15

Zeus se estaba riendo de Hermes cuando sintió un ramalazo de maldad. Fue tan potente que casi se podía palpar, y se le clavó como un cuchillo serrado.

Echó un vistazo por el templo e intentó encontrar al dios que se atrevía a sentir algo así por él. Sin embargo, no vio nada. Nadie le prestaba atención.

¿Estaría alucinando?

—¿Pasa algo? —le preguntó Hera desde su trono, a su derecha.

—¿No lo sientes?

—¿Sentir el qué?

Antes de que Zeus pudiera hablar, la puerta del templo se abrió de par en par. Jericó entró ataviado con su armadura. El cuero negro se ceñía a su cuerpo, marcando aquellos músculos entrenados para matar. En los hombros llevaba una hilera de púas afiladas que se curvaban hacia dentro, encuadrando su cara con un marco letal.

Tenía las alas desplegadas y su larga melena flotaba sobre sus hombros y caía por su espalda. Las afiladas garras metálicas que llevaba en las manos arañaron la puerta de oro, provocando un sonido como el de las uñas sobre una pizarra.

El eco de sus botas negras tachonadas de plata reverberaba en la estancia de forma ominosa mientras caminaba sobre el suelo de mármol. La ira infernal y la venganza desalmada demudaban sus facciones perfectas.

Nadie se movió.

Nadie se atrevía a hacerlo. Solo Zeus sabía quién era su objetivo. Los demás contuvieron el aliento por miedo a que Cratos los retara y tuvieran que enfrentarse a él.

Sin duda alguna, todos recordaban la última vez que había entrado en el templo de aquella manera…

Pero en esa ocasión era distinto…

—¡Ares! —le gritó Zeus a su hijo, el dios de la guerra—. ¡Protege a tu padre! ¡Mata a ese perro! ¡Ahora!

Ares se cubrió con su armadura y se plantó de un salto delante de Jericó. Sin dudarlo, Jericó hizo aparecer su escudo y su espada para abalanzarse sobre el dios. Sus escudos chocaron cuando Jericó usó el suyo para obligar a retroceder al dios de la guerra.

Ares mantuvo su posición y apoyó todo su peso en el escudo, pero no bastó para detener a Jericó. Era como una locomotora con un destino prefijado.

Zeus.

—Tu sangre no me saciará, Ares. Ríndete o sufrirás una furia que no puedes ni imaginar.

Ares lo atacó por encima del escudo.

Jericó gruñó mientras levantaba el escudo para desviar el golpe y respondió con uno de su propia cosecha. Su espada corta rozó la parte superior del escudo de su oponente, abriéndole una brecha a Ares en el brazo.

Harto de ese obstáculo, Jericó tiró el escudo y usó la espada para golpear con saña el escudo de su enemigo. Con más rapidez de la que Ares esperaba, Jericó asestó una sucesión de mandobles y golpes sobre el escudo de oro, doblándolo hasta que estuvo enrollado alrededor del brazo de Ares. El dios gritó cuando el metal se le clavó en la carne.

Jericó lo apartó de una patada, haciéndolo resbalar por el suelo.

Acto seguido, utilizó sus poderes para quitarle a Ares la espada de la mano y asirla con la garra izquierda. Trazó un arco con ambas espadas antes de colocárselas a los costados y darse media vuelta para mirar a todos los dioses congregados en el templo.

—¿Alguien más quiere sangrar por este cabrón?

Zeus le lanzó un rayo.

Jericó lo desvió con la espada.

—Jamás volveré a someterme a ti.

El dios le lanzó otro rayo. En esa ocasión Jericó soltó la espada de Ares y lo atrapó con la mano. El rayo siseó contra las garras de plata, echando humo. Pero no logró hacerle daño a través de la armadura.

—¿Eres idiota, olímpico? Nunca me has vencido. Me sometí a tu voluntad, sí, pero eso se acabó.

Zeus le lanzó otro rayo.

—Tienes un corazón humano. ¡Puedes morir!

Jericó le devolvió el rayo a Zeus, que lo esquivó a duras penas.

