Jericó se percató de la sorpresa y del pánico que aparecieron en el rostro de Delfine. Conocía muy bien la expresión que ponía la gente cuando se la pillaba mintiendo, y le asqueó comprobar que pudiera haberlo engañado con tanta facilidad. ¿Cómo había podido confiar en ella?
—Así que es cierto. —Puso cara de asco y se zafó de su mano—. Debería haberlo sabido.
Hizo ademán de incorporarse, pero ella lo empujó de vuelta al colchón con brusquedad. Nunca la había visto furiosa, pero en esos momentos sus ojos echaban chispas.
—No te atrevas a juzgarme de esa forma y a largarte sin más. Eres un intransigente. Sí, Zeus me ordenó que te sedujera. No voy a negarlo. Y tu hermana también me lo sugirió, por cierto. Pero ¿desde cuándo les hago caso? Zeus también me ordenó que capturara a Arik y no lo hice, tal como has comprobado.
—Pero sí me sedujiste. —Jericó detestaba el deje dolido de su voz, pero fue incapaz de disimularlo.
Sin embargo, lo que más detestaba era el hecho de que aquella mujer le importara tanto para sentirse dolido. Después de haber pasado todos aquellos siglos intentando protegerse, ella se había colado entre sus defensas y le había asestado un golpe a su corazón que quería devolverle.
Delfine parecía espantada.
—¿Cómo te he seducido? ¿Siendo amable contigo? ¿Ya está? No sé, pero pensaba que para seducir a alguien había que esforzarse mucho más.
Su respuesta avivó la ira de Jericó.
—No me hables como a un imbécil.
—Yo no soy quien te está tratando como a un imbécil, Jericó. Pero lo eres si crees que te he seducido. Lo único que he hecho es tratarte como a un humano.
—¿Y no es patético que haya sido tan sencillo?
Delfine le dio un puñetazo en el abdomen. No muy fuerte. Solo para llamar su atención. Sin embargo, bastó para cabrearlo.
—No eres patético —masculló ella—. No eres un inútil. Pero sí estás dolido. Y quizá un poco confuso y a lo mejor te falta un tornillo, pero no eres patético.
—¿Que me falta un tornillo?
—Bueno, entraste en tromba en el infierno para salvar a una mujer tan tonta para dejarse capturar… ¿y cuántas veces van ya? La verdad, yo no me habría salvado después de la primera vez. Por eso te digo que te falta un tornillo.
Jericó ardía en deseos de gritarle. Ardía en deseos de contradecirla y de ventilar su ira. Ardía en deseos de herirla y de maldecir su existencia. No obstante, al mirarla se fijó en aquella boca tan perfecta que se moría por besar y en aquella sonrisa tan bonita que le llegaba al corazón. Se fijó en aquellos ojos de color avellana con sus motitas doradas, y en aquella cara que lo atormentaba noche y día.
¿Cómo lo hacía? ¿Cómo era posible que ansiara estrangularla y que al momento siguiente se le hubiera pasado el cabreo? Lo cierto era que sus palabras lo habían apaciguado, y que al desaparecer el enfado se sentía perdido.
Por primera vez desde hacía siglos no se sentía patético ni inútil, y el motivo no era que le hubieran devuelto sus poderes, sino que ella lo veía como si fuera algo más.
Y lo más importante: que quería ser el hombre que ella veía.
La besó porque no pudo contenerse.
Delfine se quedó pasmada por su actitud. ¿Cómo era posible que pasara de estar enfadado a besarla en un abrir y cerrar de ojos?
—Tú no estás bien de la cabeza, ¿verdad? —le preguntó mientras él le dejaba un reguero de besos en dirección a una oreja.
—No. La verdad es que me falta un tornillo. —Se alejó para mirarla a los ojos—. Quiero odiarte, pero ni siquiera puedo enfadarme contigo.
Ella lo miró con los ojos entrecerrados.
—En fin, creo que tienes menos idea que yo sobre cómo seducir a alguien. Ya puestos, ¿por qué no me dices que soy fea y estoy gorda?
Jericó soltó una carcajada.
