8

Jericó usó sus poderes para vestirse y para vestir a Delfine. Hizo ademán de abalanzarse sobre el gallu, pero ella lo abrazó y lo apartó de un tirón.

—No puedes. Un arañazo o un mordisco que haga que tu sangre entre en contacto con su saliva y quedarás bajo su control. Recuérdalo.

Sin embargo, su naturaleza lo instaba a pelear.

De modo que soltó un rugido furioso y se cubrió con una armadura negra.

—Será mejor para ellos que puedan atravesar el Kevlar.

Delfine se quedó de piedra cuando Jericó se lanzó a por los demonios. Lo vio asestarle un puñetazo tan fuerte al primero que lo lanzó por los aires y lo estampó contra la pared que tenía detrás. El segundo intentó morderlo, pero Jericó lo agarró por la pechera y lo lanzó por encima del hombro. Con un movimiento rápido sacó el puñal y fue a por el tercero.

Delfine jadeó cuando el gallu que estaba en el suelo se abalanzó sobre ella. Sin armadura que la protegiera y sin sus poderes, estaba indefensa. Miró a su alrededor, pero no tenía escapatoria. Ni tampoco podía huir.

Estaba atrapada.

El gallu estaba a punto de llegar a ella cuando rebotó en un muro invisible. Tardó un segundo en darse cuenta de lo que había pasado.

—¡Ja! —se jactó mientras el gallu golpeaba el muro con un puño. Jericó debía de haber usado sus poderes para protegerla.

Al gallu no le hizo mucha gracia, ya que abrió la boca para enseñarle la doble hilera de colmillos serrados. Levantó la barbilla y esbozó su sonrisa más desdeñosa.

—Tarde o temprano serás mía —le prometió el gallu.

Resopló al escucharlo.

—Cuidado, guapo, que yo también muerdo. —Pero no ese día ni tampoco sin sus poderes. Por suerte para él porque en una pelea no tenía rival.

Jericó, en cambio, estaba en su salsa haciéndolos papilla. Nunca había visto a otra persona que disfrutara más de una pelea. Y la satisfacción de Jericó aumentó cuando otros cinco demonios se unieron a los tres primeros. Siguió luchando sin inmutarse, pero ella no era tan osada.

Hasta el más fuerte de los guerreros podía perder y morir cuando lo superaban en número de aquella manera.

Un mordisco. Un arañazo. Y entonces Jericó desaparecería para siempre.

—¡Jericó, por favor! —le suplicó al ver que lo atacaban a la vez—. No merece la pena correr el riesgo. No quiero que te hagan daño. Por favor, para.

Jericó titubeó al escuchar la voz angustiada de Delfine. Miró por encima del hombro y vio la preocupación en su cara al tiempo que le asestaba un puñetazo a un gallu y le daba una patada de tijera a otro. Vio que Delfine tenía la mano apoyada en el muro invisible que había creado para protegerla. También vio que tenía el ceño fruncido mientras le suplicaba con la mirada que le hiciera caso. Parecía muy alterada.

Y, sobre todo, muy preocupada…

Por él.

Qué cosa más simple e increíble a la vez. Solo Niké le había demostrado esa emoción, pero jamás con la pasión que Delfine estaba demostrando en ese momento. Lo hizo recapacitar.

Una sombra apareció delante de él.

Era Noir.

El dios miró a los gallu con expresión desdeñosa.

—¿Es que tengo que haceros todo el trabajo, cabrones? Perros inútiles. Sujetadlo y mordedle. ¿Tan difícil es? —A continuación, lanzó una descarga al pecho de Jericó.

Era imposible esquivarla o desviarla. Jericó soltó un taco cuando la descarga lo tiró al suelo y lo desplazó varios metros. El dolor hizo que perdiera el control del escudo que protegía a Delfine.

Ella lo aprovechó para apartar al gallu de una patada.

Jericó se puso en pie. El instinto le decía que atacara al gallu que tenía delante y que después fuera a por Noir. En cambio, se zafó del gallu y se fue directo a por Delfine, que no tenía medios para defenderse.

En cuanto la tocó, usó sus poderes para regresar a su apartamento y así mantenerla a salvo.

