En esa ocasión Jericó encontró a Noir en el centro de mando. Ataviado todavía con su armadura de color vino, el dios primigenio estaba sentado en un sillón con los pies sobre la mesa, el uno apoyado sobre el otro. Tenía los ojos entrecerrados y las manos, entrelazadas, descansaban sobre su abdomen.
Jericó habría jurado que estaba echando un sueñecito.
—¿Quieres algo?
La áspera pregunta lo detuvo. Aunque Noir no había añadido ningún insulto al final, el tono desdeñoso era tan evidente que el insulto iba implícito.
—Azura me ha dicho que debo liderar un ejército. Me gustaría conocer a mis soldados.
Noir rió entre dientes.
—¿Entiendes lo que te estamos pidiendo que hagas?
—Matar a Zeus y derrocar a los dioses olímpicos.
La expresión de Noir era fría y distante.
—¿Te crees capaz de hacerlo?
No era fácil intimidar a Jericó. Y aunque sabía que Noir era el más poderoso de los dos, le daba igual.
—Soy un titán y luché junto a Zeus para que encerrara a los míos. ¿Tú qué crees?
—Creo que si haces honor a esas valientes palabras, serás un valioso aliado.
—¿Dudas de mí?
Noir se encogió de hombros mientras bostezaba, como si la conversación lo aburriera.
—Dudo de todo el mundo —contestó—. Aún no he encontrado a una sola persona que no haya podido corromper o comprar. Todo el mundo está en venta. Solo es cuestión de negociar hasta alcanzar el precio adecuado.
—En ese caso, creo que debería haber pedido más.
Noir soltó una carcajada.
—Sí, deberías haberlo hecho. Esperaba que fuera más difícil convencerte, pero no tuve en cuenta el inmenso odio que le profesas a Zeus. —Tomó una honda y satisfecha bocanada de aire—. Me encanta el olor del odio y la venganza. Es una mezcla embriagadora.
Jericó no estaba de acuerdo.
—Personalmente me gusta más el de la sangre. No hay un olor mejor en el universo que el de la sangre, mezclado con el aroma del miedo a morir.
Noir aspiró el aire de repente, como si la descripción lo hubiera puesto cachondo.
—Me gustas. Los espíritus afines son difíciles de encontrar.
—Se te olvida lo que soy.
Noir asintió mientras jugueteaba con los dedos.
—Me dan lástima los que nacieron en el lado de la luz. No comprenden lo seductora que es la crueldad. La música que crean los chillidos y las súplicas. Mmm… No hay nada mejor.
Jericó habría jurado que la hoja que llevaba al cincho tembló, pero no supo si era una señal de aprobación o de miedo.
—¡Asmodeo! —gritó Noir de repente—. Muéstrate.
Una nube oscura apareció junto a Noir y fue solidificándose poco a poco hasta transformarse en un ser parecido a un elfo alto. Sus rasgos afilados podrían tildarse de hermosos, pero sus ojos oscuros tan solo mostraban crueldad. Iba vestido de negro, lo que confería al demonio un aspecto siniestro y frío.
—¿Me has llamado, amo?
Noir lo miró, impávido.
—Yo jamás te llamaría amo, cucaracha. —Señaló a Jericó con la barbilla—. Este es nuestro nuevo aliado. Quiero que lo lleves con Zeth y con el resto de los perros olímpicos que están de nuestro lado.
Asmodeo se inclinó, fiel a su posición servil.
—¿Algo más, amo? ¿Te lamo las botas? ¿Te limpio el culo?
Noir lo apartó de un empujón, pero no se levantó del sillón.
—Como me cabrees, babosa inmunda, voy a limpiártelo yo a ti.
El demonio abrió los ojos de par en par mientras se enderezaba.
—Y después de esa advertencia, amo, lo llevaré con Zeth. —Se detuvo al llegar junto a Jericó—. Ven conmigo, amo menor. Te mostraré el camino. —Y echó a andar hacia la puerta.
«Qué criatura más extraña», pensó Jericó, que tardó un instante en moverse del sitio, mientras Noir seguía con la mirada perdida.
—¿Algo más? —le preguntó Noir, sin abandonar su estado de reposo.
Aunque los párpados entornados y la pose dieran la impresión de que estaba relajado, Jericó tenía la sensación de que nada se le escapaba.