El sonido de su risa la pilló totalmente desprevenida. Ronca y sincera, en absoluto burlona o sarcástica. Era real.
—¿Cómo? ¿Eso ha sido una carcajada?
Jericó intentó recuperar la seriedad.
—No.
—Sí que lo ha sido. La he oído. ¡Madre mía! —se burló—. Llama a Hermes para que dé la noticia. Creo que el fin del mundo se acerca… seguro que es la primera señal del Apocalipsis. —Dejó de bromear al ver la expresión dolida que Jericó no tardó en disimular—. Era una broma. Nunca te haría daño de forma intencionada.
—Me alegro, porque te llevo tan dentro de mí que solo tú eres capaz de hacerme daño.
Delfine se quedó paralizada al escuchar sus palabras, pronunciadas con un hilo voz.
Jericó la miró a los ojos.
—Y por eso te odio.
—No tienes por qué odiarme. Prefiero la muerte a hacerte daño.
Su afirmación hizo que la mirara con los ojos entrecerrados.
—Eso es lo que dices, pero yo no acabo de creerlo. ¿Cómo quieres que confíe en ti cuando todo el mundo me ha traicionado?
—Niké no lo ha hecho.
Jericó resopló.
—Niké fue quien le dijo a Noir cómo podía matarme.
Delfine se quedó pasmada.
—¿Cómo?
—Mientras me ensartaba con la espada, proyectó las imágenes del momento en el que mi hermana se lo decía.
Delfine lo fulminó con la mirada.
—Azura también te dijo que soy la preferida de Zeus, cosa que es totalmente falsa. Son unos mentirosos, Jericó. No reconocerían la verdad ni aunque les dieran un puñetazo en la nariz. En serio, cada vez que abren la boca sueltan una mentira. Te lo juro. Tu hermana te quiere. Dejó muy claro que no quería que sufrieras. ¿Por qué iba a traicionarte diciéndole cómo matarte?
—Entonces ¿quién lo hizo?
Ella se encogió de hombros.
—La estancia estaba llena de dioses cuando Zeus lo dijo en voz alta. Ha podido ser cualquiera de ellos.
Jericó resopló por aquella muestra de obcecación. Podía haber sido Niké. No era descabellado en absoluto.
—¿Cómo es posible que sigas confiando en los demás después de todo lo que ha pasado?
—Porque quiero hacerlo. No voy a permitir que gente como Zeus o Noir arruinen mi vida al obligarme a desconfiar de cualquiera que se me acerque. No pienso otorgarles ese poder. No lo merecen.
Jericó ansiaba ser como ella, pero era muy difícil. Ignoraba si aún quedaba algún vestigio de confianza en su interior. Lo habían traicionado demasiadas veces.
Delfine lo empujó para que volviera a acostarse y lo arropó con la sábana.
—Necesitas descansar. Aunque te he curado las heridas, sigues dolorido. Dale tiempo a tu cuerpo para que se recupere por completo.
—Hay muchas cosas que hacer. Necesito saber…
—No.
Jericó parpadeó; no daba crédito a sus oídos. Acababa de decirle que no con firmeza y grosería.
—Ni se te ocurra decirme que no.
—Pues acabo de hacerlo —se burló—. No me obligues a usar mis habilidades mentales de Jedi contigo. Podría fastidiarla y dejarte el cerebro licuado.
Jericó no pudo contener la sonrisa al escuchar sus fingidas amenazas.
—Te agradezco la preocupación, pero Noir sigue maquinando y tenemos que hablar con Deimos y M’Adoc. Tal vez sepan algo que nos sea de utilidad.
Delfine se mordió el labio y torció el gesto como si no le hiciera gracia la idea. ¡Cómo le gustaba la cara de preocupación que ponía!
—Ya sabes que la única manera de verlos es yendo al Olimpo. ¿De verdad quieres hacerlo?
—No. Pero quiero arrancarle el corazón a Noir y si tengo que ir al Olimpo para lograrlo…
—¿Quieres la vida de Noir más que la de Zeus?
Preguntando aquello lo había puesto en un compromiso. Era difícil decidir a quién de los dos matar.
