9

Jericó estaba a punto de bajar a los infiernos. Más concretamente al lugar que los atlantes llamaban «Kalosis» que, para el caso, era lo mismo.

El infierno era el infierno, fuera del panteón que fuese.

Delfine se había quedado con Fobos, aunque no sin discutir. Sin embargo, Aquerón había estado de acuerdo en que cuantas menos personas se involucraran directamente, más probabilidades tendrían de éxito.

Stryker y su mujer, Céfira, respetarían la llegada de un emisario sin acompañante. Enviar dos o más lo interpretarían como la llegada del almuerzo.

Tory llevó a Jericó hasta un vestíbulo de mármol negro, iluminándose con una linterna. La luz se reflejaba en las paredes, creando un efecto fantasmagórico que sería aterrador para un humano. Jericó, en cambio, encontraba fascinantes los reflejos distorsionados de sus cuerpos en los muros.

Se dirigían al salón de recepciones de Stryker.

Puesto que Aquerón no podía pisar ese lugar sin que se produjera el Apocalipsis, Tory se había ofrecido voluntaria para llevar a Jericó y realizar las presentaciones. Al parecer, parte de los deberes de Aquerón como Heraldo consistía en liberar a su madre de su prisión… que era precisamente el plano donde se encontraban.

Si a Aquerón se le ocurría hacer aunque fuese una breve aparición, su madre recobraría la libertad y destruiría el mundo, de modo que jamás la vería.

La verdad era que Jericó lo consideraría trágico si conociera la compasión. Puesto que no era así, le daba exactamente igual.

Tory le sonrió.

—Es un gesto muy noble por tu parte arriesgarte de esta forma por los Óneiroi.

Jericó resopló.

—Los Óneiroi me resbalan. Mi plan era luchar contra ellos al lado de Noir, pero él decidió que sería más fácil entregarme a los gallu para poder controlarme. Así que la guerra la empezó él, y yo no voy a quedarme de brazos cruzados esperando que los gallu me ataquen mientras duermo. Bastante tiempo he pasado dejando que me controlen los demás. No pienso aguantarlo más. Noir quiere pelea, y voy a dársela. Y no voy a perder.

Tory soltó el aire despacio.

—Se me olvida que eres el hijo de Estigia y de Palas, el odio y la guerra.

Jericó asintió con la cabeza.

—Ajá, y he heredado sus respectivos venenos. No me cabrees, y todo irá bien. Mi objetivo es conseguir que los Óneiroi y los skoti recuperen fuerzas y después quitar de en medio a los gallu lo más rápido posible. Una vez que consiga eso, los olímpicos que se las apañen como puedan.

—¿Delfine también?

La mención de su nombre lo cabreó. Delfine era un tema que no tenía intención de discutir con nadie.

—Eso no es asunto tuyo.

Tory le lanzó una mirada contrita.

—Lo siento. No quería ofenderte ni meterme donde no me llaman. Te lo he preguntado porque pareces apreciarla.

Pues sí, pero el problema era que no comprendía el motivo. Una caricia y un susurro y aquella mujer lo había desarmado.

¿Por qué Delfine, si ninguna otra mujer lo había conseguido nunca? ¿Qué tenía que apaciguaba su ira y hacía que se sintiera…?

Querido.

Humano.

Completo.

Nunca, a lo largo de todos esos siglos, se había sentido como lo hacía cuando ella lo tocaba. Una sola caricia suya ostentaba más poder sobre él que cualquier entidad de las que conocía.

Solo ella tenía el poder para postrarlo de rodillas.

Renuente a reflexionar al respecto, cambió el tema de conversación.

—¿Cómo es que puedes salir y entrar de este domino a placer? —Le parecía extraño que Stryker tolerara su presencia.

—Mi suegra me ha garantizado libertad absoluta para ir a verla cuando me apetezca, sobre todo porque Ash no puede. Aunque Stryker desee encadenarme y entregarme a sus daimons a modo de cena, no se atreve a hacerlo. Apolimia es un hueso duro de roer.

—¿Y ella sí te tolera?

