Delfine le acarició una mejilla a Jericó, encantada al sentir la aspereza de su barba mientras trazaba sus labios con el pulgar.
—¿Sabes lo importante que eres para mí?
Jericó tragó saliva al escuchar la pregunta. Ojalá igualara lo que él sentía por ella. Porque si no, la cosa pintaba fatal.
—No.
Delfine dejó de acariciarlo para cogerle una mano entre las suyas.
—Más de lo que puedo expresar con palabras.
La respuesta reverberó en sus oídos mientras ella hacía desaparecer su ropa con sus poderes. Una vez desnuda, le guió la mano hasta su pecho.
—Hazme el amor, Jericó. Demuéstrame lo que es estar contigo con todas mis emociones.
Jericó sintió que su cuerpo reaccionaba a la petición de inmediato, al tiempo que lo inundaba el júbilo.
—¿Estás segura?
—Por completo.
Antes de que pudiera seguir pensándoselo, ella lo desnudó con sus poderes.
Jericó se metió en la cama con Delfine y la abrazó, maravillado por el aterciopelado roce de su piel.
Si cayera fulminado en ese momento, moriría feliz.
Ella lo besó mientras aspiraba el olor de su cuerpo. Llevaba solo una eternidad. Sin embargo, las caricias de Delfine borraban el pasado. Porque tenía la impresión de conocerla desde siempre. Como si no pudiera imaginar un mundo sin ella.
No quería alejarse de ella jamás. Ojalá ese sueño se hiciera realidad.
Delfine se estremeció al sentir la dureza del cuerpo de Jericó pegado al suyo. La dureza de sus músculos. Era un cuerpo duro pero suave a la vez. Y tenerlo encima era una sensación increíble. Disfrutó pasándole las manos por la espalda, descendiendo hasta la cintura y las caderas. Aunque era mucho más corpulento que ella, encajaban a la perfección. Su larga melena rubia platino le caía a ambos lados de la cara.
Enterró las manos en aquella melena, y le apartó el cabello mientras sus lenguas se enzarzaban en un beso. Los besos de Jericó eran tan voraces que casi temía que la devorara. Le rodeó las caderas con las piernas, acunándolo con todo su cuerpo. Sintió una miríada de escalofríos mientras él le dejaba una lluvia de besos en el cuello y en el lóbulo de una oreja.
La humedad de su lengua en la oreja le arrancó un jadeo. Debería sentirse vulnerable y expuesta, pero no era así. Solo sentía a Jericó. Ansiaba hacerlo suyo y mantenerlo a su lado para siempre.
El amor que sentía por él le abrasaba el corazón y se extendía como la lava ardiente por todo su cuerpo. Solo ella conocía aquella faceta de su persona. Solo ella veía ese lado tierno y generoso.
Para el resto del mundo era cruel, pero con ella se mostraba dulce y cariñoso.
La idea de verlo como una criatura dulce estuvo a punto de hacerla reír. Sin embargo era cierto. Al menos en lo que a ella se refería. Lo que la llevó a preguntarse cómo se comportaría con un hijo. No le costaba nada imaginárselo.
Y quería ser ella quien le diera ese legado y esa paz. Quería abrazarlo, mantenerlo alejado de ese mundo que ansiaba hacerle daño. No quería que siguiera luchando. Ya había sufrido bastante. Quería enseñarle un mundo donde aprendiera a confiar y a ser amable. Un mundo donde nadie lo hiriera ni lo traicionara. Jamás.
—Quédate conmigo, Jericó —le susurró al oído.
—Mientras me abraces así, no me iré a ningún sitio.
Delfine sonrió al escuchar sus palabras, que pronunció con voz ronca, al escuchar la emoción que las teñía y que le llegó al corazón.
—Conmigo siempre estarás a salvo.
Jericó inhaló su aroma mientras se entregaba a sus caricias y a sus promesas. Aunque nunca había creído en esas chorradas, no pudo evitar que una parte de sí mismo ansiara creerlas. La parte de sí mismo que sería capaz de enfrentarse a los fuegos del infierno solo por acariciarle una mejilla.
Porque Delfine se había colado entre sus defensas y se había instalado en su alma. De modo que estaba indefenso ante ella. Perdido. Solo podía confiar en que ella mantuviera sus promesas, en que no entrara a formar parte de aquel grupo de personas en las que no debería haber confiado.
«No me hagas daño, Delfine», estuvo a punto de decir, pero la silenciosa plegaria se le quedó atascada en la garganta, provocándole un doloroso nudo mientras sus caricias lo ponían a cien.