—Solo por curiosidad, cuando rijáis el mundo, ¿qué pensáis hacer con él?
—Disfrutarlo. Hace mucho tiempo que las masas no nos adoran. En cuanto redescubras la sensación, lo entenderás. Y lo recordarás. Somos los amos y señores. Para nosotros eso es como el aire que respiramos.
Noir tenía razón. Jericó no recordaba la última vez que alguien le había demostrado un mínimo de respeto ni de decencia. Había pasado años encerrado en cárceles, en mazmorras y en todo tipo de agujeros por culpa de Zeus. No había una sola parte de su persona que no hubiera sido violada.
Por eso quería bañarse en la sangre de los olímpicos. Por eso quería lamérsela de los dedos…
Después de despedirse del arcano poder con una inclinación de cabeza, Jericó se volvió y siguió a Asmodeo hasta el pasillo, cuyas paredes parecían relucir. Un efecto muy raro.
—¿De dónde proviene la luz? —le preguntó al demonio.
Asmodeo levantó la cabeza, pero no tardó en volver a bajar la vista al suelo mientras seguían caminando.
—No creo que quieras que te responda a esa pregunta, amo menor.
—¿Por qué no?
—Porque tal vez te moleste.
—Pues moléstame.
Asmodeo titubeó un poco más antes de contestar.
—Procede de la sangre de cali. No de la diosa Kali, porque seamos realistas, desangrarla sería un error ya que la enfurecería y posee mucho poder, supongo que ya lo sabes. Me refiero a los cali, a los demonios que creó cuando se pinchó un dedo con la espina de una rosa. Al parecer, su sangre brilla. Qué cosas, ¿verdad?
Jericó se detuvo y miró hacia arriba. Los cali eran una raza benévola de demonios que ayudaban a la humanidad. Puesto que nunca había luchado contra ellos, no tenía ni idea de que su sangre era azul ni de que brillaba. La sangre fluía por unos tubos que le recordaron a las varitas fosforescentes.
—¿Cuántos hacen falta para iluminar el pasillo?
Asmodeo dio un respingo.
—En fin, bueno, es que lo malo de la sangre es que se seca, así que el suministro debe ser constante, pero es un tema tabú del que no debemos hablar, de ahí que comentara antes que no te gustaría mi respuesta. He acertado, ¿verdad?
Jericó sintió un nudo en el estómago al pensar en la fría brutalidad de matar a una raza de demonios a fin de usar su sangre para iluminarse. Claro que los humanos hacían lo mismo con las luciérnagas. No recordaba cuántas veces había visto a la gente matar a los pobres insectos para frotarse la piel con su abdomen a fin de que les brillara. Y solo para echarse unas risas.
En el fondo suponía que era lo mismo.
Jericó siguió caminando tras Asmodeo.
—¿Cuántos demonios y personas hay esclavizados en este lugar?
—Define «esclavitud» —respondió Asmodeo.
—Retenidos en contra de su voluntad.
—Buena definición. —El demonio se rascó la barbilla con gesto pensativo—. ¿Yo incluido?
—¿Por qué no?
—Puede que un par de millones… en fin, es difícil contar un millón, sobre todo porque no paran de morirse y de llegar otros nuevos. En una ocasión intenté contarlos, pero me resultó tan agobiante que lo dejé. Tanto sumar y restar… No es mi fuerte, la verdad.
El comentario hizo que Jericó se preguntara cuál sería el fuerte del demonio. Claro que, pensándolo bien, mejor no preguntar.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí?
—No lo sé. Te digo lo mismo que antes, intenté llevar la cuenta, pero me agobié y lo dejé. Me resulta más fácil dejarme llevar. Ser agua y eso.
Jericó frunció el ceño.
—¿Ser agua?
—Ajá. —Y añadió hablando muy despacio—: Ese tampoco es un buen recuerdo. Mejor nos olvidamos de que lo he mencionado. —Se detuvo al llegar a una puerta—. Aquí estamos. Quizá sea mejor ponerte sobre aviso antes de que entres.
Jericó pasó a su lado y abrió la puerta.
—O quizá no. Vamos a limitarnos a entrar y a ver cómo va la cosa, ¿te parece?
