6

Delfine estaba dispuesta a pararle los pies a Jericó después de que este le hubiera confesado sus crueles intenciones, de ahí que lo siguiera al exterior. Independientemente de la identidad de la persona a la que quisiera matar, esta no merecía la muerte, y parecía que su víctima era una de las dos chicas que caminaban por la calle.

O, Zeus no lo quisiera, las dos.

¿Qué le había pasado para perder por completo la compasión? ¿Qué podían haberle hecho aquellas chicas para desear matarlas? Parecían inofensivas y seguro que lo eran.

Esos eran sus pensamientos hasta que vio a un demonio correr hacia el callejón oscuro para atacar a las dos chicas. Las había estado siguiendo.

Intentó lanzarle una descarga al demonio, pero recordó que sus poderes habían desaparecido por completo.

Jericó corrió en pos del demonio y lo agarró desde atrás. La criatura mediría apenas un metro setenta, tenía la piel oscura, relucientes ojos negros y la cabeza rapada. Era atlético, musculoso y extremadamente guapo. Y no dudó en luchar con Jericó.

Este lo apartó de las aterrorizadas chicas, que no paraban de chillar.

—¡Llévatelas de aquí! —le gritó a Delfine.

Ella lo obedeció, consciente de que no podría luchar contra el demonio delante de dos testigos. Era mejor que los humanos ignoraran la existencia de las criaturas que se alimentaban de ellos.

En cuanto salieron del callejón y vio que las chicas corrían en busca de un lugar seguro, Jericó soltó al demonio, que se volvió hacia él enseñándole los colmillos. Jericó lo aferró por un hombro cuando se acercó y lo arrojó al suelo.

Con gran agilidad, se sacó el puñal de la bota y se lo colocó al demonio en la garganta. Los ojos de la criatura, que no podía moverse a menos que quisiera hacerse daño, adoptaron un color rojo mientras se hacían visibles las marcas demoníacas de su cabeza.

—¿Qué haces aquí, Berit? —le preguntó Jericó en un tono letal y frío.

El demonio puso los ojos como platos al reconocerlo.

—¿Kirios? —le preguntó él a su vez, utilizando el término que significaba «señor»—. Me alegro de volver a verte. Me dijeron que te habían expulsado. Que te habían arrebatado los poderes.

Jericó lo mantuvo inmovilizado.

—Estoy seguro de que mi padre os ha contado un sinfín de tonterías. Como ves, aquí estoy, de una pieza, y listo para destriparte. ¿Qué hacías persiguiendo a esas chicas?

—Me lo han ordenado.

—¿Quién?

Berit se encogió de hombros.

—No sé. Un chico que compró mi anillo en un anticuario. Ya conoces las reglas. No puedo cuestionar las órdenes que me dan. Tengo que obedecerlas.

Delfine estaba muy confundida con la escena que presenciaba, pero no quería interrumpir.

Jericó apartó el puñal del cuello del demonio y se sentó sobre los talones.

—¿Dónde está el chico que ha comprado tu anillo?

—Aquí al lado, en un colegio mayor creo que lo llaman. Es un sitio pequeño. Después de que le llevara a la chica que me ordenó, tenía que buscarle una casa. Una casa grande en un sitio llamado Garden District. No sé qué es. Tendré que investigar un poco.

Delfine se decidió a interrumpirlos por fin.

—Veo que conoces a este demonio…

Jericó asintió con la cabeza mientras se ponía en pie, levantando a la vez a la criatura.

—Era uno de los generales de mi padre hasta que lo cabreó. Por ese agravio, mi padre lo vinculó como esclavo a un anillo. Quien posea el anillo, posee a Berit.

El aludido se colocó la ropa con unos tirones exagerados.

—Y no sabes lo que duele cuando te invocan. Te juro que parece que te están arrancando la piel a tiras.

Delfine meneó la cabeza, compadeciéndose de los dos. Después cruzó los brazos por delante del pecho y miró a Jericó.

