Pasaron algunos días, y con el hielo y los icebergs a popa, el Pequod atravesó ahora sin dificultad la brillante primavera de Quito, que en el mar reina casi perpetuamente en el umbral del eterno agosto de los trópicos. Los días tibiamente frescos, claros, tintineantes, perfumados, desbordantes, copiosos eran como ciborios de cristal de rebosante sorbete persa… copeteado con nieve de agua de rosas. Las estrelladas y majestuosas noches parecían altivas damas ataviadas con enjoyados terciopelos, guardando en su casa, en solitaria honra, el recuerdo de sus ausentes duques conquistadores, ¡los soles de dorados yelmos! Para el hombre soñoliento era difícil escoger entre tan encantadores días y tan seductoras noches. Pero todos los embrujos de ese tiempo que no empalidecía no sólo procuraban nuevos encantamientos y potencias al mundo exterior. Interiormente se volvían sobre el alma, especialmente cuando llegaban las tranquilas y amables horas del caer de la tarde; entonces la memoria disparaba sus cristales como los que el diáfano hielo suele formar en silenciosos crepúsculos. Y todas estas sutiles agencias actuaban cada vez más sobre la textura de Ajab.
La vejez siempre es desvelada; como si el hombre, cuanto más enlazado a la vida, menos tenga que ver con nada que se asemeje a la muerte. De entre los capitanes de barco, son los viejos de barbas grises los que con mayor frecuencia dejan sus literas para visitar la cubierta arropada de la noche. Así sucedía con Ajab; únicamente que ahora, recientemente, tanto parecía vivir al aire libre que, hablando sinceramente, sus visitas eran más bien a la cabina que de la cabina a las planchas.
—Parece como bajar a la tumba de uno –murmuraba para sí–, que un viejo capitán como yo esté descendiendo por este estrecho escotillón, para ir a mi litera de fosa excavada.
Así que, casi cada veinticuatro horas, cuando se habían establecido las guardias de la noche, y la cuadrilla de cubierta vigilaba los profundos sueños de la cuadrilla de abajo; y cuando si había que halar un cabo sobre el castillo, los marineros no lo tiraban con rudeza, como hacían por el día, sino que lo dejaban caer en su lugar con cautela, por temor a molestar a sus compañeros dormidos; cuando esta especie de uniforme quietud comenzaba a prevalecer, el silencioso timonel solía observar habitualmente el escotillón de la cabina y no mucho después surgía el viejo, aferrando el barandal de hierro para asistir su lisiado andar. Algún considerado toque de humanidad había en él; ya que en ocasiones como éstas solía abstenerse de patrullar el alcázar; pues para sus cansados oficiales, que buscaban reposo a seis pulgadas de su talón de marfil, tal hubiera sido el reverberante crujido y clamor de aquel óseo andar que sus sueños habrían versado sobre los trituradores dientes de los tiburones. Pero en una ocasión su inclinación fue demasiado intensa para comunes miramientos; y cuando con pesados y torpes pasos estaba midiendo el barco desde el coronamiento hasta el palo mayor, Stubb, el peculiar segundo oficial, subió desde abajo, y con cierto inseguro agraviante humor dio a entender que si al capitán Ajab le placía pasear las planchas, entonces nadie podía decir nones; pero que podría haber alguna forma de amortiguar el ruido, indicando indistinta y dubitativamente algo sobre una bola de estopa, y la inserción en ella del talón de marfil. ¡Ah, Stubb, entonces no conocíais a Ajab!
—¿Soy una bala de cañón, Stubb, que vos me retacaríais de ese modo? –dijo Ajab–. Mas seguid vuestro camino; lo he olvidado. Abajo, a vuestra tumba nocturna, donde los que sois como vos dormís entre mortajas, para acostumbraros a la del remate final… ¡Abajo, perro, meteos a la perrera!
Sobresaltado ante la imprevista exclamación conclusiva del tan repentinamente despectivo viejo, Stubb quedó sin habla un instante; entonces dijo con excitación:
—No estoy acostumbrado a que me hablen de esa manera, señor; no me agrada en modo alguno, señor.
—¡Deteneos! –gritó Ajab entre sus apretados dientes, y apartándose violentamente, como si quisiera evitar una pasional tentación.
—No, señor; aún no –dijo Stubb, envalentonado–, no dejaré dócilmente que me llamen perro, señor.
—Entonces sed llamado diez veces burro, y mulo, y asno, y retiraos, ¡o le libraré al mundo de vos!
Mientras decía esto, Ajab avanzó sobre él con tal imponente terror en su aspecto que Stubb retrocedió involuntariamente.
—Nunca se me trató así sin dar un buen golpe a cambio –murmuró Stubb al encontrarse a sí mismo descendiendo el escotillón de la cabina–. Es muy raro. Detente, Stubb; de algún modo, ahora no sé bien si volver y golpearle, o… ¿qué es eso?… ¿arrodillarme aquí y rezar por él? Sí, ése es el pensamiento que surge en mí; pero hubiera sido la primera vez que jamás en verdad rezara. Es raro, muy raro, y también él es raro. Sí, le tomes de proa y de popa, es probablemente el viejo más raro con el que Stubb jamás navegó. ¡Con qué refulgente mirada me miró!… ¡Sus ojos como platillos de una balanza! ¿Está loco? De cualquier modo, algo hay en su mente, tan seguro como que algo ha de haber en una cubierta cuando cruje. Ahora, además, no está en su cama más de tres horas de las veinticuatro; y durante ellas no duerme. ¿No me dijo ese Dough-Boy, el mozo, que de mañana siempre encuentra la ropa del coy del viejo toda arrugada y revuelta, y las sábanas a los pies, y el cubrecama casi hecho nudos, y la almohada como terriblemente caliente, lo mismo que si hubiera habido en ella un ladrillo horneado? ¡Un viejo caliente! Supongo que tiene lo que alguna gente en tierra llama conciencia; es una especie de tic-del-loro[37], dicen… Un dolor de muelas no es peor. Bien, bien; no sé lo que es, pero que el Señor me guarde de pillarlo. Está lleno de arrugas; me pregunto para qué va todas las noches a la bodega de la despensa, como me dice Dough-Boy que cree que hace; ¿para qué hace eso, me gustaría saber? ¿Quién se cita con él en la bodega? ¿No es extraño, eh? Pero es el viejo juego, no se sabe… Ahí voy a dar una cabezada. Maldita sea mi sombra, ¿le merece la pena a uno venir al mundo sólo para caer dormido en seguida? Y ahora que lo pienso, eso más o menos es lo primero que hacen los niños, y eso parece extraño, también. Maldita sea mi sombra, pero todo es extraño si te pones a pensarlo. Pero eso va en contra de mis principios. No pensar es mi undécimo mandamiento; y duerme cuando puedas, el duodécimo… Así que aquí voy otra vez. Mas ¿cómo es eso? ¿No me llamó perro? ¡Demonios! Me llamó diez veces burro, ¡y encima de eso apiló un montón de asnos! Bien podía haberme dado una patada, para acabar de una vez. Quizá de verdad me pegó, y no lo vi; tan absolutamente desconcertado estaba con su frente, de alguna manera. Destellaba como un hueso blanqueado. ¿Qué demonios me ocurre? No me tengo bien sobre las piernas. Es como si al entrar en colisión contra ese viejo se me hubiera salido el lado malo afuera. Pero por Dios que debo haber estado soñando, no obstante… ¿Cómo?, ¿cómo?, ¿cómo?… Pero el único modo es guardármelo; así que aquí voy al coy de nuevo; y por la mañana veré cómo este fastidioso tejemaneje se presenta a la luz del día.