Tory sonrió.

—Odia a los humanos, pero adora a su hijo. Haría cualquier cosa por él.

—Salvo dejar tranquilos a los humanos.

—Bueno, sí. —Tory caminaba por el reluciente pasillo acariciando uno de los muros con una mano—. Sé que no tiene sentido, pero les declaró la guerra a los humanos y se niega a echarse atrás. Aunque Ash y sus seres queridos son supuestamente intocables para los daimons que ella controla.

Lo dijo con una nota extraña en la voz que puso en guardia a Jericó.

—¿Supuestamente?

La expresión de Tory se ensombreció y se tornó triste, detalle que dejó bien claro lo mucho que le afectaba el asunto.

—Ash quería mucho a la madre de Nick. La mató un daimon hace unos cuantos años, de ahí que Ash y Nick estén ahora mismo enfrentados. Nick culpa a Ash por lo sucedido y no está dispuesto a olvidarlo. La verdad es que es muy triste, y me apena mucho verlos pelear. Pero según dicen, lo llevan mejor, y eso me preocupa. Si ahora mismo lo llevan mejor, no quiero ni imaginarme cómo sería cuando no podían verse. —Se detuvo en seco al ver a una rubia bajita que les cortaba el paso.

Bajita pero atlética, y vestida con un mono de cuero negro con corsé incluido. Los miraba con los ojos entrecerrados y cara de pocos amigos.

—Tory, ¿qué haces husmeando por aquí?

Tory pasó por alto la nota furiosa de la pregunta y contestó, ladeando la cabeza:

—No sabía que estuviera husmeando. No me lo ha parecido, la verdad. El caso es que he husmeado en otras ocasiones y te juro que ahora mismo no es lo que estaba haciendo.

La mujer la fulminó con la mirada.

—Relájate, Medea —añadió con voz serena—, hemos venido a ver a tu madre.

—Será tu funeral —le advirtió la mujer, cuyo semblante se tornó aún más furioso.

Tory le respondió con una sonrisa cordial:

—Yo también me alegro de verte. Eres la alegría de la huerta y no sabes lo que me gusta hablar contigo.

Medea torció el gesto.

—Alégrate de haber colaborado con los demás para salvar mi vida. Es el único motivo por el que sigues respirando.

Tory resopló.

—¿No tendrá algo que ver el detalle de que no puedes ponerme una mano encima sin acabar hecha un fiambre?

Medea la miró con expresión letal.

Jericó guardó silencio mientras seguían a la tal Medea hasta un despacho vacío. Los tonos dorados y rojos tenían el obvio propósito de intimidar. Aunque con él no funcionaba. Pocas cosas lo intimidaban.

O, más concretamente, nada lo intimidaba.

Medea se detuvo en el vano de la puerta.

—Esperad aquí. Voy a por ella.

Cerró la puerta y le echó la llave, un gesto ridículo ya que ambos podían abandonar el lugar cuando les apeteciera gracias a sus poderes.

Pero nada más lejos de su intención que señalar lo evidente, pensó Jericó.

En cuanto estuvieron solos, miró a Tory.

—Céfira es su madre, ¿no?

Tory asintió con la cabeza.

—¿Crees que conseguiremos algo?

Tory se encogió de hombros mientras observaba la estancia.

—No lo sabremos hasta que hablemos con ella —contestó—. Es posible que nos ayude, aunque reconozco que estoy siendo muy optimista.

—¿Ayudaros a qué?

Tory se volvió al instante para mirar a Céfira, que acababa de materializarse detrás del escritorio de Stryker.

—Te veo demasiado morena para ser una criatura nocturna —comentó mirando al demonio con los ojos entrecerrados.

Céfira pasó por alto el comentario.

Era una mujer de una belleza increíble, muy parecida a su hija Medea, con curvas voluptuosas que quedaban acentuadas por un vestido negro ajustado.

—¿Qué propósito tiene esta visita? ¿O quieres que os mate y comencemos una guerra? —Apartó la mirada de Tory y la clavó en Jericó—. Me molesta muchísimo que hayas traído a un dios a mis dominios.

