Jericó regresó a su habitación hirviendo de furia. Pero se quedó petrificado en cuanto vio a Delfine dormida en la cama, arropada por su capa de sangre. Tenía la cara muy blanca, enmarcada por el alborotado pelo rubio. El deseo de acariciárselo fue tal que le ardían las manos.
Roncaba un poquito, y por extraño que pareciera el sonido le agradaba y le calentaba el corazón.
De modo que en vez de gritarle por algo que no era culpa de ella, atravesó la estancia y se arrodilló al lado de la cama. Le costaba creer que fuera el mismo bebé feliz que se había agarrado de su mano, apretándole los dedos con tanta fuerza que lo había conmovido como ninguna otra cosa en la vida.
Por fin sabía por qué se había quedado helado al verle los ojos.
En aquel entonces lo habían conmovido tanto como en el presente. La pregunta, sin embargo, era por qué. ¿Qué tenía aquella mujer que lo serenaba? ¿Quién en su sano juicio destruiría toda su vida y su futuro por salvar a un desconocido?
Cierto que conocía a su madre, pero no muy bien. Ambos se conocían de vista, nada más. Sabía que se llamaba Leta. Que era una diosa onírica. Pero en realidad nunca había querido saber nada más. Dado que Leta nunca se había ganado la enemistad de Zeus y que no se movían en los mismos círculos, no había habido motivos para que fueran amigos.
No obstante, la noche que sus mundos entrechocaron estrepitosamente ambos lo perdieron todo.
Zeus, furioso por el sueño que le había proporcionado uno de los Óneiroi, había exigido que reunieran a todos los dioses oníricos para que recibieran su castigo. Aquellos como Leta, casados con humanos, debían ver cómo sus cónyuges y sus hijos eran asesinados. Zeus no quería que sobreviviera nadie que pudiera volver a hacerle daño.
Después, los Óneiroi debían ser torturados y despojados de sus emociones para el resto de la eternidad. Zeus creyó que sin emociones no se sentirían tentados de jugar con los sueños de los demás.
Pero no se había dado cuenta de que en los sueños podían canalizar las emociones de la persona que dormía. Tanto era así que algunos de los Óneiroi se convirtieron en adictos, dado que era el único modo de sentir algo que no fuera el vacío.
Y así nacieron los skoti. Tras su aparición, recayó en los Óneiroi controlar o matar a sus hermanos para que ninguno de ellos volviera a sufrir por orden de Zeus.
Como parte de ese círculo vicioso, Jericó le había hecho más daño a Leta de lo que los Dolofoni y los Óneiroi le habían hecho a él. Al fin y al cabo, a él solo lo habían matado. Él le había arrebatado a Leta lo que más quería.
Su marido y su hija.
Los gritos desesperados de Leta seguían reverberando en sus recuerdos. Había gritado hasta quedarse sin voz, y no podía culparla. Por todo lo que le habían arrebatado.
Tal vez todos esos siglos estuvieran justificados después de todo. Lo que le habían hecho a Leta era imperdonable. Al menos para tranquilizarla podría haberle dicho que había salvado a su hija. Pero las cosas habían sucedido tan rápido que no había tenido tiempo. Por no mencionar que si alguien se hubiera enterado de lo que había hecho, habrían matado a Delfine al punto.
Sin embargo, allí estaba… viva. Porque la había escondido y jamás se lo había contado a nadie.
Jaden tenía razón. Su sufrimiento no había sido en vano. Delfine había crecido para convertirse en una mujer hermosa.
Le colocó una mano en una cálida mejilla y ladeó la cabeza mientras contemplaba sus facciones relajadas. Se parecía muchísimo a su madre. Pero también era muy diferente. El pelo rubio suavizaba sus rasgos. La hacía más incitante.
La suavidad de la piel que tocaba con las yemas de los dedos le aceleró el corazón. Llevaba tantos siglos sin tocar a una mujer que había perdido la cuenta.
Deslizó la mano de su mejilla hasta su pelo. Una parte de sí mismo se moría por besarla, tanto que ni siquiera sabía qué se lo impedía. Tal vez fuera el hecho de que estaba dormida y no quería violar la paz que parecía haber encontrado.
¿Estaría soñando?
¿Con qué soñaban los Óneiroi? Él solo soñaba con batallas. Que supiera, nunca había encontrado la paz en el plano onírico. Como dios inmortal había sido cruel y violento. Sus sueños habían reflejado esa realidad.
