Rápidamente seguí su ejemplo, y descendiendo al bar, muy amigablemente abordé al sonriente posadero. No albergaba rencor hacia él, aunque hubiera estado mofándose no poco de mí en el asunto de mi compañero de cama.
Por más que una buena risa es cosa estupenda, y cosa estupenda más bien demasiado escasa; a más lamentar. Así que, si cualquier hombre, en su propia peculiar persona, alberga materia para gastar una buena broma a alguien, que no se retraiga, que alegremente permita que le empleen y emplearse de esa manera. Y en el hombre que tiene algo pródigamente risible en sí, estad seguros de que en ese hombre hay más de lo que quizá consideréis.
El bar estaba ahora lleno de los huéspedes que habían ido llegando la noche anterior, y a los cuales yo todavía no había echado una buena mirada. Casi todos eran balleneros; primeros oficiales, y segundos oficiales, y terceros oficiales, y carpinteros de barco, y toneleros de barco, y herreros de barco, y arponeros, y guardanaves: una compañía de boscosas barbas, curtida y fornida; un conjunto peludo, no trasquilado, vistiendo todos cazadoras a modo de batín de mañana.
Muy fácilmente podías decir cuánto tiempo había estado en tierra cada uno. La sana mejilla de este joven es de una tonalidad como la pera tostada al sol, y pareciera oler casi así de almizcleña; no puede llevar tres días desembarcado de su viaje a la India. El hombre a su lado parece unos tonos más claro; podrías decir que en él hay un toque de madera de satín. En el aspecto de un tercero todavía perdura un bronceado tropical, aunque, con todo, levemente blanqueado; él, sin duda, ha permanecido semanas enteras en tierra. Mas quién podía lucir una mejilla como la de Queequeg, que, rayada con diversas tinturas, parecía mostrar, como la vertiente occidental de los Andes, climas contrapuestos, zona a zona.
—¡El condumio! —gritó ahora el posadero, abriendo de golpe la puerta; y adentro fuimos a desayunar.
Dicen que los hombres que han visto el mundo se tornan por esa causa muy sueltos de trato, muy seguros en sociedad. No siempre, no obstante. De entre todos los hombres de un salón, Ledyard, el gran viajero de Nueva Inglaterra, y Mungo Park, el de Escocia, eran los que tenían la menor seguridad en sí mismos. Aunque quizá la mera travesía de Siberia en un trineo tirado por perros, como hizo Ledyard, o el dar un largo y solitario paseo con el estómago vacío por el corazón negro de África, que fue la suma de los logros del pobre Mungo… este tipo de viaje, digo, quizá no sea el mejor modo de adquirir un distinguido lustre social. De cualquier manera, en su mayor parte, este tipo de cosas pueden obtenerse en cualquier sitio.
Las reflexiones que acabo de hacer están ocasionadas por la circunstancia de que una vez que todos estuvimos sentados a la mesa, y yo me preparaba a escuchar unas buenas historias sobre la pesca de la ballena, ante mi no pequeña sorpresa, casi todos los hombres mantuvieron un profundo silencio. Y no sólo eso, sino que también parecían azorados. Sí, aquí había un grupo de lobos de mar, muchos de los cuales, sin la menor vacilación, habían abordado grandes ballenas en alta mar —unas completas desconocidas para ellos—, y sin pestañear se habían batido con ellas hasta matarlas; y aquí, sin embargo, se sentaban a una mesa comunal de desayuno —todos de la misma ocupación, todos de gustos afines— mirándose unos a otros a su alrededor tan temerosamente como si nunca hubieran perdido de vista algún redil en las Green Mountains. Una curiosa visión; estos vacilantes osos, ¡estos tímidos guerreros balleneros!
Mas en lo referente a Queequeg… Sí, Queequeg se sentaba allí, entre ellos… en la cabecera de la mesa, además, así se había dado; tan frío como un carámbano. Por supuesto, no puedo decir mucho a favor de su educación. Su mayor admirador no podría haber sinceramente justificado que se trajera el arpón consigo al desayuno, y que lo utilizara allí sin ninguna ceremonia; alcanzando con él por encima de la mesa, y pinchando los filetes de buey hacia sí, para inminente peligro de muchas cabezas. Pero eso ciertamente lo hacía con desenvoltura, y todo el mundo sabe que, según la opinión de mucha gente, hacer algo con desenvoltura es hacerlo con gentileza.
No hablaremos aquí de todas las peculiaridades de Queequeg; cómo renunciaba al café y a los bollos, y centraba toda su atención en los filetes de buey, poco hechos. Baste que cuando terminó el desayuno se retiró como los demás al salón público, encendió su pipa-tomahawk, y allí estaba sentado, tranquilamente digiriendo y fumando, con su inseparable sombrero puesto, cuando yo salí a dar una vuelta.