—Pues mátame. Si tú o algunos de estos imbéciles que te siguen creéis de verdad que podéis… vamos, intentadlo. Estoy de humor para hacer una matanza… o tres.

Zeus puso los ojo como platos al comprender lo que Jericó quería decir y el motivo de su furia.

Atenea, Apolo, Dioniso y otros dioses se pusieron en pie como si fueran a luchar por Zeus.

Pero antes de que pudieran hacerlo, Jericó sintió una poderosa presencia a su espalda. Como esperaba un ataque, se volvió, listo para la lucha.

Y se quedó pasmado.

A su espalda vio a Delfine, acompañada por Madoc, Zeth, Zarek, Astrid, Deimos, Fobos, Asmodeo y más de veinte Óneiroi. Y todos parecían muy serios y preparados para la lucha.

No comprendía lo que estaba viendo.

Los otros dioses retrocedieron al instante.

Delfine y los demás avanzaron hasta que lo rodearon de forma protectora, momento en que ella le hizo un travieso guiño.

—No creerías que íbamos a dejarte solo, ¿verdad?

—Pues sí. —Jericó seguía sorprendido por aquella insólita demostración de apoyo.

Ni en sueños lo habría creído posible.

Jamás se lo habría pedido ni tampoco lo habría esperado.

Madoc resopló.

—Es un mundo nuevo, hermano. Y nosotros, los oprimidos, vamos a recuperarlo. —Miró a Zeus y gritó—: No volveremos a ser herramientas de nadie, ni siquiera tuyas, en la vida. Date por depuesto.

Zeus rugió mientras los fulminaba con la mirada:

—¡Cómo os atrevéis! ¿De verdad creéis que nos asustamos por un número tan reducido de oponentes?

Zeth resopló.

—Fíjate si os asustamos que matasteis a nuestras hijas. ¿Qué clase de dios teme a un bebé?

Los dioses olímpicos comenzaron a cuchichear entre ellos.

—Es cierto —añadió Jared—. Ha ordenado la muerte de Delfine en dos ocasiones, pero sigue viva.

Zeus miró a Jericó con desdén.

—Se te olvida que eres mío, tú mismo lo dijiste. Juraste que si liberaba las emociones de los Óneiroi, serías mi esclavo para siempre.

Jericó se encogió de hombros.

—Sí, lo dije, ¿verdad? Deberías haberme obligado a hacer un juramento inquebrantable invocando el nombre de mi madre… ¡Lo siento! Hoy no es tu día, tío.

Zeus se puso rojo de la rabia.

—No puedes renegar de tu palabra.

—No lo habría hecho si no hubieras atacado a la persona por la que hice ese trato. —Jericó retrajo las garras de la mano izquierda para coger la mano de Delfine—. Si no me hubieras mentido ni la hubieras atacado, te habría dejado vivir en paz mientras yo cumplía mi parte del trato. Pero no serviré a quien ha intentado matar a la única persona que me ha importado en la vida. No me someteré a tu voluntad para dejarla vulnerable a tus ataques y a los de tus súbditos.

Delfine le apretó la mano con fuerza.

Ares se puso en pie. Su escudo había desaparecido y se sujetaba el brazo roto contra el pecho.

—Podemos enfrentarnos a ellos, padre.

—Pues sí —se burló Jericó—, pero no ganaréis.

—¿Padre? —dijo Ares con voz insegura.

Zeus los fulminó con la mirada.

—No seré tu prisionero.

—No será necesario. —Madoc se colocó delante de Zeus—. No queremos tu puesto ni tu autoridad. No nos apetece tener que lidiar con las minucias y las gilipolleces que tienes que aguantar a diario.

Deimos resopló.

—Pues no sé. Cuando Dioniso atropelló a ese Cazador Oscuro con una carroza de carnaval hace unos años fue muy gracioso. Me mantuvo entretenido unos cuantos días. —Soltó una carcajada malévola, cual personaje malvado de dibujos animados.

Jericó puso los ojos en blanco. Su viejo amigo siempre había estado un poco chalado. Por esa razón se habían llevado tan bien en otra época.