Como hombre no recordaba haber soñado, dado que se pasaba las noches como un cadáver. No, no era verdad, porque había soñado mientras estaba despierto. Y en esos sueños escapaba a un paraíso en paz. Una playa desierta. Una cabaña en mitad del bosque. Un templo en mitad del desierto. Lugares aislados del mundo donde nadie le hiciera sentirse insignificante ni despreciable. Donde nadie pudiera matarlo ni hacerle daño.
Donde hubiera recuperado su antigua fuerza y nadie pudiera tocarlo…
Por fin estaba en un lugar así. Tenía poder. Tenía dignidad. Y lo más importante, tenía a una mujer guapa en la cama…
La misma mujer por la que lo había perdido todo.
La odiaba por eso. Delfine había crecido sin saber que su vida había costado más sufrimiento del que jamás podría imaginar.
Apretó los dedos en su pelo, deseando hacerle daño por ese sufrimiento. Pero sabía que no era culpa suya. Ella solo era un bebé inocente.
Fue su propia decisión lo que le arruinó la vida. Podría haberla matado tal como Zeus le ordenó y no habría pasado nada.
Al menos a él.
—¿Mereció la pena mi sacrificio? —susurró.
Delfine abrió los ojos como si la pregunta la hubiera afectado. En cuanto lo vio, dio un respingo y jadeó. Jericó intentó apartar la mano, pero se le había enredado el pelo en los dedos. Delfine gritó, ya que al moverse sufrió un doloroso tirón.
—Lo siento —se disculpó Jericó, aunque no sabía por qué se molestaba, ya que eran los movimientos de Delfine los que le habían hecho daño, no los suyos.
—¿Qué estabas haciendo? —le preguntó ella con recelo.
—Nada.
Delfine frunció el ceño al percatarse del deje furioso de su voz. Su comportamiento le recordó al de un niño al que hubieran pillado cogiendo una galleta a deshoras. Se frotó el punto dolorido de la cabeza y contuvo su propia rabia.
—¿Adónde has ido ahora?
—A ver a Deimos.
Delfine se sentó, presa del nerviosismo.
—¿Has visto a M’Adoc? ¿Está vivo?
Jericó sintió una punzada de celos al ver la evidente preocupación y el cariño que Delfine tenía por el jefe de los dioses oníricos. M’Adoc nunca se había sacrificado por ella.
—No, no lo he visto.
Delfine se llevó una tremenda decepción, y aquello aniquiló la satisfacción que él quería sentir.
—¿Deimos está bien?
Eso era cuestión de opiniones. Desde luego, él nunca había creído que el dios estuviera bien en ningún momento, pero esa era otra cuestión.
—Lo he visto mejor. Pero está vivo, aunque Noir le ha quitado unos cuantos trozos.
—Y supongo que eso te hace feliz.
—No —contestó él con sinceridad—. Aunque me encantaría darle una buena tunda, no me gustan las torturas.
—¿Ni siquiera la de Prometeo?
—¿Por qué me provocas? —masculló Jericó.
Delfine meditó la respuesta. La verdad era que no lo sabía. No tenía la costumbre de hostigar a la gente. Sin embargo, en cuanto Jericó se acercaba le saltaba al cuello. Qué cosa más rara.
—Me irritas.
—¿Que yo te irrito?
Delfine asintió con la cabeza.
—Tienes el poder de salvar a los demás, pero has elegido el bando de Noir. Eso me irrita.
Jericó resopló al escucharla.
—Dame una razón válida y de peso para que luche por un dios que ya me ha demostrado lo poco que me estima. O por un panteón que se ha pasado miles de años atacándome.
—Es lo correcto. —Le sonó ridículo incluso a ella.
Jericó enarcó una ceja.
—Vale. Admito que no tiene mucho sentido, pero es la mejor razón que se me ocurre. Eres un buen hombre. Lo sé.
Jericó soltó una carcajada amarga al tiempo que dejaba la espada en la cómoda. Delfine lo vio acariciar la hoja como si le diera miedo soltarla. Además, desde su posición en la cama tenía una vista espectacular de su musculosa espalda. Alto y guapo, dejaba a una mujer sin aliento y le aceleraba el corazón.
—No sabes nada sobre mí —replicó él.
—Estoy dispuesta a conocerte.
—¿A qué estás jugando? —le preguntó Jericó, tras volverse para mirarla con furia.
Delfine retrocedió en la cama. No porque tuviera miedo de él. Lo hizo preocupada por el hecho de que siguiera irritándolo aun cuando no era su intención.