O eso creía.

Noir y los gallu los siguieron; aparecieron en la estancia un instante después de que lo hicieran ellos.

Jericó miró la expresión aterrada de Delfine. Y supo lo que tenía que hacer. No había alternativa.

A Delfine se le cayó el alma a los pies al ver la cantidad de gallu que comandaba Noir. ¿De dónde habían salido? No tenían posibilidad alguna contra ellos.

Sin embargo, no pudo seguir pensando porque Jericó se volvió para mirarla. Aunque esperaba que comenzara a luchar contra los gallu, la pegó a él y antes de que pudiera preguntarle qué estaba haciendo buscó su cuello.

Y le quitó el collar.

Sorprendida, Delfine tardó un momento en darse cuenta de lo que había hecho y por qué. No quería que resultara herida. Había antepuesto su seguridad a la suya propia.

Sintió una oleada de calidez.

—Vete —le ordenó Jericó con expresión atormentada—. Ponte a salvo.

—¿Y tú?

—Me seguirán a dondequiera que vaya. —Le dio un beso fugaz en los labios—. Vete. —La apartó de un ligero empujón antes de encarar a los demonios.

Nada la había conmovido tanto como lo que Jericó estaba haciendo.

Por ella.

Delfine enfrentó la mirada de Noir y vio sus intenciones con claridad. Iba a utilizarla para llegar hasta Jericó. Su instinto le gritaba que se quedara a luchar, pero sabía que no podía. Era un punto débil que Jericó no se podía permitir.

Solo había un modo de salir airosos de esa situación.

Pero se negaba a dejar a Jericó a su merced. No de esa manera. Lo superaban en número y ni siquiera con su armadura sería capaz de retenerlos más que unos pocos minutos.

Se acercó a Jericó por detrás, abrazó su cuerpo fuerte y musculoso, y usó sus poderes para trasladarse con él hasta el Olimpo.

En cuanto Jericó se dio cuenta de dónde se encontraba, se volvió hacia ella con expresión furiosa. Delfine era consciente de que habría preferido que los gallu lo devoraran a poner un pie en el templo de los Óneiroi.

—¿Qué has hecho?

—Salvarte.

Jericó echaba humo por las orejas.

—Me has salvado… ¡y una mierda! No puedo estar aquí. ¡No quiero estar aquí!

—Lo sé —dijo en un intento por calmarlo—, pero así nos libramos de momento de Noir. Ni puede venir ni puede traer a los gallu a nuestros dominios.

Jericó la fulminó con la mirada. Era cierto y lo sabía. Aunque eso no cambiaba el hecho de que ese lugar despertaba los recuerdos que quería olvidar.

Lo detestaba.

Delfine le tomó la cara entre las manos.

—No pasa nada, Jericó. Olvida el pasado. Las cosas han cambiado.

¿En serio?

—Estamos en el templo de los Óneiroi. A mí me parece igual a como estaba antes.

—Puede que lo parezca, pero ahora no hay Óneiroi aquí. Solo estamos nosotros.

Y Fobos, que apareció por la puerta con expresión sorprendida.

—No me lo puedo creer. Habéis vuelto… juntos. Creía que nunca volvería a veros. ¿Qué habéis hecho?

—No me preguntes —respondió Delfine con timidez, lo que hizo que Jericó se preguntara si estaría al tanto de la presencia de Fobos.

La manifiesta hostilidad de Jericó no inmutó al dios, que se detuvo justo delante de Delfine.

—¿Has visto a Deimos?

Jericó estuvo a punto de no contestar, pero era consciente de la estrecha relación que mantenían ambos hermanos. Y aunque tenía una cuenta pendiente con Deimos, ese no era motivo para comportarse como un capullo con Fobos.

—Tiene mal aspecto, pero está vivo.

El alivio en la cara de Fobos fue evidente.

—¿Hay alguna manera de liberarlo?

Delfine negó con la cabeza.

—No lo sé. Nosotros hemos salido por los pelos. Y ahora nos persiguen los gallu. Y Noir.

Fobos se quedó de piedra.

—¿Los demonios sumerios? ¿Esos gallu?

