3

Delfine se tensó al despertarse y encontrarse tumbada boca abajo en un frío suelo de mármol. Desnuda. Avergonzada. Aterrada.

Se incorporó despacio, intentando cubrirse, pero le faltaban manos para poder taparse. Y por si no tuviera bastante con eso, era muy consciente de un par de botas negras masculinas que no podía dejar de mirar. Básicamente porque no quería mirar a la cara al dueño, quienquiera que fuese, después de que la hubiera visto desnuda.

Sintió que se ruborizaba por entero, deseosa de poder esconderse en un agujero, donde encontrara ropa y un refugio.

El hombre se arrodilló mientras soltaba una barbaridad que la sonrojó. Delfine se tensó a la espera de lo peor y preparada para defenderse hasta la muerte.

Sin embargo, no la tocó.

En cambio, el hombre se pinchó en la yema de un dedo con un puñal y la sangre que brotó la envolvió, convirtiéndose en una abrigada capa carmesí que la cubrió por completo. De todas formas siguió sin mirarlo. Era incapaz de hacerlo mientras se sintiera tan avergonzada.

—No hacía falta —gruñó el hombre con aquella voz tan grave que Delfine había reconocido como la de Cratos. Una voz que resonaba como un furioso trueno.

La réplica de Azura llegó poco después.

—Es nuestra ofrenda para demostrarte lo mucho que agradecemos tu lealtad.

Una vez que estuvo totalmente cubierta y tras haber recuperado un mínimo de dignidad, Delfine se puso en pie y vio que Jericó estaba fulminando con la mirada a Azura, quien se encontraba en un rincón, junto a la puerta. La diosa del mal parecía muy satisfecha.

Con un gesto desdeñoso en su dirección, Azura dijo:

—Es tu esclava.

Delfine se quedó boquiabierta al escuchar sus palabras, aunque Jericó no dijo nada.

—He sellado sus poderes y te la entrego —continuó Azura—. Haz con ella lo que te apetezca. Pero que sepas que es una de los Óneiroi y que también es amiga de los Dolofoni… a quienes tanto odias y quienes te han torturado durante siglos. Le he devuelto todas las emociones para que puedas divertirte como más te guste… —Hizo ademán de marcharse, pero se detuvo—. Ah, y también debes saber que es una de las diosas predilectas de Zeus. Tengo entendido que la valora mucho.

Delfine abrió la boca para negarlo, pero no le salieron las palabras. Azura también le había bloqueado la voz.

¡Lo que daría por tener un segundo sus poderes!

Y un minuto a solas con aquella arpía asquerosa.

Azura se desvaneció con expresión ufana, dejando tras de sí una nube de humo azul.

Jericó miró a su «regalo» con la intención de devolvérselo a Azura de inmediato, pero en cuanto vio los ojos de la mujer, se quedó helado.

La melena rubia y rizada contrastaba muchísimo con la capa roja que había creado para ella. Sin embargo, fueron sus ojos los que lo hipnotizaron. Unos ojos de color avellana que demostraban un miedo que ella, como Cazadora Onírica, no debería experimentar. Más aún, demostraban su espíritu luchador. La mujer estaba rígida, preparada para defenderse a sabiendas de que no tenía oportunidad alguna contra él. El hecho de que estuviera dispuesta a pelear decía mucho de ella.

Tenía un cuerpo menudo y un cutis de alabastro, con pómulos cincelados y un pronunciado pico de viuda en la frente. Se parecía muchísimo a una Cazadora Onírica a la que había conocido hacía mucho tiempo, de modo que no pudo contenerse y le preguntó:

—¿Leta?

La mujer lo miró con el ceño fruncido.

—Me llamo Delfine.

Delfine…

La mujer retrocedió un paso, momento en el que reparó en la fragilidad de su aspecto. Podía aplastarla si quería, pero pese a su relación con Zeus no soportaba la idea de hacerle daño y no sabía por qué. No tenía por costumbre ser amable. Su naturaleza lo instaba a asestar el primer golpe.

La mujer retrocedió todavía más, como si se hubiera percatado del rumbo de sus pensamientos.

—No seré tu esclava.

Su rebeldía le hacía gracia.

—No creo que tengas alternativa.

