Introducción

No lo compre, no lo lea, pues en modo alguno es el tipo de libro apropiado para usted. No es un pedazo de fina seda femenina de Spitalfields, es, por el contrario, de la horrible textura de un lienzo que ha de tejerse con cables y calabrotes de barco. Un viento polar lo atraviesa, pájaros de presa se ciernen sobre él.

Estas un tanto irónicas palabras con las que el propio Herman Melville anunciaba a una amiga la publicación de Moby-Dick probablemente tengan hoy en día mayor fundamento del que tuvieron en el momento en que las escribió. No es mi intención espantar a los lectores, pero creo justo advertirles que Moby-Dick no es una novela de lectura fácil. Los que, atraídos por la fama de «novela de aventuras» que la precede, busquen en ella unas horas de cómodo entretenimiento es muy posible que sufran una decepción.

De lo engañoso de esa fama aventurera da fe el hecho de que casi el setenta por ciento de las múltiples ediciones existentes en castellano son ediciones abreviadas o adaptadas. No deben de ser muchos los libros en los que se dé una proporción —que más cabría llamar desproporción— semejante. Quizá la Odisea y la Iliada, y probablemente el Quijote, que a mí se me ocurran, sean los únicos que puedan igualársele en este aspecto. Ahora bien, no siendo un logro menor que, aunque sólo sea en un anecdótico dato, una novela pueda compararse con las obras citadas, sin duda este logro será enorme si, como ocurre con Moby-Dick, la común desproporción no es en realidad una mera anécdota, sino el síntoma de compartir unos valores de mucho más calado. Y enorme será el mérito del autor, si su objetivo fue precisamente el de que su obra compitiera con los grandes clásicos en sus mismos planteamientos.

Cuando Melville concibió la novela, su propósito era escribir una obra que expresara la nueva cultura propia y original de los Estados Unidos de América. La flamante república estaba por entonces —mediados del siglo XIX— todavía inmersa en pleno proceso de formación, y este proceso era considerado por gran parte de sus habitantes como poco menos que un nuevo inicio en la historia de la humanidad. Era ésta una idea que parecía justificada por la pujanza y la originalidad que la nación había mostrado en prácticamente todos los campos de la actividad humana. Sólo la creación artística había permanecido anclada en un mezquino provincialismo respecto a Europa, sin reflejar aún —casi setenta y cinco años después de su constitución— el espíritu de la «nueva Canaán». O al menos ésa era la sensación de gran parte de las personas que se dedicaban a ella. Melville era uno de los que creían llegado el momento de esa manifestación artística original; aunque, a diferencia de casi todos los demás, también era consciente de la perversión de arrogancia implicada en todo ello, y de la necesidad de que la obra la reflejara.

Para abordar semejante empresa, en lugar de apoyarse en el incipiente realismo que comenzaba a despuntar en Europa, buscó apoyo en los planteamientos teóricos de la tradición romántica —por entonces ya en decadencia—. Esos planteamientos, que en sus orígenes en Alemania se habían fundamentado precisamente en la expresión de la cultura propia de un pueblo, le permitían —le dictaban en parte— acudir a la épica y a la mitología y, por tanto, a un registro mucho más adecuado para unos propósitos tan ambiciosos. De este modo, partiendo de un ambiente tan prosaico como el cotidiano de una nación donde, por no haber aristócratas, todos lo eran, podría crear una atmósfera tan grandiosa y prodigiosa como la de las grandes sagas épicas.