Eros y Psiqué se levantaron de la mesa situada a la izquierda de Jericó. Con sus alas blancas y su pelo rubio, Eros era el epítome de la belleza. Y la estampa de un motero humano con sus pantalones de cuero negros, su camiseta negra y sus botas. Psiqué era pelirroja, llevaba el pelo apartado de la cara y también iba vestida de motera. Cogió a Eros de la mano.

Jericó se tensó cuando la pareja se acercó hacia ellos.

Sin embargo, se llevó una tremenda sorpresa cuando Eros le tendió la mano en gesto de amistad.

—No todos somos gilipollas. Y ahora mismo creo que tenemos muchos motivos para preocuparnos por Noir y su gente. Considéranos tus aliados.

Zeus rugió de rabia.

—Cuidado no te dé un ataque, viejo —soltó Madoc—. Te propongo una tregua. Tu corte y tú mantenéis vuestro estatus actual, maquináis los unos contra los otros como de costumbre, y nosotros vamos por nuestro lado y nos encargamos de nuestros asuntos.

Zeus no daba crédito.

—¿Vas a dividir el panteón?

Madoc negó con la cabeza.

—El panteón se dividió hace mucho tiempo. Ya nos hemos cansado de ser tus perros falderos y de vivir aterrados por la posibilidad de provocar tu ira. Tenemos cosas mucho más importantes en las que pensar que tus estúpidas intrigas y tus coqueteos. —Miró a Jericó—. Y con un titán a nuestro lado, por fin tenemos el poder para decirte que puedes irte a tomar por… en fin, allí donde Helios no brilla.

Zeth levantó la barbilla para dirigirse a los dioses que los rodeaban.

—Cualquiera que esté dispuesto a combatir a Noir y a Azura será bienvenido. El resto podéis seguir con lo vuestro.

Atenea y Hades dieron un paso al frente. Como de costumbre Atenea llevaba una túnica roja. La diosa de la sabiduría y de la guerra tenía el porte de una de las Gracias.

Hades, en cambio, era más siniestro. El dios del Inframundo solo tenía paciencia para su mujer, cuya ausencia hablaba por sí misma.

—Estamos con vosotros.

Zeus resopló, asqueado.

—¿Has perdido el juicio, Hades?

—No, creo que he encontrado mi alma. Noir y Azura nos han declarado la guerra. Lo menos que podemos hacer es ofrecerles una resistencia que no olvidarán… hermano.

—Pues bienvenidos sois. —Madoc se volvió hacia Zeus—. Te dejaremos en paz siempre y cuando nos devuelvas el favor.

—¡Eso! —gritó Asmodeo, sacando pecho.

Zarek se inclinó hacia él y le susurró:

—No te conviene hacer eso, tipo duro. Ese hombre furioso del trono no tiene sentido del humor.

—Vaya. —Asmodeo se escondió detrás de Jared.

Zarek se echó a reír, pero dejó de hacerlo cuando vio que los demás lo miraban y adoptó de inmediato una pose asesina.

—¿Hay trato? —preguntó Jericó.

Zeus los fulminó de nuevo con la mirada, pero en el fondo sabía que era la mejor oferta que iba a conseguir sin una guerra. Una guerra que podría perder.

—Hay trato.

«¿Podía haberlo dicho con menos entusiasmo?», se preguntó Jericó. Pero al menos lo había dicho.

Madoc inclinó la cabeza hacia Zeus y hacia los otros dioses antes de dar media vuelta y dirigir a su grupo fuera de la sala.

Jericó soltó a Delfine y recogió su escudo, que había caído a los pies de Artemisa.

La delgada y elegante pelirroja miró a Delfine, que esperaba su regreso.

—Cratos, si de verdad la quieres, házselo saber todos los días. Anteponla siempre a tus necesidades como has hecho hoy. Acepta este consejo de alguien que sabe de lo que está hablando. El amor perdido es la peor carga posible, ya que nunca puedes librarte de ella. —Tras pronunciar esas palabras, hizo aparecer el arco y el carcaj que Jericó le había entregado hacía tanto tiempo. A Jericó le sorprendió que los hubiera conservado—. Este es mi regalo. Tu puntería será siempre certera y tu carcaj nunca se quedará vacío.