Jericó le guiñó un ojo, gesto que solo logró irritarla más.

Tory sonrió, ya que no se había percatado de nada.

—Sabes que no vendría sin un buen motivo.

—¿Y cuál es?

—Necesitamos a Jared.

Céfira soltó una carcajada incrédula, pero recuperó la seriedad con tal rapidez que Jericó creyó haberlo imaginado.

—Estáis malgastando mi tiempo. Largaos.

Menuda zorra insoportable, pensó él, y se preguntó cómo la soportaba Stryker.

—Venga ya —insistió Tory—. Si no lo estás usando para nada. A ver, ¿qué está haciendo ahora?

—No me está cabreando, por ejemplo, cosa que no se puede decir de ti.

—Niñas… —terció Jericó, dando un paso al frente—, vamos a empezar de nuevo. Tenemos un problema con los gallu. Noir y Azura los lideran y están planeando convertir a los Óneiroi y a los skoti para poder atacarnos sin restricciones mientras dormimos. Si eso llega a suceder, nadie estará a salvo. Nadie —repitió con frialdad—. Y me refiero a vosotros. Dado que a los gallu les da igual merendarse a un daimon o a un humano, a lo mejor deberías pensártelo un poco.

Céfira lo miró con expresión amenazadora.

—Cuando las ranas críen pelo. Ellas tienen más posibilidades que vosotros de conseguir a mi Jared.

Jericó apretó los dientes para controlar el impulso de zarandear a aquella mujer tan testaruda.

—Nos enfrentamos a Noir y a Azura. ¿Te haces una idea del baño de sangre que se va a producir?

Céfira no contestó.

—¿Qué quieres a cambio de Jared? —probó Tory.

—No tenéis nada.

De repente, se oyó un estruendo en el exterior del despacho. Céfira pasó corriendo junto a ellos para abrir la puerta situada justo enfrente de la que ellos habían usado para entrar.

Jericó abrió los ojos de par en par al ver a un daimon en el centro de un enorme salón. Un daimon que ya no era un daimon. Tenía los iris blanquecinos y el tono de piel típico de las víctimas de los gallu. Los demás daimons se estaban alejando de él, ya que no tardaría en atacar. Y el resto, en correr. Esa era la genialidad de los gallu: no solo podían convertir a la gente en zombis, sino que dichos zombis creaban más zombis.

Si alguna vez campaban a sus anchas, acabarían con todo el mundo en un abrir y cerrar de ojos.

Jericó miró a Céfira.

—¿Qué estabas diciendo?

El demonio le enseñó los dientes y siseó.

—¿Lo habéis traído vosotros? —les preguntó.

—Joder, no. Por lo que me han comentado, los gallu tienen una cuenta pendiente con vosotros que quieren saldar.

—Lo mismo digo. —Céfira cogió una espada que colgaba de la pared y se acercó al daimon infectado.

Jericó se quedó muy impresionado al verla entrar en acción. El daimon convertido en gallu se abalanzó sobre ella. Céfira eludió su ataque, giró y con un elegante arco le cortó la cabeza. Sin detenerse apenas, le entregó la espada a otro daimon.

—Davyn, limpia esto y dile a Stryker que tenemos un problema.

—Ya lo había notado.

Jericó miró al hombre moreno y altísimo que acababa de acercarse a ellos. Su porte dominante y el aura letal que lo rodeaba sugerían que se trataba de Stryker.

Después de echarle un vistazo al cadáver que descansaba en el suelo, Stryker soltó un suspiro furioso.

—¿Qué han hecho ahora los dichosos gallu?

Jericó contestó antes de que Céfira pudiera hacerlo:

—Se están uniendo a los Óneiroi y a los skoti para atacarnos mientras dormimos.

Stryker soltó una barbaridad.

—Debería haberlos matado cuando tuve la oportunidad.

Céfira lo miró con una sonrisa cómplice.

—Cariño, recuerda que habría sido un terrible error.

—¿Qué error? —quiso saber Tory.