Delfine volvió a asentir con la cabeza.

—Joder, Cratos —dijo tras resoplar y volverse hacia Jericó—, ¿tienes que cabrear a todo aquel con el que te cruzas?

Jericó dio un paso hacia él con la intención de propinarle una paliza a ese gilipollas, pero se topó con Delfine.

—No vas a hacerle daño.

—¿Quieres apostar?

Delfine se plantó delante de él y le colocó las manos en los hombros.

—Pues sí. Y ganaré yo.

Jericó la miró y la obedeció. A cualquier otra persona le habría cruzado la cara por atreverse a detenerlo. Y la pequeña estatura de Delfine comparada con la suya le confería un tinte todavía más cómico a la situación. Podía aplastarla sin darse cuenta siquiera.

Sin embargo, no pensaba enfrentarse a ella, que seguramente fuera lo más gracioso de todo. ¿Qué le pasaba que no tenía voluntad en lo tocante a ella?

Retrocedió un paso y miró a Fobos con el ceño fruncido.

—Agradéceselo a ella, Dolofoni. Es Delfine quien evita que os parta la cara.

Fobos enarcó una ceja y dio un paso al frente.

—¡Ya vale! —gritó Delfine, que se volvió hacia Fobos y lo obligó a retroceder—. Otro concursito para ver quién es más chulo y os juro que os capo a los dos ahora mismo.

Fobos levantó las manos en señal de rendición, por lo que Jericó se sintió algo mejor: no era el único intimidado por un chihuahua.

El Dolofoni miró a Jericó por encima de la cabeza de Delfine.

—¿Alguna sugerencia para sacar a mi hermano de allí?

—Dinamita. Con un poco de suerte el muy cabrón también volará por los aires.

A Fobos no le hizo gracia.

Delfine soltó un suspiro exasperado antes de contestar:

—Jaden nos dijo que teníamos que encontrar a alguien llamado Aquerón Partenopaeo. ¿Lo conoces?

Fobos se quedó pasmado.

—Sí, claro. Lo que me sorprende es que vosotros no lo conozcáis.

—¿Por qué?

—Es un dios atlante, llamado Apóstolos. Antes pasaba mucho tiempo con Artemisa, pero es un tema tabú. La pelirroja se pone todavía de peor humor si lo mencionamos y a Apolo le da un ataque de histeria.

Desde el punto de vista de Jericó ese efecto podía tener su gracia. No le importaría atizarle a Apolo.

Delfine frunció el ceño.

—No frecuento mucho a los demás dioses, ni a Artemisa. Intento evitar cualquier catástrofe nuclear procedente de esa gente.

—Bueno, con sus más de dos metros, es difícil no ver a Aquerón. La cuestión es que aunque sea un tío duro dudo que pueda enfrentarse a Noir y ganar.

Jericó se encogió de hombros.

—Jaden cree que sí.

—Pues vamos a ver a mi amigo para que nos dé su opinión.

Jericó cruzó los brazos por delante del pecho cuando Fobos los llevó a una casa adosada en el barrio francés. Por raro que pareciera, estaba a muy pocas manzanas del taller de Landry, donde él trabajaba.

Delfine frunció el ceño al ver la casa adosada, de apariencia muy normal, con los marcos blancos en las ventanas. Era idéntica al resto de las casas de la calle. No había nada que la señalara de forma especial. De hecho, tampoco percibía nada especial procedente del edificio. Ni poderes ni ninguna otra cosa.

—¿Aquí vive un dios?

Fobos se echó a reír al escuchar la pregunta.

—Te lo creas o no, sí. Y esta casa es mucho más grande y más agradable que el apartamento que tenía antes.

Seguía sin estar convencida. No se imaginaba a un ser todopoderoso llamando a eso… hogar.

—Si tú lo dices… —respondió con voz alegre.

Fobos sonrió.

—Lo digo. También digo que me sigáis. —Echó a andar hacia la puerta y llamó.

—¿Por qué no nos hemos teletransportado sin más al interior? —preguntó Jericó, que dejó que Delfine subiera los escalones antes que él.

Fobos estuvo a punto de ahogarse por la risa.