Sus manos lo exploraban, lo torturaban y lo maravillaban. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que una mujer lo había abrazado de aquella forma.
No. Nadie lo había abrazado nunca así. Porque sabía que por primera vez en su vida estaba en brazos de alguien que lo quería. No era una diosa que quisiera despertar los celos de sus otros amantes. Ni una ninfa que quisiera aliviar el picor…
Pero lo más importante era que estaba en brazos de alguien a quien quería. Alguien que para él significaba mucho más que un simple revolcón.
Delfine despertaba no solo su cuerpo. También le había llegado al corazón y al alma. Y estaba dispuesto a morir por ella.
«¿Por qué no? Ya has entregado tu libertad por ella.»
«Dos veces.»
Debería estar furioso por eso. Pero no lo estaba. La idea de que ella hubiera recuperado sus emociones era suficiente.
«No pensarás igual cuando Zeus te esté torturando…»
No obstante, sí que lo pensaría. Porque el recuerdo de ese momento lo ayudaría a soportar la crueldad de Zeus sin arrepentirse jamás. Estaba segurísimo. Su vida ya no era tan importante como la de Delfine.
Porque ella se había convertido en su vida y la estaba protegiendo al renunciar a su libertad. En realidad, era un precio pequeño y se alegraba de pagarlo.
Se apartó de ella para mirarla a la cara. Le acarició una mejilla sin desviar la mirada de la suya.
—Eres tan hermosa…
Delfine le tocó el parche del ojo antes de quitárselo y arrojarlo al suelo. Aunque siempre se había mostrado renuente a enseñar la cicatriz y el ojo blanco, con ella no le importaba. Quería que lo viera tal como era.
Y Delfine lo veía con todos sus defectos y todas sus virtudes, y así lo aceptaba.
Con una sonrisa tan tierna que lo dejó sin aliento, ella le colocó la palma de la mano en la mejilla. Jericó volvió la cabeza para besarle la cara interna de la muñeca.
—Siento mucho lo que te hizo Zeus.
—No pasa nada. Mereció la pena.
En parte ansiaba confesarle el motivo (que lo había hecho por ella), pero otra parte se negaba a destrozar los recuerdos que ella tenía de su infancia. ¿De qué le serviría saber que si se había salvado había sido por él?
De nada. Contarle la verdad solo le serviría a él, y no quería que lo amara por lo que había hecho en el pasado.
Quería que lo amara por sí mismo. Por lo que compartían en aquel momento. No por gratitud ni porque se sintiera en deuda con él. Quería su amor impoluto.
«Es increíble que acabes de pensar eso», se dijo en silencio. Porque era increíble que quisiera el amor de Delfine o el de otra persona. Era el dios de la fuerza, hijo de la diosa del odio. Siempre había despreciado el amor y las emociones más tiernas. Había despreciado a la gente que hacía el tonto por algo tan transitorio como el amor.
Sin embargo, mientras yacía en la cama con ella en ese preciso instante, lo único que sentía era una paz que no quería que acabara jamás. Delfine lo conocía bien. Lo había visto en su peor momento, y aun así lo había soportado con indulgencia y amabilidad, sin ceder un ápice.
Estaba claro que ella era la mejor parte de sí mismo.
Aunque no había suplicado en la vida, por Delfine estaba dispuesto a sacrificar su dignidad y su vida.
«Y las sacrificarás en cuanto Zeus te ponga las manos encima», le dijo la voz de su conciencia. Le daba igual.
Sobreviviría.
—¿En qué estás pensando? —le preguntó Delfine—. Pareces muy triste.
La besó en la frente.
—En que me gustaría que este momento durara eternamente. En que me gustaría que no tuviéramos que salir de esta cama jamás.
—Sería bonito, ¿verdad?
Jericó asintió con la cabeza mientras giraba sobre el colchón, llevándola consigo. Se quedó tumbado de espaldas, con ella encima, acariciándole los pechos. Aunque los tenía pequeños, eran los más perfectos que había visto en la vida.
Delfine contuvo el aliento cuando Jericó se levantó un poco para acariciarle el pezón derecho con la boca. Cada lametón que le daba le provocaba un espasmo en el estómago. Estaba a cien y lo deseaba con una desesperación rayana en la locura. Como si cargara con un vacío que solo él podría colmar y no pudiera sentirse satisfecha hasta que eso sucediera.