Céfira cruzó los brazos por delante del pecho.

—Creo que debemos encerrar a los gallu. ¿Qué es exactamente lo que queréis que haga Jared?

Tory se adelantó un poco.

—¿Es inmune a su mordisco?

—Es inmune a casi todo.

Jericó se alegró al escucharlo.

—Bien —dijo—. Nuestro plan es liberar a los Óneiroi y a los skoti que Noir tiene presos.

—¿Y si ya están infectados? —preguntó Stryker.

Jericó no titubeó al contestar:

—Los mataremos.

Stryker sonrió.

—Casi me caes bien. —Se acarició la barbilla con un gesto pensativo mientras se acercaba a él—. El único problema es que los gallu pueden infiltrarse en los sueños de aquellos que han conocido.

—Pero estamos protegidos mientras dormimos —señaló Céfira—. Con nuestros poderes, podemos enfrentarnos a ellos en el plano onírico.

—De todas formas, en ese plano no son tan poderosos como los Óneiroi —les recordó Jericó—. Eso sí, la combinación sería letal. Hasta para vosotros. Un Óneiroi o un skoti infectado, y se acabó el cuento.

La expresión de Céfira ponía de manifiesto que se oponía a darles a Jared.

Jericó ya estaba harto de titubeos.

—Se acabaron los jueguecitos. Necesitamos a alguien que haya luchado contra Noir y lo haya vencido. Yo puedo enfrentarme a él sin ayuda, pero quiero a alguien que conozca los puntos débiles de ese cabrón. Y me refiero a Jared. Entregádmelo.

Céfira enarcó una ceja.

—¿Y si no?

Jericó extendió las manos y le lanzó dos descargas astrales que pasaron rozándola. Eso sí, se vio obligado a reconocer su valor, porque ella no se inmutó.

Bajó las manos y contestó:

—La respuesta no te gustaría.

Stryker puso cara de asco.

—Esa actitud no funciona por aquí. Las tácticas intimidatorias no nos afectan. Y te aconsejo que recuerdes que yo también soy hijo de un dios y puedo lanzar descargas astrales. Sin embargo… yo sí quiero una cosa.

—¿El qué?

—Un amuleto verde que Jaden le quitó a una anciana en Nueva Orleans. Estoy seguro de que todavía lo tiene. Nosotros os damos a Jared y vosotros nos traéis el amuleto.

Jericó se puso en alerta de inmediato, receloso de sus intenciones.

—¿Qué efecto tiene ese amuleto?

—Es un amuleto protector.

¿Por qué no acababa de creérselo?, se preguntó. Tal vez porque Stryker no parecía el tipo de daimon que necesitaba la protección de una antigua baratija. Claro que daba igual.

Promesas del presente.

Mentiras del futuro.

Si no le gustaba el efecto real del amuleto, no se lo daría. No había nada que lo obligara a cumplir su parte del trato. La última vez que mantuvo su palabra lo pagó muy caro. Sin embargo, las cosas eran distintas a esas alturas. Él era distinto. Lo esencial era hacerse con Jared.

—Trato hecho.

Stryker lo miró con los ojos entrecerrados.

—No me falles.

—No me falles tú a mí —replicó él.

Tory meneó la cabeza.

—Y ahora qué, ¿os enfrentáis con las cuernas para ver quién se queda con la posición dominante?

Stryker la miró con expresión desagradable.

—No sé qué ve Aquerón en ti. —Miró a su mujer—. Dales a Jared.

Céfira gruñó a modo de protesta.

—Nada de dar, amor mío. Prestar. Jared es un préstamo.

—Muy bien —dijo Jericó—. Os lo devolveremos cuando todo esto acabe.

—Eso espero. Porque si no, Stryker y yo nos daremos un festín con tus entrañas, nos bañaremos en tu sangre y me pondré tus ojos como pendientes.

Jericó resopló.

—Un consejo: con semejante imaginación, deberías dedicarte a escribir novelas de terror.

Ash acababa de regresar a su casa cuando notó algo extraño en el aire. Al cabo de un momento, reapareció Fobos.