—No estoy jugando, Jericó. Estoy aquí. Soy tu prisionera. Azura me entregó a ti desnuda, pero en vez de atacarme o de hacerme daño —dijo al tiempo que cogía un pico de la capa que seguía arropándola—, me cubriste. No son los actos de alguien que posea una crueldad innata. Creo que en tu interior ocultas aún más bondad. —Estaba dispuesta a apostar por ello—. ¿Por qué me cubriste?
Jericó apretó los dientes.
«Porque nadie se merece ser humillado de esa manera», pensó. Lo sabía por experiencia. Pero jamás lo reconocería en voz alta. No quería que Delfine supiera que era débil en lo referente a ella. Podría utilizarlo en su contra, y ya se había hartado de que los otros dioses jugaran con su vida. Nadie volvería a controlarlo jamás.
—¿Asmodeo? —llamó.
Esperó a que el demonio apareciera.
—¿Has llamado, amo menor del mal?
—Tengo hambre. ¿Dónde puedo encontrar comida?
Asmodeo puso los ojos como platos, como si creyera que Jericó estaba loco por preguntarlo siquiera.
—La verdad es que no te aconsejo comer en este reino. Quiero decir que puedes hacerlo si quieres, pero…
—Pero ¿qué? —instó al demonio, que había guardado silencio.
Asmodeo se retorció las manos.
—Tenemos a ciertos demonios cuya motivación es la comida. Se vuelven muy agresivos cuando la huelen. Personalmente prefiero no comer porque acabaría muerto. Tú puede que no. Pero de todas formas tendrías que luchar con ellos, y como algunos son muy feos y huelen muy mal podrías perder el apetito. Claro que a lo mejor no. A Noir no le afecta. Creo que incluso le da más hambre, sobre todo cuando los destripa. Asqueroso, pero cierto. —Asmodeo miró a Delfine y sus ojos se abrieron todavía más, por el interés y por su belleza—. Ah, hola, preciosa, no nos han presentado. —Le regaló una sonrisa encantadora al tiempo que le daba un beso en la mano—. Asmodeo, demonio fuera de lo común, a tu servicio. Cualquier servicio que puedas necesitar, sobre todo si implica la desnudez y el acoplamiento de mis partes corporales con las tuyas.
—¡Asmodeo! —rugió Jericó—. Ella no existe, ni la mires, ¿me estás escuchando?
El demonio retrocedió de un salto como si lo hubieran electrocutado.
—Estoy completamente ciego, amo menor. Pero tengo el oído intacto. —Extendió los brazos, como si quisiera averiguar dónde estaban los muebles—. ¿Hay alguien más aquí además de nosotros dos? ¿No? Estupendo. A menos que el amo menor tenga otra tarea para mí, preferiblemente no dolorosa, me voy.
—Puedes irte.
—Chachi piruli. —Asmodeo desapareció.
Delfine miró a Jericó con el ceño fruncido.
—No está bien, ¿verdad?
—No, creo que Noir le ha atizado demasiado fuerte en la cabeza. —La miró—. Bueno, ¿te gustaría comer algo conmigo?
—Mientras no implique tener que destripar demonios, sí.
—Las tripas de los demonios no me interesan, que lo sepas. Las de Zeus son otro cantar.
Delfine frunció la nariz ante semejante idea.
—Qué asco.
Jericó le tendió la mano.
Delfine titubeó, preguntándose si debería ir con él en vez de buscar el modo de encontrar a M’Adoc y a Deimos, pero no podía acercarse a ellos sin Jericó. Tal vez la comida le suavizara el carácter y lo pusiera de mejor humor.
Al final aceptó su mano muy a su pesar.
En cuanto sus dedos se tocaron, Jericó usó sus poderes para trasladarse con ella de vuelta a Nueva Orleans, a un oscuro callejón en Exchange Place. Parecía que acababa de oscurecer, pero era difícil estar seguro porque el tiempo en la tierra transcurría de forma distinta de como lo hacía en los otros planos. Lo que parecían quince minutos en Azmodea podía ser un año en la tierra. Un poco exagerado, pero…
Delfine echó un vistazo por el callejón desierto, cuyas tiendas parecían estar bloqueadas con tablones. Qué raro que hubiera escogido ese lugar. Aunque no sabía muy bien qué esperaba encontrar, tenía claro que no era aquello.
—¿Qué hacemos aquí? —preguntó.
Jericó se cambió de ropa: se puso unos vaqueros y una camisa negra, y volvió a colocarse el cabello negro antes de echar a andar por la calle.
—Vamos a comer. ¿Qué pasa? ¿Tienes Alzheimer o algo parecido?
Delfine lo miró con los ojos entrecerrados.
—No, pero no veo ningún restaurante por aquí.
