Lo que la ballena blanca era para Ajab se ha señalado; lo que, en ocasiones, era para mí sigue sin decirse todavía.
Aparte de aquellas consideraciones más obvias referentes a Moby Dick, que no podían sino ocasionalmente despertar cierta prevención en el alma de cualquier hombre, existía otra idea, o más bien vago horror innominado, a él referente, que a veces, por su intensidad, sobrepujaba por completo a todo lo demás; y, no obstante, era tan misterioso y tan próximo a lo inefable, que casi desespero de exponerlo de manera comprensible. Era la blancura de la ballena lo que me aterraba por encima de todas las cosas. Mas ¿cómo puedo aspirar a explicarme aquí? Y aun así, de alguna velada, atropellada manera, explicarme debo, pues si no todos estos capítulos podrían no ser nada.
Aunque en muchos objetos naturales la blancura realza refinadamente la belleza, como si impartiera alguna especial virtud propia, así en los mármoles, las japónicas y las perlas; y aunque varias naciones han reconocido de algún modo una cierta preeminencia real en esta tonalidad; incluso los bárbaros, excelsos antiguos reyes de Pegu, al situar el título de «Señor de los Elefantes Blancos» por encima de todas sus otras grandilocuentes atribuciones de potestad; y los modernos reyes de Siam al desplegar el mismo níveo cuadrúpedo en el estandarte real; y la bandera de Hanover, que ostenta la figura única de un níveo caballo de batalla; y el gran imperio austriaco, cesáreo heredero de la despótica Roma, que ostenta por color imperial la misma imperial tonalidad; y aunque esta preeminencia en él se aplica a la propia raza humana, al otorgar al hombre blanco hipotética supremacía sobre toda oscura estirpe; y aunque, aparte de todo esto, la blancura ha sido incluso tomada como encarnación de la dicha, pues entre los romanos una piedra blanca significaba un día venturoso; y aunque en otras simbolizaciones y afinidades esta misma tonalidad es considerada emblema de muchas cosas nobles y emotivas… la inocencia de las novias, la benignidad de la edad; aunque entre los pieles rojas de América otorgar el cinturón blanco de wampum constituía el mayor de los honores; aunque en muchas latitudes la blancura representa la majestad de la justicia en el armiño del juez, y contribuye a la cotidiana notoriedad de reyes y reinas transportados por caballos de un blanco lácteo; aunque incluso en los más altos misterios de las más augustas religiones se ha convertido en el símbolo del poder divino inmaculado, siendo la blanca llama bífida considerada por los adoradores del fuego persas la más santa del altar; y en las mitologías griegas, encarnado el propio gran Jove en un níveo toro; y aunque para los nobles iroqueses el sacrificio invernal del sagrado perro blanco era con mucho el festival más santo de su teología, al ser esa inmaculada y fiel criatura considerada el mensajero más puro que ellos podían enviar al gran espíritu con los informes anuales de su propia fidelidad; y aunque directamente de la palabra latina para la blancura todos los sacerdotes cristianos derivan el nombre de una parte de su sagrada vestimenta, el alba o túnica, llevada bajo la casulla; y aunque entre las santas pompas de la fe romana el blanco se emplea de manera especial en la celebración de la Pasión de Nuestro Señor; aunque en la visión de san Juan se entregan ropas blancas a los redimidos, y los veinticuatro ancianos vestidos de blanco están en pie ante el gran trono blanco y ante el Divino que allí se sienta, blanco como la lana; aun a pesar de todas estas asociaciones acumuladas con todo lo que es dulce, y honorable, y sublime, todavía ahí se oculta un algo elusivo en la idea más profunda de esta tonalidad, que en el alma provoca más pánico que esa rojez que aterra en la sangre.
Es esta cualidad elusiva la que hace que la idea de la blancura, cuando es desligada de afiliaciones más afables, y emparejada a cualquier objeto terrorífico en sí mismo, incremente el terror hasta los más remotos límites. Observad la evidencia del oso blanco de los polos y del tiburón blanco de los trópicos; ¿qué es, sino su tersa, cuajada blancura, lo que les hace ser el trascendente horror que son? Esa pavorosa blancura es la que imparte tal aborrecible delicadeza, más repugnante que terrorífica, al necio refocilo de su aspecto. De manera que ni siquiera el tigre de fieras garras, en su heráldica piel, puede hacer que se tambalee el valor, tanto como el oso o el tiburón cubiertos de blanco[58].
Reparad en el albatros: ¿de dónde provienen esas nubes de asombro espiritual y pálido espanto en las que ese fantasma navega en toda imaginación? No fue Coleridge el primero en hacer ese encantamiento; sino la modesta gran laureada de Dios, la naturaleza[59].
