7

Jericó se despertó en cuanto Delfine lo tocó. En un primer momento pensó que lo estaba atacando, pero no tardó en darse cuenta de que estaba muy equivocado.

Se había desnudado y se estaba restregando contra él…

«¿Qué he hecho para merecer esto?», pensó.

Con los sentidos saturados por sus caricias, el deseo se apoderó de su cuerpo, pidiéndole más. Las manos de Delfine lo tocaban por todas partes, lo acariciaban y lo exploraban. Gimió de placer y apretó los dientes con la respiración alterada.

«Tanta suerte no es normal. ¡Despierta, gilipollas!»

Claro que eso era lo último que le apetecía hacer. Porque lo que más deseaba era convertirse en su juguete sexual.

Y si Delfine lo convertía en su mordedor, perfecto.

«Lo que eres es un imbécil. Delfine va a joderte vivo y no precisamente como te gustaría que lo hiciera. ¿Cuándo fue la última vez que una mujer te magreó de esta manera?»

Delfine era virgen, y a menos que estuvieran en el rodaje de una película porno sin que él se hubiera enterado, las mujeres como ella no se comportaban así con los tíos que las retenían en contra de su voluntad.

La realidad fue como un jarro de agua fría. Se despejó y la apartó.

—¿Qué haces?

Delfine le contestó con un beso abrasador. Rodó con ella sobre el colchón con el cuerpo en llamas, y la atrapó bajo él. No obstante, ella siguió acariciándolo y volviéndolo loco de deseo. Sobre todo porque su vello púbico le rozaba una cadera y le despertaba el ansia de degustar esa parte de su cuerpo.

—Por favor —suplicó Delfine con voz entrecortada—. Estoy ardiendo. Te necesito.

Jericó se quedó helado al ver en sus ojos la misma expresión drogada que había visto en Zeth. Y parecía haber perdido el control al igual que el skoti. Para colmo, sus ojos ya no eran de color avellana, sino negros como el azabache.

¿Qué le habían hecho?

Delfine le mordisqueó la barbilla y le tiró del pelo mientras seguía retorciéndose bajo él, provocándole una erección impresionante.

—Te necesito dentro de mí —la oyó decir de forma descarnada.

En ese momento se la cogió, arrancándole un jadeo.

—¡Para! —gritó.

«¿Se te ha ido la olla o qué? ¡Lo estás deseando!»

Sí, sí, lo deseaba. Con todas sus fuerzas. Pero no quería hacerlo con una mujer que había perdido el control de sus actos.

«Sí que quieres hacerlo. Mírala. Está buenísima y lo está deseando. ¡Tíratela! Mira qué cuerpazo…»

Desde luego que tenía un cuerpazo. Era una diosa en el sentido más amplio del término. Salvo por las cicatrices de la espalda, no tenía ni un solo defecto.

«Pues entonces complácela… adórala hasta que no podáis moveros.»

La voz de su conciencia era incansable. Y le resultaba difícil mantener el control, sobre todo porque Delfine le había bajado los pantalones y se la estaba acariciando con las dos manos.

¡Joder, sí que aprendía rápido!

Se vio obligado a espabilarse cuando notó que trataba de guiarlo hacia la entrada de su cuerpo.

—¡Delfine! —gritó, intentando que lo escuchara—. ¡Para!

Ella le dio un tirón allí mismo.

Y le resultó tan placentero que estuvo a punto de correrse.

«Dale lo que quiere.»

Con un gemido frustrado, desplegó las alas y se apartó de modo que no pudiera tocarlo. Tenía el corazón desbocado mientras contemplaba desde arriba la cama donde ella yacía con las piernas separadas. Ansiaba acostarse con ella con todas sus fuerzas.

«Soy un imbécil de campeonato.»

—Jericó… —suplicó con un tono de voz que le atravesó el corazón.

Se subió los pantalones mientras flotaba sobre la cama, deseándola con tal pasión que le costó la misma vida contenerse.

—¿Qué te han hecho?

