero apoyo para su superior altitud. De ahí concluyo que, al alardear de estar elevado por encima de un ballenero, en ese aserto el pirata no tiene una base sólida en la que sustentarse.
Mas ¿qué es un gam? Podríais desgastaros el dedo índice recorriendo de arriba abajo las columnas de los diccionarios, y no encontrar nunca la palabra. El doctor Johnson nunca alcanzó tal erudición; el arca de Noah Webster no la contiene. Sin embargo, esta misma expresiva palabra ya ha estado muchos años en constante uso entre unos quince mil auténticos nativos yanquis. Ciertamente requiere una definición, y debería ser incorporada al léxico. Con ese objetivo, permitidme definirla académicamente.
GAM. Sustantivo - Encuentro social de dos (o más) barcos balleneros, generalmente en un caladero; durante el cual, tras intercambiar saludos, intercambian visitas de tripulaciones de lanchas, permaneciendo los dos capitanes durante ese tiempo a bordo de uno de los barcos, y los dos primeros oficiales en el otro.
Hay otra pequeña cuestión sobre la práctica del gam que no debe ser aquí olvidada. Todas las profesiones tienen sus propias pequeñas peculiaridades de detalle; y así sucede con la pesquería de la ballena. En un barco pirata, un buque de guerra o uno negrero, cuando el capitán es transportado a algún sitio en su lancha, siempre se sienta en los bandines de popa, en un confortable asiento, a veces acolchado, y él mismo a menudo patronea con una encantadora pequeña caña de petimetre, decorada con alegres cuerdas y cintas. Pero la lancha ballenera no tiene asiento a popa, ni sofá alguno de esa clase, ni ninguna caña. Qué tiempos serían, efectivamente, si los capitanes balleneros fueran llevados deslizándose de un lado a otro por el agua como viejos regidores gotosos, en sillas de ruedas de cuero. Y, por lo que respecta a la caña, la lancha ballenera no admite en modo alguno semejante afeminación; y por lo tanto, como en la práctica del gam una entera tripulación de lancha debe dejar el barco, de ahí que, como el piloto de la lancha o arponero es uno de ellos, en esa ocasión es este subordinado el que patronea, y el capitán, no disponiendo de lugar en el que sentarse, es trasladado a su visita enteramente en pie, como un pino. Y a menudo observaréis que, al ser consciente de que los ojos de todo el visible mundo descansan sobre él desde las bordas de los dos barcos, este erguido capitán está absolutamente pendiente de la importancia de mantener su dignidad sustentando sus piernas. Y no es éste un asunto sencillo en modo alguno; pues a su espalda está el inmenso remo de gobierno, que se proyecta y le golpea ocasionalmente en los riñones, y a éste le contesta el remo de popa, golpeteando en las rodillas por la parte de delante. Así, se encuentra comprimido tanto por delante como por detrás, y sólo puede expandirse de lado afianzándose sobre sus estiradas piernas; aunque un repentino y violento cabecear de la lancha a menudo estará a punto de tumbarle, pues la longitud del apoyo no es nada sin la correspondiente anchura. Limitaos a hacer un ángulo abierto con dos pértigas, y no podréis mantenerlo erguido. Además, no se aceptaría nunca, a plena vista de los ojos fijos del mundo, nunca se aceptaría, digo, que se viera a este capitán, que está a horcajadas, mantenerse en equilibrio ni en la menor porción a base de agarrarse a algo con las manos; de hecho, como muestra de un boyante y absoluto autocontrol, lleva generalmente las manos en los bolsillos del pantalón; aunque quizá, al ser normalmente manos muy grandes y pesadas, las lleve allí como lastre. De cualquier manera, se han dado casos, bien autentificados además, en los que se ha sabido que el capitán, durante uno o dos momentos inusualmente críticos, digamos en un repentino turbión… se ha agarrado al pelo del remero más cercano y allí se ha aferrado como la desolada muerte.