Le tomó la cabeza entre las manos mientras la torturaba con sus caricias. Sentía la dureza de su erección en el abdomen. Deseó contar con más experiencia para saber cómo satisfacerlo. Para saber cómo lograr que la experiencia fuera más especial.
—¿Qué te hago?
Jericó la miró con el ceño fruncido.
—¿Cómo?
—Quiero darte placer, pero no sé cómo hacerlo.
La sonrisa de Jericó le llegó a lo más hondo.
—Nena, me basta con besarte. Pero… —Le cogió la mano y la guió hasta el sitio preciso.
Su gemido de placer hizo que Delfine sonriera. Al menos hasta que le apretó más de la cuenta y lo oyó sisear.
—Con cuidado, cariño, con cuidado.
—Lo siento.
Jericó soltó una carcajada por el deje temeroso de su voz. Le encantaba que se mostrara tan preocupada por él, por satisfacerlo. Le encantaba sentirse rodeado por su olor, permitir que invadiera sus sentidos hasta que lo dejara marcado para siempre.
Volvió a girar para dejarla de espaldas sobre el colchón y se apartó un poco para mirarla a la tenue luz. Su piel blanca era exquisita, y tenía las piernas separadas, a modo de invitación. Se juró que iba a hacerle el amor de forma tan concienzuda que jamás olvidaría ese instante.
Zeus podía encadenarlo en cualquier momento. Pero antes de irse, quería llevarse ese recuerdo grabado en la memoria. Ella sería el único bálsamo que necesitaría en el futuro.
Delfine se quedó alucinada por la ferocidad de Jericó cuando volvió a besarla. Sin embargo, no se detuvo en los labios. Exploró su cuerpo con la boca centímetro a centímetro, besándola y lamiéndola sin dejarse nada atrás. Del cuello a los pechos y de allí a las caderas. Descendió por las piernas hasta llegar a los pies y a los dedos. Delfine chilló, encantada, y tuvo que contenerse para no darle una patada mientras le chupaba los dedos de los pies uno a uno.
Sin embargo, el verdadero placer empezó cuando se trasladó a su entrepierna para explorar la parte de su cuerpo que más lo deseaba. Jericó le levantó las caderas y la penetró con la lengua.
La intensidad del placer que la invadió de repente le robó el aliento. Incapaz de hacer otra cosa, le enterró las manos en el cabello y se dejó hacer.
—Córrete, Delfine —lo oyó gruñir—. Déjame saborear tu placer.
Sin embargo, no lo complació hasta que la penetró con los dedos. En cuanto lo hizo, alcanzó el orgasmo con un grito y su cuerpo experimentó un éxtasis arrollador.
Jericó sonrió al escucharla en las garras del placer. Había llegado el momento que más deseaba. Todavía seguía estremeciéndose cuando se colocó sobre ella y la penetró.
La repentina plenitud de su invasión sorprendió a Delfine, que jadeó al sentirlo tan dentro. Nunca se había imaginado lo maravilloso que sería ese momento. Y cuando él comenzó a mover las caderas, creyó morir de placer.
Jericó se apoyó en un brazo y se incorporó para mirarla.
—¿Estás bien?
Ella le rodeó las caderas con las piernas, obligándolo a hundirse todavía más en ella.
—De maravilla. No podría estar mejor.
La sonrisa de Jericó le provocó un aleteo en el corazón. Le colocó la mano en la mejilla desfigurada sin apartar la vista de aquellos ojos tan desconcertantes para verlo disfrutar del placer. De repente, se hundió hasta el fondo de ella y se detuvo. La abrazó, giró sobre el colchón y la instó a sentarse a horcajadas sobre él.
Delfine jadeó cuando él levantó las caderas.
—Muévete, Delfine. Quiero verte mientras llegas al orgasmo sobre mí.
Al principio, lo hizo con timidez, por temor a hacerle daño. Sin embargo, conforme se movía y escuchaba sus gemidos, fue cogiendo confianza. La verdad era que le encantaba poder mirarlo desde aquella posición. Poder ver los movimientos de sus abdominales.
Mientras la miraba a los ojos, Jericó introdujo una mano entre sus cuerpos unidos. Delfine no supo lo que iba a hacer hasta que notó las caricias de sus dedos.
En cuanto la tocó, el placer hizo que diera un respingo.
—¡Madre mía!
Jericó sonrió de nuevo.
—Te gusta, ¿verdad?
Incapaz de hablar, Delfine asintió con la cabeza.