—No se puede. Tiene la casa protegida. Además, es un dios y puede ser muy desagradable si lo molestas. Intenta teletransportarte a cualquier lugar donde se encuentre su adorada esposa y acabarás churruscado. No tolera bromas en lo que respecta a su mujer. Así que borra el ceño de tu cara antes de que hieras sus sentimientos y acabes abierto en canal.

Dada la extensa advertencia y la vehemencia de Fobos, Delfine esperaba que una diosa le abriera la puerta. Una mujer que dejara a Afrodita en ridículo y muerta de la vergüenza.

De modo que cuando la puerta se abrió y apareció una mujer normal y corriente, peinada con dos coletas, se quedó confundida. Lo único que tenía en común con la mayoría de las diosas era su altura y su precioso pelo castaño. El resto de su persona parecía completamente humano.

Llevaba una falda larga beige y un jersey verde. Los miró con una radiante sonrisa.

—Hola, Fobos, ¿qué haces por aquí?

Fobos le devolvió la sonrisa.

—Hola, Tory. Hemos venido a ver al jefe. ¿Está en casa?

—Claro. —Se apartó para abrir la puerta por completo y dejarlos pasar.

Fobos entró en primer lugar, seguido por Delfine y por Jericó en la retaguardia. La casa era muy normal. Ordenada y llena de libros, y decorada con tonos neutros: marrones oscuros, dorados y toques de beige. No había nada especial, salvo los objetos griegos y las estatuas de los dioses olímpicos que adornaban unas atestadas estanterías y algunas hornacinas. También había fotos de familia, y un gatito bengalí dormitaba en un rincón, panza arriba para aprovechar el rayito de sol que se colaba por la ventana.

Delfine se quedó de piedra al ver una foto en concreto. En ella estaba una Tory más joven junto a las ruinas de un antiguo templo griego acompañada por una rubia y un hombre de pelo oscuro… Un hombre a quien Delfine conocía muy bien.

—¿Arik? —preguntó, alucinada.

Tory enarcó una ceja.

—¿Conoces al marido de mi prima?

—No estoy segura… Se parece a un antiguo conocido.

—Es el mismo Arik.

Esa era sin duda la voz más grave que Delfine había oído en la vida, y tenía un acento que llevaba siglos sin escuchar.

Atlante.

Se volvió hacia la voz y vio a un hombre altísimo sentado en un sillón, con una guitarra eléctrica negra sobre el regazo.

Llevaba el pelo pintado de color púrpura y sus ojos eran de un turbulento color plateado. Iba vestido al estilo gótico y aparentaba veintipocos años. Pero el aura de poder que lo rodeaba hacía saltar todas las alarmas en su cuerpo. No era un humano.

Era un inmortal muy poderoso.

Un inmortal que parecía el polo opuesto a la mujer que lo miraba con una sonrisa. Sin embargo, cuando aquel ser inmortal le devolvió la sonrisa, la expresión de sus ojos puso de manifiesto que Tory era todo su mundo.

Delfine daría cualquier cosa para que un hombre la mirara así.

Tory se colocó detrás de su marido y le puso una mano en el hombro. El dios parecía relajado, pero a Delfine no le cabía la menor duda de que, si daban un paso en falso, los reduciría a astillas para encender la chimenea.

—¿Qué pasa, Fobos? —preguntó el dios.

El aludido soltó una carcajada.

—Como si no lo supieras antes de que llamara a la puerta… —Los señaló con una mano—. Delfine y… —Guardó silencio ya que no sabía cómo debía llamarlo.

—Jericó —concluyó él entre dientes.

Fobos pasó por alto la nota furiosa de su voz.

—Jericó y Delfine, os presento a Ash Partenopaeo y a su mujer, Soteria. Aunque la llamamos Tory.

La presentación sorprendió a Delfine, sobre todo porque aquella no era la misma Soteria que habitaba en el Olimpo.

—¿Te llamas como la diosa griega de la protección?

La expresión de la aludida se iluminó, pero después pareció preocuparse.

—Eres una de ellos, ¿verdad?

—¿De quién? —preguntó Delfine.