La estrategia de Melville para lograrlo fue verdaderamente ingeniosa. La elección de la industria ballenera del cachalote, en la que los Estados Unidos eran pioneros y líderes mundiales, y que era una actividad peligrosa, sangrienta y escabrosa, y también muy rentable, le proporcionaba un espacio metafórico perfecto. Los marineros empleados en ella, desheredados de todos los rincones del planeta, eran candidatos inigualables para emular irónicamente a los guerreros aqueos de Homero. Pero el más sagaz de sus recursos fue el de elegir como punto de apoyo para la acción la isla de Nantucket, una pequeña extensión de dunas cercana a la costa de Massachussets, cuyo puerto había sido el pionero y el más importante en la pesquería del cachalote, pero que con el progreso de la industria —su bahía no admitía los nuevos barcos de mayor calado— había caído en decadencia, adquiriendo a la vez un carácter legendario respecto a los demás puertos balleneros, ahora comercialmente superiores. Melville logra así desde el inicio crear una atmósfera proverbial. Ismael, el narrador y protagonista, llega en los primeros capítulos a un puerto distinto —New Bedford, el puerto más pujante del momento—, pero elige trasladarse desde allí hasta Nantucket para buscar un barco en el que enrolarse, pues Nantucket ha sido «la gran pionera», «el lugar donde encallaron la primera ballena americana a la que se dio muerte».

No obstante, el verdadero tesoro que Melville saca de la isla proviene de que la inmensa mayoría de los habitantes de Nantucket pertenece a la secta de los cuáqueros, y éstos, por motivos religiosos, se expresan en un dialecto propio, llamado plain speech —«habla simple»—, que está marcado por una serie de rasgos arcaizantes que apenas le diferencian del inglés de la Inglaterra isabelina. Gracias a ello, Melville no sólo se puede permitir redactar una parte considerable de los diálogos y soliloquios en un lenguaje que se asemeja más al inglés de Shakespeare que al inglés norteamericano de su época, sino que logra hacer que ese tono, que él mismo califica de «altivamente dramático», impregne todo el texto, y así, mediante esta feliz argucia —que es una de las claves formales de la novela—, hace que la creación de un mundo mítico se inicie a partir del propio lenguaje.

Pero además, aun acudiendo al habla de los cuáqueros, Melville no renuncia a la de la sociedad contemporánea norteamericana; de tal manera que, mediante una permanente soterrada ironía —la ironía romántica—, enlaza ese altivamente dramático arcaísmo con el tono ampuloso y artificioso empleado en la oratoria norteamericana de su época —la que ve en la gestación de la nación un nuevo inicio de la humanidad—, y abre con ello un gran abanico de recursos retóricos en donde logra una sutil mezcla de la más rebuscada elocuencia con los toscos coloquialismos locales, dejando que la narración fluya entre formas de narrar distintas, de la ficción al ensayo y al drama, de la épica a la lírica y a la sátira, acercándose a veces al lenguaje científico de la época, o a la retórica política, o a los sermones religiosos, o a las sentimentaloides narraciones de los panfletos de las sociedades reformistas, tan presentes entonces en la cultura norteamericana. Aborda, así, el proceso de escritura con una originalidad y una osadía formal inusitadas para su época, que anticipa recursos que sesenta años más tarde serán explotados por la vanguardia literaria. El resultado material de todo ello es un texto de inaudita puntuación, en el que es frecuente la agrupación de calificativos yuxtapuestos —a veces hasta cinco—, con oraciones inacabables, de una complejidad sintáctica difícilmente abarcable en ocasiones, que emplea un léxico rebuscado, arcaizante, repleto a la vez de neologismos, y que muchas veces es tan inusual que su lectura no resulta precisamente fluida.

Tras todo lo dicho, me parece que debo reiterar con énfasis que en verdad no hay nada más lejos de mi intención que espantar al lector. Es cierto que en la novela hay pasajes que en apariencia son meramente eruditos, que hay digresiones frecuentes que interrumpen el hilo de la acción, una profusión de citas doctas que a veces puede ser abrumadora, y complejas exposiciones llenas de conceptos filosóficos, religiosos y psíquicos, que en ocasiones resultan embarullados y difíciles de comprender. Pero la fama de Moby-Dick como novela de aventuras sí tiene fundamento. Moby-Dick cumple casi todos los requisitos que se le piden a una obra para colgarle esa etiqueta. Su planteamiento inmediato es sencillo, hay mucha acción, dramatismo, largos viajes, escenarios exóticos, leyendas y supersticiones, culturas y pueblos primitivos, y otros muchos elementos que, si no necesarios, sí son típicos del género: el mar, con sus calmas, sus tormentas y tifones, e incluso sus piratas; un personaje bisoño enfrentado a un ambiente adulto hostil, repleto de personajes extravagantes y aterradores; una polarización entre Oriente y Occidente; una portentosa moneda de oro; y, por supuesto, un animal legendario que parece encarnar los más profundos temores del ser humano.