Ella lo miró echando chispas por los ojos.

—Vale. Si tú no me ayudas, buscaré a otro que esté dispuesto. —Y rodó para salir de la cama.

Jericó voló hacia la puerta para impedir que saliera y se encontrara con Asmodeo o con otro a quien después tuviera que matar por haberla tocado. Le tomó la cara entre las manos y le dijo:

—Delfine, para. Dime qué ha pasado.

Ella forcejeó para liberarse hasta que comprendió que era inútil.

—Contéstame —insistió él.

En esa ocasión su voz pareció alcanzarla, ya que lo miró con los ojos desenfocados.

—Estaba soñando…

—¿Y?

La vio fruncir el ceño como si no lo recordara.

—Apareció Azura. Me persiguió.

—¿Qué te hizo?

Se produjo un silencio antes de que contestara:

—Me dio comida. Comida… Zeth me dijo que no comiera, pero no pude impedírselo. Me obligó a comer.

Jericó soltó un taco. Así controlaban a los skoti. Los estaban drogando.

Delfine gimió y comenzó a frotarse de nuevo con él.

—Estoy ardiendo, Jericó. Por favor, ayúdame. No puedo soportarlo.

Jericó soltó el aire. En fin, ya lo odiaba así que poco importaba. Obedecerla no cambiaría mucho las cosas.

Delfine le agarró la mano que le había puesto en la cara y la trasladó a un pecho. El roce del enhiesto pezón en la palma se la endureció todavía más.

—Por favor…

¿Qué hombre, ya fuera dios o no, podía resistirse a semejante súplica? La cogió en brazos y volvió con ella a la cama. Su mano se impregnó del dulce olor de aquel cuerpo mientras le acariciaba el abdomen. Sin embargo, no quería aprovecharse de ella en ese estado. Porque aquella no era Delfine.

Era la droga la que hablaba por ella. La que suplicaba. Aunque también estaba sufriendo por sus efectos.

Así que con mucha delicadeza comenzó a acariciarla y explorar su sexo. Ella gritó, aliviada, y tiró de él para besarlo hasta dejarlo sin sentido.

Jericó se tensó, y su cuerpo le suplicó que la poseyera. Sin embargo y pese a todo lo que le había pasado en la vida, no era un animal. No la convertiría en su víctima.

No pensaba caer tan bajo, y por primera vez desde hacía mucho tiempo estaba convencido de ello.

Delfine se estremeció con la increíble sensación que le provocaban las caricias de sus dedos. Unos dedos que la torturaban y la excitaban de una forma que jamás había creído posible.

El terrible deseo que la ahogaba por fin comenzaba a apaciguarse.

Jericó se apartó de sus labios y ella gimió a modo de protesta. ¿Adónde iba?

Obtuvo la respuesta al instante, ya que lo vio descender por su cuerpo hasta detenerse entre sus muslos. Una vez allí, comenzó a acariciarla con la boca. Incapaz de soportar el intenso placer, gritó y enterró los dedos en la suavidad de su pelo. Nunca se había imaginado que pudiera existir algo tan magnífico. El calor de su boca, sumado a las caricias de su lengua y de sus dedos, era increíble.

Bajó la vista para enfrentar su mirada. Y la pasión visceral que vislumbró en sus ojos avivó las llamas del deseo.

Jericó gruñó mientras la saboreaba. Estaba más que listo para poseerla, pero no tenía problemas para controlar sus instintos. En ese momento lo que buscaba era el orgasmo de Delfine, no el suyo.

Y la verdad era que estaba disfrutando mucho saboreándola, escuchándola gemir de placer y sintiendo sus dedos en el pelo. Había añorado mucho el consuelo de las caricias. El olor y el sabor de una amante. Podría pasarse así el resto de la noche, limitándose a degustarla.

Delfine se estremeció tras un largo lametón, que fue seguido por el roce áspero de una mejilla. La sensación se extendió por su cuerpo, dejando una estela de placer.