Solo.

La mala premonición se acentuó al ver que Delfine no reaparecía con él.

—¿Qué ha pasado?

Fobos soltó un suspiro cansado.

—Zelo nos atacó mientras reuníamos a los Óneiroi.

Las noticias lo sorprendieron. A Jericó le daría un ataque cuando se enterara de que su hermano se había llevado a los Óneiroi.

—¿Cómo?

Fobos se pasó una mano por el pelo.

—Iba en busca de Jericó y en cambio nos encontró a nosotros, reuniendo a los demás. Se llevó a Delfine y a Niké. Al parecer, Zelo se ha pasado al lado oscuro. A Noir se le ha ido la pinza.

—No. Es una estrategia brillante por su parte. Está eliminando al panteón usando sus propios miembros. Esa capacidad es lo que lo hace tan peligroso. Al capturar a Delfine y a Niké cree tener a Jericó atado de pies y manos.

—Lo mismo da, porque lo llevamos crudo de todas formas.

—¿Por qué?

Ash se apartó un poco al escuchar la pregunta de Jericó, que acaba de aparecer con Tory y Jared. Tiró de Tory para tenerla al lado, solo para saber que estaba sana y salva. Sobre todo dadas las circunstancias en las que se encontraban. Si llegara a pasarle algo…

Noir y Azura serían un par de peluches comparados con él.

Jericó frunció el ceño al ver que la persona que buscaba no estaba presente.

—¿Dónde está Delfine?

Fobos le contestó antes de que Ash pudiera decir algo para suavizar el golpe.

—Tu hermano se la ha llevado, a ella y a Niké.

La falta de tacto del dios hizo que Ash diera un respingo, ya que fue evidente que a Jericó le sentó como un enema compuesto por ácido.

Jericó se quedó paralizado, embargado por una furia tan letal que notaba su sabor en la boca. Jamás se había sentido tan furioso.

—¿Cómo?

Fobos tuvo el buen tino de adoptar una actitud menos chulesca.

—Fue un ataque por sorpresa. Zelo apareció de repente y se la llevó antes de que nos diéramos cuenta.

Incapaz de soportarlo, Jericó usó sus poderes para materializar las garras metálicas. Aferró a Fobos por la camisa y lo estampó contra la pared con tanta fuerza que agrietó el yeso.

—¡Cabrón! ¿Cómo has podido permitir que se la lleve? ¡Voy a matarte ahora mismo!

Ash lo separó de él antes de que pudiera hacerle más daño a Fobos.

—Cálmate.

—¡Tienen a Delfine! —Le costó la misma vida no atacar a Aquerón. De algún modo, su instinto le dijo que atacar al dios atlante sería un error mayúsculo.

—Ya lo he oído —replicó Ash con tranquilidad—. Aunque no estemos usando mi lengua materna, la entiendo perfectamente. —Lo soltó.

Jared se adelantó. Llevaba un abrigo largo de cuero negro y la melena pelirroja recogida en una coleta. Pese al color de su pelo, no tenía pecas ni la piel clara. Al contrario, era muy moreno de piel y de rasgos marcados.

Aunque no era tan alto como Ash ni como Jericó, el aura que lo rodeaba bastaba para acobardar al tío más duro. Llevaba los ojos cubiertos por unas gafas de cristales oscuros, pero aun así parecían relucir.

—Dame la espada que te dio Noir.

Eso dejó pensativo a Jericó.

—¿Cómo sabes lo de la espada?

—Me pertenece. Escucho su voz y la quiero de vuelta.

Jericó liberó a Fobos, que seguía estampado contra la pared y que golpeó el suelo con fuerza, soltando un gruñido. Al ver que daba un paso amenazador hacia Jericó, Ash lo detuvo poniéndole una mano en el pecho.

—Déjalo, Fobos. En mi opinión no te ha hecho nada que no merezcas. De haber sido Tory, ahora mismo estarías hecho pedazos.

Jericó pasó de ellos mientras invocaba la espada.

