18

Jericó se detuvo junto a Delfine en la esquina de Saint Ann con Royal Street para esperar a que Aquerón llegase. ¿Qué narices pasaba?

Llevaban unos días de una tranquilidad enervante, a la espera del siguiente ataque de Noir. Sabían que estaba cerca, de modo que la amenaza pendía sobre ellos como una losa.

Pero aun así le consolaba saber que Delfine estaba dispuesta a quedarse a su lado y a enfrentarse a cualquier cosa que se cruzara en su camino.

—¿Qué hacéis aquí?

Jericó se volvió al oír la voz de Jared, sorprendido al verlo en Nueva Orleans. Era la primera vez que veía al sefirot desde que habían abandonado Kalosis.

—Estamos esperando a Ash —contestó Delfine—. ¿Y tú?

Jared señaló a una pareja por encima del hombro.

—Estoy de niñera de unos demonios.

Delfine frunció el ceño al ver a un demonio caronte de cabello negro y atuendo gótico, con una minifalda negra, un corsé y unos leggins de rayas, junto a otro demonio que parecía salido de una novela de steampunk. El demonio caronte casi podría pasar por humana de no ser por los cuernecillos rojos que tenía en la cabeza.

Al igual que el caronte, el otro demonio tenía el cabello negro, aunque en su caso llevaba rastas y unas gafas de aviador a modo de diadema. Tenía perilla y llevaba unos mitones negros, visibles bajo las mangas de una gabardina demasiado grande. Sin embargo, lo más llamativo de su atuendo era el conejito rosa y el extraño osito de peluche que llevaba sujetos al cinturón, cada uno en una cadera.

Sí, eran muy raritos, no cabía la menor duda.

Ambos demonios disfrutaban de unos helados de dos bolas mientras veían escaparates como un par de universitarios sin la menor preocupación. Al menos hasta que el demonio de las rastas se manchó la nariz de helado. Con una carcajada, el caronte se lo limpió y después se lamió los dedos.

—¿Pregunto? —dijo Delfine.

—Mejor que no. Pero mientras no se coman a los turistas ni a los residentes, todo irá bien y no pienso quejarme. —Jared señaló con la cabeza la calle que tenían detrás—. Ahí está Ash.

Delfine se volvió y lo vio aparecer por la calle oscura con una mochila de cuero negro colgada al hombro. Su largo abrigo negro se movía con cada paso en torno a sus piernas, enfundadas en unos vaqueros negros. Llevaba una camiseta de «Raised by Bats», y unas botas Doc Martens burdeos. Sí, aunque estaba enamorada de su marido y creía que era el hombre más guapo de todo el universo, reconocía que Ash tenía algo que llamaba la atención de todas las mujeres.

El atlante miró la hora en un reloj de bolsillo en cuanto estuvo a su lado.

—¿Qué hacemos aquí? —quiso saber Jericó.

Ash se guardó de nuevo el reloj.

—Estamos esperando.

La respuesta no convenció a Jericó.

—¿A qué?

Un Jaguar XKR plateado apareció por la calle y giró de golpe. El coche frenó en seco y se metió en un hueco que había en el aparcamiento en línea de la calle, detrás de una camioneta negra y a pocos metros delante de ellos.

Fue impresionante. El coche entró en la posición justa, a pocos centímetros del parachoques de la camioneta. Delfine solo habría podido lograrlo usando sus poderes.

La puerta se abrió al cabo de unos segundos y salió un hombre alto y guapísimo con ojos negros. Sin embargo, no fue eso lo que le llamó la atención, sino la marca del arco y la flecha que le cubría la mejilla.

La marca de los Cazadores Oscuros.

En cuanto se acercó a ellos, Delfine sintió el poder y el odio que emanaban de él. Pocas veces había sentido algo parecido. Aquel hombre… sus poderes eran de los más potentes que había visto en la vida.

El recién llegado miró a Aquerón con expresión impaciente y después miró a Jericó de arriba abajo con los ojos entrecerrados.

