1.
Apariciones

Llamadme Ismael[3]. Hace unos años —no importa exactamente cuántos—, teniendo poco o ningún dinero en mi bolsa y nada especial que me interesara en tierra, pensé navegar un poco y ver la parte acuática del mundo. Es una manera que tengo de ahuyentar el hastío y regular la circulación. Siempre que se me empieza a mal torcer la boca; siempre que en mi alma es un desolado y lloviznoso noviembre; siempre que me descubro a mí mismo deteniéndome involuntariamente ante las funerarias y yendo a la cola de todos los entierros con los que me tropiezo; y, en especial, siempre que mi neurastenia me ataca de tal modo que se requiere un fuerte principio moral para evitar que intencionadamente salte a la calle y metódicamente le quite a la gente el sombrero de la cabeza… entonces es cuando considero que ha llegado el momento apropiado para hacerme a la mar lo antes posible. Éste es mi sustitutivo de la bala y la pistola. Con filosófica floritura, Catón se deja caer sobre su espada; yo, tranquilamente, me embarco. No hay nada sorprendente en ello. Aunque ni siquiera se den cuenta, casi todos los hombres, a su modo, en uno u otro momento, albergan poco más o menos los mismos sentimientos hacia el océano que yo.

Ahí está vuestra ciudad insular de los Manhattoes[4], circundada de muelles como las islas índicas lo están de arrecifes de Coral… el comercio la rodea con su oleaje. A izquierda y derecha las calles te llevan hacia el agua. Su extremo inferior es el Battery, donde aquel noble malecón es bañado por las aguas y refrescado por los vientos que unas pocas horas antes no estaban a vista de tierra. Observad allí el gentío de oteadores del agua.

Rodead la ciudad en una somnolienta tarde del día del Señor. Id desde Corlears Hook a Coenties Slip, y desde allí, por Whitehall, hacia el norte. ¿Qué es lo que veis?… Apostados como silenciosos centinelas a todo alrededor de la urbe, hay miles y miles de mortales absortos en oceánicas ensoñaciones. Algunos recostados en los pilares, algunos sentados en los extremos de los muelles, algunos mirando por encima de las amuradas de barcos de la China, algunos muy arriba en la jarcia, como si trataran de tener una aún mejor vista al mar. Pero todos ellos son hombres de tierra firme; de días laborables encerrados entre maderámenes y yesos… atados a mostradores, clavados a bancos, roblados a mesas de despacho. ¿Cómo es esto? ¿Han desaparecido los verdes campos? ¿Qué es lo que hacen aquí?

¡Pero observad! Aquí vienen más gentes, andando derechas hacia el agua, y aparentemente dispuestas a una zambullida. ¡Es extraño! Con nada se conformarán que no sea el límite último de la tierra; no será suficiente con pasear al sombreado socaire de aquellos almacenes. No. Han de llegar lo más cerca que puedan del agua sin caer a ella. Y ahí están… millas de ellos… leguas. De tierra firme todos, vienen de pasajes y callejones, calles y avenidas… del norte, el este, el sur y el oeste. Y, sin embargo, aquí todos se unen. Decidme: ¿los atrae allí la virtud magnética de las agujas de los compases de todos esos barcos?

Una vez más. Digamos que estáis en el campo, en unas altas tierras de lagos. Tomad casi cualquier camino que deseéis, y apuesto diez contra uno que os conduce a un valle y que allí os deja junto a un remanso de la corriente. Hay magia en ello. Dejad que el más despistado de los hombres se sumerja en sus más profundas ensoñaciones… haced que ese hombre esté erguido, poned en marcha sus pies, e infaliblemente, si es que hay agua en esa región, os conducirá al agua. Si en alguna ocasión estáis sedientos en el gran desierto americano, probad a hacer este experimento si es que vuestra caravana resulta estar provista de algún metafísico profesor. Sí, la meditación y el agua, como todo el mundo sabe, de por siempre están emparejadas.