La reputación de Melville en su tiempo era, de hecho, la de un autor de libros de aventuras. Fueron sus dos primeras obras, tituladas Typee y Omoo, las que le granjearon esa fama. Ambas se presentaron como relatos testimoniales de sus correrías por los Mares del Sur, pues Melville, como muchos otros jóvenes de su tiempo, con poco más de veinte años y buscando más la aventura que un trabajo remunerado, se había embarcado en un barco ballenero. Seis meses después de zarpar, cuando ese barco fondeó en Nukuhiva, la mayor de las islas del archipiélago de las Marquesas, Melville desertó y, junto con un compañero de tripulación, se internó en la isla. No hay constancia de que las condiciones del barco o la conducta del capitán hubieran sido excepcionalmente duras, pero tampoco era eso condición necesaria para la fuga. El porcentaje medio de deserciones en cada expedición era superior a la mitad de los tripulantes. Y el motivo de muchas de ellas era, nuevamente, el simple afán de aventura. Las islas Marquesas eran legendarias por su enorme belleza y por la liberalidad de la conducta de sus mujeres; aunque también lo eran por las costumbres caníbales de los feroces guerreros de algunas de sus tribus. Melville y su compañero de fuga fueron capturados por una de las de peor reputación, los typee. A los pocos días de su captura su compañero logró escapar, pero Melville, con una extraña lesión o infección en una pierna, que prácticamente le impedía andar, tuvo que convivir con ellos durante un mes. Contrariamente a sus temores, el trato que recibió de los nativos fue amigable. Una vez recuperado de su dolencia, éstos, a cambio de quincalla, le entregaron a otro ballenero que había fondeado en la isla y que estaba escaso de tripulación. Su estancia en este barco fue mucho más corta. Un mes y medio más tarde, cuando el barco arribó a la no muy lejana Tahití, toda la tripulación, incluido Melville, se amotinó, y todos fueron desembarcados y encarcelados durante unas semanas en una prisión local de muy escasa disciplina. Una vez liberado, vagabundeó por las islas, trabajó como peón de granja en la vecina isla de Moorea, y finalmente se embarcó en un tercer ballenero, en el que sólo permaneció cinco meses, y del que, al haberse enrolado sólo «a travesía» —es decir, reservándose el derecho a desembarcar siempre que el barco tocara tierra—, pudo despedirse sin ningún problema cuando el barco fondeó en Lahaina, la antigua capital de Hawai, en la isla de Maui. Allí permaneció dos meses y medio, trabajando primero en el entonces nada chocante empleo de colocar los bolos en una bolera, y posteriormente como contable de una tienda. Finalmente se enroló de nuevo, esta vez en una fragata de la marina estadounidense, en la que sirvió como marinero raso durante algo más de un año, hasta que desembarcó en Boston, donde recibió la licencia con todos los honores. En total había estado fuera tres años y nueve meses.

