Irían a buscarlo.
Cratos se encontraba en el punto más alto del Olimpo, con la vista clavada en la maravillosa puesta de sol. El horizonte se teñía con pinceladas de tonos pastel, recordándole a un reluciente e irisado ópalo girasol. No había sitio más bello que ese, y quería ver ese anochecer una vez más antes de entregarse para sufrir su justo castigo.
No pediría clemencia. No era necesario. Él mejor que nadie conocía la ira de Zeus. Durante siglos había sido el martillo del dios olímpico y había ejecutado su justicia.
En ese momento la justicia iba a por él.
—Huye y huiré contigo.
Miró la pequeña figura de su hermana Niké. En contraste con sus alas negras, las de su hermana eran de un blanco níveo. Niké llevaba la melena rizada negra recogida con una cinta blanca, del mismo color que su túnica. Era la personificación de la victoria y había sido su cómplice a lo largo de toda su vida.
Ellos, junto al resto de sus hermanos, habían sido los centinelas de Zeus. Como sus queridos guardianes, el dios padre los había valorado más que a sus propios hijos. Hasta que Cratos cometió un pecado imperdonable: perdonar una vida que debió arrebatar. Él no estaba en posición de cuestionar a su señor, solo de cumplir sus órdenes. Aún no entendía por qué lo había hecho. Todos sabían que la compasión era un sentimiento desconocido para él.
Sin embargo, allí estaba…
«Hora de morir.»
Cratos suspiró.
—No puedo pedirte algo así, akribos. Tú sigues teniendo el favor de Zeus. No te expongas a perderlo por mí. Además, nadie puede huir de la justicia olímpica. Lo sabes tan bien como yo. Da igual dónde me esconda, me encontrarán.
Niké le cogió la mano y se la llevó a la cara.
—Sé por qué lo hiciste y te respeto por ello.
Pero eso no cambiaba nada.
«A lo hecho, pecho», pensó. Ya no le quedaba nada más que afrontar el castigo.
Apartó la vista del sol para mirar a su hermana, que seguía de pie junto a él, con la mejilla apretada contra su insensible mano. A lo largo de toda la eternidad ella era la única en quien había confiado de verdad. Su hermana, con aquellos arrebatadores ojos azules, con un valor y una lealtad sin igual. Haría cualquier cosa por ella.
Pero no podía sacrificarla por su propia estupidez.
—Quédate aquí, estarás a salvo.
Niké le apretó la mano con más fuerza.
—Preferiría estar contigo, hermano. Hasta el final, como siempre.
Le acarició la mejilla con ternura y después apartó la mano y miró hacia el lugar donde los templos de los dioses se alzaban entre la exuberante vegetación, al igual que huevos de oro y piedras preciosas en un nido.
—Quédate aquí, Niké… Por favor.
La vio asentir con la cabeza, pero también se percató de su renuencia.
—Lo hago porque tú me lo pides.
Tras entregarle a Niké su yelmo dorado como recuerdo de las batallas que habían librado juntos, Cratos le dio un beso en la frente y emprendió el descenso hacia la morada de los dioses. Con una conciencia tan pesada como su escudo, tuvo que apoyarse en la gruesa lanza para mantenerse firme.
Tal como le había prometido, Niké se quedó en la montaña, pero sentía su mirada mientras caminaba. Su ofrecimiento para huir juntos lo atormentaba. Sin embargo, no tenía por costumbre huir ni doblegarse ante nada. Era un guerrero, solo sabía pelear. Era su única razón de ser.
Y pelearía hasta la muerte.
Más aún, se negaba a darles a sus enemigos la satisfacción de llevarlo ante Zeus encadenado. Había vivido según sus normas y moriría de la misma manera.
Solo. Sin estremecerse, sin pedir clemencia y sin demostrar miedo.
Era un digno final, se dijo. Después de todas las vidas que había segado sin miramiento en nombre de Zeus, ese sería su castigo.
Se detuvo delante de la puerta de doble hoja que conducía al lugar de reunión de los dioses. Había caminado entre ellos cientos de miles de veces.
Pero esa sería su última vez.
Con la cabeza bien alta abrió la enorme puerta dorada. En cuanto lo hizo, se produjo un silencio total, ya que todos los presentes contuvieron el aliento a la espera del castigo que le impondría Zeus.
En su trono Zeus se quedó estupefacto, con expresión amenazadora y terrible. La mirada de Cratos voló hacia la derecha del estrado, el lugar que había ocupado durante siglos.
Ya no podría volver a hacerlo.