—Gracias.

Artemisa respondió con una inclinación de cabeza y retrocedió.

Jericó regresó junto a Delfine y siguieron a los demás de vuelta a la Isla del Retiro.

En cuanto se materializaron en el salón, Delfine lo acorraló y lo llevó al pasillo.

—Jericó, ¿de verdad estabas dispuesto a entregar tu libertad por mí?

Él apartó la mirada con timidez al escuchar la pregunta.

—Jericó… —Delfine lo obligó a mirarla—. ¿Por qué ibas a hacer algo así?

La pregunta lo molestó. No le gustaba que lo interrogasen, mucho menos sobre algo tan… personal.

—¿Tú qué crees?

Delfine lo miró echando chispas por los ojos.

—Porque soy una arpía mandona y preferirías ser el esclavo de un hombre a quien odias antes de tener que lidiar conmigo.

La réplica lo enfadó todavía más.

—Pues que sepas… —Guardó silencio al darse cuenta de que Delfine lo estaba provocando. Su enfado se convirtió en irritación—. No tiene gracia.

—Creo que estoy histérica y que necesito oír de tus labios por qué se te ocurrió hacer semejante trato.

Jericó intentó pasar a su lado, pero Delfine se lo impidió.

«Necesita oírlo», se dijo.

Delfine le puso los dedos en los labios.

—Vamos, cariño, puedes decirlo. —Le movió los labios con gesto juguetón—. No estás mal, Delfine —dijo con voz grave, imitándolo—. Yo te… Vamos, Jericó. Solo muerdo en la cama. Puedes hacerlo. Sé que en realidad no eres mudo.

Pero ¿por qué debía decírselo? ¿Acaso no era evidente? ¿Qué más tenía que hacer para demostrarle lo mucho que significaba para él?

Sin embargo, sabía que Delfine no lo dejaría en paz.

No hasta que pronunciara en voz alta lo que ella quería oír.

—Porque te quiero… arpía o no.

—¡Arpía! —Se abalanzó sobre él, pero en vez de hacerle daño, le hizo cosquillas en los costados.

Jericó empezó a reír, sorprendido por su comportamiento. Nadie se había portado así con él. La abrazó con fuerza y la besó.

—Gracias por venir a apoyarme.

—No —lo corrigió ella, que se puso seria al instante—, gracias a ti por defenderme. —Le clavó un dedo en el pecho—. Pero ni se te ocurra volver a hacerlo. No quiero que te pongas en peligro por mi culpa.

—¿Por qué?

Delfine lo miró a la cara, y la sinceridad que vio en sus ojos de color avellana lo desarmó.

—Porque yo también te quiero y no soportaría ser la culpable de que resultaras herido o acabaras muerto.

Se llevó su mano a los labios.

—No te preocupes. Nunca te dejaré sola. Sin mí te metes en demasiados líos.

Delfine protestó:

—Por favor. Nunca me metía en líos hasta que te conocí.

—Claro, claro.

—Esto… chicos —dijo Fobos, que se había asomado por la puerta—, detesto interrumpir lo que sea que estéis haciendo, pero tenemos un problemilla aquí dentro que a lo mejor os gustaría ver.

Extrañado, Jericó entró en primer lugar en el salón, donde vio a un nuevo grupo de skoti.

Alucinado por su presencia, miró a Madoc en busca de una explicación.

—¿Qué pasa aquí?

Madoc levantó las manos y se encogió de hombros.

—No lo tenemos claro. Han aparecido sin más.

Otro fogonazo los desconcertó, aunque en esa ocasión fue Niké quien apareció en medio de los skoti. Su hermana le daba la espalda y tenía una postura muy rara, con las alas agachadas.

Jericó dio un paso hacia ella, pero se quedó pasmado cuando Niké se volvió y le vio los ojos.

Su hermana era una gallu.

Madoc y Fobos soltaron un taco al tiempo que hacían aparecer sus espadas para atacar.

—¡No! —rugió Jericó, apartándolos de un empujón—. Es mi hermana.