En cuanto apareció, se produjo un cambio en la actitud de Jared. En vez de la pose dura y agresiva, adoptó una reverente y humilde. Se arrodilló en el suelo, aceptó la espada que Jericó le ofrecía y, tomándola por la empuñadura, apoyó la punta de la hoja en el suelo.

Acto seguido, comenzó a murmurar algo en una lengua desconocida para Jericó, cosa que hasta ese momento pensaba que era imposible. Uno de los beneficios de ser un dios era la capacidad de comprender todos los idiomas. Sin embargo…

La lengua que hablaba Jared era un misterio.

La espada comenzó a girar por sí misma. Cada vez más rápido. De la hoja brotó una luz cegadora que disminuyó poco a poco hasta adoptar la forma de una mujer diminuta que no alcanzaría el metro de altura. Su pelo y su piel tenían un brillo dorado. Una larga melena negra le cubría los hombros y le llegaba a las caderas. Iba vestida con una vaporosa túnica negra. Sus orejas eran puntiagudas, como las de un elfo, y tenía los ojos rasgados como los de un gato. Una fina corona de oro con un complicado labrado le mantenía el pelo apartado de la cara. De ella colgaban diamantes y rubíes, que le enmarcaban el rostro.

Poseía una belleza exquisita.

Con razón la espada le había parecido tan viva.

Porque en realidad era un ente vivo.

—Señora —dijo Jared, tomando la mano de la mujer—, perdonadme.

Los ojos de la criatura adoptaron un brillo rojizo mientras se zafaba de su mano para acariciarle el pelo.

—Jared, ha pasado mucho tiempo.

—Lo siento mucho. —Y se le quebró la voz como si estuviera a punto de echarse a llorar.

La mujer le quitó las gafas de sol y dejó a la vista los extraños ojos de Jared, una mezcla de rojo, naranja y amarillo.

—Lo sé, couran. Pero a mí no tienes por qué pedirme perdón. Ahora levántate para que podamos volver a luchar juntos.

La mirada de Jared denotaba un tormento tan grande que Jericó sintió una opresión en el pecho.

—No volveré a fallaros, señora. Lo juro.

Ella esbozó una sonrisa amable.

—Comprendo por qué hiciste lo que hiciste. Lo digo con sinceridad, no con malicia. —Lo tomó de la mano y se la llevó al pecho, al corazón—. Ahora tienes que salvar a otros. Necesitamos actuar con rapidez. —Lo soltó y se apartó de él. Con un brillante destello recuperó la forma de espada.

Jared la agarró por la empuñadura, la besó con reverencia y se puso en pie.

Jericó miró a Aquerón, ansioso por comprender lo que acababa de suceder.

Ash se metió las manos en los bolsillos.

—Los sefirot tenían guerreros de élite llamados «mimoroux». Cada uno de ellos era elegido por la espada que portaba. Podían ser hombres o mujeres.

Jared usó sus poderes e hizo aparecer un tahalí que se colocó para llevar la espada.

—Takara pasó dos mil años sin un shiori.

—¿Sin un qué?

—Sin un guía. —Jared soltó un taco y añadió—: Nadie pudo blandirla. Hasta que llegué yo.

Jericó no lo comprendió hasta que Ash se lo explicó.

—Era la espada más poderosa de todas. Y quien la blandiera debía liderar a los demás sefirot.

«Mierda», pensó Jericó. Los sefirot habían sido traicionados por su líder. Por el elegido…

Jared meneó la cabeza.

—Merezco lo que me han hecho y mucho más. Pero ahora no estamos hablando del pasado. Debemos detener a Noir. —Miró a Aquerón—. ¿Tienes a tus carontes?

—Estarán listos cuando lo estemos nosotros.

Fobos se adelantó.

—Yo cuento con algunos Dolofoni y Óneiroi.

Jared asintió con la cabeza.

—En ese caso, atacaremos. Que la Fuente nos guíe por el camino correcto.

Jericó resopló.

—Que le den a la Fuente. Aquí estamos para vengarnos, y Noir se va a arrepentir de haberme tocado las narices.