Porque ansiaba verlos muertos a ambos.
—Es posible.
Ella puso los ojos en blanco.
—Me parece que te gusta estar enfadado.
—Pues no mucho. —La ira parecía ser su principal sustento—. Pero Noir va a por nosotros con saña. No es momento para ser quisquilloso ni apocado. La mejor defensa es un buen ataque. Necesitamos acobardar al león y acabar con él.
—¿Y si no podemos?
—No pienso plantearme esa posibilidad. Noir es nuestro y cuando le pongamos las manos encima, va a desear no haber salido nunca de Azmodea.
Delfine no podía negarle lo que quería dada la pasión que lo movía. Pero habría querido que hubiera una forma mejor de hacer las cosas. Claro que si él estaba dispuesto…
—En ese caso, al Olimpo. Pero intenta comportarte. Sé que va a ser difícil, pero…
Jericó resopló.
—No me mearé en el suelo.
—El suelo no es lo que me preocupa. Pero vigilaré los cereales del desayuno.
Jericó fingió cabrearse por el comentario mientras se vestía con una ajustada camiseta negra y unos pantalones. Acto seguido, se teletransportaron a la Isla del Retiro, donde Aquerón había llevado a los supervivientes.
Delfine siguió a Jericó, preparada para cualquier enfrentamiento. Una cosa que había descubierto de él era su tendencia a perder los estribos. Y por lo que había visto de Deimos y de M’Adoc, bastante habían soportado ya.
Entraron en el templo donde los Óneiroi se reunían para festejar, cotillear o compartir información. Lo habían convertido en un hospital. Unos cuantos Óneiroi atendían a los heridos.
Sin embargo, le sorprendió ver al semidiós que estaba al cargo.
Zarek de Moesia había nacido siendo humano. Y lo que era peor, creció siendo un esclavo al que acusaron erróneamente de violar a su dueña y al que ejecutaron por el supuesto delito. Durante miles de años había formado parte de las huestes de los Cazadores Oscuros que daban caza a los daimons. Al menos, en teoría. Porque en la práctica, Zarek había pasado todo aquel tiempo al borde de la locura, de modo que lo habían mantenido separado de la humanidad, por el bien de esta.
Unos años antes, Artemisa lo declaró un peligro y envió un asesino para liquidarlo. Sin embargo, Aquerón había pedido a la diosa Temis que lo juzgara para comprobar si merecía la muerte. Puesto que la diosa no podía hacerlo en persona, envió a su hija Astrid para que ejerciera de jueza. Astrid no solo dictaminó su cordura, sino que le salvó la vida y se enamoró de él.
Y desde entonces la pareja era inseparable.
Astrid, una diosa alta, rubia y muy guapa, se encontraba en el otro extremo del templo, asistiendo a una Óneiroi.
Zarek estaba dando instrucciones al grupo encargado de sanar y trasladar a los Óneiroi y a los Dolofoni heridos. Aunque se lo consideraba un semidiós, Zarek aún conservaba la ferocidad humana. Una ferocidad que se veía aumentada por su cabello negro y corto. Y por la cuidada perilla. Lo rodeaba un aura tan amenazadora que a Delfine se le pusieron los pelos de punta.
Zarek se acercó a ellos nada más verlos.
—Ash me dijo que no apareceríais.
Por temor a que Jericó pudiera decir algo que cabreara a Zarek, Delfine se interpuso entre ellos.
—Cambio de planes. ¿Qué haces tú aquí?
—Yo le pedí que viniera —contestó Astrid, que se había acercado a ellos—. Como no han vuelto todos los skoti, temía que se produjera un nuevo ataque. Por algún motivo que no alcanzo a entender, muchos siguen apoyando a Noir.
Zarek asintió con la cabeza después de escuchar a su mujer.
—Pues si vienen los malos, tendrán que bailar con el diablo y van a descubrir para qué quiere el tridente.
Astrid sonrió orgullosa mientras lo abrazaba por la cintura y le daba un apretón.
—Nadie mejor que mi Zarek para arrancar cabezas. —Miró a Jericó—. Ahora que caigo, vosotros dos deberíais llevaros de maravilla.