La vio levantar la barbilla con gesto desafiante.

—Lucharé contigo hasta que uno de los dos haya muerto.

De repente, lo asaltó el abrumador impulso de tranquilizarla. Un sentimiento que no había experimentado desde que consolaba a su hermana cuando eran jóvenes… y que nunca había sentido por otra persona.

Hasta ese momento.

No tenía sentido que quisiera tranquilizar a la mascota de Zeus después de lo que ese cabrón le había hecho, pero no soportaba la idea de que aquella mujer le tuviera miedo.

—No voy a hacerte daño.

Delfine quería creerlo, pero le costaba mucho, sobre todo porque sus nuevas emociones eran tan intensas que no podía concentrarse. Eran punzantes y desconcertantes. ¿Cómo se las apañaban los humanos?

—¿Dónde estoy?

—En Azmodea.

Delfine dio un respingo al escuchar el nombre, que significaba «demonio furioso». Ese era el lugar donde Noir y Azura habían establecido su base de operaciones y donde se divertían torturando a sus desdichadas víctimas. No le cabía la menor duda de que ella también se convertiría en una, ya que la habían secuestrado.

Posó la mirada en la espada de Cratos, que estaba sobre una reluciente cómoda.

—¿Vas a luchar al lado del mal?

Su ojo sano relampagueó de furia al tiempo que exclamaba:

—¡No sabes nada de mí!

—Eso no es verdad. Sé que fuiste maldecido por Zeus y que has vivido desde entonces en completa soledad.

Cratos soltó una carcajada amarga.

—Solo cuando tenía suerte.

Ella frunció el ceño al escucharlo.

—¿Qué quieres decir?

En ese momento su expresión se tornó impasible. Sin embargo, el odio seguía brotando de todo su cuerpo en oleadas casi tangibles y tan potentes que Delfine habría jurado que el aire entre ellos crepitaba.

—No te debo nada.

Delfine se quedó sin aliento al ver la furia con la que la miraba. Era palpable y aterradora.

—Yo nunca te he hecho daño.

En un abrir y cerrar de ojos, Cratos la agarró por el cuello y la retuvo contra la pared. Sin embargo, y pese a la rapidez y a la velocidad de sus movimientos, no le hizo daño. Se limitó a sujetarle el cuello con su enorme mano, pero lo hizo con cuidado, mientras la atravesaba con la mirada.

Jericó quería partirle el cuello. La furia que acumulaba lo instaba a hacerlo. Lo instaba a devolvérsela a Zeus en pedacitos.

Sin embargo, no podía matarla.

Apretó los dientes y la soltó.

—No me provoques.

La mujer lo miró sin pestañear.

—No sabía que constatar un hecho era provocarte.

Jericó se quedó de piedra ante el arranque de temeridad que parecía impedirle mantener la boca cerrada aunque fuera lo más sensato.

—¿Es que no sabes lo que es el instinto de supervivencia?

—¿Es que no sabes lo que es la decencia?

Esa réplica le provocó deseos de hacerle daño, porque lo había herido en lo más hondo. En otra época había sido un tipo decente. Incluso educado. Pero las humillaciones a las que lo habían sometido acabaron con aquello. Nadie le había demostrado compasión; ¿por qué iba a hacerlo él con los demás?

—No, no me la han presentado.

Delfine sintió que el aire se agitaba segundos antes de que Cratos desapareciera de la estancia. Miró a su alrededor, pero no había ni rastro de él. Incluso su espada había desaparecido. Sin embargo, se sorprendió al ver que en su lugar había ropa para ella. Unos vaqueros, unos zapatos y una camiseta rosa.

¿Por qué se había tomado la molestia?

Agradecida por el gesto, aunque no le encontrara sentido, soltó la capa y cogió la ropa. En cuanto lo hizo se dio cuenta de lo fría que era aquella estancia. Se le puso la piel de gallina y comenzó a tiritar.

Era como un congelador.

Frunció el ceño y tocó la capa, que vibraba por la calidez. Era como si emitiera el calor corporal…

¿Se debía a su sangre? No lo sabía, pero le agradecía el calorcito. En ese preciso momento quería tener algo más que la capa sobre la piel desnuda.