Mas he aquí un artista. Desea pintaros la porción de paisaje romántico más ensoñadora, sombreada, tranquila y encantadora del valle del Saco. ¿Cuál es el elemento principal que emplea? Ahí están sus árboles, cada uno con un tronco hueco, como si hubiera un ermitaño y un crucifijo dentro, y aquí duerme su prado, y allí duermen sus animales, y desde aquella granja surge un humo somnoliento. Allá lejos, hacia bosques distantes, serpea un intrincado camino que llega hasta las sobrepuestas estribaciones de montañas bañadas en su azul de ladera. Mas aunque la imagen así reposa encantada, y aunque ese pino derrama sus suspiros como hojas sobre la cabeza de ese pastor, aun así, todo sería vano si los ojos del pastor no miraran fijamente al mágico arroyo que hay ante él. Id a visitar las praderas en junio, cuando durante montones y montones de millas vadeáis hasta la rodilla entre lirios atigrados… ¿qué único hechizo se echa en falta?… Agua… ¡Allí no hay ni una gota de agua! Fuera el Niágara sólo una catarata de arena: ¿viajaríais esas mil millas para verla? ¿Por qué el pobre poeta de Tennessee, al recibir inesperadamente dos puñados de plata, dudaba entre comprarse un gabán, que muy perentoriamente necesitaba, o invertir su dinero en un viaje a pie a la playa de Rockaway? ¿Por qué casi todo muchacho robusto y sano, de ánimo robusto y sano, en uno u otro momento está loco por embarcarse? ¿Por qué en vuestro primer viaje como pasajero sentisteis vos mismo tan mística vibración cuando se os dijo que ni vuestro barco ni vosotros estabais ya a vista de tierra? ¿Por qué los antiguos persas consideraban sagrado el mar? ¿Por qué los griegos le otorgaron una deidad distinta y de él hicieron el propio hermano de Jove?[5]. Con seguridad que todo esto no está carente de significado. Y aún más profundo es el significado de aquella historia de Narciso, que, como no podía asir la plácida y turbadora imagen que veía en la fuente, se zambulló en ella y se ahogó. Pero esa misma imagen nosotros la vemos en todos los ríos y océanos. Es la imagen del inasible fantasma de la vida; y ésta es la clave de todo.

Ahora bien, cuando digo que tengo por costumbre hacerme a la mar siempre que comienzan a nublárseme los ojos y me empiezo a inquietar por mis pulmones no quiero decir que de ello se deduzca que alguna vez me hago a la mar como pasajero. Pues para ir de pasajero tienes que tener necesariamente una bolsa, y una bolsa sólo es un trapo a menos que tengas algo en ella. Además, los pasajeros se marean… se tornan rencillosos… no duermen por las noches y por regla general no se divierten mucho. No, yo nunca me embarco como pasajero; ni tampoco, aunque puedo decir que algo tengo de lobo de mar, me hago nunca a la mar como comodoro, o capitán, o cocinero. La gloria y la distinción de esos cargos las dejo para los que las aprecien. Yo, por mi parte, aborrezco todo honorable y respetable esfuerzo, empleo y tribulación de cualquier tipo. Bastante tengo con cuidarme a mí mismo sin cuidar de barcos, bricbarcas, bergantines, goletas y demás. Y en cuanto a embarcarme como cocinero… aunque confieso que hay en ello cierto honor, pues el cocinero es una suerte de oficial a bordo… aun así, nunca he acabado de verme asando aves de corral; aunque una vez asada, sensatamente untada de mantequilla y sesudamente salpimentada, no habrá nadie que hable de un ave asada con mayor respeto, por no decir reverencia, que lo haga yo. A la idólatra devoción de los antiguos egipcios por el ibis asado y el hipopótamo a la parrilla se debe que podamos observar las momias de aquellas criaturas en sus enormes hornos, las pirámides.

No, cuando yo me hago a la mar, voy como simple marinero, propiamente delante del mástil, a plomo dentro del castillo, allá en lo alto del tope del sobremastelerillo. Cierto, me suelen mandar un poco de aquí para allá, y hacerme saltar de percha a percha como un saltamontes en un prado de mayo. Y al principio este asunto es bastante desagradable. Afecta al sentido del honor de uno, en especial si procedes de una familia de antigua raigambre en tierra, los Van Rensselaers, o los Randolphs, o los Hardicanutes. Y más que nada si precisamente antes de meter la mano en el tarro de la brea te has estado enseñoreando como maestro rural, haciendo que los muchachos más altos se portaran ante ti con respeto. El paso de una a otra cosa, de maestro a marinero, es brusco, os lo aseguro, y se requiere una fuerte infusión de Séneca y de los estoicos para que te sea posible sonreír y soportarlo. Aunque con el tiempo incluso esto se pasa.