—De los amigos especiales de Ash —contestó Tory, que entrecomilló las palabras con los dedos—. Nadie más reconoce mi nombre. Es una historia demasiado antigua. —Miró a su marido y meneó la cabeza—. Con razón conoce a Arik. Ahora tiene sentido. ¿Es que todos los dioses griegos os conocéis?

Ash entrelazó los dedos con los de su mujer.

—No siempre y desde luego no íntimamente. Es un panteón bastante extenso. Delfine es una Óneiroi, por eso conoce al marido de Gery. A Jericó lo conocerás como el dios Cratos.

Tory enarcó las cejas.

—¿El mismo Cratos de Prometeo encadenado?

Ash asintió con la cabeza.

—¡Oh! —exclamó Tory en voz baja al tiempo que miraba a Jericó de arriba abajo con admiración y miedo—. Estoy segura de que aun así eres un dios muy… agradable, ¿verdad?

A Jericó no le hizo gracia, pero no pensaba discutir con ella por ese tema. No le daba miedo Ash, pero sabía que un combate con un dios tan poderoso sería difícil. Ganara, perdiera o declararan un empate, sería sangriento.

Y largo.

Tory miró a Ash.

—¿Por qué han venido?

—Noir los persigue. —El hecho de que Aquerón lo supiera sin necesidad de que se lo dijeran decía mucho de sus poderes.

Pero no respondía a la principal pregunta de Jericó.

—¿Por qué nos ha enviado Jaden a verte?

Ash esbozó una sonrisa socarrona.

—Porque soy un tío muy agradable que toca la guitarra de muerte.

Tory soltó una carcajada.

—Eso puede pensarlo alguien que desconozca el mal despertar que tienes.

Jericó, que seguía sin hacerle gracia la conversación, los miró con sorna.

—A ver, me reiría de vuestras coñas si la cosa no fuera tan seria. Porque seguro que sabes que Noir aparecerá en cualquier momento.

Ash soltó la mano de Tory para tocar unos acordes, como si no tuviera una sola preocupación en el mundo.

—No, no puede hacerlo. Bueno, en realidad sí que podría hacerlo. Pero la cosa se pondría chunga enseguida. Y aunque tal vez sea más fuerte que yo, o tal vez no, no va a arriesgarse a afrontar las consecuencias de un enfrentamiento conmigo.

—¿Por qué no?

—Puede que él tenga a los gallu. Pero yo controlo a los demonios carontes. Si quiere una guerra la tendrá, y mi ejército es tan superior en número que Noir saldría mal parado.

Jericó se quedó impresionado.

—Creía que los demonios carontes desaparecieron con la Atlántida.

—Pues te equivocabas. Están vivos y coleando, y ansiosos por darse un festín con los gallu. Y, por cierto, hay un club lleno de carontes en la ciudad.

Jericó enarcó una ceja.

—¿En serio?

—Ya te digo.

Jericó se permitió respirar con normalidad por primera vez desde hacía mucho. Las cosas comenzaban a mejorar para ellos. Los demonios carontes eran los enemigos naturales de los gallu y, lo mejor de todo, también eran inmunes a sus mordeduras. Con los carontes de su lado al menos tenían una oportunidad.

Hasta que Ash dijo:

—El otro motivo por el que Jaden os ha enviado es porque… estoy entrenando al malacai.

Jericó no se habría sorprendido más aunque Ash le hubiera estampado la guitarra en la cabeza.

—¿Te has vuelto loco? ¿Por qué estás adiestrando a un instrumento de la destrucción?

Ash se encogió de hombros.

—Todos elegimos nuestro destino. Nuestro nacimiento no nos dicta el futuro a menos que se lo permitamos.

Jericó puso los ojos en blanco al escuchar ese derroche de liberalismo.

—¿Tan inocente puede ser un dios?

Tory esbozó una sonrisa indulgente.

—Aquerón es el Heraldo de la Destructora atlante. Según una profecía, será él quien destruya el mundo y, en cambio, es uno de sus más feroces defensores. Aunque fue concebido para ser la herramienta de su madre en la aniquilación global, nunca ha sucumbido a su destino. —Lo miró y meneó la cabeza—. Y bien saben los dioses que tiene más motivos que nadie para querer que se acabe el mundo.