Muy famosa en nuestros anales occidentales y en las tradiciones indias es la del corcel blanco de las praderas; un magnífico caballo de batalla, de un blanco lácteo, grandes ojos, cabeza pequeña, ancho de pecho, y con la dignidad de mil monarcas en su distinguido y jactancioso porte. Él era el Jerjes electo de las extensas hordas de caballos salvajes, cuyos pastos, en aquellos días, sólo estaban vallados por las Montañas Rocosas y las Alleghanies. A su llameante cabecera, él las guiaba en tropel hacia el oeste como la estrella elegida que cada tarde dirige la cáfila de luz. La centelleante cascada de su melena, la cometa curva de su cola le cubrían con gualdrapas más resplandecientes que las que hubieran podido proporcionarle batidores de oro y plata. Una muy imperial y arcangélica aparición de ese mundo occidental incorrupto, que a los ojos de los antiguos tramperos y cazadores revivía las glorias de esos tiempos primigenios en los que Adán caminaba majestuoso como un dios, intrépido y con la frente despejada como este poderoso caballo. Ya fuera marchando entre sus oficiales y ayudas de campo, a la vanguardia de innumerables cohortes que inacabablemente fluían por las praderas como un río Ohio; o acaso con sus súbditos en torno, pastando a todo alrededor del horizonte, el corcel blanco pasaba revista al galope con cálido hocico que enrojecía de su fresca lechosidad; fuera cual fuese el aspecto en que se presentara, para los indios más valerosos siempre era objeto de trémulo respeto y admiración. Y de lo inscrito en los legendarios registros respecto a este noble caballo no cabe poner en duda que era en especial su espiritual blancura lo que le revestía de divinidad; y que esa divinidad poseía en sí aquello que, aun requiriendo veneración, imponía a la vez un cierto innominado terror.
Pero existen otros ejemplos en los que la blancura pierde toda esa extraña y accesoria gloria que la inviste en el caballo blanco y en el albatros.
¿Qué es lo que en el hombre albino de manera tan peculiar repele y suele chocar a la vista, hasta el punto de que a veces le rechazan sus propios familiares? Es esa blancura que le envuelve, algo expresado por el nombre que se le da. El albino es un hombre tan bien formado como cualquier otro —no tiene deformidad sustancial— y, sin embargo, ese mero aspecto de blancura generalizada le hace más extrañamente repulsivo que el aborto más espantoso. ¿Por qué ha de ser así?
Tampoco, en bastantes otros aspectos, la naturaleza, en sus menos palpables, aunque no menos maliciosas potencias, deja de incluir entre sus fuerzas este atributo que corona lo terrible. Por su aspecto nevado, el enguantado fantasma de los Mares del Sur ha sido denominado la galerna blanca. Ni en algunos acontecimientos históricos ha omitido el arte de la malignidad humana tan potente auxiliar. ¡De qué manera tan fiera realza el efecto de ese pasaje de Froissart, cuando, enmascarados con el níveo símbolo de su facción, los desesperados caballeros blancos de Gante asesinan a su alguacil en la plaza del mercado!
Tampoco, en algunos asuntos, la común, hereditaria experiencia de la humanidad entera deja de dar testimonio de lo sobrenatural de este matiz. No puede en rigor dudarse que la cualidad visible del aspecto de los muertos que más aterroriza al que los observa es la marmórea palidez que allí subsiste; como si, de hecho, esa palidez fuera tanto el distintivo del pavor en el otro mundo, como el de la mortal aprensión aquí. Y de la palidez de los muertos adoptamos el expresivo color del sudario en el que los envolvemos. Ni siquiera en nuestras supersticiones dejamos de arrojar el mismo níveo manto sobre nuestros fantasmas: todos los espectros surgen en una niebla blanca láctea… Sí, mientras estos terrores se apoderan de nosotros, añadamos que incluso la reina de los terrores, al ser representada por el evangelista, cabalga sobre su pálido caballo.
Por tanto, aunque en sus otros estados de ánimo simbolice mediante la blancura lo que desee de grande o de glorioso, ningún hombre puede negar que en su más profunda significación idealizada suscita en el alma una peculiar aparición.
Mas aunque este punto quedara afirmado sin disensión, ¿cómo puede el hombre mortal dar de él explicación? Analizarlo parecería imposible. ¿Podemos entonces, por medio de citas de algunos de esos ejemplos en los que este asunto de la blancura (aunque por el momento, bien totalmente o en gran parte despojada de toda directa asociación calculada para revestirla de nada intimidante, no obstante, se observa que ejerce sobre nosotros el mismo embrujo, modificado del modo que sea)… podemos de este modo esperar arrojar luz sobre alguna clave fortuita que nos conduzca a la causa oculta que buscamos?