Jericó se llevó definitivamente una sorpresa con lo que encontró: skoti borrachos por todos lados. Algunos ocupados realizando ciertas posturas que no tenían nada que envidiarle al Kamasutra. Al pasar junto a una pareja en concreto se vio obligado a detenerse. La flexibilidad que requería la postura en cuestión era sorprendente.
Joder, la pareja necesitaría un buen quiropráctico cuando acabara…
Si sobrevivían, claro.
—Están borrachos por la sangre —le explicó Asmodeo mientras le daba un tirón del brazo—. Parece que antes no celebraban sus victorias. A mí me recuerdan a un montón de universitarios después de celebrar una fiesta, pero ¿qué sabré yo? Si solo he visto Desmadre a la americana. Por lo menos estos no fingen ser adolescentes —concluyó con un estremecimiento.
Jericó miró al demonio parlanchín con el ceño fruncido.
—¿Siempre vas saltando de un tema a otro así sin venir a cuento?
Asmodeo asintió con la cabeza sin pensárselo siquiera.
—Casi siempre. A Noir le cabrea bastante, cosa que me encanta. Al menos mientras siga siendo más rápido que él.
Jericó lo miró con cara de pocos amigos.
—Añade mi nombre a la lista de personas a las que cabreas.
—¡Vaya! —exclamó un tanto sorprendido—. No pensarás quemarme los testículos a modo de castigo, ¿verdad?
Jericó se percató de que el demonio había preguntado a la ligera algo que en realidad le preocupaba mucho y lo admiró por eso.
—No planeo hacerlo.
El demonio se animó de inmediato.
—Bien. En ese caso podemos ser amigos.
¿Amigos? Dada la personalidad de Asmodeo, Jericó no estaba muy seguro. Sin embargo, la criatura parecía inofensiva, además de ser una fuente de información. Quizá sería conveniente tenerlo cerca.
Siempre y cuando se relajara un poco. Había algo en el demonio que le recordaba a un jack russell terrier histérico.
Jericó volvió a mirar a los descontrolados y cachondos skoti.
—Dime, ¿quién los lidera?
—Aquel —contestó Asmodeo al tiempo que señalaba hacia un sofá donde un skoti estaba liado con dos mujeres medio desnudas—. Creo que no acaban de acostumbrarse a las emociones que los acompañan aun después de abandonar el plano onírico. El caso es que no paran de comportarse como un grupo de adolescentes desquiciados sacados de una peli porno de John Hughes.
Jericó frunció el ceño.
—¿Cómo es que estás tan puesto en el cine de los ochenta?
—¿Alguna vez te han encerrado en un agujero infernal? Cuando no te torturan unos cuantos psicópatas, te aburres. Además, me gusta Molly Ringwald, la protagonista de La chica de rosa. Tiene un aire demoníaco que me pone mucho. Me encantaría pasar un rato con ella a solas, tú ya me entiendes…
Sí, en fin, al menos eso explicaba parte de la locura que sufría.
Jericó miró hacia el skoti que le había señalado Asmodeo, pero seguía ocupado besando el cuerpo de la mujer en dirección descendente, ajeno a los intrusos.
—¿El jefe es Zeth?
Asmodeo sonrió.
—¡Anda, pero si has prestado atención en clase y todo! Sí. Zeth. Te lo presentaría, pero tampoco me traga. Y como es uno de esos niños a los que les encanta arrancarles las alas a los demonios…
—Tú no tienes alas —le recordó Jericó.
—Ya no. Cosillas que pasan…
Jericó hizo una mueca compasiva. Por su parte, todavía no sabía si conservaba sus alas o no. En el plano humano se las habían arrebatado. Pero como acababan de devolverle sus poderes, más tarde comprobaría si podía formarlas.
Renuente a pensar en ese tema de momento, se acercó hacia el sofá donde Zeth retozaba tan borracho como todos los demás, pasando por encima de otras parejas o de algunos skoti inconscientes.
Zeth no se percató de su presencia hasta que Jericó carraspeó.
El skoti apartó la cabeza del cuello de la mujer y lo miró.
Jericó frunció el ceño. En vez de los ojos azules característicos de la especie, los de Zeth eran negros. Tan negros que ni siquiera se distinguían las pupilas. ¿Las tenía dilatadas por algo en concreto?
