(Entra Ajab: después, todos.)
No fue mucho después del episodio de la pipa cuando una mañana, poco más tarde del desayuno, Ajab, como tenía por costumbre, ascendió por el portalón de la cabina hasta cubierta. La mayoría de los capitanes de barco suelen pasearse allí a esa hora, lo mismo que los caballeros de la nobleza rural, tras esa misma comida, dan unos paseos por el jardín.
Pronto se escuchó su firme y marfileño paso ir y venir en sus acostumbradas rondas sobre unas planchas tan habituadas a su andar que, como piedras geológicas, estaban todas ellas señaladas con la peculiar marca de su zancada. Si, además, observarais fijamente esa frente surcada y marcada, allí también veríais huellas aún más extrañas… Las huellas de su único insomne pensamiento, siempre caminando sobre sus propios pasos.
Pero en la ocasión que nos ocupa esas marcas parecían más profundas, igual que su nervioso andar de aquella mañana dejaba una más profunda señal. Y tan repleto de su propio pensamiento estaba Ajab, que en cada giro uniforme que daba, ora hacia el palo mayor, ora hacia la bitácora, al volverse casi podíais ver ese pensamiento volverse en él y, al andar, andar en él; de hecho, le poseía de manera tan completa que todo parecía sólo el molde interno de cada movimiento externo.
—¿Le estás viendo, Flask? —susurró Stub—. El pollo que tiene dentro picotea el cascarón. Pronto saldrá.
Las horas transcurrieron; Ajab ahora encerrado dentro de su cabina; al poco paseando la cubierta, con el mismo intenso fanatismo de intención en su aspecto.
El final del día se acercaba. De pronto se detuvo junto a la amurada, e insertando su pata de hueso en la cavidad de broca que allí había, y con una mano agarrando un obenque, ordenó a Starbuck que reuniera a todos a popa.
—¡Señor! —dijo el oficial, sorprendido ante una orden que, excepto en caso extraordinario, raramente o nunca se da a bordo.
—Reunid a todos a popa —repitió Ajab—. ¡Topes, eh! ¡Bajad!
Cuando toda la tripulación del barco estuvo reunida, y le observaba con rostros curiosos y no totalmente serenos, pues tenía un aspecto semejante al horizonte cuando se aproxima la tormenta, Ajab, tras echar una rápida ojeada sobre las amuradas, y penetrar después con sus ojos entre la tripulación, arrancó desde su sitio; y, como si no hubiera ni un alma cerca de él, reanudó sus robustos paseos por la cubierta. Con la cabeza inclinada y el sombrero medio gacho, siguió paseando, sin prestar atención a los murmullos de interrogación entre los hombres; hasta que Stub, con cautela, le comentó a Flask que Ajab les debía de haber reunido allí con el propósito de hacerles observar una proeza pedestre. Mas esto no duró mucho. Deteniéndose vehementemente, gritó:
—¿Qué es lo que hacéis cuando divisáis una ballena, marineros?
—¡Cantar la alerta por ella! —fue la impulsiva respuesta de una veintena de voces reunidas.
—¡Bien! —gritó Ajab con feroz aquiescencia en su tono, al observar el ánimo entusiasta que de forma tan magnética les había imbuido esta inesperada pregunta.
—¿Y qué es lo que hacéis después, marineros?
—¡Arriar, y tras ella!
—¿Y cuál es la canción al son de la que bogáis, marineros?
—¡O ballena muerta, o lancha desfondada!
Con cada grito, el rostro del viejo se volvía cada vez más extraña y fieramente satisfecho y conforme; los marineros, mientras, empezaban a mirarse entre sí con curiosidad, como asombrados de sí mismos por entusiasmarse tanto ante preguntas aparentemente tan desprovistas de intención.