Con las manos temblorosas se vistió a toda prisa. Intentó una y otra vez usar sus poderes, pero el collar de contención era demasiado eficaz.

«Desgraciados…»

Furiosa por la situación en la que se encontraba, abrió la puerta para marcharse, pero se detuvo en seco. En el pasillo se topó con el que debía de ser el demonio más grande y más feo que había visto en la vida. De más de tres metros de alto, tenía la piel llena de ampollas y soltaba tal hedor que Delfine tuvo que contener la respiración.

De inmediato retrocedió un paso y cerró la puerta de golpe.

La risa demoníaca de aquel ser resonó en el pasillo.

Delfine puso los ojos en blanco.

—¿Qué pasa? ¿Eres idiota o qué? Pues claro que te han puesto guardia. ¿Qué parte de «Eres una prisionera» no has entendido? —se recriminó en voz alta.

Con el estómago revuelto, frustrada y atemorizada, se abrazó con fuerza y se preguntó qué podía hacer para ayudar a los demás desde allí. Aquel lugar debía de ser la base a la que los llevaban los skoti. Si pudiera encontrar la prisión, tal vez podría liberar a los rehenes…

Y después se podría concentrar en la tarea de convencer a Jericó de que se pasara a su bando. Eso sería lo mejor para todos los mundos.

Literalmente.

Pero ¿cómo se seducía a otra persona? No tenía ni idea. La mayoría de sus relaciones con los demás se había producido a través de los sueños, y dado que no era una skoti erótica, jamás había tenido relaciones sexuales. Solo había funcionado como guerrera para combatir a los skoti y liberar a la persona que estuviera soñando de su hechizo.

Como humana…

En fin, de eso hacía muchísimo tiempo. Y si bien recordaba haberse sentido atraída por algunos de los muchachos del pueblo, aquellos sentimientos eran muy tibios.

En ese momento sus emociones eran muy distintas. Crudas. Hirientes. Dolorosas.

Abrumadoras.

De repente, la asaltó la rabia por el hecho de que la estuvieran reteniendo y ardió en deseos de hacerle daño a alguien. Por suerte comprendió que se trataba de una furia exagerada en su interior y no de verdadera rabia. Tenía que tranquilizarse y pensar con serenidad.

La ventana…

Se acercó a la ventana y descorrió las cortinas. La lluvia golpeaba sin tregua el cristal. El cielo gris se extendía hacia el infinito, cubierto por enormes nubarrones oscuros. La ventana tenía vistas a un mar embravecido que rompía contra un acantilado negro. Apoyó la mano en el cristal, pero la retiró de inmediato. Estaba tan frío que le había quemado la piel.

—Tranquilízate —susurró en un intento por recordar todo lo que sabía acerca de Azmodea.

A decir verdad, no era mucho. Se decía que eran los efluvios primigenios que quedaron después de la creación del universo. Temerosa de que pudiera mancillar la belleza del resto del universo, la Fuente Primigenia los había desterrado a lo más profundo de la tierra para que nadie volviera a verlos.

Cuando Noir y sus hermanas alcanzaron el poder, profanaron la luz y se asentaron en aquel lugar. Se decía que los muros de su palacio estaban pintados de rojo con la sangre de sus víctimas torturadas.

Miró la pintura de color vino de las paredes. No, no era sangre seca. Solo era una historia para infundir miedo.

«Y funciona a las mil maravillas.»

«¡Ya vale!», se ordenó.

Era un ser racional que no tenía por costumbre experimentar ataques de pánico, aunque un escalofrío le recorrió la espalda. La estancia era espaciosa y estaba bien decorada con muebles tallados, pero el ambiente austero no era muy acogedor. De hecho, prefería el cuchitril donde había vivido Jericó en el plano humano antes que aquel lugar. Al menos ese cuchitril no era tan amenazador ni tan gélido. Ni tan espeluznante. Tenía la sensación de que algo saldría de las paredes y la atraparía en cualquier momento.

Nerviosa y aturdida, se acercó al espejo e intentó quitarse el collar aunque sabía que sería una pérdida de tiempo. Claro que eso sería mejor que no hacer nada. Ella no era de las que se rendía y su naturaleza la instaba a luchar.