Zeth lo miró de arriba abajo.
—¿Quién eres?
—Tu nuevo líder.
El skoti resopló.
—Ya tengo uno. No necesito más, así que pírate.
—Llegas demasiado tarde. —Echó un vistazo por la estancia para calcular el número de skoti presentes. Parecía haber varios cientos, pero ninguno sobrio—. ¿Están aquí todos tus soldados?
Zeth echó la cabeza hacia atrás para que una de las mujeres le lamiera el cuello.
—No lo sé. Es posible.
Jericó apartó a la mujer, agarró a Zeth por la camisa y lo puso en pie.
—Concéntrate, gilipollas. ¿Qué te pasa?
La cabeza de Zeth cayó hacia atrás, como si no tuviera fuerzas.
—No puedo concentrarme. Por la sobrecarga sensorial. —Se echó a reír mientras le daba unas palmadas a Jericó en el hombro—. Necesitas echar un polvo.
Jericó tuvo que hacer un esfuerzo para no devolverle el sentido común a base de bofetadas. Le costó lo suyo.
—Necesitas despejarte. ¿Cómo vais a luchar contra los Óneiroi así?
—No tenemos que luchar contra ellos. Solo los convertimos.
Asqueado, Jericó lo soltó y Zeth volvió a caer al sofá. Sin mediar palabra, este se colocó sobre la otra mujer mientras la primera se tendía sobre su espalda a fin de seguir besuqueándose.
Era ridículo.
—¡Asmodeo! —gritó, invocando de nuevo al demonio, que apareció al instante.
—¿Me has llamado, amo menor?
—Estoy buscando a un dios llamado Deimos; ¿está aquí?
Asmodeo hizo un gesto raro antes de contestar:
—Define «aquí».
—¡Asmodeo!
—Vale, vale, no me grites. No me gusta que me griten. Obviamente no está en esta habitación, pero está en este dominio, ya me entiendes.
—Llévame con él.
Asmodeo echó un vistazo a su alrededor con aire tímido.
—¿Debo hacerlo?
—Si no lo haces, te arrancaré otra cosa más dolorosa que las alas.
El demonio lo miró boquiabierto y después se cubrió la entrepierna con una mano.
—Eres un hombre cruel, muy cruel.
Jericó no tenía la menor intención de hacerle eso al demonio, pero tampoco pensaba decírselo.
—Y tú estás a punto de sufrir las consecuencias.
—Vale. Lo llevaré. Pero como aparezca el Ser Malévolo Mayor te echaré la culpa a ti. Yo aquí ni pincho ni corto. Me lavo las manos. No me implicaría ni por un amigo. Colega, esto es cosa tuya.
En esa ocasión no fueron andando; Asmodeo lo tocó en el brazo y ambos se trasladaron a una fosa oscura iluminada por un brillo iridiscente. Un olor nauseabundo flotaba en el aire, acompañado por un coro de gemidos y de gritos suplicando la muerte. A Noir le parecería un lugar acogedor, pero en opinión de Jericó y pese a sus ansias de venganza aquello era un infierno.
—¿Dónde estamos?
Asmodeo creó una bola de luz en la palma de una mano, de modo que pudieron ver los cuerpos torturados y ensangrentados, encadenados a los muros.
—El cuarto de juegos de Noir. Aquí es donde trae a los seres con los que les gusta jugar.
—Castigar.
—Depende de cómo se mire. ¿Quieres ver a Deimos?
Jericó intentó no compadecerse de las pobres almas atrapadas en aquel espantoso lugar.
—Para eso hemos venido.
Asmodeo señaló hacia un lugar situado detrás de Jericó.
—La quinta víctima de esa pared. Creo. Es difícil estar seguro. Después de las torturas se les desfigura la cara y se les hincha, así que distinguir a uno de otro es complicado. Pero tenía mechas rubias en el pelo cuando lo trajeron. Si la sangre no las ha cubierto, ese dato lo ayudará a encontrarlo.
Jericó lo miró con expresión asqueada antes de dirigirse a la hilera de personas encadenadas a la pared. Asmodeo tenía razón. Era imposible distinguir los rostros, y eso le revolvió el estómago.