Sin embargo, recelaban el uno del otro mientras se evaluaban. Habría sido divertido si la situación no fuera tan extrema.
—¿Dónde está Deimos? —preguntó Jericó.
Astrid señaló hacia el extremo más alejado del templo.
—Fobos volvió para ayudar a los demás y para salvar a todos los que pudiera.
—Gracias. —Jericó acompañó a Delfine hacia el lugar donde Deimos descansaba. Una vez que se alejaron de Zarek y de Astrid, la miró con expresión culpable—. Yo también debería ir a ayudarlos.
—No puedes —le recordó ella al tiempo que le daba unas palmaditas en el pecho, sobre el corazón—. Noir sabe cómo matarte. Tenemos que mantenerte alejado de la acción para minimizar el riesgo de perderte.
—El miedo no me afecta.
Delfine sonrió con gesto burlón.
—Ya sé que eres un tío duro. Pero tienes un talón de Aquiles bastante puñetero y estoy segura de que se lo ha contado a todos los de su equipo.
—Tengo muy claro que todos los seres que habitan en el universo tienen un punto débil. Él conoce el mío. Y nosotros tenemos que encontrar el suyo.
Deimos resopló al escucharlos. Estaba lleno de moratones y seguía sangrando. Le habían vendado la cabeza y tenía un ojo cubierto por una gasa blanca.
—Vais a encontrar una mierda. Miradme. Ni siquiera son capaces de reparar el daño que me ha hecho. ¿Cuándo fue la última vez que me viste así de hecho polvo?
Confundido por la pregunta, Jericó se encogió de hombros.
—Creo que fue por una bailarina tracia. Fobos y tú os peleasteis por ella, y tuve que separaros. Acabasteis los dos como estás ahora.
Deimos empezó a reírse y acabó soltando un taco.
—Solo tú serías capaz de recordar eso.
—Estoy seguro de que Fobos tampoco lo ha olvidado.
—Es posible.
Delfine se arrodilló al lado de Deimos. El dolor que debía de estar sufriendo… A diferencia de Jericó, ella nunca lo había visto así.
—¿Qué está pasando, Deimos? ¿Por qué nos ataca Noir de esta forma después de tanto tiempo? Sé que quiere a los skoti, pero ¿por qué no ha atacado antes?
Deimos soltó un suspiro largo y cansado antes de contestar:
—Resumiendo, porque el malacai ha aparecido. En cuanto el antiguo malacai le dio la espalda y lo abandonó, los poderes de Noir disminuyeron notablemente.
Delfine frunció el ceño.
—No lo entiendo.
—Sabes que nuestros poderes disminuyen si no tenemos adoradores, ¿no?
Esa era la teoría. Sin embargo, ella siempre se había cuestionado su veracidad.
—Sí, pero en realidad los poderes de los Óneiroi nunca se han visto afectados. No como los de los demás dioses.
—Porque Aquerón empezó a usar a los Cazadores Oníricos para que ayudaran a sus Cazadores Oscuros y los sanaran mientras dormían. Puesto que son muy numerosos y os necesitaban para sanar, los Cazadores Oscuros ayudaron a los Óneiroi a mantener la fuerza de sus poderes.
—¡Ah! —exclamó. Así que ese era el motivo por el que sus poderes nunca habían disminuido. De repente, la gratitud que sentía hacia Aquerón aumentó considerablemente.
—Bueno, pues gran parte de los poderes de Noir depende del malacai y de su lealtad —siguió Deimos—. Azura mantuvo los suyos intactos en parte porque se alimenta de Jaden, quien a su vez se alimenta de los demonios y de la necesidad que los une a él. Sin embargo, cuando el padre de Nick se largó, Noir empezó a debilitarse. Y una vez que los poderes de Nick fueron liberados, Noir salió del estado casi comatoso en el que se encontraba. Cuanto más use sus poderes el malacai, más fuerte será Noir. Por eso necesita al malacai y por eso se empeña en atacarnos. Porque espera atraer al malacai.