Inspiró hondo para armarse de valor y soltó el escudo junto a la puerta. El seco ruido metálico resonó con fuerza en el silencio y reverberó en el vacío de su corazón.
Aun así nadie se movió.
Ni siquiera se agitaron las túnicas de las mujeres.
Con los ojos clavados en Zeus, levantó la lanza para arrojarla con todas sus fuerzas y clavarla en la pared que Zeus tenía detrás, justo por encima de su cabeza… Un último acto de rebeldía que provocó un jadeo colectivo entre todos los dioses.
Acto seguido se quitó la espada de la espalda y la tiró a los pies de Ares. A continuación se quitó el carcaj y el arco, que procedió a entregarle a Artemisa. A cada paso que daba en dirección a Zeus, se quitaba un trozo de su armadura y lo dejaba caer al suelo de mármol. Primero fueron los brazales, seguidos de las grebas y la coraza, para terminar con el cinto.
Cuando llegó hasta Zeus solo llevaba el taparrabos marrón. Plegó las alas y agachó la cabeza en silenciosa sumisión al regente de los dioses.
Zeus maldijo mientras sacaba un rayo de su reluciente carcaj para cruzarle la cara.
Cratos probó su sangre y sintió un dolor terrible en la cara y en el ojo. Se cubrió la mejilla con una mano y notó cómo la cálida sangre resbalaba entre sus dedos.
—¡Cómo te atreves a presentarte aquí después de lo que has hecho! ¡Nadie me desafía!
El siguiente golpe tumbó a Cratos y lo lanzó por el suelo. El frío mármol le quemó la piel y le magulló todo el cuerpo.
Acabó a los pies de Apolo. El dios lo miró con repugnancia y desdén, tras lo cual se apartó de la línea de fuego de Zeus.
Cratos se limpió la sangre de la mejilla, que goteaba de su cara hasta el suelo, antes de ponerse en pie.
No pudo hacerlo.
Zeus le plantó el pie en la espalda y lo mantuvo boca abajo.
—Me has desobedecido. Quiero que me supliques clemencia.
Cratos negó con la cabeza.
—Nunca suplico.
Zeus comenzó a darle patadas y le atravesó un hombro con un rayo, clavándolo al suelo. Cratos gritó a causa del terrible dolor que sentía y que acompasaba los latidos de su corazón.
—¡Perro insolente! ¿Te atreves a seguir desafiándome?
—No… —Dejó de hablar con un gruñido cuando Zeus le clavó otro rayo en el costado y un tercero en el otro hombro.
Con gesto asqueado Zeus se apartó de él y miró a los dioses allí congregados con expresión dominante.
—¿Alguno quiere hablar en defensa de esta cucaracha rebelde?
Con el ojo que seguía intacto, Cratos miró a sus congéneres.
Uno a uno todos se dieron la vuelta. Hera, Afrodita, Apolo, Atenea, Artemisa, Ares, Hefesto, Poseidón, Deméter, Helios, Hermes, Eros, Hipnos… y todos los demás. Pero lo que le dolió de verdad fue ver que su madre y sus hermanos, Zelo y Bía, también le daban la espalda.
Se apartaron de él y desviaron la mirada, avergonzados.
Que así fuera.
En el fondo sabía que Niké habría hablado a su favor. Pero su hermana había cumplido su promesa y se había quedado en la montaña.
Zeus lo atravesó con otro rayo que seguramente también le habría dolido mucho, pero su cuerpo ya no asimilaba más dolor.
—Parece que no le importas a nadie.
Menuda sorpresa. Cratos soltó una carcajada, tras lo cual escupió sangre, al recordar el día que había obligado a Hefesto a encadenar a Prometeo a una piedra para que recibiera su castigo eterno. El dios no había querido cumplir las órdenes y lo había llamado despiadado por insistir en que cumplieran la desalmada orden de Zeus.
Cratos se había burlado de la compasión y de la debilidad de Hefesto. Y después le había dicho que era mejor ser el verdugo que la víctima.
Pero le había llegado el momento de sufrir. No era de extrañar que nadie intercediera por él.
Se lo merecía.
Zeus lo levantó por el cuello. Tenía el cuerpo insensibilizado por los rayos que seguían atravesándoselo, de modo que solo pudo mirar a la cara al dios padre.
—¿Vas a recoger tus armas y a luchar por mí?
Cratos negó con la cabeza. Jamás volvería a ser un perro que obedecía ciegamente los caprichos de su amo.
—Pues en ese caso sufrirás durante toda la eternidad y me suplicarás clemencia todos los días.