De esta experiencia —y de otra previa como marinero en un barco de la travesía del Atlántico— Melville obtendría el material básico no sólo para esas dos primeras obras, sino también para las tres siguientes y para Moby-Dick, todas ellas presentadas ya como obras de ficción. La relación entre su propia experiencia y la ficción desempeña un papel peculiar en sus obras. Como se ha demostrado con posterioridad, en los dos libros presentados como autobiográficos lo verídico no alcanza más allá de la línea argumental más general, estando el resto o bien tomado de fuentes literarias, o bien simplemente sacado de su imaginación. Pero, curiosamente, en las obras presentadas como ficción, la relación se invierte, y en un hilo documental novelesco se insertan alusiones personales que establecen rasgos de identidad entre los personajes y el autor, o que apuntan a episodios concretos de la biografía de éste. Dichas alusiones, que por otra parte pasarán desapercibidas para el lector que desconozca la biografía de Melville, forman parte de una complejidad que constituye uno de los grandes atractivos de Moby-Dick. La novela es una obra de enorme profundidad, que admite múltiples lecturas —política, religiosa, filosófica, psicológica—, que está plagada de sugerencias e insinuaciones, alegorías y símbolos. En ella no es difícil encontrar coincidencias sorprendentes, aparentes incongruencias que no lo son, leves indicaciones apenas perceptibles que varían el sentido de pasajes o se lo confieren a otros aparentemente superficiales y, más importante, muchos detalles que llaman la atención del lector atento, pero que, por mucho que sugieran ocultar algo, se examinen como se examinen, no parece posible encontrar nada tras ellos. Eso ha hecho que en Moby-Dick se hayan querido ver todo tipo de esotéricos saberes, algo que la propia novela parece encargarse de rechazar: «Nos inclinamos a pensar que el problema del universo es como el gran secreto del francmasón, tan terrible para todos los niños. Finalmente resulta que consiste en un triángulo, una maza y un delantal… ¡nada más!».

Pero resulta evidente que Moby-Dick carece de la sencillez de una típica novela de aventuras. No es comparable a las obras de otros autores de la época, como Fenimore Cooper o Rider Hagard, y exige muchísima más atención del lector que las obras de éstos. Y no sólo por su complejidad, sino que ofrece múltiples pasajes que superan ampliamente en interés e intriga, en dramatismo y emoción a todo lo que estos autores hayan podido escribir. El esfuerzo que pueda exigir su lectura es un esfuerzo que queda compensado con creces, pues Moby-Dick posee la rara cualidad de ser una obra que tarda en ser apreciada, pero que, cuando comienza a serlo, inspira una auténtica devoción.

Cuando se publicó, en el año 1851, pasó prácticamente desapercibida tanto en Estados Unidos como en Inglaterra. Las críticas, exceptuando alguna ofendida por su irreverencia, no fueron malas, pero las ventas fueron escasas y la novela pronto pareció quedar olvidada. Su lenta recuperación parece casi una novela en sí misma. Su fama inicial hay que situarla en la pequeña sociedad de viajeros diletantes que en la segunda mitad del siglo XIX deambulaba por el Imperio colonial inglés sin rumbo ni propósito fijo. Su creciente popularidad la llevó a los círculos más progresistas del Londres de las últimas décadas del siglo XIX, los de la Hermandad Prerrafaelita o la Fabian Society —William Morris recitaba de memoria largos pasajes de la novela—, en los que se asociaba a Melville con Thoreau y con Whitman, autores en los que se valoraba un carácter trasgresor que encarnaba la rebelión contra la represiva moral y la injusticia social de la época victoriana. En estos ambientes Moby-Dick llegó a convertirse en una auténtica obra de culto —seguramente una de las primeras a las que cabe aplicar este término— y hubo círculos de adeptos a Melville que atesoraban los pocos ejemplares de sus obras existentes.

Durante las primeras décadas del siglo XX el círculo de seguidores se fue ensanchando e incluyó a personajes tan notables como la mayor parte del círculo de Bloomsbury, Virginia Woolf y Lytton Strachey entre ellos, así como a personas cercanas, como Aldous Huxley, D. H. Lawrence y George Bernard Shaw. Lo mismo ocurrió con los cada vez más numerosos autores de ficción marítima, género que se desarrolló a la sombra de la novela. Finalmente, en 1920, la edición de Moby-Dick en la popular colección Oxford World’s Classics supuso la definitiva consagración de la obra en Inglaterra, donde se convirtió en un auténtico best-seller.