La explicación tenía sentido, y la ayudó a descubrir qué había sido de Noir durante todos aquellos siglos. No obstante, había otro poder maligno que también había asomado su malévola cabecita.
—¿Y su hermana Braith?
—Noir y Azura la están buscando. De momento, no saben lo que le ha pasado —contestó Jericó antes de que pudiera hacerlo Deimos—. ¿Pueden encontrar a Nick a través del plano onírico? —preguntó él a su vez.
Deimos asintió con la cabeza.
—Además, cuantos más dioses se pongan al servicio de Noir, más aumentarán sus poderes. Cuando los humanos creen en nosotros, nuestros poderes se refuerzan, pero si es un dios quien nos venera, imaginaos la diferencia. —Miró a Jericó—. Tú eres capaz de detenerlo y él lo sabe.
Cosa que era cierta, salvo por el detallito del que Zeus era culpable y que lo convertía en una presa demasiado fácil de matar.
—¿Cuál es el punto débil de Noir?
—Jaden.
Jericó frunció el ceño, extrañado por la respuesta.
—¿A qué te refieres?
Deimos hizo un gesto de dolor antes de contestar.
—Si liberamos a Jaden, podremos aplastar a Noir y a Azura. Jaden tiene el poder para acabar con ellos, pero es su esclavo y tiene prohibido atacarlos.
Y liberarlo sería un imposible. A esas alturas, Noir tendría a su valiosa mascota totalmente vigilada.
Jericó miró a Delfine antes de volver a hablar.
—Así que la solución más fácil para evitar que Noir siga acumulando poder es matar al malacai.
Deimos resopló.
—En teoría. Pero hay un problema gordo. Su vida está vinculada a la de Aquerón. Si lo matas, Aquerón la palma también.
Delfine soltó un suspiro frustrado.
—Si Aquerón muere, la Destructora queda libre y el mundo llegará a su fin.
Jericó soltó un taco.
—¿A quién se le ocurrió esa idea tan estupenda?
—A Ash, cuando ignoraba que Nick era el malacai.
Menuda metedura de pata. Jericó lo pondría de vuelta y media si él no hubiera cometido también algunos errores de los gordos. Por ejemplo, salvar a la mujer que tenía al lado.
Bueno, a lo mejor eso no había sido un error después de todo…
—¿Qué hacemos entonces? —preguntó Delfine.
—Ahora mismo lo más importante es matar o recuperar a los Dolofoni, los Óneiroi y los skoti que siguen en el bando de Noir. Mientras siga teniendo a su servicio a uno solo de ellos, lo llevamos crudo.
Sí, lo único que les faltaba era ser vulnerables mientras dormían. No les convenía protagonizar su propia versión de Freddy Krueger.
Jericó cruzó los brazos por delante del pecho.
—¿Cuántos tienen de su parte?
—Unos cien.
Delfine alzó la vista.
—Pero nosotros somos más. Podemos luchar y traerlos a casa.
—O matarlos —añadió Jericó.
Personalmente prefería esa opción. Si se habían unido a Noir de forma voluntaria, mejor no confiar en ellos. Era preferible matarlos que atraerlos a su lado y arrepentirse más tarde.
Delfine lo miró, irritada.
—Tenemos que atacarlos otra vez.
—Necesitáis un líder —les recordó Zarek, que acababa de acercarse a ellos—. Un ataque numeroso y brutal en el Salón de los Espejos para pillarlos desprevenidos mientras están en el plano onírico y otro sobre los que estén despiertos.
Jericó asintió con la cabeza.
—Será sangriento, pero Zarek tiene razón. Debemos conseguir que los skoti se despejen y curar a los demás para acabar con esto.
Delfine meneó la cabeza mientras lo pensaba. No estaba segura de poder lograrlo dadas las circunstancias.
—Pero ¿quién va a liderarnos? M’Adoc…
—No es un líder militar —la interrumpió Deimos, que miró a Jericó—. Tú eres nuestra mejor baza. Puedes vigilar la Fuente para controlar su actividad y saber en qué momento recargan sus poderes Noir y Azura. Además, tienes experiencia en cuestiones de liderazgo y sabes acorralar al enemigo de forma efectiva para aniquilarlo.