Jericó se echó a reír mientras la acariciaba al compás de sus embestidas. Le encantaba verla morderse el labio a medida que aumentaba el ritmo de sus movimientos. Tenía tantas ganas de correrse que le costaba contenerse, pero quería prolongar el momento todo lo posible. Quería seguir en su interior para siempre.
¿Por qué tenía que durar tan poco?
Apretó los dientes en un intento por aguantar un poco más, pero en cuanto ella llegó al orgasmo, se dio por vencido. Echó la cabeza hacia atrás y gritó por la intensidad del clímax.
«¡Joder!», exclamó en silencio.
La penetró hasta el fondo mientras su cuerpo estallaba de placer. Desde luego que merecía la pena atravesar los fuegos del infierno por ella. Y si pudiera, vendería su alma al mejor postor con tal de seguir a su lado eternamente, tal como estaban en ese momento.
«¡Te odio, Zeus!», pensó. Sin embargo, él mismo se había hecho la cama y no le quedaba más remedio que acostarse en ella.
Por Delfine. No podía perder la perspectiva, ni olvidar por qué lo había hecho. Por ella, y solo por ella.
Delfine había estado en lo cierto desde el principio. A veces la gente hacía cosas por los demás sin esperar nada a cambio.
El amor era real y lo sentía con cada célula de su cuerpo. Le bastaba con saber que ella era feliz.
«Soy el más tonto del mundo.»
Sin embargo, y aunque la voz de su conciencia siguiera poniéndolo a caldo, no se arrepentía de lo que había hecho. Eso era exactamente lo que Delfine había intentado explicarle, si bien solo lo había entendido después de experimentarlo.
Su madre estaba equivocada. El odio no era la emoción más fuerte. Lo que sentía por Delfine le otorgaba más valor y determinación que todo el odio que lo había corrompido. Esa era su razón para vivir.
No la venganza, y ni mucho menos el odio.
Vivía por el amor a Delfine.
Delfine suspiró y se desplomó sobre él. Apoyó la cabeza en su pecho para poder escuchar los latidos de su corazón mientras recuperaba el aliento. Los brazos de Jericó la rodeaban y hacían que se sintiese protegida, y por muy arriesgado que pareciera… hacían que se sintiese amada. En lo concerniente a Jericó, sabía muy bien que no debería esperar que la amase.
Porque veía el amor como una debilidad despreciable. Ojalá pudiera hacerle entender lo que sentía por él.
Sin embargo, no estaba escrito. Lo máximo que podía hacer era soñar con que Jericó la quería tal como se habían querido sus padres. Todavía recordaba las lágrimas de su madre cuando su padre murió.
Tenía trece años cuando su padre enfermó por una infección. Sufrió durante semanas mientras su madre hacía todo lo posible por salvarlo.
Las dejó de madrugada. Los angustiados gritos de su madre la despertaron a la mañana siguiente. Se necesitaron tres hombres para separarla del cuerpo de su padre, y no hubo manera de consolarla.
Solo vivió seis meses más, y murió porque también contrajo una enfermedad. Al menos eso fue lo que le dijeron a ella. Pero en el fondo sabía la verdad: su madre había sido incapaz de seguir viviendo sin su padre y se había dejado morir. Por más que se esforzó, Delfine no logró alegrarla.
«Hija, algún día encontrarás el amor. Y lo comprenderás. Solo espero que cuando te llegue, podáis envejecer juntos y viváis muchos años», esas fueron las últimas palabras que le dijo su madre.
Arik fue a buscarla tres días después.
Y desde el día que llegó a la Isla del Retiro, decidió que no iba a molestarse siquiera en entender lo que su madre había tratado de explicarle con desesperación.
Al final lo había encontrado con quien y donde menos se lo esperaba. Entre los brazos de un dios embargado por el odio…
¿Quién iba a imaginarlo?
Apoyó la cabeza en una mano para mirarlo a los ojos.
—Ha sido increíble.
Jericó soltó una queda carcajada mientras le pasaba los dedos por el pelo alborotado.
—Estoy segurísimo de que me has roto algo…
Ella dio un respingo, preocupada por esa posibilidad.
—¿Cómo? ¿Te he hecho daño?
—No. Pero no puedo ni moverme.
Delfine le devolvió la sonrisa.
—Eres muy malo.
Jericó la estrechó entre sus brazos hasta que ella protestó. Jamás había sentido nada parecido por otro ser humano.
No había ira. No había dolor.