—Supongo que con semejante hombre como padre tuviste una infancia estupenda…

—Ajá. Llena de cachorritos, arco iris y esos bichos raros de colores, hechos de felpa o algo así y con una percha en la cabeza.

Berit dejó de sacudirse el polvo de la ropa y lo miró con el ceño fruncido.

—¿Te refieres a los Teletubbies?

Jericó lo miró con una sonrisita.

—El hecho de que sepas como se llaman me pone los pelos de punta.

Berit se encogió de hombros.

—Siendo un demonio de la tortura, me corresponde conocer todo aquello que resulte molesto. Te sorprendería saber la cantidad de gente moderna que teme más a los Teletubbies que a los zombis.

Jericó resopló.

—Pues no me sorprende. Prefiero un buen zombi comecerebros antes que oír cantar a esos bichos.

—Los dos estáis fatal —dijo Delfine, aunque la conversación le resultaba extrañamente graciosa.

Jericó no le hizo caso.

—¿Qué ibas a hacer con las chicas?

Berit se frotó los ojos antes de contestar:

—Me iba a comer a una y la otra tenía que llevársela al chico porque la quería como novia. Sabes que tengo que obedecerlo, ¿verdad?

—No, no tienes por qué —respondió Jericó con gran seriedad.

—¿Qué quieres decir? —le preguntó el demonio con un deje atemorizado en la voz. Retrocedió dos pasos—. ¿Vas a matarme?

—No. Voy a liberarte.

Berit retrocedió otro paso con expresión recelosa.

—Ese es el eufemismo demoníaco para la palabra «muerte».

—Berit, no voy a matarte.

—¿De verdad? —le preguntó muy despacio—. ¿Por qué no? —La pregunta resultó cómica. Porque más bien pareció que estaba decepcionado.

—Porque necesito un aliado y no se me ocurre nadie mejor.

Berit resopló.

—¡Pero si hay muchos! A mí se me ocurren un montón de dioses más poderosos que un demonio esclavizado.

—Sí, pero conozco tus puntos débiles, lo que significa que te lo pensarás dos veces antes de traicionarme.

—Cierto, ahí le has dado. Si consigues el anillo, soy todo tuyo.

Jericó miró a Delfine.

—¿Vamos?

—¿Tengo alternativa?

—La verdad es que no.

—Eso pensaba.

Berit los llevó con su amo, que resultó ser un universitario de diecinueve años con la cara llena de granos. Menudo amo. Se meó en los pantalones en cuanto los vio aparecer en su dormitorio.

—¿Qué queréis? —les preguntó con voz temblorosa, encogido en un rincón.

Jericó cruzó los brazos por delante del pecho, y puso cara de tío duro mientras lo miraba con el ceño fruncido.

—El anillo de Berit —contestó.

—Es mío. Lo compré y lo pagué.

—Chaval, dámelo —dijo Jericó con firmeza—. Te daré el dinero. Lo esencial es que nos lo des sin formar jaleo, porque así seguirás vivo.

El muchacho tragó saliva y miró a Berit.

—¿Y qué hay de nuestro trato?

Berit señaló a Jericó con el pulgar.

—Este tío no me ha dejado llevarlo a cabo y la verdad es que no quiero mosquearlo. He visto lo que es capaz de hacer, y a su lado una película de terror se queda corta. Extremidades volando y sangre. Litros y litros de sangre. Y tortura. —Se inclinó hacia delante y susurró, aunque se le oyó perfectamente—: Y la mujer que viene con nosotros… es la diosa de las pesadillas. Estos dos son capaces de hacerte dormir o despertarte a su voluntad. Será mejor que les des el anillo para que se vayan sin hacerte daño.

—Pero…

Delfine se adelantó.

—No hay peros que valgan, guapo. Danos el anillo antes de que alguien resulte herido.

Berit carraspeó.

—Se refiere a ti, por cierto.

El chico abrió los ojos de par en par antes de quitarse el anillo del dedo meñique y entregárselo.

—Solo quería que Kerry se fijara en mí.