Aquerón le besó la mano.

—Como ves, sé cómo entrenar a un destructor y cómo enseñarle a luchar contra su instinto natural. Solo tendremos problemas si dejamos al malacai a su suerte y Noir le echa el guante.

Jericó seguía teniendo sus dudas.

—Eso dices tú. Es imposible que sepas si después de entrenarlo te seguirá a ti o seguirá a Noir.

—Cierto. Pero tú estás aquí y hace unas cuantas horas estabas dispuesto a luchar hasta la muerte por Noir.

—Ese cabrón me ha traicionado y me ha atacado. Nadie me convierte en un esclavo sin capacidad de pensamiento. Noir no debería haberlo intentado siquiera sabiendo lo que sabe.

—Pues yo creo que cuando llegue el momento Nick tomará la misma decisión. Puede que me odie, pero es incapaz de seguir a alguien ciegamente.

Dado que Jericó no conocía al malacai en persona, no estaba dispuesto a poner la mano en el fuego por él.

—¿Lo sabes a ciencia cierta?

—Llámame optimista, pero voy a decir que sí. —Ash levantó una mano y señaló el sofá que tenían detrás—. Parafraseando a mi esposa, plantad el pandero. Necesitamos trazar un plan para rescatar a los Óneiroi y a los skoti antes de que los conviertan en gallu.

La idea horrorizó a Delfine. Si eso llegaba a suceder…

La humanidad estaba abocada al desastre.

—¿Crees que también podemos liberar a Jaden? —preguntó Delfine mientras se sentaba en el sofá junto a Jericó. Fobos se sentó al otro lado.

Aquerón negó con la cabeza.

—Por desgracia, Jaden está fuera de nuestro alcance, pero sigue siendo nuestro aliado cuando se le presenta la oportunidad.

Tory, que seguía de pie detrás de su marido, frunció el ceño.

—¿Y Jared?

En esa ocasión fue Delfine quien frunció el ceño.

—¿Quién es Jared?

La respuesta de Ash la dejó de piedra.

—El último sefirot.

Los sefirot habían sido creados para luchar contra Noir y su ejército de malacai hacía mucho tiempo, antes de que surgiera la humanidad.

Delfine se hallaba muy confusa.

—Creía que los malacai y los sefirot desaparecieron después de que Noir y la Fuente se enfrentaran.

—Y así fue —dijo Ash—. Con la excepción del sefirot que traicionó a sus hermanos. Fue condenado a una eternidad de esclavitud. Dado que el universo es un fanático del equilibrio, también se le perdonó la vida a un malacai, por si se diera el hipotético caso de que el sefirot consiguiera liberarse. Ese malacai aún conserva el poder necesario para cambiar el universo, de manera que Noir quedaría en la cima de la pirámide alimenticia.

Jericó miró a Delfine antes de preguntar al atlante:

—¿Por qué no está el malacai con Noir?

—El padre de Nick rompió los lazos con él. Nadie sabe por qué. El antiguo malacai se escondió hace siglos, aunque Noir y Azura estuvieron a punto de atraparlo. Hace un par de décadas decidió plantar su semilla, y así nació nuestro malacai. En cuanto Nick cumplió la edad necesaria para reemplazar a su padre, el antiguo malacai murió.

Delfine no terminaba de comprender el asunto.

—Pero ¿por qué Noir no ha podido encontrar al tal Nick?

—Los poderes de Nick estaban sellados, lo que le protegía de Noir y le daba la oportunidad de apartarse de su destino original. Para que sus poderes se liberasen hizo falta que lo atacara un dios cuyos poderes procedían de la Fuente Primigenia. Desde entonces he estado intentando entrenarlo.

Tory soltó una carcajada.

—Sí, «intentarlo» es la palabra adecuada.

Jericó frunció el ceño al percatarse del significado de esa palabra. Lo único que les hacía falta era un malacai entrenado en su contra.

—¿Se ha resistido al entrenamiento?

Ash negó con la cabeza.