Pero de nuevo se tornaron todo ansia cuando Ajab, medio girando ahora en su cavidad de pivote, agarrando un obenque con una mano en alto, aferrándolo con fuerza, casi convulsivamente, se dirigió a ellos de la siguiente manera:
—Todos vosotros, vigías, me habéis escuchado antes dar órdenes referentes a una ballena blanca. ¡Observad! —sujetaba una gran moneda brillante al sol—. ¿Veis esta onza española de oro? Es una pieza de dieciséis dólares, marineros… Un doblón. ¿La veis? Señor Starbuck, dadme aquella mandarria.
Mientras el oficial cogía el martillo, Ajab, sin decir nada, frotaba lentamente la pieza de oro contra los faldones de su levita, como si quisiera aumentar su lustre, y a la vez, sin emplear palabra alguna, runruneaba suavemente para sí, produciendo un sonido tan extrañamente ahogado e inarticulado, que parecía el murmullo mecánico de los engranajes de su vitalidad interior.
Al recibir de Starbuck la mandarria, avanzó hacia el palo mayor con la herramienta alzada en una mano, exhibiendo el oro con la otra, y exclamando con voz potente:
—Quienquiera de vosotros que me divise una ballena de cabeza blanca, con frente arrugada y mandíbula torcida; quienquiera de vosotros que me divise esa ballena de cabeza blanca, con tres orificios perforados en la palma de estribor de su cola… Fijaos, quienquiera de vosotros que me divise esa misma ballena blanca, ¡ése tendrá esta onza de oro, muchachos!
—¡Hurra! ¡Hurra! —gritaron los marineros, mientras, agitando al aire sus gorros, celebraban el acto de clavar el oro al mástil.
—Es una ballena blanca, digo —continuó Ajab al arrojar la mandarria—. Una ballena blanca. Pelaos los ojos por ella, marineros; buscad con ahínco agua blanca; en cuanto veáis una sola burbuja, cantad la alerta.
Durante todo este tiempo Tashtego, Daggoo y Queequeg habían mirado con un interés y sorpresa aún más intensos que los del resto, y al mencionarse la frente arrugada y la mandíbula curva se habían sobresaltado como si cada uno por separado se hubiera visto afectado por una reminiscencia concreta.
—Capitán Ajab —dijo Tashtego—, esa ballena blanca debe ser la misma que algunos llaman Moby Dick.
—¿Moby Dick? —gritó Ajab—. ¿Conoces entonces a la ballena blanca, Tash?
—¿Abanica con la cola de una manera curiosa antes de sumergirse, capitán? —dijo el indio, reflexionando.
—¿Y tiene también un chorrear extraño —dijo Daggoo—, muy espeso, incluso para una parmaceti, y tremendamente vivo, capitán Ajab?
—Y tiene uno, dos, tres… ¡oh! muchos fierros en piel suya, también, capitán —gritó Queequeg atropelladamente—, todos atorcidos-i entorcidos-i, como el… el… —trastabillándose mucho en busca de una palabra y atornillando con su mano, girando y girando, como si descorchara una botella—, como el… el…
—¡Sacacorchos! —gritó Ajab—. Sí, Queequeg, los arpones están en él todos torcidos y doblados; sí, Daggoo, su chorro es grande, como una gavilla entera de trigo, y blanco como un montón de nuestra lana de Nantucket tras el gran esquileo anual; sí, Tashtego, y abanica como un foque roto en una galerna. ¡Muerte y demonios, marineros, es Moby Dick al que habéis visto…! ¡Moby Dick!… ¡Moby Dick!
—Capitán Ajab —dijo Starbuck, que junto a Stubb y Flask hasta ahora había estado observando a su superior cada vez con mayor sorpresa, aunque finalmente parecía haber caído en una idea que de alguna manera explicaba todo el misterio—. Capitán Ajab, he oído hablar de Moby Dick: ¿no fue acaso Moby Dick quien os arrancó vuestra pierna?