Sin embargo, su frustración creció al cabo de unos minutos, de modo que empezó a dar tirones del collar hasta que comenzó a formarse un moratón.

Adiós a esa idea.

—¿Dónde estás, Jericó?

Aunque lo más importante de todo era saber qué estaba haciendo.

Jericó se detuvo frente a la puerta de la estancia a la que Azura lo había llevado la primera vez. La diosa le había dicho que era su centro de mando, una denominación acertada. Pero mientras estaba allí de pie, sintió una terrible punzada en el pecho. Le costaba respirar. Le costaba pensar.

Comenzó a ver imágenes en su cabeza. Una sucesión rápida e intensa en la que se vio tal cual había sido en el mundo humano. Sintió el hambre y el dolor.

«¿A que ahora te gustaría no habérsela jugado a Zeus?»

Desconocía el nombre del Dolofoni que lo había matado en aquella ocasión, pero si encontraba al cabrón, se bañaría con su sangre.

Apretó la empuñadura de su espada, ardiendo en deseos de usarla con cualquiera que se atreviese a cruzarse en su camino. Una vez más le sorprendió su calidez. Daba la sensación de que estuviera viva, y sabía que era una espada forjada para matar.

¿Por qué le había dado Azura un regalo así? Las criaturas como Noir y ella no eran imbéciles. Querían algo de él independientemente de sus dotes como guerrero. La certeza surgía del fondo de su alma.

Pero ¿qué querían exactamente? ¿Y por qué era tan importante para ellos?

Ansioso por averiguarlo, abrió la puerta y descubrió que Azura estaba sola en la estancia.

La diosa se volvió hacia él con una ceja enarcada.

—¿Pasa algo?

—¿Dónde está Noir?

Azura chasqueó la lengua.

—No respondemos ante ti, guapo. Peleas por nosotros, es lo único que haces, nada más. Que no se te olvide tu lugar.

Esas palabras no eran las adecuadas para mantenerlo contento. Le costó la misma vida no mandarla a la mierda.

Azura suavizó su expresión y señaló la puerta con la barbilla.

—Dime, ¿por qué no te estás divirtiendo con tu nueva mascota?

Ni el tono ni la actitud de Azura le gustaban un pelo. Pero no pensaba comentárselo… de momento. Todavía tenía que averiguar unas cuantas cosas.

—Quiero ver a los Óneiroi a los que habéis capturado.

Azura frunció el ceño, disgustada.

—¿Por qué?

Sus incesantes preguntas comenzaban a molestarlo.

—Tengo que ajustar cuentas con la mayoría.

—Tranquilo. Están sufriendo el castigo que merecen en tu nombre. Te aseguro que su estado actual te impresionará.

Sus continuas evasivas despertaron sus sospechas.

—¿Quieres decir que yo también soy un prisionero?

—Yo no he dicho eso. Pero recuerda que dudamos de tu lealtad hacia nosotros tanto como tú dudas de la nuestra hacia ti. Noir, tú y yo tenemos una alianza precaria en este momento. Una alianza que aún no se ha puesto a prueba.

—Y, sin embargo, me has dado una espada muy rara.

—Una muestra de confianza y esperanza en nuestro futuro común.

Algo no cuadraba en aquella imagen. Su instinto lo mantuvo en guardia. Aquella espada escondía algo. Algo que Azura no le estaba contando.

—¿Por qué?

—Ya te lo he dicho. Queremos que estés de nuestro lado. Mientras sea así, se harán realidad todos tus deseos.

Pero si los contrariaba, tendría que pagar el precio. La velada amenaza flotó en el aire. Una amenaza que no le gustó ni un pelo. Ya había recorrido ese camino y se la había pegado.

Sin embargo, si Azura quería concederle todos sus deseos…

—Deseo ver a los Óneiroi.

La diosa soltó una carcajada.

—Chiquillo insistente. A su debido tiempo nos sinceraremos contigo y podrás hacer lo que se te antoje. Pero todavía no. Claro que si lo prefieres, puedo devolverte a tu taller y despojarte otra vez de tus poderes.

Tentado por la idea de decirle que se lo metiera todo por salva fuera la parte, se marchó a pesar de que deseaba atacarla por haberlo tratado como a un imbécil.

