Cuando Stubb se ausentó, Ajab estuvo un rato recostado sobre la amurada; y como últimamente había sido usual en él, llamó a un marinero de la guardia y le envió abajo, a por su taburete de marfil, y también a por su pipa. Encendiendo la pipa en la lámpara de la bitácora y plantificando el taburete en la banda de barlovento de la cubierta, se sentó y fumó.
En tiempos de los antiguos escandinavos, cuenta la tradición, los tronos de los reyes daneses, amantes del mar, estaban fabricados con los colmillos del narval. ¿Cómo, pues, podía uno mirar a Ajab, sentado en ese trípode de huesos, sin que le recordara la realeza que simbolizaba? Pues Ajab era un kan de las planchas, y un rey del mar, y un gran señor de los leviatanes.
Pasaron algunos momentos durante los cuales el espeso humo salió de su boca en rápidas y constantes bocanadas, que volvían de nuevo a su cara.
—¿Cómo es que este fumar ya no tranquiliza? —monologó finalmente, retirando la boquilla—. ¡Oh, pipa mía!, ¡mal me debe ir si vuestro encanto ha desaparecido! Aquí he estado, esforzándome inconscientemente, no disfrutando… sí, e ignorantemente fumando a barlovento todo el rato; a barlovento, y con bocanadas tan nerviosas como si, lo mismo que la ballena moribunda, mis chorros finales fueran los más fuertes y más cargados de dificultad. ¿Qué tengo que ver yo con esta pipa? Esta cosa que está ideada para la serenidad, para lanzar suaves humos blancos entre suaves cabellos blancos, no entre desarraigados rizos de color gris de hierro, como los míos. No fumaré más…
Lanzó la pipa, todavía encendida, al mar. El fuego siseó en las olas; en el mismo instante el barco pasó raudo sobre la burbuja que hizo la pipa al hundirse. Con sombrero gacho, Ajab paseó las planchas, renqueante.