—¿Por qué estoy aquí, Rex? —Su voz tenía un fuerte acento cajun, y pronunció esa última palabra con un deje insultante.

Aquerón lo pasó por alto y frunció el ceño.

—Joder, tío, lo tuyo es muy fuerte. ¿Por qué no has venido andando? Estamos a unas pocas manzanas de tu casa.

El recién llegado se encogió de hombros con un gesto indiferente, pero también muy irritante.

—Me gusta mi coche.

Ash puso los ojos en blanco.

—Jericó, Delfine, se me ocurrió que os gustaría conocer al capullo al que estáis ayudando a proteger, Nick Gautier. Nick, te presento a Jericó y a su mujer, Delfine.

Jericó casi se atragantó por la sorpresa.

—¿Este es el malacai?

Ash esbozó una sonrisa perversa.

—Tan agradable como un grano en el culo.

Nick fulminó a Ash con la mirada.

—¿Ya hemos terminado, papi? ¿Puedo ir a jugar con mis amiguitos si prometo portarme bien? Te juro que intentaré llegar a casa a la hora que me digas.

Ash soltó una carcajada más perversa que la sonrisa.

—Claro que sí, hijo. De hecho, aquí vienen tus nuevos compañeros de juegos.

Delfine se volvió al oír el rugido de una Hayabusa por la calle, un sonido que dejaba bien claro la potencia y la velocidad de la moto. El recién llegado aparcó delante de la camioneta, bloqueándole la salida, y acto seguido aparcaron un Lamborghini Murciélago y otra Hayabusa Gixxer.

Delfine cruzó los brazos por delante del pecho al ver que los motoristas se quitaban los cascos. La primera fue una mujer muy sexy con una rebelde melena rizada. Aunque las mujeres no la atraían, Delfine reconoció que la morena estaba buenísima. El mono de cuero ajustado acentuaba sus largas piernas, y tenía una actitud que dejaba bien claro que le daría una paliza a cualquiera que la mirase mal.

Después de desabrocharse la cazadora para dejar al descubierto una camiseta rojo sangre, se puso unas gafas de sol Versace.

El otro motero era un hombre de cabello corto y negro, con una barba bien recortada que le recordó a Delfine el personaje de Tony Stark en Iron Man. Era muy musculoso, y sus ademanes proclamaban que no aguantaba tonterías de nadie. Tenía una hilera de pendientes en la oreja izquierda y los brazos cubiertos de coloridos tatuajes.

El conductor del Lamborghini era un hombre de aspecto letal, de cabello liso y rubio que llevaba recogido en una coleta. Aunque era mucho más delgado que el moreno, también poseía esa aura que ponía de manifiesto su disposición a liquidar a cualquiera que considerase su enemigo.

Delfine había estado rodeada de guerreros y de dioses casi toda la vida, pero nunca había visto nada parecido a la actitud de aquel grupo.

Todos ellos se reunieron como una manada de fieros leones dispuestos a patrullar la jungla. No, «patrullar» no era la palabra.

A conquistarla.

Ash los presentó cuando se acercaron.

—Chicos, os presento a Samia, la amazona más feroz de su tribu.

La mujer los saludó con una inclinación de cabeza.

—El gigante es Blade. Era el señor de la guerra más sanguinario de Mercia.

Blade no los saludó de ninguna manera. Más bien pareció estar midiéndolos para saber qué tamaño de bolsa para cadáveres iba a necesitar.

Ash señaló al rubio.

—Ethon es de la antigua Grecia. Repelió él solo el ataque de una brigada de espartanos. Durante miles de años después de su muerte, los espartanos pronunciaban su nombre como si fuera el hombre del saco.

Ethon les regaló una sonrisa encantadora.

—Nada que merezca la pena reseñar. ¿A quién he venido a matar?

—Para el carro, tío. Tengo otros planes para ti.

Ethon torció el gesto.