Solo Delfine.
Al menos hasta que se oyó un gran estruendo al otro lado de la puerta. Se produjeron varios gritos y alguien rompió un cristal.
La furia desplazó la paz que lo había invadido poco antes.
—Debería haber tenido en cuenta que era demasiado pronto para sentirse satisfecho —masculló mientras se vestía.
—Esperemos por lo menos que no sea un gallu.
Jericó la miró ceñudo, ya que su tono de voz había dejado claro que era lo peor que se le ocurría.
—¿Por qué? No son tan malos, si pasamos por alto que son criaturas apestosas y desagradables de las que es mejor deshacerse.
—Me has leído el pensamiento —replicó Delfine mientras se vestía y rodeaba la cama para acercarse a él.
Jericó la cogió de la mano y juntos se encaminaron al otro lado de la habitación, aunque siempre manteniéndose entre ella y la posible amenaza que estuviera esperándolos.
Cuando llegaron al vestíbulo, vieron que tres Óneiroi inmovilizaban a Zeth mientras M’Adoc se sacudía la ropa. Al parecer, Zeth lo había atacado.
Pero al menos M’Adoc tenía mejor aspecto. Algunos moratones habían desaparecido y no estaba tan pálido como antes.
—Quiero arrancarle el corazón —masculló Zeth.
M’Adoc lo miró con expresión paciente.
—Como todos. Pero de momento tenemos bloqueada la entrada a Azmodea. Lo mejor que podemos hacer es prepararnos para la lucha mientras descubrimos el modo de entrar.
Zeth forcejeó para liberarse y su grito de guerra reverberó en la estancia.
—Tranquilo, chaval —dijo Jericó, que soltó a Delfine para acercarse al reducido grupo—. Ni una voz más. Como sigas así, tendrás un problema peor que Noir. Porque seré yo quien te dé.
Zeth se zafó de los otros y se enderezó mientras miraba a Jericó de arriba abajo.
—Te recuerdo. Intentaste hablar conmigo pese a los efectos de las drogas.
Jericó asintió con la cabeza.
—Estabas muy colgado, sí. —Les echó un vistazo a los Óneiroi y a los skoti… y recordó una época en la que ambos grupos apenas se relacionaban—. ¿Cómo va la cosa, chicos?
M’Adoc se encogió de hombros.
—Pues depende. Ahora que hemos recuperado las emociones, algunos han recordado disputas y rencores. —Miró a Zeth de forma elocuente—. Y otros solo quieren matar porque no son capaces de controlar su ira.
Jericó resopló.
—A mí me parece todo tranquilo.
M’Adoc soltó una carcajada irónica.
—Estamos intentando distribuir de nuevo nuestras tareas y no nos ponemos de acuerdo sobre la identidad de los nuevos líderes.
Zeth puso cara de asco.
—Los skoti necesitan su propio representante. No confiamos en vosotros, gilipollas. Lleváis demasiados siglos persiguiéndonos y matándonos.
M’Adoc gruñó de forma amenazadora.
—¿Cómo? Pero si fuisteis vosotros lo que empezasteis con las provocaciones. No sabíais comportaros y siempre os las arreglabais para hacer algo que nos dejaba a un paso de despertar la ira de Zeus. Puesto que soy uno de los que sufrieron su tortura, te aseguro que fue mucho más compasivo con vosotros que con nosotros.
Zeth puso los ojos en blanco.
—Lo que tú digas.
Jericó miró de reojo a Delfine, a quien la discusión parecía hacerle tan poca gracia como a él. Lo habían obligado a separarse de ella por algo tan absurdo. Menos mal que estaba contento, porque si no, se la pagarían con creces.
Delfine echó un vistazo a la estancia, donde se reunían los Óneiroi y los skoti.
—Nos hemos librado de la nomenclatura que nos asignó Zeus.
Jericó frunció el ceño, sin comprender.
—¿De qué?
—De los nombres con los apóstrofos. La eme, la uve y la de que precede a nuestros nombres. Zeus lo ideó como castigo, para quitarnos nuestra identidad. Se nos prohibió usar nuestros verdaderos nombres y usó esas letras para humillarnos aún más con el recordatorio de que éramos sus sirvientes y no entes individuales.
El odio relampagueó en los ojos azules de Zeth.