Jericó la miró como si fuera tonta.
—Si hubiéramos aparecido en el interior del restaurante, la gente se habría puesto a chillar de miedo. Y además tiene una cámara web, lo que dificulta todavía más la tarea de entrar de esa manera. ¡La gente moderna y sus artilugios! —exclamó con sorna—. Echo de menos la época en la que podíamos matar un pollo y comérnoslo sin más…
Delfine puso los ojos en blanco.
—No puedes evitar ser un gilipollas, ¿verdad?
—A lo mejor podría, pero no me compensa el esfuerzo. Ojalá nunca llegue a caerte bien. Porque ¿qué íbamos a hacer entonces?
—No tengo ni idea, pero estoy dispuesta a arriesgarme.
—Ni se te ocurra ver lo que hay en mi interior, Delfine —replicó con la mirada ensombrecida—. No es una imagen bonita.
Delfine levantó la mano para tocar la cicatriz que se extendía por debajo del parche del ojo.
Jericó le atrapó la mano y se la apretó con fuerza.
—No te he dado permiso para tocarme.
—Es verdad, lo siento.
Jericó la soltó y se dirigió con el cuerpo en tensión hacia un restaurante llamado Acme Oyster House.
Delfine lo siguió pese a la opresión que sentía en el pecho, motivada por la culpa al pensar que iba a comer mientras sus hermanos sufrían.
«Conquístalo y podrás salvarlos», se dijo. ¿Qué otra cosa podía hacer? Mientras no recuperara sus poderes divinos, se encontraría a su merced.
Dio un respingo al comprender por fin el verdadero alcance del horror que había pasado Jericó. Era durísimo estar sin unos poderes que habían formado parte de ella casi toda su vida. Encontrarse a merced de los demás. ¿Cómo lo había soportado?
El mundo era aterrador desde aquella posición. Y le proporcionaba un renovado aprecio por los humanos que vivían en aquel lugar. Sobre todo porque eran las presas de otros seres muchísimo más poderosos que ellos.
Delfine se detuvo al llegar a la puerta, mientras la maître cogía las cartas, y echó un vistazo a los comensales. Aquellas personas no tenían ni idea de que Jericó era un dios y de que ella era su prisionera…
La maître los sentó a una mesa junto al ventanal que daba a la calle. Aunque había varios televisores encendidos y la gente estaba charlando, se oía la música procedente de Bourbon Street, que estaba muy cerca de allí.
Ojalá Deimos y los demás pudieran estar con ella en ese momento en vez de en la celda donde Noir los había metido.
—¿Pasa algo? —preguntó Jericó.
Lo miró y suspiró.
—Me preocupan mis amigos. Me parece mal estar aquí comiendo mientras Noir los está torturando.
Jericó soltó la carta y la miró con seriedad.
—Dos cosas: la primera, te conviene no verme demasiado hambriento. Jamás. Con hambre soy más cabrón de lo normal, y después de haber estado famélico durante siglos no voy a cortarme ahora que no tengo necesidad. Y la segunda, voy a contarte algo de tus amigos. Deimos me sujetó mientras me marcaban a fuego, antes de llevarme al plano humano, donde me quedé sin nada. Sin ropa y sin dinero. Sin nada que pudiera considerar como propio. De ahí lo de haber pasado hambre.
Delfine dio un respingo al imaginarse lo que le estaba describiendo.
Sin embargo, Jericó no se apiadó de ella.
—Cien años después, M’Ordant —continuó, citando a uno de los líderes de los Óneiroi que había sido mentor de Delfine— me dejó tirado en un campo de prisioneros espartano y le dijo al comandante que había traicionado a su pueblo. Y no voy a contarte lo que los espartanos les hacían a quienes creían traidores. D’Alerian —prosiguió con el segundo líder de los Óneiroi, al que seguía M’Adoc— hizo que me encerraran en una prisión turca en el siglo XV, donde me empalaron después de torturarme durante tres semanas. —Tenía una expresión estoica, pero el dolor que reflejaba su ojo sano era insoportable—. Así que me vas a perdonar si me cuesta tenerles lástima ahora mismo. Al menos Noir no les está metiendo lanzas afiladas por el culo.
Se le encogió el estómago al escuchar aquellas torturas.
—¿Te empalaron?
La expresión de Jericó se tornó pétrea.
—¿Sabes lo peor del empalamiento? Que no mueres de inmediato. Te quedas allí colgado, sangrando presa del dolor mientras la lanza se va abriendo camino por tu cuerpo muy despacio y te perfora un órgano vital. Ojalá nunca sepas lo que se siente.