Madoc lo miró como si hubiera perdido un tornillo.

—Está infectada. Nos matará a todos.

—Me da igual. —Seguía siendo su hermana. Jericó hizo aparecer su armadura antes de acercarse a ella.

Niké se abalanzó sobre él como si fuera un animal salvaje, intentando arañarlo y morderlo. Agitó las alas, pero Jericó consiguió atraparla por detrás para inmovilizarla mientras las alas lo golpeaban. Niké gritaba y pataleaba, e incluso trató de golpearlo con la cabeza.

Aunque su armadura lo protegía, sentía sus patadas en las espinillas.

—Necesito una jaula —gruñó.

Delfine creó una del tamaño de un armario. Era lo bastante grande para contener a Niké hasta encontrar el modo de ayudarla.

—Métela aquí.

Jericó metió a su hermana en la jaula y se estremeció al ver sus ojos blancos y los colmillos serrados. Sacó los brazos por los barrotes en un intento por llegar hasta ellos mientras le salían espumarajos por la boca.

Eros y Zarek se miraron con preocupación antes de atender a los skoti.

Eros se frotó la barbilla.

—Creo que deberíamos encerrarlos a ellos también, antes de que se les vaya la pinza.

Uno de los skoti más jóvenes se adelantó.

—Estamos infectados, pero en nosotros actúa más despacio.

Jericó frunció el ceño.

—¿Cómo dices?

—Están probando un veneno nuevo con la idea de infectar a alguno durante una pelea sin que nos demos cuenta. De ese modo cuando volvamos a casa podremos infectar a los demás.

¡Qué retorcido! Además, haría que todos sospecharan de todos incluso después de la lucha.

Zarek soltó un taco.

—¿Cómo nos enfrentamos a esto?

—Matando al que los infectó.

Se volvieron al unísono hacia Jared, que había hablado con absoluta seriedad.

—¿Cómo? —preguntó Madoc, sin dar crédito.

—Céfira lo descubrió —contestó Jared—. Si matas al gallu que ha creado al zombi, dicho zombi recupera su estado natural.

Eros resopló.

—Pues menuda estupidez. ¿A quién se le ha ocurrido?

—A la diosa egipcia Maat. Los gallu invadieron sus dominio hace unos siglos y los modificó para darle una oportunidad a su gente.

Madoc meneó la cabeza, asqueado.

—Genial, simplemente genial.

—Sí —convino Eros—. Por cierto, será mejor que ninguno de vosotros le diga a Maat que la he llamado estúpida. Tiene un carácter… y no me apetece que me eche un rapapolvo.

Jericó pasó por alto aquellas incongruencias.

—Bueno, ¿cómo averiguamos quién la ha infectado?

Zarek se encogió de hombros.

—Matémoslos a todos y que Hades se las apañe como pueda.

El aludido cruzó los brazos por delante del pecho y miró a Zarek con cara de pocos amigos.

—Para que lo sepáis, me niego a limpiar los destrozos. Y ningún gallu va a acercarse a mis dominios. Vamos, lo único que me hacía falta, un reino lleno de muertos infectados. Ni que fuera una película de César Romero.

Eros levantó la mano.

—Esto… Hades… creo que te refieres a George Romero. César era el actor que interpretaba a Joker en la serie de televisión de Batman.

Hades le lanzó una mirada hosca.

—¿Crees que me importa? Además, ¿cómo lo sabes?

—Psiqué y yo vamos al cine con Aquerón. Le encantan las pelis de zombis.

Asmodeo, que pasó por alto esa conversación, dio un tímido paso adelante.

—Yo descubriré quién la ha infectado.

Jericó frunció el ceño al escuchar el ofrecimiento.

—Puedo entrar sin levantar sospechas. Con un poco de suerte, encontraré al gallu y lo mataré.

Delfine meneó la cabeza.

—Asmodeo…

—En serio, no pasa nada —la interrumpió el demonio—. Sé que suena muy trillado y tal, pero habéis hecho que me sienta parte de un equipo. Y esto es nuevo para mí. Quiero ayudar en lo que pueda. Si vosotros aparecéis, Noir os matará. A mí… bueno, solo me torturará. Tal vez me destripe y me insulte. Puede que incluso me dé una paliza. Pero soy vuestra única esperanza.