—Cada letra designa la labor que supuestamente debíamos desempeñar. La eme designaba a aquellos que controlaban a los Óneiroi y a los skoti, una especie de policía. La uve a los que ayudaban a los humanos en el plano onírico. Y la de a los que ayudaban a los dioses y a los Cazadores Oscuros. Por eso una de las primeras cosas que hacen los skoti cuando se rebelan es cambiar ese nombre por el original. En la mayoría de los casos. Ha habido algunos como V’Aiden que no lo han hecho. Pero, de todas formas, siempre he pensado que era un imbécil.
M’Adoc miró a Zeth.
—Y ahora nos hemos vuelto a unir, ¿verdad, Zeth?
—Que te den, gilipollas.
El Óneiroi que estaba a su lado le dio una colleja. Zeth se volvió para devolverle el ataque, pero ni siquiera había dado un paso cuando M’Adoc lo detuvo haciéndole una llave.
—No pongas a prueba mi paciencia, Zeth. Porque se me está acabando. —Soltó un hondo suspiro mientras miraba de nuevo a Jericó—. La verdad es que me pregunto cómo ha conseguido Ash manejar a los Cazadores Oscuros.
Jericó se echó a reír.
—Dime, ¿cómo te llamamos a partir de ahora?
M’Adoc soltó a Zeth, que refunfuñó algo, pero no se atrevió a atacarlo.
—Me quedo con Madoc, sin apóstrofo. Me recordará por qué no debemos dejar que ni Zeus ni ningún otro dios vuelvan a someternos.
—Una decisión respetable. Y creo que sé cómo se las apaña Ash con su gente. —Jericó sacó el látigo que Azura le había dado y se lo entregó a Madoc. Sin embargo, mientras lo hacía se le ocurrió una cosa—. Me cag… creo que sé cómo podemos entrar en Azmodea.
Los ojos de Madoc se iluminaron con la misma emoción que sentía él.
—¿Cómo?
—¡Asmodeo! —gritó, invocando al demonio, que apareció al instante.
—Si llama el amo men… bueno, en realidad ya no eres el amo menor, ¿verdad? ¿Cómo debo llamarte ahora?
Jericó entrecerró los ojos de forma amenazadora.
—De forma respetuosa, demonio.
Asmodeo abrió los ojos de par en par.
—Señor amo, entonces. ¿En qué puedo servirte?
—Llévanos a Azmodea.
El demonio farfulló sin dar crédito:
—¿Por qué narices quieres volver a ese lugar? ¿Qué vas a ganar con eso?
—Necesitamos sacar a Jaden.
—No podéis.
Jericó se volvió al escuchar a Jared, que se acercaba a ellos. Debía de haber aparecido justo después que el demonio. Seguía vestido de negro y no parecía cansado ni herido después de la batalla que habían librado.
—¿Qué quieres decir? —le preguntó Jericó.
Los extraños ojos de Jared lo miraron con expresión triste.
—Jaden aceptó servirlos de forma voluntaria. Si lo sacáis sin el consentimiento de Noir o Azura, morirá. De verdad, si hubiera alguna forma de sacarlo de ahí, ya lo habría hecho.
Delfine suspiró.
La cosa se ponía cada vez peor. Por culpa de Zeus, Jericó ya no podía volver y ya ni siquiera podían usar a Jaden.
—Entonces, si no podemos contar con Jaden, ¿cómo les paramos los pies a Noir y a Azura?
—Debéis enviar a Cam y a Rezar. Solo ellos tienen el poder para detener a Noir y a Azura.
Delfine echó un vistazo a su alrededor y le alegró comprobar que no era la única que pensaba que a Jared se le había ido la pinza.
—¿Quiénes?
Jericó contestó en voz baja y fría:
—Los dioses primigenios del sol y del fuego. Se dice que son los más poderosos de todos los dioses creadores.
Jared inclinó la cabeza.
—Exacto. Solo ellos tienen el poder para anular a Noir y a Azura. —El aire y la oscuridad. Dos conceptos que solo podían ser anulados por el fuego y el sol.
Delfine vio un rayito de esperanza.
—¿Y dónde están?
Jared se encogió de hombros.
—Nadie lo sabe. Después de la primera guerra y asqueados por los actos cometidos por los dioses y por la humanidad, se ocultaron.
Jericó soltó un taco al escuchar las noticias.
—Estás de coña.
Jared negó con la cabeza.
—La única persona que podría encontrarlos e incluso identificarlos es Jaden. O Noir y Azura. Puesto que estoy bastante seguro de que no les interesa que aparezcan, me extrañaría mucho que nos ayudaran a encontrarlos.
