Epílogo

Know Creek, Tennessee

Delfine estaba nerviosísima mientras subían el pequeño tramo de escalera mediante el cual se accedía a una cabaña de madera emplazada en una impresionante montaña, en mitad de la nada. Hacía frío y estaba nevando, pero el paisaje era increíble.

De todas formas, ni eso la relajaba.

—A lo mejor deberíamos haber llamado primero.

Jericó la reprendió con una especie de gruñido.

—¿Estás de coña? Llevas dos semanas sin hablar de otra cosa.

—Sí, pero ¿cómo me presento? ¿Y si no me recuerda?

Jericó puso los ojos en blanco.

—Delfine, eres su hija. Y eso no es algo que pueda olvidar, en serio.

Tal vez, pero era la hija que su madre había dado por muerta. A lo mejor la había desterrado de su memoria por completo y había seguido adelante con su vida.

—¿Y si…?

Jericó la alzó en brazos y siguió caminando.

—¡Jericó! —masculló ella, asustada por la posibilidad de que se resbalara con la nieve que cubría las piedras y acabaran los dos haciéndose daño—. Bájame. No quiero que me conozca así.

Jericó la miró con semblante muy serio antes de complacerla y dejarla en el suelo, justo delante de la puerta de madera roja.

Delfine todavía estaba intentando acostumbrarse a las emociones. Unas emociones que con respecto a ese tema eran incontrolables. Estaba asustada y contenta. Temerosa y nerviosa.

Y ninguna de esas cosas le gustaba.

Pero Jericó tenía razón. Una vez que se acostumbró al hecho de tener una madre que estaba con vida, se obsesionó con la idea de conocerla.

Sin embargo, ahora que estaba a punto de hacerlo… no era tan fácil como había imaginado.

—Estoy aquí contigo, nena —le dijo Jericó en voz baja al tiempo que le colocaba una mano firme en el hombro para darle ánimos—. Llama a la puerta.

—Vale. —Tomó una honda bocanada de aire.

Apretó los puños con la vista clavada en la puerta, que le parecía muy intimidatoria precisamente por su falta de intimidación. Había luchado contra dioses y demonios, contra daimons y gallu. ¿Por qué le costaba tanto hacer aquello?

«Llama a la puerta y ya está…», se dijo.

Levantó un puño tembloroso y llamó con timidez. Después se volvió hacia Jericó y se encogió de hombros.

—Bueno, supongo que no están en casa. Volveremos luego. —Hizo ademán de bajar la escalera, pero Jericó la atrapó y volvió a dejarla frente a la puerta.

Mientras la miraba con un ceño amenazador, levantó un puño y llamó a la puerta con tanta fuerza que traqueteó.

—Te odio —masculló ella.

—Me quieres —la corrigió con una sonrisa tierna—. Hasta cuando te cabreo.

Estaba a punto de llevarle la contraria cuando oyó que alguien abría. El corazón comenzó a latirle a toda velocidad por el miedo y la emoción.

Jericó la obligó a volverse al tiempo que una mujer casi idéntica a ella, salvo por el cabello negro y los ojos azules, abría la puerta.

Ataviada con un jersey blanco de lana y unos vaqueros, su madre la miró como si viera un fantasma. De repente, se le aceleró la respiración.

—¿Es una broma macabra?

Su mirada abandonó a Delfine para posarse en Jericó, y al reconocerlo el odio relampagueó en sus ojos.

—¡Cabrón! —gritó, furiosa—. ¿No has tenido bastante con todo lo que me has hecho?

Delfine la atrapó antes de que se abalanzara sobre Jericó.

—¿Mamá?

Su madre forcejeó con ella hasta que asimiló lo que acababa de oír. Sus ojos azules se llenaron de lágrimas mientras la miraba de nuevo.

—¿Iole? —murmuró con incredulidad—, ¿de verdad eres tú? ¿Es cierto?

Delfine comenzó a sollozar mientras asentía con la cabeza.

—Soy yo, mamá. Cratos no me mató como le ordenó Zeus. Me escondió para protegerme.

Leta la abrazó con tanta fuerza que apenas podía respirar, pero a Delfine no le importó.

Era su madre. Su verdadera madre. Estaba viva y la había encontrado… y la recordaba.

Aunque pareciera absurdo, hasta ese momento había estado muy asustada porque pudiera rechazarla. O porque la hubiera olvidado.

—Te quería tanto —dijo Leta entre sollozos al tiempo que le acariciaba el pelo—. Llevo tanto tiempo odiándolos… no ha pasado un día sin que me pregunte cómo serías si hubieras vivido. —La besó en el cabello y después en la mejilla. A continuación, meneó la cabeza y le tomó la cara entre las manos para mirarla con expresión orgullosa—. ¡Mírate! Tienes los preciosos ojos de tu padre y eres toda una mujer. —Delfine se echó a reír pese a las lágrimas—. Te pareces a mi hermana —concluyó su madre, que también soltó una carcajada, hasta que volvió a mirar a Jericó—. ¿Por qué no me dijiste que vivía? ¿Cómo has podido ocultarme algo así?

—Zeus le impuso un horrible castigo —contestó Delfine.

Jericó miró a Leta fijamente, ansioso por hacerle entender que no le había hecho daño a propósito.

—Si hubiera encontrado el modo de decírtelo, lo habría hecho. Te lo juro. Pero si alguien más lo hubiera descubierto, Zeus la habría mandado matar.

Leta levantó una mano y le acarició la mejilla desfigurada.

—¿Eso fue por…?

—¿Salvarla? Sí.