Delfine miró a Jericó con preocupación antes de mirar una vez más al demonio.

—No podemos permitir que vayas solo.

—Venga ya, no me pasará nada. Además, Noir ya me odia.

—Pero si sospecha lo que estás haciendo, te matará.

Asmodeo se encogió de hombros.

—¿Quién quiere vivir para siempre? En fin, que conste que yo quiero, pero también quiero hacer esto por vosotros.

Jericó se plantó delante de él antes de que se fuera. Se quitó un anillo del dedo y se lo ofreció.

—Toma.

Asmodeo hizo una mueca y se apartó del anillo.

—No voy a casarme con un tío tan feo como tú. No te ofendas, pero no eres mi tipo. Me gusta que mis citas tengan menos vello corporal y… partes femeninas naturales.

Jericó soltó un gruñido frustrado.

—No es una alianza, capullo. Es el anillo de Berit. Si te metes en líos, puedes invocarlo para que te ayude a salir de allí.

Esa información cambió por completo su actitud.

—Vaya, eso a lo mejor te vale un anillo de compromiso. —Asmodeo sonrió mientras lo cogía—. Si no vuelvo dentro de unas horas… En fin, mejor no pensar en eso. Puedo cambiar de idea y no hacerlo. Puedo pensar en cosas alegres. Como tripas de perro con crema y filetes podridos. Sí. Mmm…, se me hace la boca agua. —Y se marchó.

Delfine rodeó la cintura de Jericó con un brazo e intentó con todas sus fuerzas no pensar en las imágenes que le había provocado Asmodeo con sus palabras ni en el hecho de que creyera que eso era alta cocina. No sabía por qué, pero por algún motivo le caía bien el demonio. Era como un… primo, solo que ilegítimo y marginado socialmente.

—¿Crees que estará bien?

—No es él quien debe preocuparnos —dijo Hades.

Se volvieron hacia el dios.

—¿Por qué lo dices?

—No habéis terminado con Zeus. Estoy convencido. No nos atacará hoy. Pero lo habéis avergonzado en público, y conociendo a mi hermano como creo que lo conozco… Eso no le ha sentado nada bien.

—No pasa nada —le aseguró Madoc—. Vamos a fortificar nuestro cuartel general.

—Y vais a tener que encerrarnos —les recordó otro de los skoti—. Ya hemos hecho bastante daño en nombre de Noir. No queremos causar más.

Jared y Madoc los encerraron mientras Delfine meditaba sobre todo lo sucedido. Quería que los acontecimientos se ralentizaran, pero no podía hacer nada.

La situación era cada vez más aterradora.

—Siento lo de Niké.

Jericó la miró con expresión triste.

—Yo también. ¡Joder! No debería haberme distraído. Debería haberme quedado en Azmodea hasta dar con ella.

—No te culpes.

—¿Y a quién culpo? Yo fui quien la dejó allí.

—Porque estabas preocupado por mí —susurró Delfine—. Si yo no hubiera estado allí, no te habrías desviado de tu propósito.

Jericó la abrazó.

—No es culpa tuya, nena. Yo tomé la decisión y la abandoné. Tenemos que confiar en Asmodeo.

Hades se acercó a ellos.

—Vuelvo al Inframundo. Llamadme si me necesitáis.

—Lo haremos. Gracias.

Hades se despidió con una inclinación de cabeza antes de desaparecer.

Jericó vio que los demás comenzaban a limpiar el salón para restaurar su anterior belleza. Sin embargo, la tristeza que atisbó en los ojos de Madoc lo preocupaba.

Soltó a Delfine y se acercó al Óneiroi.

—¿Estás bien?

Madoc hizo ademán de asentir con la cabeza, pero se lo pensó mejor.

—Echo de menos a mis hermanos. Nunca había estado aquí sin ellos y no dejo de preguntarme qué haría D’Alerian de estar aquí. Qué dirá cuando vuelva.