Ya fueran enemigos o no, eran personas. Y habían sido torturadas hasta el borde de la muerte. Puesto que él también había sufrido abusos que era mejor no recordar, le asqueó ver a aquella gente reducida al mismo estado en el que él se había visto en incontables ocasiones.
Al llegar al quinto, vio las mechas rubias que destacaban en el cabello oscuro. Deimos colgaba de las cadenas como si estuviera muerto. Tenía los ojos hinchados y cerrados, y la cabeza apoyada en un brazo amoratado. Una serie de estilizados tatuajes negros le cubrían la cara, desde la frente hasta la barbilla. Tenía la ropa hecha jirones y manchada de sangre. Allí donde su cuerpo quedaba a la vista, había heridas abiertas y profundos cortes.
Noir debía de habérselo pasado en grande con el Dolofoni, que en esos momentos guardaba muy poco parecido con su gemelo, Fobos.
En cuanto Jericó se detuvo frente a él, Deimos abrió los ojos y se abalanzó hacia delante, como si estuviera listo para luchar pese a su patético estado.
Jericó retrocedió y estuvo a punto de golpearlo en un acto reflejo.
Sus miradas se encontraron. La expresión desdeñosa de Deimos desapareció nada más reconocerlo.
—¿Cratos?
Jericó inclinó la cabeza a modo de respuesta.
—¿Qué estás haciendo aquí? —Recorrió su cuerpo con la mirada y al ver que no tenía ninguna herida soltó un taco y exclamó—: ¡Traidor!
La acusación hizo que Jericó hirviera de furia. ¿Cómo se atrevía ese cabrón a mirarlo así?
—Antes me traicionaron a mí.
—¡Que te den!
Jericó torció el gesto.
—Ahora ya sabes cómo me siento, hermano. ¿Te acuerdas del día que todos me disteis la espalda?
—¿Cómo has podido hacerlo?
Aquello era casi cómico.
—Esa es la pregunta que llevo haciéndome desde que te miré mientras Zeus me inmovilizaba en el suelo y tú te limitaste a apartar la vista. —Aferró a Deimos por el pelo y lo obligó a mirarlo a los ojos—. Me sujetaste mientras mi madre me tatuaba sus palabras. Todavía recuerdo el dolor en el cuello mientras me sujetabas con el brazo.
—Te merecías el castigo.
Jericó echó mano de toda su fuerza de voluntad para no golpearlo y aumentar así su dolor. ¿Cómo era posible que Deimos no se disculpara por lo que le había hecho ni siquiera en esos momentos? En otra época habían sido amigos. Por eso precisamente no se compadecía de ninguno de ellos. Porque no habían movido ni un solo dedo para ayudarlo.
A la mierda con todos.
—Y tú te mereces el tuyo —replicó sin compasión—. Hijo de las Erinias. ¿A cuántos has torturado a lo largo de los siglos por orden de tu madre y de Zeus? Ahora mismo no mola ser quien eres, ¿verdad?
Deimos intentó golpearlo en la frente con la cabeza, pero Jericó se apartó.
—Noir nos matará —dijo.
—Me aseguraré de que tengas un bonito funeral.
Deimos meneó la cabeza.
—¿Y ya está? ¿No te remuerde la conciencia?
Jericó extendió los brazos y se encogió de hombros a la ligera.
—Somos el producto de nuestro pasado. Pero si así te sientes mejor, reconozco que me das pena.
Deimos torció el gesto.
—Te arrepentirás cuando te encuentres colgado en este muro. No creas que vas a librarte de esto y de Noir. Es el dios que inventó la traición, y estoy seguro de que tiene un sitio reservado aquí con tu nombre grabado.
Jericó se echó a reír al escuchar la advertencia.
—¡Ay, hermano! Gracias a vosotros he aprendido mucho. En la vida volveré a ponerme en una posición vulnerable. En serio. Aprendí la lección de manos de los Dolofoni que tú lideras. No tengo la menor intención de darle a Noir ningún motivo para volverse en mi contra. Estoy a sus órdenes. Para siempre.
—¿Jericó?
Sorprendido por el hecho de que algún ocupante de aquel agujero conociera su nuevo nombre, Jericó miró hacia la derecha, al prisionero que colgaba junto a Deimos. Al igual que el Dolofoni, había sufrido una paliza brutal. El cabello negro le caía lacio a ambos lados de la cara, que tenía desfigurada, con los labios hinchados y un ojo amoratado y enrojecido a causa de los derrames.