—¿Quién os dijo eso? —gritó Ajab; entonces, haciendo una pausa…—. Sí, Starbuck; sí, queridos míos en torno a mí, fue Moby Dick quien me desarboló; Moby Dick quien me trajo a este muñón muerto sobre el que me sustento ahora. ¡Sí, sí! —gritó con un terrible y fragoroso gemido animal, como el de un alce encelado—. ¡Sí, sí! Fue esa maldita ballena blanca la que me cercenó; ¡hizo de mí un pobre hombre apuntalado por siempre jamás! —y alzando entonces ambos brazos, con desmedidas maldiciones, gritó—: ¡Sí, sí! Y antes que renunciar a ella la perseguiré más allá de Buena Esperanza, y más allá de Hornos, y más allá del Maelstrom de Noruega, y más allá de las llamas de la perdición. ¡Y para esto es para lo que habéis embarcado, marineros! Para cazar a esa ballena blanca a ambos lados de tierra, y por todas las partes del mundo, hasta que su chorrear sea negra sangre y voltee la aleta fuera. ¿Qué decís, marineros, ayustaréis por ello ahora las manos? Creo que tenéis aspecto valiente.
—¡Sí, sí! —gritaron arponeros y marineros, acercándose al excitado viejo—. ¡Ojo agudo para la ballena blanca, lanza aguda para Moby Dick!
—Que Dios os bendiga —parecía medio sollozar y medio gritar—. Que Dios os bendiga, marineros. ¡Mozo!, ve a por la medida grande de grog. Pero ¿por qué esa cara larga, señor Starbuck? ¿No queréis dar caza a la ballena blanca? ¿No estáis maduro para Moby Dick?
—Estoy maduro para su torcida mandíbula, capitán Ajab, y para las mandíbulas de la muerte también, si honestamente llega en el desempeño del oficio que practicamos; pero yo vine aquí a cazar ballenas, no a cazar la venganza de mi comandante. ¿Cuántos barriles os proporcionaría vuestra venganza, si es que la obtuvierais, capitán Ajab? No os darían mucho por ella en nuestro mercado de Nantucket.
—¡Mercado de Nantucket! ¡Bah! Mas acercaos, Starbuck; vos requerís un nivel algo más profundo. Si el dinero va a ser la vara de medir, compañero, y los contables han computado el globo, su gran contaduría, rodeándolo con guineas, una por cada tercio de pulgada, dejadme entonces que os diga que mi venganza producirá un gran beneficio ¡aquí!
—Se golpea el pecho —susurró Stubb—, ¿a qué viene eso? Para mí que suena muy grande, aunque vacío.
—¡Vengarse de un necio animal —gritó Starbuck—, que simplemente os atacó por el más ciego instinto! ¡Demencia! Capitán Ajab, encolerizarse contra un ser simple resulta blasfemo.
—Escuchad vos, aun otra vez… el nivel algo más profundo[51]. Todos los objetos visibles, señor, sólo son máscaras de cartón. Pero en cada suceso… en el acto viviente, el hecho irrebatible… allí, algún ente desconocido, aunque racional, imprime el molde de sus rasgos desde detrás de la máscara que no razona. Si el hombre quiere golpear, ¡que golpee traspasando la máscara! ¿Cómo puede el prisionero llegar al exterior, sino atravesando la pared por la fuerza? Para mí, la ballena blanca es esa pared, acercada e empujones hasta mí. A veces pienso que más allá no hay nada. Pero es suficiente. Me oprime; me abruma; en ella veo una fortaleza atroz, con una inescrutable malicia que la robustece. Ese algo inescrutable es lo que más odio; y ya sea la ballena blanca el agente, ya sea el principal, descargaré ese odio sobre ella. No me habléis de blasfemia, señor; golpearía al sol si me insultara. Pues si el sol pudiera hacer eso, yo podría hacer lo otro; puesto que siempre existe una especie de juego limpio en esto, al ser la envidia quien preside sobre todas las creaciones. Pero ni siquiera, compañero, ese juego limpio es mi dueño. ¿Quién está por encima de mí? La verdad no tiene confines. ¡Apartad vuestro ojo! ¡Más intolerable que los encaros del enemigo es una mirada