Zarek no parecía muy contento.
—No puede hacerlo solo. ¿Cuántos dioses vinculados a la Fuente tenemos?
Fue Astrid quien le contestó:
—Cuatro. Jared, Aquerón, Niké… —Guardó silencio un instante mientras lo miraba de reojo—. Y Jericó.
—Hay dos más —señaló Deimos.
Astrid frunció el ceño.
—¿Quiénes?
—El dios sumerio Sin y su hermano, Zakar.
En ese momento fue Delfine quien se quedó pasmada.
—¿Y por qué van a luchar por nosotros?
—Sin es el yerno de Aquerón.
—¡Ah! —exclamó, al entenderlo. Eso cambiaba las cosas—. Puede funcionar, sí.
Zarek resopló.
—O puede estallarnos en las narices.
Un brillo malévolo iluminó los ojos de Jericó.
—Bueno, otra alternativa es despertar a unos cuantos titanes y darles cuerda.
La maliciosa carcajada de Zarek resonó en el templo, ya que al parecer le entusiasmaba la idea.
—Zeus se acojonaría.
Jericó se encogió de hombros.
—¿A quién le importa?
Astrid carraspeó.
—Chicos, por si se os olvida, los titanes están un pelín molestos por su encierro eterno. Si los liberamos ahora, me da que tendremos un problema mayor que el de Noir. Y os recuerdo que son muchos.
Delfine asintió con la cabeza.
—Lo que nos faltaba, vamos…
—Tengo una idea mejor —dijo M’Adoc, que se materializó de repente.
Delfine se sorprendió al verlo, aunque más sorprendente fue la certeza de que los había estado escuchando.
Sin embargo, aún no había recuperado las fuerzas y no tardó en desplomarse.
Jericó lo cogió antes de que llegara al suelo y lo ayudó a sentarse.
M’Adoc necesitó un minuto para recuperarse y exponer lo que se le había ocurrido.
—Nuestro punto débil eran los skoti. Noir los convenció de que se unieran a su bando prometiéndoles que recuperarían las emociones. Y cuando se hizo con ellos…
—Empezó a drogarlos —concluyó Delfine, al recordar la advertencia de Zeth y los terribles efectos de la gelatina.
M’Adoc asintió con la cabeza.
—Mientras los mantenga en ese estado, no podrán rebelarse contra él. Sin embargo, si conseguís despejar a Zeth, podremos reunir a los skoti con los Óneiroi. Dado que nuestras emociones siguen intactas, la indignación y la ira avivarán nuestras ganas de luchar. Y, además, Noir no tendrá otra cosa que ofrecerles. Principalmente porque nos ha atacado a todos.
Jericó no estaba muy convencido. Le parecía demasiado fácil.
—¿Estás seguro?
M’Adoc asintió con la cabeza.
—Necesitamos que recuperen su sentido de la lealtad y de la justicia. Una vez anulada la maldición, volveremos a ser como éramos.
—¿Podemos hacerlo? —le preguntó Delfine—. Pensaba que las maldiciones eran eternas.
—No siempre. Pero debe anularla el dios que la lanzó. Además, la maldición se está debilitando. Delfine, ¿no has notado que las emociones que sientes son más fuertes?
—Creía que era un efecto residual de la lucha contra los skoti.
M’Adoc negó con la cabeza.
—Zeus carece del poder que tenía antes. Al igual que le pasa a Noir, cuantas menos personas lo adoren, más débiles son sus poderes.
Deimos asintió con la cabeza.
—Y a diferencia de Apolo, él no tiene toda una raza de daimons que creen en él, así que nadie alimenta sus poderes.
—Exacto. Zeus puede revocar la maldición. A diferencia de la de Apolo, esta no es mortal y puede anularse.
Jericó se apartó.
—En ese caso, iré a intercambiar unas palabritas con el capullo del rayo.
Delfine se volvió y lo miró con cara de espanto, gesto que lo conmovió.
—No puedes. Te matará.
—¿A quién le importa?
—A mí.