¿Qué tiene de especial que un viejo mezquino capitán me mande coger una escoba y barrer la cubierta? ¿A qué equivale esa ignominia, quiero decir, sopesada en la balanza del Nuevo Testamento? ¿Pensáis que el arcángel Gabriel me subestima porque obedezco con respeto y prontitud a ese viejo mezquino en ese particular asunto? ¿Quién no es un esclavo? Respondedme a eso. Bien, entonces, sea lo que fuere que los viejos capitanes me ordenen… sea como fuere que me aporreen y me den puñadas por todas partes, tengo la satisfacción de saber que bien está; que todos los demás, de una manera u otra, reciben más o menos lo mismo… ya sea, digo, desde un punto de vista físico o metafísico; y así el universal aporreo se pasa de uno a otro, y los compañeros todos deberían palmearse entre sí en los omoplatos, y estar satisfechos.

De nuevo, siempre me hago a la mar como marinero porque acostumbran pagarme por mi esfuerzo, mientras que a los pasajeros nunca se les paga un solo penique, que yo sepa. Por el contrario, los propios pasajeros tienen que pagar. Y entre pagar y ser pagado existen todas las diferencias del mundo. El acto de pagar es quizá la condena más desagradable que nos legaron los dos ladrones del huerto[6]. Pero ser pagado… ¿qué puede compararse con ello? La cortés diligencia con la que el hombre recibe el dinero es verdaderamente maravillosa si se considera la seriedad con que creemos que el dinero es la raíz de todos los males terrenales, y que un hombre adinerado en modo alguno puede alcanzar el Cielo. ¡Ah, qué alegremente caemos en la perdición!

Finalmente, siempre me hago a la mar como marinero por el saludable ejercicio y el aire puro de la cubierta del castillo. Pues como en este mundo los vientos de proa son más prevalecientes que los vientos de popa (esto es, si nunca vulneras el precepto pitagórico), así, al comodoro, en el alcázar, las más de las veces le llega la atmósfera ya usada por los marineros del castillo. Él piensa que es el primero en respirarla; pero no es así. De modo similar adelanta el pueblo llano a sus dirigentes en muchas otras cosas, al tiempo que los dirigentes siquiera lo sospechan. Pero a raíz de qué vino que, tras haber repetidamente venteado el mar como marinero mercante, se me metiera en la cabeza embarcarme en un ballenero; a esto el oficial de la invisible policía de las Parcas, que ejerce una constante vigilancia sobre mí, que en secreto me acecha, y que de algún modo inexplicable influye sobre mí… puede responder mejor que nadie. Y, sin duda, mi participación en esta expedición ballenera formaba parte del grandioso programa de la Providencia que fue planeado hace mucho tiempo. Iba como una especie de breve entremés y soliloquio entre piezas más extensas. Entiendo que esta parte del cartel debía desarrollarse más o menos así:

Importante y reñida elección para la presidencia de los Estados Unidos

expedición ballenera por un tal ismael

SANGRIENTA BATALLA EN AFGANISTÁN

Aunque no puedo decir con exactitud por qué esas directoras de escena, las Parcas, me asignaron este despreciable papel de una expedición ballenera, mientras a otros les designaban para magníficos papeles de nobles tragedias, y pequeños y fáciles papeles en gentiles comedias, y alegres papeles en farsas… aunque no puedo decir por qué exactamente, no obstante, ahora que evoco todas las circunstancias, creo poder penetrar un poco en los resortes y motivos que, siéndome astutamente presentados bajo diversos disfraces, me indujeron a ponerme a representar el papel que desempeñé, además de persuadirme del delirio de que era una elección tomada como resultado de mi propio imparcial albedrío y discernidor juicio.

Principal entre estos motivos era la irresistible idea de la propia gran ballena. Un monstruo tan portentoso y enigmático despertaba toda mi curiosidad. Luego, los salvajes y lejanos mares en los que volteaba su mole de isla; los insalvables, innombrables peligros de la ballena; éstos, junto a las maravillas que aguardaban de miles de visiones y sonidos de la Patagonia, me hicieron inclinarme por mi capricho. Quizá para otros hombres tales factores no habrían constituido estímulos, pero, en lo que a mí respecta, una perenne ansia de cosas remotas me atormenta. Me encanta navegar mares prohibidos y desembarcar en costas agrestes. No ignorando lo beneficioso, percibo con rapidez el horror, y puedo adaptarme —si me lo permiten—, pues es conveniente mantener una relación amigable con todos los residentes del lugar en el que uno se hospeda.

Por tanto, a causa de estos motivos, la expedición ballenera se aceptó de buen grado. Las grandes compuertas del mundo de la fantasía se abrieron de par en par, y en las irracionales ínfulas que me inclinaron hacia mi propósito, de dos en dos flotaron hasta lo más profundo de mi alma interminables comitivas de ballenas, y, en medio de todas ellas, un gran fantasma encapuchado, similar a una colina de nieve en el aire.