Jericó estaba en la cima de la montaña desde la que en otra ocasión había contemplado el sol, a la espera de su muerte. Recordaba aquel día a la perfección. La puesta del sol seguía pareciendo un ópalo girasol.
En aquel entonces se rindió por Delfine y se resignó a soportar el castigo de Zeus. Ese día no se le ocurría un lugar mejor para proclamarse suyo, precisamente en aquel sitio, donde todo había empezado.
Se volvió y la vio a su lado, vestida con una vaporosa túnica blanca y con flores en su pelo rubio. Aunque los dioses no celebraban bodas, tal como las entendían los humanos, quería hacer algo especial para ella.
—Me has devuelto la vida —dijo cogiéndola de la mano.
Delfine le besó las cicatrices de los nudillos.
—Me parece justo, ya que no habría tenido una vida si no hubieras encontrado tu corazón para perdonármela.
¿Quién iba a pensar que ese único acto de bondad lo conduciría hasta ese punto?
Lo conduciría hasta ella…
Incapaz de transmitirle lo que sentía en su interior, se postró de rodillas.
Delfine se quedó de piedra al ver lo que hacía Jericó. Ataviado con su armadura negra, la miró con sus desconcertantes ojos. La brisa agitaba su pelo claro, otorgándole una belleza arrebatadora.
—No tengo mucho que ofrecerte. Pero mi vida es tuya. Para siempre.
Los ojos de Delfine se llenaron de lágrimas.
—No es verdad, Jericó. Tienes mucho que ofrecer.
—¿Como qué?
—Todo lo bueno de mi vida te lo debo a ti. Te juro por Estigia, tu madre, que jamás te haré daño. Que jamás te traicionaré.
—Y yo te juro en nombre de mi madre que todos los días de tu vida sabrás lo mucho que significas para mí.
Delfine sonrió.
—Me alegro, porque sobrevivir al cortejo ha sido una hazaña. Me dan sudores fríos solo de pensar que tuviera que enamorarme de otro.
Jericó enarcó una ceja al escucharla.
—¿Cómo? —le preguntó, fingiendo estar ofendido.
—Ya me has oído. —Se arrodilló delante de él—. Ahora bésame y demuéstrame que eres sincero.
Jericó soltó una carcajada ronca.
—Llévame a tu cama y te demostraré mucho más que eso.
—En fin, si lo dices así…
Delfine usó sus poderes para trasladarse con él a su dormitorio y juntos aparecieron desnudos en su cama.
Al fin y al cabo, los votos no eran nada sin la consumación.
Niké se detuvo nada más entrar en el despacho de Madoc. El Óneiroi estaba solo, con la vista clavada al otro lado de la ventana, en el mar.
—¿Querías algo? —preguntó él sin volverse.
—Sí. He recordado una cosa que escuché mientras estaba en Azmodea.
Esas palabras consiguieron que se volviera para mirarla.
—¿El qué?
—Uno de nuestros dioses le está pasando información a Noir.
—Tu hermano Zelo.
—No —negó ella con convicción—. Conozco su voz y sé que conozco a quien oí. Pero no consigo recordar de quién se trata.
—¿Y cómo sabes que es de los nuestros?
—Porque quería ocupar el lugar de Zeus y que Afrodita fuera su mujer.
Madoc frunció el ceño.
—Pero ¿no recuerdas quién era?
—No, y eso que me he esforzado en recordar. Noir no va a dejarnos tranquilos, y yo no puedo quitarme de encima la sensación de que se avecina algo terrible.
Madoc soltó una carcajada.
—Siempre se avecina algo terrible. —La miró con una sonrisa tierna—. No te preocupes, Niké. La victoria está de nuestro lado.
Niké sintió un escalofrío al escucharlo. Madoc escondía algo. Lo presentía.
—En ese caso, te dejo para que continúes con tus obligaciones.
Madoc la observó marcharse. Habían ganado ese asalto. Los skoti y Zeth habían regresado a casa. Él era libre, volvían a contar con Jared y Jericó no se había pasado al otro bando.
Pero, al igual que Niké, presentía algo malo en el horizonte, y eso le provocaba un escalofrío. Había establecido un nuevo orden, pero ¿hasta cuándo?
Zeus y los demás estarían tramando algo, al igual que Noir y Azura.
Suspiró mientras volvía a clavar la vista en el mar embravecido. En ese preciso momento no le cabía la menor duda de que todo empeoraría, y mucho antes de que las heridas sanaran por completo. La única pregunta que se hacía era quién sobreviviría, si acaso alguno lo lograba.