En los Estados Unidos el proceso fue algo más lento. Hubo entusiastas aislados, como E. C. Stedman, un financiero, editor y poeta, que entabló amistad con Melville —de las escasas amistades que éste cultivó en la última parte de su vida— y que en 1893, dos años después de la muerte del autor, publicó la segunda edición de la novela. A partir de entonces ésta fue ganando prestigio rápidamente y, en especial tras el centenario del nacimiento de Melville en 1919, empezó a postularse como la «gran novela americana» que la sociedad estadounidense se empeñó en buscar durante la mayor parte del siglo XX.

Su traducción a otras lenguas no llegó hasta la década de los años treinta del siglo pasado, pero desde entonces su popularidad en la Europa continental creció muy rápidamente; y en especial a partir de la muy correcta versión filmada por John Huston en 1956, la novela pasó a ocupar un lugar preeminente en la mitología popular. Muy pocos personajes literarios hay hoy tan conocidos como la ballena blanca, o el capitán Ajab, y no es exagerado decir que probablemente no hay un inicio de novela tan famoso como el de Moby-Dick. Millones de personas que ni siquiera han intentado abrir el libro reconocen la alusión a él cuando alguien dice «llamadme…» y añade cualquier nombre, lo mismo que gritan «¡allí resopla!» cuando la expresión se puede adecuar jocosamente a una situación concreta. Las alusiones a la novela están en todas partes, desde bares y restaurantes —en Madrid, en donde escribo estas líneas, existe un conocido local de música en vivo llamado Moby Dick—, hasta juguetes, e incluso cosméticos. Sin embargo, también en este aspecto el libro está en una categoría similar a la de los grandes clásicos: su lectura representa para muchos un reto no fácil de superar. En los Estados Unidos la obligatoriedad de la misma en las escuelas se ha convertido en tópico de tarea tediosa. Su reputación allí es, en este sentido, similar a la del Quijote en el nuestro, peor si cabe, pues su erudición le hace ser un libro más antipático que éste, y su ironía y su humor son más difíciles de captar. Si aquí se dice de algo complejo que tiene «más enjundia que el Quijote», en los Estados Unidos se dice que Moby-Dick es «un libro para hacer una tesis». Su apreciación conserva en este aspecto cierto carácter iniciático, similar a ése que vimos que tuvo en Inglaterra cuando nadie apenas lo conocía. De ahí que su popularidad sea siempre notoria entre los jóvenes y entre las personas de tendencias más radicales, que ven en él un texto revelatorio y revolucionario, inaccesible para la «mayoría burguesa». De ahí también su señalada vigencia, su perenne modernidad —un rasgo más que compartir con la Iliada y la Odisea y el Quijote—. No quiero adelantar nada del contenido del libro, ni orientar el criterio del lector, pero tras leer los primeros capítulos estoy seguro de que éste convendrá en que pocas novelas expresan mejor lo ridículo de los prejuicios raciales, nacionales, religiosos, culturales o sexuales. ¿Qué puede ser más «actual»?

La suerte de Moby-Dick en España no ha sido muy buena. A pesar de los reiterados elogios de ilustres personajes de nuestras letras, y de la innegable popularidad de la novela, las múltiples ediciones españolas no le han hecho justicia. De las doce traducciones al castellano previas a la mía, sólo un par de ellas alcanza un nivel aceptable y hasta el año 2007 no ha existido una verdadera edición anotada[1]. La presente es una reelaboración de esa que yo realicé, con las notas reducidas a lo que se ha considerado indispensable para que el lector no se pierda en el texto. También he tenido la oportunidad de rehacer la traducción, lo que me ha permitido corregir un par de inexplicables —e inexcusables— errores, y limar bastantes asperezas que, en mi afán por preservar la singularidad de la prosa, había dejado en el texto sin verdadera justificación.