Jericó se lo quitó de la mano.

—Chaval, por si no te has dado cuenta, invocar a un demonio para secuestrar a una mujer no es la mejor manera de llamar su atención. Al final, siempre te sale el tiro por la culata.

Delfine enarcó una ceja al escucharlo.

Jericó no replicó al gesto sarcástico.

En un abrir y cerrar de ojos, Delfine se encontró de regreso en Azmodea, en la habitación de Jericó.

—Berit, vuelve al anillo. Ahora —le ordenó él al demonio.

Berit le hizo un saludo antes de obedecerlo. Jericó se puso el anillo en un dedo. Era una alianza estrecha, de oro, con una piedra roja engastada en la que habían grabado una calavera. Tenía un aspecto un tanto siniestro, y teniendo en cuenta el detalle de que en su interior albergaba un demonio, parecía muy apropiado.

—¿Qué piensas hacer con eso? —le preguntó Delfine, señalando el anillo.

Él se encogió de hombros.

—Nunca viene mal tener un as en la manga del que tus enemigos no saben nada. Hasta los más duros necesitamos a la caballería de vez en cuando.

Su respuesta le pareció lógica. Además, Berit no ganaría nada trabajando para Noir.

Por no mencionar que Jericó no se fiaba de Noir. Aunque no lo dijera abiertamente, ella lo presentía al ver la cautela con la que se comportaba Jericó, mucho más evidente que en el restaurante.

Saltaba a la vista que Jericó sabía lo que se traía entre manos. Y ganaba puntos a sus ojos por no fiarse ciegamente de un ser capaz de volverse contra él de forma mucho más cruel de lo que lo había hecho Zeus.

Delfine se acercó a Jericó. Su cabello volvía a ser largo y rubio. Había usado sus poderes para cortárselo antes de aparecer en Nueva Orleans, tal vez por su aparente aversión a llamar la atención. En esos momentos tenía el aspecto del dios que era, hasta en la mirada, ya que tenía un brillo irisado en los ojos.

Era mucho más corpulento que ella. Mucho más fuerte. Debería sentirse asustada, pero tenía la desquiciante compulsión de restregarse contra él. De pedirle que la abrazara.

Pese a esas emociones, lo miró con los ojos entrecerrados.

—Una cosa. Me gustaría analizar el comentario que has hecho hace un rato. ¿No fue así como nos conocimos?

Jericó resopló.

—Pues ya ves lo cariñosa que eres conmigo precisamente por eso. Solo te ha faltado morderme.

Delfine se llevó las manos a la espalda y esbozó una sonrisa maliciosa.

—Debería haberlo hecho mientras tuve la oportunidad.

—En fin, nunca es tarde si la dicha es buena. Estoy seguro de que lo conseguirás en algún momento —replicó él sin rastro de buen humor en la voz. Al contrario, lo dijo con gran seriedad.

—Era una broma.

—Sí, claro.

Delfine lo detuvo cuando intentó pasar a su lado.

—No te fías de nadie, ¿verdad?

—¿A ti qué te parece? Estoy seguro de que me traicionarás como todos los demás. No somos familia ni amigos. Como dijo Noir, todos estamos en venta. Solo es cuestión de acordar el precio.

—Pues yo no me lo creo. Nada en el mundo conseguiría que traicionara a M’Adoc.

La carcajada burlona que soltó Jericó reverberó en sus oídos.

—Así es muy fácil decirlo. Sin embargo nunca te han puesto a prueba.

—Te equivocas.

—¿Ah, sí?

Delfine se volvió para darle la espalda. Acto seguido, se levantó la camiseta y le enseñó las cicatrices que normalmente ocultaba gracias a sus poderes. Puesto que los habían sellado, estaba segura de que serían bien visibles.

Jericó se quedó pasmado al ver las antiguas cicatrices. ¿Cómo era posible que no hubiera reparado en ellas antes? Claro que estaba tan pendiente de cubrirla que había intentado no fijarse demasiado en su cuerpo. Puesto que sabía muy bien lo bochornoso que era estar desnudo delante de unos desconocidos, había mantenido la vista apartada de su piel desnuda.