Se mordió el labio mientras sentía que la tensión se apoderaba de su cuerpo hasta un punto que le resultó insoportable. Y en ese instante experimentó un éxtasis cegador, y su cuerpo estalló.

Gritó y aferró con fuerza la cabeza de Jericó mientras él seguía lamiéndola y torturándola, aumentando la fuerza del orgasmo.

Cuando los espasmos remitieron por fin, él se apartó y le colocó la barbilla en el abdomen. Trazó un círculo en torno a su ombligo mientras sus miradas se entrelazaban.

—¿Mejor?

—Sí —susurró ella al tiempo que le acariciaba el pelo—. Mucho mejor.

Jericó frotó su áspero mentón contra su piel, provocándole un escalofrío.

Delfine suspiró, profundamente saciada, y sintió que el fuego que la consumía era reemplazado por una intensa satisfacción.

—Así que esto es lo que se siente, ¿no? —Con razón Jericó le había parecido tan relajado y tierno después del orgasmo. En esos momentos ella se sentía en paz.

Hasta que comprendió que estaba desnuda por completo. Y expuesta.

Jericó estaba entre sus muslos…

Nadie la había visto así jamás. Nadie.

La vergüenza hizo que se sonrojara y se sintiera horrorizada.

Jericó se incorporó al percibir el cambio que se obraba en ella. Delfine estaba tensa. Tenía la cara muy colorada y sus ojos habían recuperado ese maravilloso color que lo atormentaba.

—¿Qué te pasa?

Delfine intentó cubrirse.

—¿Qué he hecho? Qué vergüenza…

Él se colocó a su lado y la tapó con la sábana.

—No tienes por qué sentir vergüenza. No podías controlarte.

La vio cubrirse el rostro con la sábana.

—¿Cómo voy a mirarte a la cara a partir de ahora?

Jericó contuvo una sonrisa al escuchar el tono tan lúgubre de la pregunta. Le hacía gracia aquel recato, pero también se sentía mal por ella. Tiró un poco de la sábana, para obligarla a mirarlo.

—Delfine, eres preciosa. Lo que hemos hecho no es motivo para avergonzarse.

—Pero…

La silenció con un beso.

—No hay peros que valgan. No quiero que te sientas avergonzada conmigo. Jamás.

Delfine le sonrió, agradecida por su ternura. Lo más sorprendente de todo era que no se hubiera aprovechado de ella, aunque se lo había suplicado. En cambio, la había ayudado de forma muy generosa. Y aunque todavía tenía una erección, no parecía dispuesto a exigirle nada.

Lo había juzgado mal. Porque después de todo él sabía lo que era la compasión. Podría haberla dejado a su suerte o haberla poseído sin piedad, como le hubiera apetecido. Pero no lo había hecho. Y pese a la erección, todavía se contenía.

Por ella.

La certeza de saberlo la enterneció. Le colocó la mano en la mejilla desfigurada y él le dio un mordisco juguetón en el pulgar.

—Jericó, tenemos que hacer algo al respecto. No sé lo que me ha dado Azura, pero los efectos son terribles.

—A saber lo que han encontrado, pero la pregunta es: ¿por qué se lo dan a los skoti? ¿Por qué incapacitar a un ejército dispuesto a luchar por ti?

—A lo mejor no quieren que luchen. A lo mejor lo que quieren es otra cosa.

Jericó dio un respingo al escuchar su respuesta.

—¿Como qué?

—No lo sé. Se supone que eres tú quien tiene el vínculo con la Fuente y la experiencia en este tipo de batallas.

—Sí, pero eso no me ayuda a comprender el mal. Recuerda que los orígenes de Noir y de Azura no tienen nada que ver con los míos.

Delfine se alegró al escucharlo. Noir y Azura no tenían ni una sola cualidad que los redimiera.

Le pasó las manos por el cabello, sorprendida al verse tan relajada estando desnuda con un hombre. El aliento de Jericó le hacía cosquillas en la cara y, aunque su peso debería haberla molestado, era reconfortante sentirlo encima.

¿Así era el amor?