Sin embargo, él sí lo sabía.
Delfine apartó la mirada, incapaz de lidiar con las emociones que la asaltaban. ¿Cómo habían podido hacerle algo así a uno de los suyos? Claro que habían sido crueles con otros por motivos totalmente insignificantes. Por ese motivo precisamente se había esforzado para no llamar la atención de ninguno.
Sintió un nudo en la garganta al tiempo que una lágrima le resbalaba por la mejilla.
Jericó se quedó helado al ver el brillo de la lágrima a la luz de la vela. Sin pensar en lo que hacía extendió la mano para tocarle la húmeda mejilla.
—¿Lágrimas?
Delfine le apartó la mano y se secó la mejilla.
—Siento lo que te hicieron. Lo siento muchísimo.
«Lágrimas…»
Por él.
Nadie había llorado por él en la vida. Cuando sus miradas se encontraron, Jericó vio que en sus ojos de color avellana brillaban más lágrimas no derramadas. Algo se quebró en su interior. Había hecho que Delfine sintiera dolor. ¿Cómo era posible?
No, era imposible. Se trataba de otro truco para debilitarlo. Para causarle la ruina.
Gruñó antes de preguntarle:
—¿Qué estás haciendo?
Delfine se quedó desconcertada por la pregunta.
—Nada. Estoy aquí sentada.
La cogió de la muñeca.
—¿Estás jugando conmigo?
—¿Cómo voy a jugar contigo?
Le apretó la muñeca con más fuerza.
—Te juro que como se te ocurra intentar seducirme para que me ponga de vuestro lado te mato. Y para convencerme tendrías que usar mucho más que unas cuantas lágrimas de cocodrilo.
Delfine apartó la mano de un tirón.
—¿Tan cínico eres para no creer que alguien pueda sentirse mal por cómo te han tratado?
Jericó no contestó.
Delfine no daba crédito a su comportamiento y a su incapacidad para comprender la compasión. A juzgar por la falta de emociones de la que hacía gala, debería ser un Óneiroi.
—Muy bien. Voy a comportarme como una zorra, porque está visto que es lo único que toleras. —Abrió la carta y comenzó a leer.
Jericó quería enfadarse y sentirse ofendido, pero por alguna razón se sentía…
Mal.
De hecho, tuvo que morderse la lengua para no disculparse.
¿Por qué? Había dicho la verdad. No quería emociones falsas destinadas a debilitarlo.
«¿Y si no eran lágrimas de cocodrilo? ¿Y si estaba siendo sincera y eran lágrimas de verdad? No pienses en eso, imbécil. Ya te sabes el cuento. La mujer que te dio la vida fue incapaz de sentir lástima o compasión por ti. ¿Por qué lo haría una desconocida?»
Era cierto. Él no significaba nada para Delfine y ella era…
La culpable de su sufrimiento.
Miró la carta antes de mirarla a ella de nuevo. Delfine tenía el ceño fruncido, concentrada en la lectura, y un mechón de pelo se le había caído delante de los ojos mientras decidía qué pedir. Por algún motivo que se le escapaba, sintió deseos de apartarle el cabello de la frente.
¿Qué le pasaba?
—¿Dónde creciste? —le preguntó antes de poder evitarlo.
Delfine frunció el ceño todavía más.
—¿Cómo dices?
—Tu familia. ¿Cómo era?
Delfine estuvo a punto de decirle que no era asunto suyo, pero la sinceridad que vio en su mirada se lo impidió. Parecía demostrar una curiosidad genuina, y no quería volver a enfadarlo. De hecho, le gustaba más mantener conversaciones calmadas con él. Aunque fueran muy escasas.
—No conocí a mi verdadero padre. —Era algo de lo que no había hablado hasta entonces. Básicamente porque no le había interesado a nadie—. Arikos me dijo que mi padre era un skoti que había seducido a mi madre mientras dormía. —Y en parte seguía deseando que hubiera declarado su paternidad después de que Arik la llevara con los suyos. Era su lado humano el que lo deseaba, el que quería ponerle un rostro a su misterioso progenitor. Habría sido agradable saber quién de las miles de posibilidades era su padre. Pero no quería darle demasiadas vueltas—. Mi madre era una mujer amable. Cariñosa. —Una sonrisa apareció en las comisuras de sus labios al recordar el hermoso rostro de su madre y la ternura de sus caricias. Había querido con locura a su madre, que nunca había dicho una palabra más alta que otra. Aunque eso no quería decir que fuera un felpudo. En realidad, se enfrentaba a los demás con paciencia y serenidad, un rasgo que ella siempre había admirado—. Hacía bizcochos de miel tan buenos que se derretían en la boca. —Cerró los ojos y se le formó un nudo en la garganta porque parte de su corazón seguía llorando la ausencia de su madre—. En una ocasión le pregunté el secreto para que le salieran así. Me dijo que era el amor que sentía por mí y con el que impregnaba los bizcochos. —Parpadeó para contener las lágrimas.