Los Óneiroi estaban acostumbrados a recibir palizas por infringir las normas. Pero no se imaginaba a Delfine haciendo algo tan grave para recibir semejante castigo. Tocó las blanquecinas cicatrices mientras lo asaltaba una oleada de furia al pensar que alguien hubiera podido mancillar su cuerpo de esa forma.

—¿De qué son?

Delfine se bajó la camiseta y se volvió para mirarlo.

—Me negué a perseguir a Arik cuando se convirtió en skoti.

—¿Arik? —No conocía el nombre.

—Es el Óneiroi que visitaba mis sueños cuando creía que era humana. Me enseñó y me protegió hasta que fui lo bastante fuerte para luchar por mí misma. Antes me has preguntado que si tenía hermanos, pues a él siempre lo he considerado como tal por haberme ayudado tanto. De ahí que me negara a darle caza aunque me amenazaran y siguieran pegándome. Prefería la muerte a traicionarlo, porque siempre me he sentido en deuda con él.

Aquella era la lealtad que Jericó ansiaba encontrar. Aunque solo fuera una vez.

Intentó convencerse de que la había conocido con Niké, pero sabía que se engañaba. Su hermana podría haberlo ayudado. Pero no lo había hecho. Nunca. Ni una sola vez a lo largo de todos aquellos siglos.

Le había dado la espalda como todos los demás.

Y pensar que Delfine pudiera hacerlo le encogía el corazón.

—Te felicito por tu lealtad. Es una cualidad difícil de encontrar.

Ella meneó la cabeza.

—Yo no lo veo así. Y no me considero mejor que los demás. Si yo soy capaz de mantener mis principios, estoy segura de que los demás también pueden hacerlo. Un ejemplo práctico: Deimos y M’Adoc podrían traicionar a los olímpicos y aliarse con Noir. Sin embargo, prefieren la tortura a traicionar a los suyos. ¿No es eso lealtad?

—¿Y qué? —masculló él—. ¿Soy un cabrón por haber traicionado a los olímpicos? ¿Eso es lo que quieres decir?

—No. Es que… —Delfine guardó silencio como si se sintiera frustrada—. Olvídalo. Es imposible hacerte entrar en razón.

El comentario lo enfureció. Lo estaba despachando, y por ahí sí que no pasaba.

—¡No soy una mierda de la que te puedas librar tirando de la cisterna!

Delfine le tomó la cara entre las manos.

—Relájate, Jericó. No te he acusado de nada.

—Ni falta que te hace. Solo tienes que mirarme. —Intentó apartarse, pero ella no se lo permitió.

Sus ojos lo taladraron y lo debilitaron con su ternura.

—No me hagas la víctima de tus inseguridades. No voy a permitírtelo. No te juzgo por lo que has hecho. Una sola paliza por haber desobedecido órdenes no es comparable a la traición que tú sufriste, lo tengo clarísimo. Aunque me dolió, a mí no me desterraron, ni me despojaron de mis poderes, ni me dejaron para que sobreviviera como pudiera.

No, ella no había sufrido nada de eso y el hecho de que fuera capaz de ver la diferencia lo debilitó todavía más.

Y en ese momento Delfine hizo algo que nadie había hecho desde hacía siglos.

Lo abrazó.

Jericó quiso protestar y apartarla de un empujón, pero la suavidad de aquel cuerpo pegado al suyo y el roce de aquellos brazos que lo rodeaban le impidieron moverse. En el fondo, en la parte más oscura de su alma cuya existencia siempre negaba, ansiaba sentir aquellas cosas con tal desesperación que no le quedó más remedio que disfrutarlas.

El pelo rubio de Delfine le rozaba suavemente la cara. Sentía el cosquilleo de su aliento en el cuello. Sin poder evitarlo, le aferró la cabeza con una mano y se imaginó poseyéndola. Se imaginó lo que podía ser contar con su lealtad y tener la seguridad de que podía confiar en ella porque siempre lo apoyaría pasara lo que pasase.