No, quizá no fuera amor, porque todavía era pronto. Pero había algo que los unía de algún modo en ese momento compartido. Algo que le otorgaba un tinte reconfortante y familiar a dicho momento.

—¿Crees que podremos liberar a los demás?

Jericó la miró con aquellos ojos tan desconcertantes.

—En tu caso te has relajado muy pronto una vez que te… —se interrumpió para esbozar una sonrisa maliciosa antes de terminar—… que te he complacido. A los demás deben de alimentarlos constantemente para mantenerlos en ese estado. Cosa que me lleva de nuevo a preguntarme por el motivo.

—Tenemos que sacarlos de aquí.

Jericó gruñó a modo de negativa.

—Salvar a los olímpicos no es mi prioridad.

Delfine le tiró del pelo.

—¡Ay!

—Tienes suerte de que solo te tire del pelo —le soltó ella con aspereza—. Estamos hablando de mis hermanos y hermanas.

Jericó desvió la vista mientras aquellas palabras resonaban en su interior. También eran sus hermanos y hermanas. Aunque eso les sirviera de muy poco.

—No soy un dios del perdón, Delfine.

—No, eres un dios de la fuerza, y la mayor demostración de fuerza reside en la capacidad de perdonar a los que te han hecho daño. Y más todavía en la habilidad de luchar para defenderlos. Sé mejor persona que ellos. Sé que lo eres.

Jericó negó con la cabeza.

—No merezco la fe que has depositado en mí.

La intensidad de la mirada de Delfine lo abrasó.

—No estoy de acuerdo. He visto la otra faceta de tu carácter y es a esa faceta a la que apelo. Guardas mucho más que odio y ganas de luchar en tu interior. Jericó, tienes un corazón de oro. Lo sé.

El único problema era que se equivocaba. Porque él no encontraba el menor rastro de perdón en su interior. Solo guardaba un amargo resentimiento. Un odio absoluto. Desprecio.

Hasta que la miraba.

Solo ella había conseguido que sintiera algo más. Sin embargo, no alcanzaba a entender qué era lo que despertaba en él. Aparte de lujuria, claro. Eso era evidente.

No obstante, la parte de sí mismo que la abrazaba en esos momentos era desconocida y lo asustaba. Ni la conocía ni la comprendía.

Era la misma que había desafiado a Zeus cuando le salvó la vida.

Delfine estaba en deuda con él y por algún motivo que se le escapaba era incapaz de obligarla a recompensarlo por su sacrificio. Solo quería de ella lo que estuviera dispuesta a darle de forma voluntaria.

«¿Qué me está pasando?»

Siempre había sido de los que cogían lo que querían sin pensar. Sin embargo, con ella era muy distinto. Cerró los ojos para disfrutar del roce de su piel en la mejilla. De las tiernas caricias de sus dedos en el pelo.

No quería que ese momento acabara.

Delfine le pasó un dedo por la áspera mejilla. Le encantaba el tacto de su piel, tan distinto al suyo. Le sorprendía muchísimo lo relajado que parecía a su lado. Sobre todo porque era consciente de la violencia que podía demostrar.

Era como domesticar a un animal salvaje que nunca se mostraría dócil con otra persona.

Solo ella conocía esa parte de Jericó, y por eso la valoraba todavía más. Por eso lo valoraba a él como si fuera un tesoro.

—¿Jericó?

El susurro los sobresaltó a ambos.

Jericó la cubrió con la sábana.

—¿Jaden? —preguntó a su vez, también en voz baja.

Jaden apareció en un rincón, en forma de neblina. Su aspecto era mucho más lamentable que el de antes, cuando lo había visto. Tenía moratones recientes en la cara y sangre en la comisura de los labios. Sin embargo, parecía insensible al dolor.

—Están conspirando contra ti.

—¿Quiénes?

Jaden lo miró como si fuera imbécil.