Intentémoslo. Mas en un asunto como éste sutileza llama a sutileza, y sin imaginación ningún hombre puede seguir a otro por estos aposentos. Y aunque sin duda al menos algunas de las imaginativas impresiones que van a ser presentadas pueden haber sido compartidas por la mayor parte de los hombres, no obstante, quizá pocos fueron totalmente conscientes de ellas en su momento y, por lo tanto, es posible que no sean capaces de recordarlas ahora.
¿Por qué al hombre de idealidad no guiada, que resulta estar apenas levemente familiarizado con el peculiar carácter de esa fecha, la mera mención de la semana de Pascua de Pentecostés le compone en la fantasía tales largas, desoladas y silenciosas procesiones de lentos peregrinos, abatidos y cubiertos de nieve recién caída? O, para el iletrado e indocto protestante de los estados medios americanos, ¿por qué la mención casual de un monje blanco o una monja blanca evoca en el alma tal estatua ciega?[60].
¿O qué es lo que hay, aparte de las tradiciones de guerreros y reyes a mazmorras confinados (que no serán suficientes para dar cuenta de ello), que haga que la Torre Blanca de Londres apele a la imaginación de un americano carente de mundo con un poder tan superior al de sus vecinas: la Torre de Byward, o incluso la Torre Sangrienta? Y esas torres aún más sublimes, las Montañas Blancas de New Hampshire, ¿de dónde que en estados de ánimo peculiares a la mera mención de ese nombre se cierna sobre el alma tal gigantesca cualidad espectral, mientras que la idea de las Montañas Blue Ridge de Virginia esté llena de suaves, candorosas y distantes ensoñaciones? ¿O por qué, independientemente de todas latitudes y longitudes, el nombre del Mar Blanco ejerce tal espectral impresión sobre la fantasía, mientras que el del mar Amarillo nos arrulla con mortales pensamientos de largas, lacadas y suaves tardes sobre las olas, seguidas de los más vistosos y aun así somnolientos crepúsculos? O, por elegir un ejemplo totalmente insustancial, dirigido exclusivamente a la fantasía, ¿por qué al leer los cuentos de hadas de la Europa central, el «alto hombre pálido» de las selvas del Hartz, cuya inmutable palidez se desliza incorruptible a través del verdor de los bosques… ¿por qué este fantasma es más terrible que todos los aullantes demonios del Blocksburg?
Y no es únicamente el recuerdo de sus terremotos que derriban catedrales; tampoco los estampidos de sus arrebatados mares; tampoco la ausencia de llanto de cielos áridos que nunca dan lluvia; tampoco la visión de su amplio campo de inclinados chapiteles, retorcidos sillares de clave, y cruces vencidas (como vergas oblicuas de flotas ancladas)[61]; ni sus avenidas suburbanas de medianerías que descansan unas en otras como un mazo de baraja tirado… no son sólo estas cosas las que hacen de Lima, la carente de lágrimas, la ciudad más extraña y más triste que podáis ver. Pues Lima ha adoptado el velo blanco; y en esta blancura de su desgracia hay un horror mayor. Vieja como Pizarro, esa blancura mantiene sus ruinas siempre nuevas; no admite el animado verdor de la decadencia total; cubre sus deshechas murallas con la rígida palidez de una apoplejía que fija sus propias distorsiones.
Sé que para la común aprehensión este fenómeno de la blancura no es reconocido como el agente principal en el engrandecimiento del terror de objetos ya de por sí terribles; tampoco hay para la mente no imaginativa nada de terror en esas apariencias cuyo pavor para otra mente casi sólo consiste en este único fenómeno, especialmente cuando se exhibe bajo cualquier forma que se aproxime a la mudez o la universalidad. Lo que quiero decir con estas dos afirmaciones quizá pueda ser elucidado respectivamente por los siguientes ejemplos.
Primero: el marinero, cuando se acerca a las costas de tierras extrañas, si por la noche escucha el rugir de rompientes, se precipita a vigilar, y siente únicamente la ansiedad que es necesaria para agudizar todas sus facultades; pero, bajo circunstancias exactamente iguales, levantadle de su coy para que contemple su barco navegando en un mar de medianoche de láctea blancura… como si desde promontorios a todo alrededor manadas de arqueados osos blancos estuvieran nadando en torno a él: entonces siente un mudo terror supersticioso, el fantasma amortajado de las blanqueadas aguas es tan horrible para él como un espectro real; en vano el escandallo le asegura que todavía está fuera de calado: corazón y caña, ambos caen[62]; no vuelve a descansar hasta tener de nuevo agua azul bajo él. Mas dónde está el marinero que os diga: «Señor, no era tanto el miedo de chocar contra rocas ocultas como el miedo de esa espantosa blancura lo que me ha inquietado».