—Joder, Aquerón. No me digas que cuando por fin me sacas del infierno no voy a matar a nadie. Eso no está bien.

Ash le dio unas palmaditas en el brazo.

—No te preocupes. Seguro que pronto podrás matar y despedazar a tu antojo. —Señaló con la cabeza a otro hombre que se acercaba por la calle.

Delfine se volvió y se quedó sin aliento cuando ese último guerrero se unió al grupo. Era un poco más bajo que los demás y de origen asiático, pero igual de poderoso y letal.

—Raden —dijo Ash cuando el hombre estuvo a su lado—. Un shinobi entrenado que jamás ha aprendido a relajarse después de un baño de sangre.

—¿Por qué iba a hacerlo? La sangre siempre sabe mejor cuando está caliente.

Delfine enarcó una ceja al escucharlo. A juzgar por su tono de voz y por su forma de lamerse los colmillos, no parecía estar bromeando.

Ash pasó por alto el comentario.

—Tafari, Romano, Cabeza y Kalidas vendrán más tarde.

—Romano —masculló Samia—. ¿Se te ha ido la olla?

Ash guardó silencio y la miró con una expresión más letal que la de todos los presentes.

—Samia, te portarás bien y te mantendrás alejada de él… o no te gustarán las consecuencias.

—Puta basura romana.

Nick soltó un suspiro hastiado y puso los ojos en blanco.

—Tío, esto es como un déjà vu. Y no me impresiona nada. ¿Debería conocer a estos…?

—No lo digas, Nick —lo interrumpió Ash de inmediato, evitando que soltara otro insulto—. Al lado de esta gente, eres un trozo de pan. Si los Cazadores Oscuros tuvieran presidiarios, serían ellos. Se los conoce como los Perros de la Guerra porque se alimentan de ella, son de sangre fría y practican la intolerancia. —Le dio una palmada a Nick en la espalda—. Felicidades, tío, te presento a tus nuevos protectores. Y a diferencia de los otros Cazadores Oscuros, sus poderes no se debilitan cuando están juntos.

Nick frunció el ceño.

—¿Cómo es posible?

Blade agarró a Ethon y lo golpeó con la cabeza. Por regla general cuando un Cazador Oscuro atacaba a otro, el asaltante sentía diez veces más dolor que la persona que sufría la agresión. Sin embargo, Blade ni se inmutó.

—El dolor es mi mejor amigo.

Ethon le asestó un fuerte puñetazo en respuesta. El resultado fue que empezó a brotarle sangre de la nariz, pero la expresión de su rostro dejaba claro que le daba igual el dolor que se estuviera infligiendo a sí mismo. Se limpió la sangre de la nariz mientras Blade hacía lo propio.

Ash suspiró y meneó la cabeza.

—En realidad, no es que sus poderes no se debiliten. Es que son tan poderosos que apenas si los notan. Y como acabáis de ver, tienen una vena masoquista bastante acusada, al igual que Zarek.

Nick no daba crédito.

—¿Has soltado a siete…?

—A ocho —lo corrigió Ash.

Nick soltó una barbaridad.

—¿Has soltado a ocho pirados en Nueva Orleans? ¿Es que te has vuelto loco? ¿Cómo vas a controlarlos?

Ash se encogió de hombros, sin inmutarse.

—Para eso tengo a Jericó, a Jared y a Zarek.

Nick estuvo a punto de ahogarse.

—¿El gilipollas psicópata? ¿Has traído otra vez a ese tío?

—Don Gilipollas Psicópata para ti, niñato —dijo Zarek, que apareció justo detrás de Nick y le colocó la mano con violencia en la nuca para apretarle tan fuerte que le arrancó un gemido—. ¿Ahora quién cuida a quién?

Jericó resopló.

—Parece que tendré que ejercer de niñera del grupo.

Delfine se echó a reír al escuchar el tono resignado de sus palabras.

—Tranquilo, cariño. Yo llevo las tiritas.