¿Cómo era posible que siguiera echando de menos a una mujer que llevaba siglos sin ver? Sin embargo, una parte de ella siempre echaría de menos a su madre, siempre echaría de menos su enorme corazón y la pureza de su alma.
—¿Tenías un padrastro?
Asintió con la cabeza.
—Él era un buen hombre. Herrero. Le llevaba de beber mientras estaba trabajando y él se inventaba cuentos para entretenerme. —Incluso conservaba el tosco corazón de plata que le había hecho cuando era pequeña y que llevaba su marca. Lo guardaba en una cajita en su habitación de la Isla del Retiro. Pese a sus entumecidas emociones, los había querido muchísimo, y eso decía mucho más de ellos que de ella misma. El hecho de que pudieran hacerla sentir lo que sentía…
Una parte de ella lamentaba el no haber poseído un corazón completamente humano para devolverles todo el amor que se merecían.
Jericó apartó la vista de la expresión soñadora que reflejaban los ojos de Delfine; habría deseado tener una historia parecida. Pero el mundo que ella describía no se parecía en nada a su propia infancia. Sus padres nunca habían sido cariñosos y se habían peleado a muerte entre ellos.
—¿Tenías hermanos?
Delfine negó con la cabeza.
—No, fui hija única. Creo que por eso me mimaron tanto.
—¿Y fueron buenos contigo?
Delfine frunció el ceño con recelo. Jericó no podía culparla. Estaba siendo muy entrometido, pero tenía que saber si había hecho lo correcto con ella.
«Por favor, dime que no he sufrido en balde…»
Tenía que escuchar que le había ahorrado más sufrimiento, aunque no sabía muy bien por qué era tan importante para él. Solo sabía que una parte de sí mismo moriría si ella había sufrido de algún modo por sus actos.
—¿Y a ti qué te importa? —le preguntó ella.
—Es simple curiosidad.
Pese a la respuesta, la suspicacia siguió brillando en sus ojos de color avellana. Delfine quería un motivo creíble, pero él no podía dárselo.
—Sí, fueron muy buenos conmigo. Aunque eran pobres, nunca me faltó de nada. Creo que como no podían tener más hijos volcaron todo su amor en mí.
Jericó no sabía por qué esas palabras le aligeraron el corazón, pero así fue. Había escogido bien a sus padres.
Estupendo.
Delfine bebió un poco de agua.
—¿Y tú? ¿Tenías una buena relación con tus padres?
Jericó resopló antes de poder contenerse. Pero ¿qué sentido tenía ocultar la verdad? Todo el Olimpo estaba al tanto de la clase de familia que tenía.
—Mi madre es la diosa del odio y mi padre es el dios de la guerra. Mis hermanas son las diosas de la fuerza y de la victoria, y mi hermano es el dios de la rivalidad. Resumiendo: esas personalidades no son las adecuadas para crear un hogar estable y pacífico. En cuanto las cosas se calmaban un poco, aparecía Zelo para acicatear a todo el mundo y conseguir que nos peleáramos con saña.
Y esos eran los buenos recuerdos. Su padre se había pasado toda su infancia haciéndolos «más fuertes». Su madre los había llenado de odio con sus enseñanzas: «El amor es voluble y te traicionará. Pero el odio dura eternamente. Te fortalece y jamás permitirá que sientas frío».
El hecho de que los otros dioses, incluido Zeus, jurasen algo en nombre de su madre y mantuvieran dicho juramento por temor a despertar la ira de Estigia ponía de manifiesto la «agradable» personalidad de su madre.
La idea de su madre de arropar a su hijito en la cama consistía en tirarlo a un volcán para ver si se ahogaba.
—¿Por qué lo has hecho? —le preguntó en aquel entonces.
—Te conocerán por tu fuerza. Nunca esperes que alguien te ayude. Todo el mundo se ahoga o se salva por sus propios medios. Que nunca se te olvide.
—¿En un volcán?
—Te valdrás por ti mismo. Lucharás y nunca me avergonzarás.
Y su madre le asestó un fuerte bofetón.
Claro…
Su infancia había sido de color de rosa.
Delfine meneó la cabeza mientras retorcía el envoltorio de la pajita entre los dedos.