«Si vuelve», pensó Jericó. Delfine le había enseñado a no ser tan grosero para decirlo en voz alta.

—Lo estás haciendo genial. —Delfine se acercó a ellos y le dio unas palmaditas a Madoc en el brazo—. De verdad que sí. Nadie podría hacerlo mejor, y sé que D’Alerian estaría orgulloso de ti y de lo que has hecho para protegernos.

—Gracias. —Madoc la miró y le regaló una sonrisa triste—. Por cierto, he hablado con Zeth sobre lo que ha sugerido Jericó. Nos gustaría que fueras nuestro tercer líder.

A Delfine le sorprendió su ofrecimiento.

—¿Yo?

Madoc asintió con la cabeza.

—De no ser por ti, ninguno de nosotros estaría aquí ahora. Tú salvaste a Jericó y lo ayudaste a liberarnos. Sin ti, seguiría encadenado al suelo.

Tal vez, pero Delfine no estaba acostumbrada a ser líder en ningún sentido.

—No sé…

—Se te dará genial —le aseguró Jericó con una confianza que ella estaba lejos de sentir.

Delfine no sabía por qué, pero partiendo de él ese halago significaba un mundo.

—Muy bien. Lo intentaré. Pero si meto la pata, será mejor que uno de vosotros me ayude a solucionarlo.

Madoc soltó una carcajada.

—Lo primero que vamos a hacer es un cambio.

—¿Cuál?

Madoc miró a Zarek.

—Vamos a añadir dos generales: Zarek y Jericó.

—¡Guay! —exclamó Eros con sarcasmo—. ¿No había dos más antipáticos?

—Por eso estarán al mando de nuestro ejército. Que los dioses se apiaden de cualquiera que los cabree, porque Zarek y Jericó se lo zamparán.

Zarek carraspeó.

—Menos mal que me siento halagado por eso. De lo contrario te destriparía.

Jericó añadió con una mirada feroz:

—Lo mismo digo.

Delfine estaba sonriendo cuando Astrid apareció con un bebé que no paraba de llorar. El pequeño tenía los ojos de un azul tan brillante que Delfine lo habría tomado por un Cazador Onírico de no ser porque también tenía el cabello rubio de su madre y era la viva estampa de su padre… salvo por la perilla.

Astrid, que tenía la cara desencajada, le pasó el bebé a Zarek.

—Menoceo quiere a su papá.

Zarek la fulminó con la mirada.

—Bob está llorando porque quiere que su madre deje de llamarlo por ese nombre tan feo. —Zarek acunó al bebé y lo meció suavemente contra su hombro, aunque el niño seguía llorando. A grito pelado—. No pasa nada, Bob. Papá está aquí. Voy a salvarte del mal gusto que tiene tu madre con los nombres. Yo también lloraría si mi madre me hubiera puesto el nombre de un imbécil.

—Menoceo es un gran nombre —se defendió Astrid.

Zarek resopló.

—Para un viejo o para un producto de higiene femenina. No para un hijo mío. Y la próxima vez le pongo yo el nombre para que no se parezca a una enfermedad.

Astrid puso los brazos en jarras y se plantó delante de su marido.

—Sigue así y la próxima vez lo parirás tú. No me toques las narices, tío, porque tengo contactos en ese departamento. Un hombre embarazado no es imposible en mi barrio. —Se alejó de él.

—¡Muy bien, estaré encantado de dar a luz si así puedo ponerle un nombre que parezca normal! —le gritó Zarek a su espalda.

—Claro, claro. Eso lo dice un hombre que berrea como un crío de dos años cuando se golpea el dedo gordo del pie. Me gustaría ver cómo sobrevives al parto.

—¡No soy un llorón! —Zarek los fulminó a todos con la mirada—. Tengo las putas cicatrices que lo demuestran.

—¡Eres un tío duro! —exclamó Eros—. Y no tiene nada de malo llorar cuando te golpeas el dedo gordo del pie. Yo lo hago.

El niño seguía llorando como si se le hubiera partido el corazón.