¿Qué se sentiría si eso fuera real?

Ansioso por estar más cerca de ella, inclinó la cabeza y la besó en los labios.

Delfine no estaba preparada para recibir un beso tan voraz. Sin embargo, y pese a la pasión que lo embargaba, Jericó fue muy tierno con ella mientras la saboreaba. Tanto que el deseo y el anhelo se adueñaron de ella. La dureza de su cuerpo y el roce de la mano enterrada en su pelo conformaban una mezcla embriagadora. No era de extrañar que los skoti se convirtieran en íncubos y súcubos. Si un solo beso podía proporcionar semejante placer, el resto debía de ser indescriptible.

Jericó le mordisqueó el labio inferior con la respiración alterada. Lo oyó gemir mientras exploraba lentamente en el interior de su boca.

Delfine se derritió entre sus brazos, feliz de sentir la fuerza de su cuerpo, el poder de su deseo.

En momento dado, él le cogió la mano y se la llevó despacio al bulto que se apreciaba en sus pantalones.

Jericó se estremeció mientras Delfine lo acariciaba por encima de los vaqueros. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que una mujer lo había hecho. Durante siglos había deseado poder mantener una erección cada vez que se le acercaba una mujer. Pero hasta ese momento solo había sido un sueño.

Y estaba desesperado por recibir una caricia.

Ansiando encontrar alivio a su anhelo, se bajó la cremallera para que Delfine lo acariciara sin impedimentos. Ella titubeó.

—Por favor —susurró al tiempo que le apretaba la mano contra su miembro—. Por favor, no pares.

Delfine estaba asustada. ¿Qué quería Jericó de ella? No estaba preparada para acostarse con él. Apenas se conocían.

Sin embargo, no parecía estar presionándola para hacerlo. No se estaba extralimitando con su cuerpo. Más bien usaba su mano para disfrutar de su contacto.

—Es lo único que te pido —lo oyó susurrar con voz ronca y sentida.

Delfine asintió y clavó la mirada en sus manos entrelazadas. Aquel hombre solo había conocido el sufrimiento, y ese pequeño gesto le proporcionaba placer. ¿Cómo negarle algo que a ella no le hacía daño?

Por algún motivo que no alcanzaba a entender, era incapaz de lastimarlo.

Jericó enterró la cara en su cuello mientras ella usaba la mano para acariciarlo. Tenía la respiración tan alterada que Delfine se asustó. ¿Estaría bien?

—¿Jericó?

En cuanto pronunció su nombre, lo oyó soltar un gemido gutural y fiero mientras se corría en su mano. Su cuerpo sufrió una serie de violentos espasmos. Cuando se apartó de ella y la miró a los ojos, vio que su iris adoptaba un azul intenso. En ese instante un par de alas surgieron de su espalda y se desplegaron. Eran negras y muy grandes. Comenzó a agitarlas con delicadeza, provocando una suave corriente de aire.

Jericó seguía jadeando mientras la miraba a los ojos. Estaba muy colorado. Se apoyaba en la pared con un brazo, intentando recuperar el aliento.

—¿Estás bien? —le preguntó Delfine.

Él le respondió con un beso tan tierno que ella se echó a temblar. Sus labios apenas la rozaron mientras la abrazaba y la estrechaba como si fueran amantes.

Como si fuera lo más preciado para él.

Nadie la había abrazado nunca de esa forma. Y en su interior algo cobró vida. Era maravilloso sentirse querida. Sentirse parte de él de alguna forma. Sentir que eran algo más que dos desconocidos.

Algo más que simples enemigos.

Jericó dejó una lluvia de besos mientras sus labios se trasladaban de su boca a su cuello. Y después miró su mano todavía manchada con su semen.

—Lo siento. No era mi intención… —Usó sus poderes para que apareciese una toallita con la que limpiarla.