—Una vez me crucé con tu hermano Zelo. Es un capullo.
—No sabes hasta qué punto. —Ella ignoraba lo que había sido crecer al lado de aquel cabrón.
Jericó guardó silencio cuando la camarera se acercó para tomarles nota.
Delfine titubeó a la hora de pedir. Miró la carta con incertidumbre.
—No sé qué comer.
Jericó se echó hacia atrás en la silla.
—Prueba el plato combinado. Tiene un poco de todo. Si no te gusta, siempre puedes pedir otra cosa.
—Vale. —Pidió el plato combinado antes de darle la carta a la camarera—. ¿Vienes a menudo por aquí? —le preguntó en cuanto se quedaron solos.
Jericó clavó la vista en la fila de personas que aguardaban en la calle a que quedara una mesa libre.
—No. La novia de Darice trabaja aquí y solía llevarle la comida a la hora del almuerzo. Olía de maravilla y tenía una pinta tan buena que quería probarla. —Se interrumpió al darse cuenta de lo que estaban haciendo…
Estaba comiendo acompañado. Algo que llegaba siglos sin hacer.
Y lo más importante: estaban conversando. Intercambiando historias. Algo que no había hecho con nadie.
Qué raro.
Delfine guardó silencio mientras esperaba la comida. No dejaba de pensar en M’Adoc, en Deimos y en los demás prisioneros de Noir. ¿Qué les estaría ocurriendo en ese preciso momento? Sabía que estaban sufriendo y no podía sacárselo de la cabeza.
Al echar un vistazo al restaurante, se preguntó qué pasaría con ese tipo de lugares en el plano humano si Noir se salía con la suya. ¿Quedaría alguno en pie o los destruiría todos?
Ni estaba bien ni era justo. Ninguna de las personas que en ese momento reían y charlaban sabía que el mal las rodeaba. Que estaban a un paso de la aniquilación total y que uno de los seres que podía evitarlo estaba sentado frente a ella sin que eso le importase.
Vio que una pareja salía por la puerta, abrazada por la cintura. Los observó ceñuda mientras se detenían al otro lado del ventanal y se besaban. Parecían muy felices y enamorados.
¿Qué se sentiría?
—Por la cara que has puesto parece que nunca hayas visto a dos personas besarse.
Volvió a mirar a Jericó.
—Lo había visto. Pero no en la vida real.
Jericó observó a la pareja hasta que desapareció de su vista. Después aquella penetrante mirada se centró de nuevo en ella.
—¿Nunca te han besado?
Lo miró con sorna.
—Arik me llevó a la Isla del Retiro con catorce años. Así que no, nunca me han besado. Los Óneiroi no son muy dados a las demostraciones de cariño. Va en contra de todo ese rollo de la falta de sentimientos.
Jericó tuvo que darle la razón. Zeus se la había jugado bien a todos ellos.
—¿Nunca te ha tentado convertirte en una skoti?
—Alguna vez se me ha pasado por la cabeza, pero la verdad es que no. Nunca me convertiría en una de ellos.
La vehemencia de su respuesta lo sorprendió. Había encontrado un punto débil.
—¿Por qué?
La mirada de Delfine se entristeció mientras agitaba el hielo de su vaso con la pajita.
—Cuando era pequeña vivía en mi pueblo una mujer guapa y cariñosa que les llevaba a mis padres pan recién hecho y les hacía vestiditos a mis muñecas. Una tarde me fijé en lo cansada que parecía. Llevaba días sin dormir. Sus sueños empeoraban a medida que pasaban los días. En cuestión de dos semanas las pesadillas la desquiciaron y eso fue antes de que los skoti perdieran las emociones. En aquel entonces atormentaban a los humanos por crueldad. —Hizo una mueca, porque los recuerdos seguían siendo duros para ella—. Aún recuerdo los gritos de sus hijos cuando la encontraron. Se suicidó para huir de los demonios de sus sueños. Cuando Arik vino a buscarme, descubrí que quienes la enloquecieron habían sido los skoti y así supe por qué era tan importante que lucháramos contra ellos y los detuviéramos. Cada vez que se me pasaba por la cabeza la idea de permitir que las emociones me controlasen, pensaba en Nirobe. Jamás podría ocasionarle a una persona el daño que le hicieron a ella. Está mal alimentarse de los demás.
«¡Vaya!», pensó Jericó, ojalá él tuviera la misma convicción. En su caso, se sentía vengado cada vez que hacía algo en contra de la humanidad.
Aun así…
Delfine meneó la cabeza.