Segundo: para el indio nativo del Perú, la vista constante de los Andes enjaezados de nieve no transmite ningún sobrecogimiento, excepto, quizá, el del mero fantasear de la eterna desolación helada que reina a tal vastas altitudes, y de la natural noción de lo espantoso que sería perderse en tan inhumanas soledades. Muy similar es lo que ocurre con el colonizador de Occidente, que considera con comparativa indiferencia una pradera ilimitada cubierta con una capa de nieve arrastrada por el viento, sin sombra de árbol o rama que rompa el trance fijo de la blancura. No así el marinero, al observar el paisaje de los mares antárticos, donde a veces, a causa de algún infernal truco de prestidigitación de las potencias del aire y de la escarcha, en lugar de arcoíris que hablen de esperanza y solaz a su miseria, él, tiritando y a medio naufragar, observa lo que parece un ilimitado camposanto haciéndole muecas con sus cruces astilladas y sus magros monumentos de hielo.
Mas vos decís, me parece a mí, que este capítulo de blanco de plomo sólo es una bandera blanca colgada de un alma pusilánime; os habéis rendido a la neurastenia, Ismael.
Explicadme por qué este fuerte potro nacido en algún pacífico valle de Vermont, muy alejado de todo depredador… por qué sucede que, en el día más soleado, con que te limites a agitar un manto nuevo de búfalo detrás de él, de manera que ni siquiera pueda verlo, sino sólo oler su fiero aroma animal… por qué se alterará, bufará, y con abultados ojos pateará el suelo en accesos de terror… En él no hay recuerdo de ninguna cornada de criaturas salvajes en su verde hogar del norte; de manera que el extraño aroma que olfatea no puede evocar para él nada asociado con la experiencia de antiguos riesgos; ¿pues qué sabe él, este potro de Nueva Inglaterra, de los bisontes negros del lejano Oregón?
No: mas aquí vos observáis, incluso en un necio bruto, el instinto del conocimiento del demonismo en el mundo. Aunque a miles de millas de Oregón, aun así, cuando olfatea la fragancia feroz, las hordas devastadoras de corneantes bisontes están tan presentes para él como para el abandonado potrillo salvaje de las praderas al que en este instante puede que estén pisoteando hasta pulverizarlo.
Así entonces, los encubiertos oleajes de un mar lácteo, los devastados crujidos de los festoneados hielos de las montañas, los desolados culebreos de las nieves de las praderas transportadas por el viento: ¡todo ello es para Ismael lo mismo que el zarandeo de ese manto de búfalo para el asustado potro!
Aunque ninguno sabe dónde residen los innombrados elementos de los que el místico signo aporta semejantes indicios, no obstante, para mí, como para el potro, esos elementos deben existir en alguna parte. Por más que en muchos aspectos suyos este mundo visible parezca hecho en el amor, las esferas invisibles se formaron en el terror.
Mas aún no hemos resuelto el encantamiento de esta blancura, ni aprendido por qué con tanta fuerza apela al alma; y más extraño y mucho más portentoso… por qué, como hemos visto, es a la vez el símbolo más significativo de los asuntos espirituales, qué digo, el propio velo de la deidad cristiana y, sin embargo, ha de ser, como es, el agente intensificador en las cuestiones más terroríficas para la humanidad.
¿Es que, por su imprecisión, realza los despiadados vacíos e inmensidades del universo, y de esta manera, cuando observamos las blancas profundidades de la Vía Láctea, nos golpea desde atrás con la idea de la aniquilación? ¿O es que como en esencia la blancura no es tanto un color, sino la visible ausencia de color, y a la vez la concreción de todos los colores, es por estas razones que en un extenso paisaje nevado hay tan muda carencia, llena de significado… una incolora plenitud de color de ateísmo, de la que nos retraemos? Y cuando consideramos esa otra teoría de los filósofos naturales, que todas las tonalidades terrenales —cada elegante o encantador ornato—, las dulces veladuras de los cielos y los bosques vespertinos, sí, y los metalizados terciopelos de las mariposas, y las mejillas de mariposa de las muchachas, todo ello no es sino sutil engaño, no inherente en realidad a la sustancia, sino sólo aplicado desde fuera; de manera que la entera deificada naturaleza se pinta toda ella como una mujerzuela cuyos encantos nada cubren salvo el osario que hay dentro; y cuando profundizamos y consideramos que el cosmético místico que produce cada una de sus tonalidades, el gran principio de la luz, permanece por siempre blanco o carente de color en sí, y que si operara sobre la materia sin nada que mediara, tocaría todos los objetos, incluso los tulipanes y las rosas, con su propio matiz vacío… ponderando todo esto, el universo paralizado yace ante nosotros como un apestado; y como los obstinados viajeros que en Laponia se niegan a llevar gafas coloreadas y coloreantes sobre sus ojos, así el miserable infiel mira el monumental sudario blanco que envuelve todo porvenir a su alrededor, hasta quedarse ciego. Y de todas estas cosas la ballena albina era el símbolo. ¿Os sorprendéis aún de la feroz cacería?