Jericó sonrió mientras le acariciaba una mejilla con la palma de una mano. Jamás lo habían conmovido tanto unas palabras, y le sorprendía que Delfine fuera tan sincera.
—No pasará nada. —La empujó hacia Zarek—. Vigílala hasta que vuelva.
—En fin —comentó Deimos, que se incorporó—, creo que Delfine tiene razón en parte. Deberías contar con algún respaldo antes de ir a hablar con Zeus.
Conociendo a ese malnacido, eso lo cabrearía. A Zeus no le gustaban los testigos cuando tenía que reconocer un error. Y ese encuentro requería de ciertas sutilezas que solo funcionarían si no había testigos delante.
—Fui su mano derecha durante siglos. Sé cómo tratarlo.
Deimos soltó un resoplido desdeñoso.
—Y también sabes cómo hacer que te aplique un castigo ejemplar.
—Lo que significa que no lo presionaré demasiado. No te preocupes. No volveré a cometer ese error.
Delfine se volvió hacia M’Adoc con semblante preocupado.
—M’Adoc, hazlo cambiar de opinión.
—No sé si podré hacerlo, Delfine. Creo que tú tienes más posibilidades que yo.
—Ni siquiera tú podrás convencerme —le aseguró Jericó mientras se volvía para marcharse, pero ella lo detuvo.
—Ten cuidado. Por favor.
Mientras atesoraba esas preciosas palabras, se trasladó de la Isla del Retiro al templo privado de Zeus.
Los recuerdos lo paralizaron en un primer momento. Sus hermanos y él habían montado guardia en aquel lugar mientras el regente de los dioses se bañaba o se acostaba con la ninfa o la diosa a la que le hubiera echado el ojo. Solo un número muy reducido de dioses tenía acceso a aquel lugar.
Y nada había cambiado pese a los siglos transcurridos. El mármol del vestíbulo continuaba siendo tan frío como siempre.
Cerró los ojos y usó sus poderes para localizar a Zeus.
Estaba en el baño, y esperaba que a solas.
Después de colocarse el parche en el ojo y de pertrecharse con la armadura, hizo aparecer las garras metálicas de su mano derecha y liberó las alas.
No habría súplicas. Se limitaría a exponer su caso y a discutir si era necesario.
Si Zeus quería pelea, la tendría.
Jericó dejó que su larga melena flotara tras él mientras atravesaba el vestíbulo de mármol blanco y dorado en dirección a la parte trasera del templo. La sala de baños estaba situada en un inmenso atrio, y la bañera se nutría del agua de una cascada que burbujeaba al fondo de la estancia. La bañera, por llamarla de alguna forma, era más bien una piscina… olímpica. Las volutas de vapor se elevaban desde la superficie del agua, lo que le dio a entender que estaba calentita.
Zeus se encontraba en el extremo de la cascada y tenía los ojos cerrados mientras escuchaba a la ninfa que tocaba la lira sentada en un taburete. Desde donde Jericó se encontraba tenía la ventaja de poder observarlo a placer, y parecía estar relajado y ajeno por completo al hecho de que Noir estaba a un paso de aplastarle el cuello de un pisotón.
«Cabrón imbécil», pensó.
La ninfa alzó la vista y jadeó al verlo.
Zeus dio un respingo, se incorporó y se volvió hacia él soltando un taco.
—¿Qué haces aquí?
—He venido de visita… padre.
Zeus puso cara de asco antes de decirle a la inocente ninfa:
—Peia, déjanos.
La ninfa se esfumó al instante. La lira cayó al suelo con una nota discordante que flotó en el aire.
Zeus cogió su larga túnica y se la colocó sin salir de la piscina. Usó sus poderes para elevarse sobre el agua y llegar al suelo, sobre el que caminó en dirección a Jericó.
—¿Te has vuelto loco?
Jericó pasó por alto la nota furiosa de su voz.
—Algunos días me lo parece. Pero no. Estoy cuerdo y he venido a hablar contigo.
—¿Sobre qué?
—Sobre lo que vas a hacer.
Zeus lo miró con los ojos entrecerrados y expresión amenazadora.
—¿Y qué es lo que voy a hacer?
—Liberar a los Óneiroi.