Delfine no estaba muy segura de lo que había pasado, pero era evidente que Jericó había sufrido un cambio importante. Parecía más relajado.

Más tierno.

¿Tendría el sexo ese efecto en todo el mundo?

En cuanto tuvo la mano limpia, Jericó se la llevó a los labios y le besó los nudillos con infinita ternura.

Su mirada le provocó un estremecimiento. Apartó la mano de sus labios para tocar el parche que le cubría el ojo.

—¿Puedo?

Se percató de que titubeaba antes de responderle con un asentimiento de cabeza casi imperceptible.

Temerosa por lo que pudiera encontrar, Delfine le quitó el parche muy despacio y descubrió la terrible cicatriz que dividía su cara. Era espantosa y cruel. Ni siquiera alcanzaba a imaginar lo que debió de dolerle cuando Zeus lo había herido.

Sin embargo, seguía conservando el ojo. Su iris tenía un blanco lechoso, y a juzgar por su forma de mirarla era evidente que también conservaba la visión.

—¿Por qué llevas el parche?

—Para no incomodar demasiado a la gente. Si ven el parche, apartan la vista. Pero se quedan mirando la cicatriz si no me lo pongo, como si quisieran averiguar cómo me hice la herida.

Y eso lo hacía sufrir. No lo confesó abiertamente, pero su tono de voz dejó bien clara la verdad.

Delfine siguió el arco de una ceja antes de acariciarle la mejilla con la palma de la mano.

—Siento mucho que te hicieran daño.

Jericó ansiaba ponerla en su sitio por aquella muestra de compasión, pero no fue capaz. Sus palabras lo conmovieron en la misma medida que lo hizo la caricia.

—Deberíamos descansar —dijo con voz ronca. Estaba tan satisfecho después del orgasmo que lo único que le apetecía era acostarse y abrazarla. Sin embargo, le repateaba que ella no sintiera lo mismo. Claro que no podía culparla.

Era una prisionera.

Su prisionera.

Y le había proporcionado el primer momento de placer real desde que Zeus lo había inmovilizado en el suelo, en su templo. Y solo por eso sería capaz de darle a Delfine lo que le pidiera. Menos mal que ella desconocía por completo semejante debilidad.

Y el poder que ostentaba sobre él.

Al ver que no protestaba por su deseo de acostarse, usó sus poderes para cambiarle la ropa por un liviano camisón de color rosa. La prenda envolvió su esbelto cuerpo, acentuando sus curvas. Tenía los pezones endurecidos y el satén hacía bien poco por ocultarlos.

¡Lo que daría por saborearlos! Sin embargo, no se aprovecharía de ella. No le haría nada sin una invitación.

Delfine jadeó al verse en camisón y se protegió el pecho con los brazos.

—No te haré daño —le prometió él mientras controlaba el deseo de introducir la mano por el escote de la prenda para acariciarle un pecho. ¿Cómo iba a causarle daño después de lo que acababa de hacer por él?—. Solo vamos a dormir.

Delfine lo miró con un recelo semejante al que él siempre demostraba. Sin embargo, pasó por alto sus dudas y se cambió los vaqueros por unos pantalones de pijama de franela, de color verde oscuro. Normalmente dormía desnudo, pero estaba segurísimo de que ella protestaría si lo intentaba.

Prescindió del parche y plegó las alas contra la espalda mientras la instaba a caminar hacia la cama.

Delfine no estaba muy segura de todo aquello, pero no pudo evitar admirar la musculosa espalda de Jericó cuando se alejó de ella para meterse en la cama en primer lugar.

—Jamás he dormido acompañado —le confesó mientras la esperaba.

—Yo tampoco. —En ese momento se percató de que había colocado la espada al otro lado de su cuerpo, preparado por si acaso la necesitaba.

Lo importante era saber de quién esperaba un ataque. ¿De los otros?

¿O de ella?

—¿Qué estás haciendo?

—Estoy… —Guardó silencio al tiempo que aparecía un tic nervioso en su mentón y la miraba con expresión adusta—. Estoy confiando en ti.