Tardó más de un minuto en reconocerlo. Pero fueron los ojos los que lo delataron. Uno marrón y el otro verde…
Jaden.
Jaden era uno de los demonios a los que se invocaba cuando se les quería pedir un favor a Noir o a Azura. Jericó sabía que vivía con ellos, pero pensaba que el intermediario residiría en algún sitio lujoso, no que estaría confinado con el resto de sus víctimas.
Alucinado, Jericó soltó a Deimos y retrocedió un poco.
—¿Qué haces aquí?
Jaden soltó una risotada.
—¿Te ofenden mis aposentos? Yo me he acostumbrado a ellos. Aunque sería agradable ver otra cosa que no fueran cuerpos torturados para variar.
Jericó frunció el ceño.
—Pero tú sirves a la Fuente. Eres uno de ellos.
Jaden negó con la cabeza.
—Sirvo a Noir y a Azura. Un consejo bienintencionado: no los disgustes. Cosa que yo soy incapaz de evitar, al parecer. Supongo que es difícil deshacerse de ciertas costumbres. —Se miró el cuerpo, cubierto de heridas y de sangre, y con la ropa hecha jirones—. Bicho malo nunca muere, como puedes ver. Pero tranquilo. Estoy seguro de que contigo serán más amables de lo que lo han sido conmigo. Me gané su enemistad mucho antes de venir, de ahí que aprovechen cualquier oportunidad para intentar sacarme las tripas. —Miró a Asmodeo, que se encontraba detrás de Jericó, oculto entre las sombras. La luz que irradiaba su mano era tenue—. ¡Mo, cuánto tiempo sin verte! —lo saludó.
—Cierto, pero la última vez que nos vimos tenías mejor aspecto. Te dije que no cabrearas a Noir. A ver si algún día me haces caso.
—¿A estas alturas? —replicó Jaden.
Asmodeo asintió con la cabeza.
—Tienes razón. A estas alturas qué más da sangrar un poco más, ¿verdad?
Deimos torció el gesto.
—Me dais asco. —Tiró de las cadenas, como si intentara romperlas.
Jaden hizo oídos sordos a su comentario y clavó sus desconcertantes ojos en Jericó.
—Por cierto, tu bebé vive.
Jericó no sabía de lo que estaba hablando. Él no tenía hijos.
—¿Cómo dices?
—El bebé que salvaste hace tantos siglos. Solo quería que supieras que no has sufrido en vano. Que vivió y creció hasta la edad adulta.
Bien por el mocoso, pensó él.
—¿Crees que me importa?
Jaden se encogió de hombros.
—Perdiste tu condición divina por ella. Creí que te gustaría saberlo.
Jericó frunció el ceño de nuevo.
—¿Por ella? —Aunque pareciera increíble, no se había molestado en comprobar el sexo del bebé antes de entregarlo. En aquel entonces no le importaba. Solo se había fijado en su sonrisa y en su tierna mirada.
Jaden hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
—Delfine, la Óneiroi, es el bebé que salvaste.
La noticia lo dejó pasmado. La estancia pareció quedarse sin aire mientras esas palabras lo abrasaban. Meneó la cabeza con incredulidad.
Era imposible.
—Sabes que es cierto —le dijo Jaden con voz ronca y firme—. En cuanto la viste, reconociste el enorme parecido que guarda con su madre.
Jericó seguía sin poder creerlo. ¿Qué posibilidades había de que sucediera algo así?
—Me estás mintiendo.
—¿Por qué iba a hacerlo?
—Porque todo el mundo miente.
—Yo no.
Jericó se sintió aún más traicionado por el rumbo que habían tomado los acontecimientos. Sin embargo, al reflexionar comprendió que Jaden no estaba mintiendo. De algún modo, su instinto se lo había hecho saber.
Había salvado a Delfine…
La mujer que lo esperaba en su dormitorio era la misma persona por la que había entregado su vida.
La ira se apoderó de él. ¡Menuda ironía!
Aquella mujer estaba en deuda con él y pensaba cobrársela. Antes de que acabara el día, lo habría recompensado con creces.