—No entiendo por qué la gente no puede ser amable con los demás. No entiendo por qué siempre hay que castigar a los que nos rodean.
A diferencia de ella, Jericó lo entendía a la perfección.
—Experimentar esa clase de poder es adictivo. Saber que tienes en tus manos la vida o la muerte de alguien. Que da igual lo que hagan o lo mucho que se defiendan, porque siguen siendo inferiores a ti.
Delfine lo miró con expresión adusta y recriminatoria.
—¿De verdad te sientes satisfecho cuando los aplastas a sabiendas de que son más débiles que tú, a sabiendas de que no podían enfrentarse a ti? ¿Dónde está la victoria en eso?
Jericó apartó la mirada.
—Contéstame —le exigió con voz firme—. Quiero entenderlo, porque de verdad que se me escapa por completo.
Jericó tragó saliva, incapaz de mirarla a los ojos al recordar las veces que había perseguido a enemigos más débiles que él. La conclusión era muy clara y no quería analizarla.
—Después me sentía vacío. La exaltación de la victoria es efímera. Desaparece nada más experimentarla.
—En ese caso ¿para qué hacerlo?
Porque era mejor que el vacío interior. Porque al menos durante ese instante sentía algo distinto al odio y al dolor. Eso era lo único que conocía. Por esa razón había valorado tanto a Niké. Su hermana le había hecho sentir algo distinto.
Sin embargo, incluso ese sentimiento había sido efímero. Nada podía erradicar o calmar la rabia y el odio que inundaban su corazón. Al menos no durante más de dos minutos seguidos.
Y anhelaba aquellos escasos minutos.
Se apoyó en el respaldo de la silla y observó a la camarera mientras les dejaba los platos en la mesa. Se comió en silencio las ostras mientras Delfine picoteaba como un pajarito su comida. Arrugó un poco la nariz cuando probó el quingombó.
—¿No te gusta?
—Sí —contestó ella después de limpiarse la boca—. Pero es diferente. Muy picante. No me lo esperaba.
Jericó le ofreció la cestita con las galletas saladas.
—Toma, te ayudará a suavizar el sabor.
—Gracias. —Se llevó a la boca una galleta sin retirar el envoltorio.
—Espera —dijo Jericó al tiempo que se la quitaba de la mano—. Tienes que sacarle el plástico.
—¿El qué?
Jericó meneó la cabeza, ya que su confusión le hacía gracia. Delfine era capaz de demostrar un amplio conocimiento de las cosas y acto seguido comportarse como una niña. Claro que sus experiencias en el mundo habían sido a través de sueños, sin base real. Y ese era un detalle muy importante.
—El plástico no se come. —Abrió el envoltorio y le dio la galleta.
—Ah. Pues gracias otra vez. —Delfine le regaló una sonrisa que le provocó un nudo en el estómago. Y le rozó la mano al aceptar la galleta.
Aquella caricia inocente y sencilla lo abrasó. Quería cogerle la mano y llevársela a la cara. Quería dejar un reguero de besos por su brazo, por todo su cuerpo.
Pero no se atrevía. Demostrar ternura hacia ella lo debilitaría. Ya había sacrificado mucho por aquella mujer. No tenía intención de sacrificar nada más.
Los ojos de Delfine brillaban mientras seguía comiendo. Estaba disfrutando. Jericó no sabía por qué eso lo complacía, pero así era.
Sin embargo, su placer desapareció cuando miró hacia la calle.
Distinguió una sombra en la oscuridad que reconoció de inmediato. Era inhumana y perversa, y perseguía a dos chicas que acababan de salir del rodizio llamado Fire of Brazil que había al otro lado de la calle.
¡Joder!, ¿ni siquiera lo dejaban comer en paz?
«¿Qué más te da? Deja que las mate.»
Clavó la vista en el plato, diciéndose que no era asunto suyo.
Al instante, miró a Delfine, que no se había dado cuenta de nada. Si llegaba a descubrir que se había quedado sentado y no había movido un dedo para ayudar a aquellas dos chicas, se llevaría una tremenda decepción.
Y él también se sentiría decepcionado consigo mismo.
Soltó un taco, sacó la cartera y usó sus poderes para que apareciera sobre la mesa el dinero suficiente a fin de pagar la comida.
Delfine lo miró con el ceño fruncido al darse cuenta de que se ponía en pie.
—¿Pasa algo?
—Sí —gruñó—. Estoy a punto de matar a alguien.
Y sin decir nada más salió del restaurante para enfrentarse a la criatura.
Sin duda alguna ese iba a ser el segundo peor error de toda su vida.