En ese momento comprendió que a Jericó ella lo asustaba más de lo que él la asustaba a ella. Hacía falta mucha confianza para acostarse al lado de una persona y dormir con ella sin temor a sufrir algún daño.

Lo vio tenderle una mano. Delfine sonrió y decidió aceptarla.

—¿Tregua?

—Tregua.

Se reunió con él en la cama y se colocó de costado, dándole la espalda.

Al cabo de unos minutos notó su mano acariciándole el cabello.

—¿Qué haces?

—Lo siento —respondió él, que se apartó de inmediato.

Aunque sintió la tentación de darse la vuelta, Delfine siguió tal como estaba. No quería dar otro paso. Si lo miraba, Jericó podría malinterpretar sus intenciones y a saber cómo acababan.

Jericó yacía boca arriba, mirando a Delfine de reojo. Era muy difícil no tocarla teniéndola tan cerca. El simple hecho de ver el contorno de su cuerpo marcado bajo la sábana lo había excitado de nuevo.

Sin embargo, para el próximo orgasmo quería estar hundido en ella.

Claro que no sería aquella noche. Había reconocido el miedo en los ojos de Delfine cuando le presionó la mano. Además, era consciente de la verdad aunque ella no se la hubiera confesado.

Delfine era virgen.

La mayoría de los Óneiroi lo era. Al menos los que habían nacido después de la maldición de Zeus. Puesto que no sentían ni deseo ni amor, no había nada que los motivara hacia el sexo.

Los skoti eran harina de otro costal, tal como le había demostrado Zeth poco antes. Delfine, sin embargo…

Nunca la habían acariciado. Él había sido el primero en besarla.

Esa idea le provocó un repentino afán posesivo. Volvió la cabeza y la miró. Estaba relajada y comenzaba a respirar profundamente, con un pequeño ronquido.

Sonrió al escucharlo y se acercó un poco más a ella. El calor que irradiaba su cuerpo lo reconfortó y la suavidad de su piel lo incitó a acariciarla. Incapaz de resistirse, le pasó una mano por el brazo al tiempo que se inclinaba para aspirar su perfume. Al apartarse de ella se quedó sin aliento. El camisón se le había movido, dejando un pecho a la vista.

Al igual que el resto de su persona, era precioso. El deseo se apoderó de su cuerpo y apretó los dientes para luchar contra las ganas de saborearlo.

«Para el carro», se dijo.

Le había hecho una promesa y no estaba dispuesto a romperla. En cambio, le dio un besito en la cabeza.

—Buenas noches, Delfine —susurró, degustando las sílabas de su nombre.

Dio media vuelta, cerró los ojos y se obligó a dormir.

Imposible.

No obstante, el sonido de su respiración lo relajó y mientras se dormía, parte de sí mismo se imaginó cómo sería pasar la eternidad al lado de aquella mujer.

—¿Delfine?

Al oír su nombre, Delfine soltó la guirnalda de flores que estaba haciendo. Se encontraba en un prado muy tranquilo, el mismo donde jugaba de niña. En esos momentos unos oscuros nubarrones cubrían el cielo, ocultando el sol.

—¿Quién está ahí? —preguntó.

Apareció la sombra de Zeth.

Se puso en pie de un salto, lista para pelear con él. Así era como atacaban siempre. Zeth llevaría a todos los demás a su sueño y la derrotarían.

Zeth era un dios muy apuesto y sus ojos azules solían ser resplandecientes. Sin embargo, tenía un aspecto enfermizo. Su largo cabello negro caía lacio y sin brillo alrededor de su cara. Y los ojos, negros en vez de azules, estaban hundidos.

—Algo va mal —susurró el dios.

—Pues sí, nos habéis destruido.

—No, es algo más. Noir nos está dando algo de comer. No… —Se desvaneció de repente y después reapareció—. No comas. —Y se marchó.

Delfine se volvió, buscando a los demás. ¿Sería una treta?