Jericó soltó el aire con nerviosismo.
—Así que no hay forma de derrotarlos por completo.
—Jericó, son dioses. Ya habéis librado una guerra; ¿cuántos siglos pasasteis luchando los olímpicos y tú? Acabar con un dios no es fácil. Lo mejor que se puede hacer es tenderles una trampa, y eso requiere sigilo, pero como ambos están en guardia…
—¿Y qué hacemos? —preguntó Madoc.
—Acabar con la amenaza gallu. Proteger a los humanos y esperar a que el malacai desarrolle todos sus poderes. Y rezar mientras tanto para que no se una a Noir. —Jared miró a todos los Óneiroi reunidos—. Y mantenerlos alejados de vuestros sueños. Estoy seguro de que con la ayuda de los gallu os atacarán en el plano onírico. El plan de Zarek es el mejor con el que contáis. Reclamad, neutralizad o matad a todos los olímpicos que los apoyen. Sin compasión.
Zeth frunció el ceño.
—Pero según tú, no podemos ganar esta lucha.
—De momento. No ganaremos esta semana, ni este año, ni mucho menos hoy. Pero si reunimos el equipo adecuado y no cometemos errores, podremos derrotarlos y encerrarlos en un lugar donde nunca vuelvan a hacerle daño a nadie más, ya sea humano o dios.
Delfine tragó saliva al escuchar la aciaga predicción.
—¿Y si fracasamos?
Madoc suspiró.
—No me gustaría estar en el pellejo de los humanos.
—Nosotros también lo vamos a llevar crudo —señaló Zeth con voz malhumorada.
Jared asintió con la cabeza.
—No sé cómo cometí la estupidez de confiar en Noir. Ven al lado oscuro. Tenemos galletas… —siguió Zeth.
Jericó le dio una palmada en la espalda.
—No seas tan duro contigo mismo. Lo que te tentó no fueron las galletas.
—No. Cuando careces de las necesidades más básicas, estás dispuesto a hacer lo que sea para conseguirlas.
Jericó buscó la mirada de Delfine.
—Créeme, lo sé y yo mismo estuve a punto de cometer el mismo error que tú cometiste. El mal es muy seductor. En eso radica el peligro de Noir y de Azura.
—No —lo contradijo Jared con convicción—. El peligro está en nuestra voluntad de creer sus mentiras y de ver lo que queremos ver. Aunque sabemos que nos equivocamos, nos engañamos a nosotros mismos y esa es la verdadera traición.
Zeth asintió con la cabeza.
—Tal como dijo el gran poeta: «Sé fiel a ti mismo».
Todos lo miraron espantados.
—¿Qué? —preguntó él, ofendido—. ¿Creíais que los skoti somos incultos? Pues da la casualidad de que me encanta Shakespeare. Hamlet es una de mis obras preferidas.
Jericó resopló.
—Yo no pienso leerla ni con pinzas y traje protector. —Miró de nuevo a Madoc—. ¿Qué más cambios habéis decidido hacer?
Madoc hizo un gesto con la cabeza señalándose a sí mismo y a Zeth.
—No sabemos si D’Alerian está vivo o muerto. Sigo manteniendo la esperanza, pero hasta que lo sepamos con seguridad, debemos designar a alguien para que lidere a los Óneiroi y los ayude a adaptarse. —Su mirada se tornó triste antes de que siguiera hablando—. M’Ordant está muerto, y hemos perdido la jerarquía. Aunque me duele admitirlo, creo que Zeth tiene razón y nos vendrá bien tenerlo como comandante. Ha estado liderando a los skoti desde hace tiempo y están acostumbrados a escucharlo.
Zeth resopló.
—Por cierto, yo fui la tercera opción detrás de Solin y de Xypher.
Madoc lo miró con gesto serio.
—Pues teniéndolo todo en cuenta, creo que eres la opción más sensata. Xypher es más demonio que skoti y Solin… en fin, lo único que le interesa es controlar y ayudar a nuestras mujeres.
Deimos soltó una carcajada, ya que no podía estar más de acuerdo.
—Fobos y yo seguimos al cargo de los Dolofoni. No hay muchos cambios, salvo que de vez en cuando ayudaremos a los Óneiroi, cosa que no hacíamos antes.
Jericó lo vio todo perfecto salvo por un pequeño detalle.
—¿Habéis consultado todo esto con Zeus?
Madoc meneó la cabeza.
—Todavía no, pero no creo que se oponga. Supongo que no pondrá inconvenientes siempre y cuando nos mantengamos alejados de sus sueños.