necia! Vaya, vaya; enrojecéis y palidecéis; mi ardor os ha derretido hasta el fulgor de la ira. Mas observad, Starbuck, lo que se dice en ardor, eso se desdice a sí mismo. Existen hombres de quienes palabras ardientes son indignidad menor. No pretendía enfureceros. Dejadlo pasar. ¡Mirad!, observad aquellas mejillas turcas de bronceado a manchas… imágenes vivas, que respiran, pintadas por el sol. Los leopardos paganos… los seres que no se preocupan y no adoran, que viven; y buscan, ¡y no dan razones para la tórrida vida que sienten! ¡La tripulación, compañero, la tripulación! ¿No están todos y cada uno con Ajab en este asunto de la ballena? ¡Ved a Stubb! ¡Se ríe! ¡Ved a aquel chileno de allá! Bufa de pensar en ello. ¡Starbuck, vuestro único y zarandeado tallo no puede manteneros firme en medio del huracán general! ¿Y de qué se trata? Reconocedlo. Sólo se trata de ayudar a arponear una aleta; nada especial para Starbuck. ¿Qué otra cosa es? La mejor lanza de Nantucket ciertamente no se echará atrás, entonces, ante esta concreta humilde cacería, siendo que todos los tripulantes de a pie han agarrado una piedra de afilar. ¡Ah! Las compulsiones se apoderan de vos; ¡ya veo! ¡La ola os eleva! ¡Hablad! ¡Pero hablad!… ¡Sí, sí! Vuestro silencio, entonces; eso os expresa. (Aparte.) Algo salió disparado de mis dilatadas aletas nasales; él en sus pulmones lo ha inhalado. Ahora Starbuck es mío; no puede oponérseme ya sin rebelión.
—¡Dios me guarde!… ¡Nos guarde a todos! —murmuró Starbuck en voz baja.
Pero en su alegría ante la hechizada, tácita aquiescencia del primer oficial, Ajab no escuchó la premonitoria invocación; ni tampoco la mortecina risa que salió de la bodega; ni las agoreras vibraciones de los vientos en la jarcia; ni el vacío ondear de las velas contra los mástiles cuando por un momento se desinflaron. Pues de nuevo los humillados ojos de Starbuck se iluminaron con la terquedad de la vida; la risa subterránea se extinguió; los vientos volvieron a soplar; las velas se inflaron; el barco se alzó y cabeceó como lo hacía antes. ¡Ah, admoniciones y advertencias! ¿Por qué, cuando llegáis, no permanecéis? ¡Pero más bien vos, sombras, sois predicciones que advertencias! Sin embargo, no tanto predicciones desde el exterior como verificaciones de lo precedente interior. Pues existiendo poco externo que nos coerza, las más profundas necesidades de nuestro ser, éstas, siguen impeliéndonos.
—¡La medida! ¡La medida! —gritó Ajab.
Al recibir el rebosante peltre, y volviéndose hacia los arponeros, les ordenó que sacasen sus armas. Luego, alineándolos ante él cerca del cabrestante, con sus arpones en la mano, mientras los tres oficiales permanecían a su lado con sus lanzas, y el resto de la dotación del barco formaba un círculo alrededor del grupo, estuvo durante un instante observando inquisitivamente a todos los hombres de su tripulación. Y aquellos ojos feroces se encontraron con los suyos, como los ojos inyectados de sangre de los lobos de la pradera se encuentran con los del jefe de su manada antes de que al frente de ella éste se lance tras el rastro del bisonte; aunque ¡ay!, sólo para caer en la oculta trampa del indio.
—¡Bebed y pasadlo! —gritó, entregando el bien cargado jarro al marinero más cercano—. Que ahora sólo beba la tripulación. ¡Pasadlo, vamos, pasadlo! Sorbos cortos… tragos largos, marineros; está caliente como la pezuña de Satán. Vaya, vaya; va pasando excelentemente. Espiraliza en vosotros; salta como el guiño de la serpiente. Bien hecho: casi vacío. Por ese lado se fue, por éste llega. Dádmelo… ¡Vacío está! Sois como los años, marineros; así se bebe de un trago la rebosante vida. ¡Mozo, vuelve a llenar!