Sin embargo, no había nadie.

Intentó usar sus poderes, pero fue inútil. Al parecer también estaba atrapada en el plano onírico.

De repente, se produjo un relámpago, seguido por un trueno ensordecedor. Una furiosa ráfaga de viento le pegó la ropa al cuerpo.

Se encaminó al bosque donde en otra época se levantaba su casa. Pero no llegó lejos.

Azura estaba en el camino, cortándole el paso.

—¿Qué pasa, niña? ¿Tienes miedo?

—¿Qué haces aquí?

Azura sonrió, pero la sonrisa no llegó a esos ojos tan fríos.

—Te he traído un regalo.

—No quiero ningún regalo de ti.

Azura chasqueó la lengua.

—Seguro que este sí.

Delfine empezó a correr. Si pudiera llegar hasta los árboles…

No lo logró.

Azura apareció delante de ella y la atrapó. Delfine chilló e intentó luchar, en vano.

Azura la arrojó al suelo y le metió algo en la boca.

—Traga.

Delfine meneó la cabeza mientras trataba de liberarse. Intentó escupir la gelatinosa y amarga sustancia que tenía en la boca. Pero no lo logró.

—¡Traga! —gritó Azura con voz demoníaca.

Delfine estaba a punto de ahogarse, pero al final no pudo resistirse a la orden. La gelatina se deslizó por su garganta.

Y ella gritó al sentir que se deslizaba por su interior como si fuera una serpiente.

Azura se echó a reír.

—Así le gustarás más. —La soltó y la dejó en el suelo.

Delfine se retorcía de dolor mientras intentaba vomitar, en vano. Sin embargo, el dolor remitió al cabo de unos segundos.

Y fue reemplazado por un calor insoportable que procedía de su interior. Un calor que le impidió seguir durmiendo un solo minuto más.

Abrió los ojos y se descubrió en la cama con Jericó. La oscuridad los rodeaba; sin embargo, veía perfectamente el contorno de su cuerpo.

Ansiosa por devorarlo, lo atacó.

Azura se echó a reír mientras regresaba al centro de mando, ocupado por Noir, que estaba alimentando a uno de sus espantosos sabuesos negros.

Alzó la vista y la miró ceñudo.

—Pareces muy contenta.

—Lo estoy. Me he encargado de que Cratos siga sin darnos la lata.

—Bien. —Le dio unas palmaditas al perro en la cabeza—. Es demasiado curioso. Una de mis mascotas me ha dicho que ha estado abajo, hablando con Deimos y Jaden.

Azura siseó como una gata ante la mención del nombre de Jaden. No había criatura en el universo que odiara más.

—Parece que nuestro pequeño intermediario no ha aprendido la lección.

—¿Crees que lo hará alguna vez?

Azura puso cara de asco.

—Es una lástima que no podamos matarlo.

—Al menos sangra una barbaridad. Cosa que no hacen los demás.

—Cierto —convino ella mientras pasaba una mano por el respaldo del sillón de Noir—. ¿Has localizado a tu malacai?

—Sé en qué ciudad se encuentra. Pero está protegido por Maat y por el dios atlante Apóstolos, así que no puedo localizar su posición concreta. Pero asolaré la ciudad hasta dar con él.

Azura se colocó a su lado.

—A lo mejor no es necesario que lo hagas.

—¿Por qué?

—Uno de mis demonios me ha dicho que hay un grupo de gallu buscando refugio.

Noir la miró, interesado.

—¿Gallu? Eran demonios sumerios y de los más brutales que existían. Y lo mejor es que su sangre es infecciosa y transforma en zombis a sus víctimas.

—¿Y si los invitamos?

Noir sonrió.

—Desde luego. Además, sé quién va a ser su primera víctima.

—Cratos.

Noir asintió con la cabeza y Azura se echó a reír. Con Cratos convertido en zombi podrían controlarlo a placer.

Y después, aunque no contaran con el malacai ni con su hermana Braith, el mundo sería suyo para siempre.