Las lágrimas de Leta se intensificaron mientras lo abrazaba y le besaba la cicatriz.

—Gracias, Cratos. Gracias por salvar a mi niña y por devolvérmela.

Delfine se percató de que a Jericó le brillaban los ojos por las lágrimas al mirarla.

—No, soy yo quien está agradecido.

Leta se apartó de él con el ceño fruncido.

—¿Qué quieres decir?

Delfine sorbió por la nariz al tiempo que cogía a Jericó de la mano.

—Es mi marido, mamá.

—¿Estáis casados? —Leta volvió a abrazarla—. ¡Es… es maravilloso!

—¿Leta? ¿Estás bien?

Delfine se limpió las lágrimas al ver a un hombre rubio muy alto en la puerta. Sin embargo, lo que le sorprendió fue que lo conocía.

Aidan O’Conner. El famoso actor. Lo había visto en multitud de sueños de mujeres que fantaseaban con él.

Qué raro.

Pero más raro le resultó ver al bebé de cabello oscuro vestido con un pelele rosa que Aidan llevaba en brazos.

Leta cogió a la niña y la abrazó entre carcajadas.

—No podría estar mejor, Aidan.

—¿Y qué haces aquí fuera llorando con el frío que hace y sin abrigo?

Leta lo besó en la mejilla antes de mirar de nuevo a Delfine.

—Kari, te presento a tu hermana mayor, Iole.

Delfine rió al ver que la niña la saludaba con una mano y con un tímido «hola».

—¿Tengo una hermana? —preguntó, encantada con las noticias.

—¿Tengo otra hija? —exclamó Aidan.

Leta asintió con la cabeza.

—Aidan, este es Cratos…

—Jericó —la corrigió él.

Leta frunció el ceño, confundida.

—¿Jericó?

Él asintió con la cabeza.

—Cratos murió hace mucho tiempo.

Leta inclinó la cabeza como si entendiera perfectamente lo que quería decir.

—Jericó salvó a mi niña de Algos cuando nos atacó y después la crió.

—Esto… no —replicó él con una carcajada nerviosa—. La dejé con unos campesinos que se encargaron de criarla. De lo contrario, todo esto sería un poco raro.

Delfine meneó la cabeza.

—Y yo me llamo Delfine.

Leta parecía sorprendida.

Jericó se encogió de hombros con timidez.

—No sabía cómo se llamaba y tú no estabas por la labor de colaborar aquella noche. Aunque no te culpo, claro. La dejé con los campesinos y volví a tu casa antes de que los demás descubrieran lo que había hecho con ella. Fueron ellos quienes le dieron ese nombre. Lo siento.

Leta restó importancia a sus palabras con un gesto de la mano.

—No te disculpes por lo que hiciste. Jamás te lo echaré en cara. —Acarició el cabello oscuro de la niña, que estornudó en ese momento—. Aidan tiene razón. Hace un frío que pela aquí, y dentro tenemos el fuego encendido. Por favor, pasad y quedaos un rato con nosotros.

Jericó entró y descubrió un pintoresco interior, decorado en azul marino y verde, con pieles de oso. La panorámica montañosa que se veía a través de las ventanas era increíble.

—Tenéis una casa muy bonita.

—Gracias —dijo Aidan.

Leta dejó a Kari en el suelo, delante de la mesa auxiliar donde estaban sus juguetes.

—¿Os apetece algo de beber?

—No, gracias. —Delfine se sentó en el sofá.

Su madre se sentó a su lado al mismo tiempo que su hermana abandonaba sus juguetes para darle unas palmaditas en las rodillas. Encantada con ella, Delfine la alzó del suelo y la sentó sobre su regazo para poder hacerle mimitos.

Aidan y Jericó se mantuvieron apartados, con pose de tíos duros.

—¿Cuándo os casasteis?

Jericó se encogió de hombros.

—Hace unas semanas.

Aidan frunció el ceño.

—Me habría gustado saberlo. No nos lo habríamos perdido.

Leta le sonrió.

—Cariño, los dioses no lo celebran. Solo se declaran casados y ya está.

—Un poco anticlimático, ¿no?

Jericó negó con la cabeza.

—Es posible, pero el matrimonio se basa más en el compromiso que en pronunciar los votos.

—No —lo contradijo Leta mientras abrazaba a Delfine y a Kari—. El matrimonio se basa en el amor por encima de todo lo demás.

Delfine miró a Jericó y sonrió. Su madre tenía toda la razón del mundo. Y se sentía muy agradecida por contar en su vida con la gente que conformaba su familia. Ya fuera por el vínculo de sangre o por amistad.

Isla del Retiro

Madoc estaba sentado a solas en su despacho, observando a Delfine y a su familia. Sí, estaba fisgoneando, pero Delfine había hablado tanto del tema que le daba miedo que las cosas le fueran mal. Por suerte, no había sido así.

Pero claro, Leta siempre había sido cariñosa y amable. Demasiado, en ocasiones.

Y la verdad era que envidiaba la felicidad que había encontrado. En otra época había anhelado ese tipo de vida doméstica, pero las circunstancias lo habían cambiado.

En aquellos momentos tenía otros asuntos urgentes que atender.

Los vientos del cambio levantaban ampollas a medida que cobraban fuerza, y no tardarían en soplar por todos lados.

De repente, sintió una vibración en el aire, a su espalda.

Era Jared.

Madoc lo miró por encima del hombro.

—¿Qué haces aquí?

—Estoy ayudando a entrenar al malacai y necesito saber una cosa.

—¿El qué?

—¿Alguien sabe que estáis emparentados?