»Atended ahora, mis valientes. Os he convocado a todos alrededor de este cabrestante; y vosotros, oficiales, flanqueadme con vuestras lanzas; y vosotros, arponeros, permaneced allí con vuestros hierros; y vosotros, bravos marineros, haced un cerco a mi alrededor, que de algún modo pueda yo revivir una noble costumbre de mis antepasados pescadores. Oh, marineros, ahora veréis que… ¡Ja! Muchacho, ¿ya has vuelto? Los peniques falsos no vuelven antes. Dádmelo. Bueno, este peltre estaría ahora rebosando otra vez, si no fueras el trasgo de san Vito… ¡Aléjate, peste!
»¡Avanzad, oficiales! Cruzad vuestras lanzas extendidas ante mí. ¡Bien hecho! Dejadme tocar el eje.
Diciendo lo cual, con el brazo extendido, agarraba las tres radiales lanzas horizontales en el centro en que se cruzaban; las agitó brusca y nerviosamente mientras lo hacía, mirando entretanto intencionadamente de Starbuck a Stubb, de Stubb a Flask. Parecía como si, por mor de cierta innominada volición interior, hubiera intencionadamente provocado en ellos la descarga eléctrica de la misma ígnea emoción acumulada en la botella de Leyden de su propia vida magnética. Los tres oficiales retrocedieron ante su poderoso, firme y místico aspecto. Stubb y Flask apartaron a un lado la mirada; los honestos ojos de Starbuck se inclinaron.
—¡En vano! —gritó Ajab—, pero quizá esté bien. Pues si vosotros tres recibierais aunque sólo fuera una vez la descarga con toda su fuerza, entonces mi propia facultad eléctrica, eso, quizá habría expirado de afuera de mí. Acaso, quizá, os hubiera hecho caer muertos. Acaso no la necesitarais. ¡Abajo las lanzas! Y ahora, a vosotros oficiales, a vosotros os nombro los tres coperos de mis tres parientes paganos ahí situados… aquellos tres muy honorables nobles y caballeros, mis valientes arponeros. ¿Desdeñáis la tarea? ¿Cómo, si incluso el gran papa lava los pies de los mendigos, utilizando su tiara como aguamanil? ¡Oh, mis dulces cardenales! Vuestra propia condescendencia, eso os inclinará a hacerlo. Yo no os ordeno; vos lo deseáis. ¡Vosotros, arponeros, cortad los nudos y sacad las pértigas!
Obedeciendo silenciosamente la orden, los tres arponeros estaban ahora ante él, descubierta la parte de hierro de sus arpones, de unos tres pies de largo, con los garfios hacia arriba.
—¡No me apuñaléis con ese agudo acero! ¡Apartadlos; dadlos la vuelta!, ¿no conocéis la base de la copa? ¡Poned el calce hacia arriba! Así, así; ahora, coperos, avanzad. ¡Los hierros!: cogedlos. ¡Sujetadlos mientras lleno!
Inmediatamente, yendo lentamente de un oficial a otro, llenó a rebosar los calces de los arpones con las ígneas aguas del jarro.
—Ahora tres para tres estáis. ¡Encomendad los cálices asesinos! Ofrecedlos, vosotros que ahora sois hechos partícipes de esta indisoluble liga. ¡Ja! ¡Starbuck! ¡Pero lo hecho, hecho está! Aquel sol que da fe, espera ahora para posarse sobre ello. ¡Bebed, arponeros! Bebed y jurad, vosotros, compañeros que ocupáis la mortal proa de la ballenera: ¡Muerte a Moby Dick! ¡Que Dios nos dé caza a todos si nosotros no cazamos a Moby Dick hasta que muera!
Las largas y garfiadas copas de hierro se elevaron; y a los gritos y maldiciones contra la ballena blanca, de un solo trago se consumieron simultáneamente las espiritosas bebidas. Starbuck palideció, se volvió y se estremeció. Una vez más, y finalmente, el peltre repleto dio la vuelta entre la frenética tripulación; tras lo cual, haciendo una indicación con su mano libre, todos se dispersaron; y Ajab se retiró al interior de su cabina.