«¿Bob?», le dijo en silencio Delfine a Jericó mientras intentaba no echarse a reír por un tema que era, a todas luces, un punto de controversia entre Zarek y Astrid. El nombre desentonaba tanto con el angelito rubio como la ternura con que lo mecía aquel hombre tan fiero.

—¡Quiero mi mantita! —gritó Bob.

Zarek se dejó llevar por el pánico.

—Su mantita… —Le pasó el bebé a Jericó—. Cógelo un segundo.

—No creo que… —Jericó se interrumpió cuando Zarek le arrojó el niño a los brazos, literalmente hablando. Aterrado, no le quedó más remedio que cogerlo.

Sujetó al niño extendiendo los brazos para alejarlo de él, ya que no estaba seguro de qué hacer. No había cogido a un niño en siglos. Miró al pequeño con los ojos como platos y descubrió que el niño estaba tan sorprendido como él. De tal forma que dejó de llorar al instante.

—Mira lo que has hecho —masculló, dirigiéndose a Zarek—. Lo he roto.

Delfine soltó una carcajada.

—No lo has roto. Le gustas.

Jericó no estaba tan seguro. Tragó saliva y se lo acercó un poco más mientras intentaba imitar los gestos de Zarek al mecerlo.

Bob se sacó la mano de la boca y se la plantó a Jericó en la cicatriz de la mejilla.

Él puso cara de asco.

—Uf, acaban de babearme.

Bob soltó una carcajada.

Delfine también rió y se acercó para secarle la mejilla.

—Qué va, te ha dado un beso de bebé.

—Lo ha babeado —sentenció Zarek, que regresó con una manta celeste con la cabeza de un borreguito en una esquina. Le enseñó la cabeza de borreguito a Bob—. Mira, Bobby —dijo con voz aguda—. Soy el borreguito malo que ha venido a que lo abraces. ¡Muacs! —Le tiró un beso.

Bob chilló de alegría mientras cogía la mantita para darle un beso.

Delfine se quedó alucinada al ver a aquellos dos hombretones acunar a un niño tan pequeño.

—Esto hay que subirlo a YouTube —dijo Astrid al tiempo que le guiñaba un ojo.

—Desde luego.

Zarek cogió de nuevo a su hijo, que se acurrucó con la manta. Se la colocó debajo de la mejilla y después apoyó la cara en el hombro de su padre.

—¿Ves? Solo necesitaba su mantita y una buena mano. —Le lanzó una mirada sugerente a Astrid—. Lo mismo que voy a necesitar yo dentro de un ratito.

Astrid miró a Delfine con sorna.

—No, si al final tendré que estrangularlo…

Zarek le dio un beso a su hijo en la coronilla antes de devolvérselo a Astrid.

—Cuando necesites una mano experta…

—Buscaré a Jericó.

El aludido puso cara de susto.

—Esto… ¿os importaría dejarlo para cuando esa cosa sepa comportarse?

Zarek se echó a reír.

—Yo decía lo mismo, en serio. Deberías haberme visto la cara cuando me dijo que estaba embarazada. Te juro que estuve tentado de hacerme el harakiri, pero en cuanto se me pasó el susto y conforme pasaban los meses, me hice a la idea. Te lo creas o no, acaban conquistándote. Con babas y todo.

Delfine abrazó a Jericó por la cintura.

—Vamos, Jericó. ¿No quieres una copia en miniatura tuya correteando por ahí?

—La verdad es que no, y tampoco creo que tú quieras una.

Delfine le dio un empujoncito antes de reunirse con Madoc.

Zarek y Astrid se marcharon para atender a Bob.

Una vez solo, Jericó regresó junto a su hermana.

—Vamos a conseguirte ayuda, Niké. Te lo prometo.

Ella le siseó.

—Vamos, Asmodeo —susurró—. No me falles.

—Hermanito, ese demonio inútil es el menor de tus problemas.

Jericó dio un respingo al oír la voz de Zelo a su espalda. Se dio la vuelta con la intención de saludar a su hermano, pero en cuanto lo hizo Zelo le clavó un puñal en el pecho. Hasta el fondo…

Atravesándole el corazón humano.

Entre jadeos, Jericó cayó hacia atrás, en los brazos de Niké.