Zeth no parecía tan convencido.
—¿Y si vuelve a quitarnos las emociones?
—No lo hará —contestó Jericó con convicción.
Zeth no parecía muy convencido.
—¿Por qué estás tan seguro?
Jericó no estaba dispuesto a contarles el trato que había hecho con aquel gilipollas. Nadie tenía por qué saber que se había degradado por el bien de todos.
—Me he encargado de que así sea. Si no cumple su palabra, se arrepentirá.
Asmodeo frunció el ceño mientras observaba a los distintos miembros del grupo.
—En fin, ¿dónde encaja mi demoníaca persona en todo esto?
Deimos le pasó un brazo por los hombros.
—Eres el asesor técnico. Puesto que conoces tan bien al enemigo, vamos a diseccionar tu cerebro.
Asmodeo puso los ojos como platos.
—Os diré lo que queráis saber. No hace falta que me torturéis.
Deimos miró a su alrededor, sin comprender muy bien el comentario.
—¿Eh?
Delfine soltó una carcajada antes de explicarle la situación al demonio.
—Diseccionarte el cerebro es una forma de hablar, Asmodeo. Significa que queremos que nos cuentes cosas. En realidad, no vamos a hacerte nada en la cabeza.
El demonio soltó un largo suspiro aliviado.
—Ah, gracias a la Fuente. No soporto que me abran la cabeza. Duele muchísimo.
Deimos compuso una expresión compasiva.
—Me alegro de no ser un demonio.
Asmodeo volvió a adoptar una actitud ansiosa.
—¿Por dónde empezamos?
Madoc miró a Jericó y a Deimos.
—Por Azura y Noir. Necesitamos atacarlos y debilitarlos. Si los mantenemos ocupados defendiéndose, no podrán tramar nada. Y cuanto más usemos a los Óneiroi para atacarlos, mejor. En algún momento tendrán que dormir.
—Yo puedo ayudar —se ofreció Jared—. Siempre y cuando mi dueña lo permita. Por cierto —añadió, mirando a Jericó—, no se te ocurra darles el medallón de Jaden.
—¿Por qué?
—Cuando se coloca sobre el corazón de un dios, absorbe todos sus poderes.
Jericó se quedó boquiabierto ya que se le acababa de ocurrir una idea brillante.
—¿Podemos usarlo contra Noir?
—Estoy seguro de que ese era el propósito de Jaden.
—Entonces ¿por qué no lo ha usado? —preguntó Zeth.
Jared lo miró con sorna.
—¿Alguna vez has intentando ponerle en torno al cuello algo así a un dios que te odia? No es muy fácil que digamos. Estoy seguro de que si lo fuera, Jaden lo habría hecho.
—Vale, un punto a tu favor, pero…
—Necesitamos el amuleto —concluyó Jericó.
Jared asintió con la cabeza.
—Pero en cuanto Céfira descubra que no lo tienes, me invocará de nuevo.
—Puede que sí o puede que no. Tal vez podamos renegociar cuando llegue el momento.
Jared resopló.
—Negociar con ella no es fácil. Casi siempre requiere un derramamiento de sangre. Y casi siempre es la mía.
—¿Delfine?
Delfine frunció el ceño al ver que una Óneiroi la llamaba.
—¿La conoces? —le preguntó Jericó.
—No, pero es obvio que ella a mí sí. —Le sonrió—. Vuelvo enseguida.
Jericó la observó alejarse con el corazón en un puño. Solo se arrepentía de no volver a verla una vez que se convirtiera en el esclavo de Zeus.
Porque la perdería para siempre.
Incapaz de pensar en ello, retomó la conversación. No se arrepentiría de lo que había hecho. Pero sí del futuro que se les negaría juntos.
Delfine siguió a la Óneiroi, que la instó a salir del vestíbulo. ¿Qué querría aquella mujer? ¿Y por qué no podían hablar delante de los demás?
Movida por la curiosidad se acercó a la diosa, que ya se había detenido.
—¿Necesitas algo?
La mujer era morena y bajita, y le resultaba conocida, aunque no recordaba a quién se parecía. Se volvió hacia ella con una sonrisa.
—Sí, necesito una cosa.
—¿El qué?
La mujer se dividió en tres diosas idénticas. Antes de que Delfine pudiera moverse siquiera, la inmovilizaron.
—Tu muerte —masculló la primera de las diosas al tiempo que la degollaba.