—Tus amiguitos, idiota. ¿Quién crees que puede ser: el conejito de Pascua o los gilipollas que te han traído a este sitio? Para que lo sepas, planean entregarte a los gallu para que se alimenten de ti y así poder controlar tus poderes sin que te rebeles contra ellos. Yo que tú me largaba ahora mismo.

Jericó se tensó, suspicaz. ¿Por qué iba a ayudarlo Jaden?

—¿Y cómo sé que no me estás mintiendo?

—No tengo motivos para mentirte. Pero si quieres seguir aquí y acabar como un zombi, tú mismo. Yo me estoy jugando el pellejo al hablar contigo.

La respuesta no acabó de convencerlo. La gente no lo ayudaba y le resultaba difícil imaginarse a Jaden echándole una mano sin pedirle nada a cambio.

—Yo lo creo —susurró Delfine—. No confío en Noir.

Jericó resopló.

—Yo no confío en nadie. —Y mucho menos en los seres malévolos que lo habían llevado a ese sitio. Había desconfiado de ellos desde que Azura se puso en contacto con él.

—Podrías confiar en mí aunque solo fuera por una vez —le dijo Delfine con voz decidida.

Jericó se sentía dividido. No sabía si podía confiar en Jaden, pero carecía de una razón para dudar de su palabra. En el fondo tenía sentido. ¿Por qué le habían devuelto los poderes sino para tener un control absoluto de ellos? No cometería ese error, mucho menos dada la naturaleza de sus poderes. Cualquier otro lo habría mantenido encerrado a cal y canto. Él mismo lo habría hecho de estar en el lugar de Noir y de Azura.

Para curarse en salud.

Solo había que ver el trato que le habían dado a Jaden. Era evidente que no jugaban limpio y que la amabilidad tampoco formaba parte de su mundo.

Sin embargo, tenía otro problema.

—¿Adónde vamos?

Delfine frunció el ceño.

—¿A qué te refieres?

—Si aparezco en el Olimpo con mis poderes, Zeus me atacará, diga lo que diga. Estoy segurísimo.

Delfine negó con la cabeza.

—Eso no es cierto. Prometió devolverte todos tus poderes.

Jericó soltó una carcajada.

—Creo que oíste mal. Yo no me lo trago ni de coña.

—Es cierto.

—No estoy diciendo que mientas. Dime palabra por palabra lo que dijo el capullo del rayo.

Delfine soltó el aire, frustrada.

—Dijo que siempre y cuando lucharas contra Noir y los skoti recuperarías tus poderes.

Jericó miró la forma insustancial de Jaden con expresión burlona.

—¿A ti qué te parece?

—Que solo tendrás tus poderes si luchas contra Noir y los skoti.

—Exacto.

Delfine frunció el ceño.

—¿No es eso lo que acabo de decir?

—No —respondió Jericó—. Lo que tú interpretaste es que me devolvería mis poderes. Lo que yo interpreto es que seré un perrito faldero a menos que luche para defender a esos caraduras.

—Tiene razón. Después de lo que le hizo a Cratos, Zeus jamás se arriesgará a devolverle todos sus poderes.

—Sabe lo que soy capaz de hacer con ellos y, más concretamente, lo que soy capaz de hacerle a él.

Delfine se horrorizó al comprender lo ingenua que había sido. Pero claro, tal como Jericó había señalado, había interpretado otra cosa. Lo que le estaban diciendo ellos era mucho más sensato.

—Entonces ¿qué hacemos?

Id a Nueva Orleans —les dijo Jaden de forma telepática, como si temiera incluso que pudieran escucharlo si susurraba—. Buscad a Aquerón Partenopaeo. Contadle lo que está pasando y él os ayudará.

—¿Por qué iba a hacerlo? —le preguntó Jericó.

—¡Por el amor de la Fuente, Jericó! —masculló Jaden—. Hazlo y punto. Es la única esperanza que te queda en estos momentos.

Jericó abrió la boca para discutir, pero antes de que pudiera hablar la puerta se abrió de repente, desintegrando la forma incorpórea de Jaden.

—¿Se puede?

Era un demonio gallu y no estaba solo.