—Ni al entrenamiento ni a su destino. El problema es que me odia con todas sus ganas. Se trata de un problemilla personal que tenemos que solucionar.

Tory soltó un resoplido muy poco elegante.

—Están en ello… pero despacio.

—Genial. —Jericó suspiró—. ¿Y eso dónde nos deja con el sefirot?

—Bueno, lo peor de todo es que su dueña actual es la reina de los daimons. Dado que mis Cazadores Oscuros y yo cazamos y ejecutamos a sus daimons, no está muy por la labor de ponerse de nuestro lado ni de hacernos favores. Pero ¿quién sabe? A lo mejor la pillamos de muy buen humor.

Sí, claro.

—Ni de coña.

—Somos de la misma opinión.

Delfine soltó un suspiro cansado.

—Pues lo tenemos muy crudo. Mis hermanos están en manos del mal, a punto de convertirse en depredadores sin cerebro, y nuestra única esperanza es un malacai sin entrenar que podría abandonarnos para luchar del lado de nuestros enemigos, y un sefirot que está en manos de los daimons.

Los daimons eran una raza vampírica que se dedicaban a robar y a destruir almas humanas. Lo mejor de todo era que odiaban de todo corazón a los dioses griegos, ya que fue Apolo quien los maldijo a beber sangre y a sufrir una muerte lenta y dolorosa al cumplir los veintisiete años. La única manera de sobrepasar esa edad era alimentarse de almas humanas.

En consecuencia, los daimons no eran dados a ayudar a los demás y solo pensaban en ellos mismos. Aunque tampoco podía culparlos. El panteón griego los había puteado bien.

Delfine se compadecía de ellos.

—No es un buen día para ser humano, ¿verdad?

—Tampoco es un buen día para estar en nuestro pellejo —comentó Fobos con sarcasmo.

Delfine estaba totalmente de acuerdo.

—¿Crees que Noir se aliará con los daimons?

Ash negó con la cabeza.

—Stryker está un poco colgado, pero no peleará de su parte. Noir no tiene honor. Stryker y su pueblo no luchan para matar, luchan para sobrevivir. En eso tenemos suerte. Stryker solo permite que su gente elimine a las personas que necesitan… y a los Cazadores Oscuros con los que se cruzan, porque somos sus mayores depredadores. Aunque estoy seguro de que no le importaría dominar el mundo, su prioridad es la supervivencia de su pueblo. Noir, en cambio, mata por placer y quiere derrocar a todos los panteones para ocupar su lugar. Ni a Stryker ni a su mujer les gusta seguir a los demás. Lucharán contra él hasta la muerte.

Jericó se frotó la mejilla.

—A lo mejor deberíamos dejar que lo solucionen entre ellos.

Fobos resopló.

—Pagaría por verlo… Por desgracia, nosotros estamos en medio.

—Sigo creyendo que podrían aliarse con Noir —insistió Delfine. Tenía sentido. Los daimons podían encargarse de los humanos mientras que los gallu se merendaban a los demás.

—No —negó Ash, tajante—. Conozco bien a Stryker. Además, los gallu estaban de su parte hasta hace unos meses. Pero de repente intentaron atacarlos y convertirlos a él, a su mujer y a la hija de ambos. Dado que está muy resentido, no tiene pensado acogerlos de nuevo en un futuro cercano. Vamos, que los daimons se los están merendando. De momento estamos a salvo de esa amenaza.

Jericó no lo veía tan claro.

—Pero lo demás pinta muy negro.

—No todo. —Ash miró a Fobos—. ¿Cuántos te quedan?

—Veintitantos… creo.

Ash asintió con la cabeza mientras pensaba.

—Podemos apañárnoslas con ese número.

—¿Qué me dices de los gallu? —preguntó Jericó.

—Puedo conseguir que los demonios carontes nos echen una mano. Eso nos deja con un único problema…

—El sefirot —concluyó Jericó por él. Aunque extraía sus poderes de la Fuente, él solo no podía controlar a Azura, a Noir, a los skoti y a los gallu. Necesitaban ayuda—. Creo que tenemos que hablar con los daimons.

Ash inclinó la cabeza.

—No podría estar más de acuerdo contigo.