12.
Biográfico

Queequeg era nativo de Kokovoko, una isla muy lejos al oeste y al sur. No está recogida en ningún mapa; los lugares auténticos nunca lo están.

Siendo un salvaje recién incubado, que correteaba montaraz por sus bosques nativos con un taparrabos de hierbas, seguido por cabras rumiantes como si fuera un verde brote; incluso entonces, en la ambiciosa alma de Queequeg se ocultaba el intenso deseo de ver algo más de la cristiandad que uno o dos especímenes de ballenero. Su padre era un gran jefe, un rey; su tío un gran sacerdote; y por el lado materno alardeaba de tías que eran esposas de guerreros invencibles. En sus venas había sangre excelente… sustancia de reyes; aunque desgraciadamente viciada, me temo, por la propensión caníbal que cultivó en su indisciplinada juventud.

Un barco de Sag-harbor visitó la bahía de su padre, y Queequeg pidió un pasaje a tierras cristianas. Pero el barco, al tener su dotación de marineros completa, rechazó su instancia; y ni siquiera toda la influencia de su padre, el rey, pudo conseguirlo. Mas Queequeg hizo un voto. Él solo en su canoa remó hasta un lejano estrecho que sabía que el barco debía atravesar cuando dejara la isla. De un lado había un arrecife de coral; del otro una lengua de tierra baja, cubierta con matorral de mangle que crecía hacia el agua. Ocultando su canoa todavía a flote entre este matorral, con su proa hacia el mar, se sentó en la popa, el remo abajo en la mano; y cuando el barco pasaba deslizándose, salió lanzado como un relámpago; ganó su costado; volcó con el pie su canoa y la hundió; trepó por las cadenas; y tirándose todo lo largo que era sobre la cubierta, se aferró allí a un cáncamo de argolla y juró no soltarse aunque lo despedazaran.

En vano amenazó el capitán con tirarle por la borda, suspendió un alfanje sobre sus desnudas muñecas: Queequeg era el hijo de un rey, y Queequeg no se apartó. Movido por su desesperado arrojo y su feroz deseo de visitar la cristiandad, el capitán finalmente transigió, y le dijo que podía acomodarse. Mas este distinguido joven salvaje… este príncipe de Gales del mar, nunca vio la cabina del capitán. Le pusieron entre los marineros, e hicieron de él un ballenero. Y al igual que el zar Pedro, que se mostró conforme a trabajar en los astilleros de ciudades extranjeras, Queequeg no desdeñó ninguna aparente ignominia si con ello quizá podía obtener potestad para ilustrar a sus incultos compatriotas. Pues en el fondo —eso me dijo— le movía un profundo deseo de aprender entre los cristianos las artes con las que hacer a su gente todavía más feliz de lo que era y, más que eso, todavía mejor de lo que era. Pero, ¡ay!, las prácticas de los balleneros pronto le convencieron de que incluso los cristianos pueden ser miserables, y también perversos; infinitamente más que todos los paganos de su padre. Llegado finalmente al viejo Sag-harbor y viendo lo que los marineros hacían allí; yendo entonces a Nantucket, y viendo cómo gastaban sus pagas también en aquel lugar, el pobre Queequeg se dio por vencido. Es un mundo perverso en todos los meridianos, pensó: moriré pagano.

Y así un viejo idólatra de corazón vivía no obstante entre estos cristianos, llevaba sus ropas y trataba de hablar su galimatías. De ahí sus extrañas maneras, a pesar de llevar ya cierto tiempo lejos de su hogar.

Por medio de señas, le pregunté si no se proponía volver y ser coronado, dado que ya podía considerar a su padre fallecido, pues, según los últimos informes, estaba muy viejo y débil. Me contestó que no, que aún no; y añadió que temía que la cristiandad, o más bien los cristianos, le hubieran hecho inmerecedor de ascender al puro e impoluto trono de treinta reyes paganos anteriores a él. Pero volvería, dijo, con el tiempo… Tan pronto como se sintiera de nuevo bautizado. Por el momento, sin embargo, se proponía navegar de un lado a otro, y echar una cana al aire por todos los cuatro océanos. Habían hecho de él un arponero, y ese hierro garfiado ocupaba ahora el lugar de un cetro.

Le pregunté cuál podría ser su propósito inmediato en lo tocante a sus movimientos futuros. Me contestó que hacerse de nuevo a la mar en su antigua vocación. Ante lo cual le dije que la pesca de la ballena era mi propio objetivo, y le informé de mi intención de zarpar desde Nantucket, al ser el puerto más prometedor desde donde embarcarse para un ballenero inquieto. Inmediatamente decidió acompañarme a esa isla, enrolarse a bordo de la misma nave, meterse en la misma guardia, la misma lancha, el mismo turno de comida que yo, en pocas palabras, compartir mi entera suerte; con mis dos manos en las suyas, audazmente meter la cuchara en la cazuela de ambos mundos. A todo esto yo asentí jubilosamente; pues aparte del afecto que sentía ahora por Queequeg, él era un experimentado arponero, y como tal no podía dejar de ser de gran utilidad para alguien que, como yo, bien que familiarizado con el mar tal como les es conocido a los marinos mercantes, era enteramente ignorante de los misterios de la pesca de la ballena.

Terminada su historia con la última agonizante bocanada, Queequeg me abrazó, presionó su frente contra la mía y, apagando la luz de un soplido, nos dimos la vuelta alejándonos el uno del otro, a este y aquel lado, y muy pronto estuvimos durmiendo.