Eso sería un suicidio.

«Descansa ahora, estudia el terreno. Ataca solo cuando te encuentres en una posición de poder», recordó.

Se sabía de memoria el código del guerrero.

Sin embargo, tenía un mal presentimiento muy persistente. Algo no encajaba. Pero no sabía el qué.

Inquieto y descorazonado, regresó a su habitación, donde encontró a Delfine vestida con los vaqueros y la camiseta rosa que le había dejado. También llevaba su capa como si fuera una armadura. Precisamente lo que era en realidad. Delfine ignoraba que nada podría perforarla.

Estaba sentada en la cama, mirando la puerta con expresión nerviosa como si esperase que alguien entrara para atacarla. Un temor que, dado el lugar en el que se encontraban, no era irracional.

Se detuvo a medio camino de la cama, sin saber qué decirle. Nunca había practicado mucho la conversación superflua, ni siquiera antes de abandonar el Olimpo.

¡Llevaba siglos sin mediar palabra con nadie!

Mucho menos con una mujer atractiva. El deseo se la puso dura solo con mirarla. Uno de los castigos más crueles de Zeus consistía en la pronta erección que sufría nada más ver a una mujer… y en la impotencia que sufría en cuanto estaba a solas con ella. La frustración por no poder mantener relaciones sexuales lo había vuelto loco. Ni siquiera podía aliviarse con sus propias manos.

Solo por ese motivo quería arrancarle la cabeza al dios olímpico.

De modo que había aprendido a no pensar siquiera en el sexo. A mantenerse alejado de las mujeres y de su aroma todo lo posible, para no sufrir más todavía. Sin embargo, había añorado que lo tocaran y lo abrazaran. Había añorado la suavidad de una mujer desnuda entre sus brazos.

Y allí estaba Delfine, tan guapa. Tan tentadora.

Una caricia…

Pero no podía. No sabía si su cuerpo respondería llegado el momento. Y eso aumentó su enfado.

—¿Tienes hambre? —masculló.

Delfine frunció el ceño. Su expresión era una mezcla de preocupación y miedo.

¿Le había preguntado algo malo? En vez de tranquilizarla había conseguido que se tensara todavía más. Aunque tal vez fuera su tono de voz. ¿Cómo se suponía que debía tranquilizarla?

Alguien debería haber escrito un manual de instrucciones. Claro que el hecho de que los dioses quisieran comunicarse con sus esclavos era algo tan impensable que a nadie se le habría ocurrido escribir normas.

—Quiero que me quites el collar —contestó ella con voz seria.

—No puedo hacerlo.

—¿Por qué no? ¿Te da miedo que recupere mis poderes?

Resopló al escucharla.

—Claro, claro. Llamarme cobarde no te va a servir de nada. En serio, eres una aficionada en este terreno y me han llamado cosas muchísimo peores.

Delfine se percató de la nota dolida de su voz, aunque él había intentado disimularla. Dado lo que había visto de su vida, estaba segura de que lo habían insultado y le habían hecho cosas mucho peores. Pero eso no cambiaba la situación: ella era su prisionera y lo detestaba.

Y no entendía por qué Jericó estaba allí.

—¿Por qué te has unido a ellos?

Jericó se detuvo a reflexionar la respuesta más acertada. Como si esa mujer pudiera entender sus motivos o su razonamiento. En el fondo sabía la verdad. Delfine tendría que pasar por el mismo infierno que él había padecido para entenderlo.

Jericó levantó las manos y creó un arco de brillante luz de una palma a otra. Por primera vez en siglos podía crear y lanzar descargas astrales para freír lo que quisiera. Era una sensación maravillosa… saber que jamás volverían a pisotearlo…

Solo por ese motivo habría vendido su alma, su vida y cualquier cosa que quisieran. ¿Cómo rechazar la proposición de Azura? Aunque no pensaba decirle nada de eso a Delfine.

—No es asunto tuyo. —Bajó las manos y apoyó una en la empuñadura de la espada.

Delfine lo miró con el ceño fruncido, frustrada.

—Noir destruirá el mundo.

—¿Y qué? ¿Quién dice que merezca la pena salvarlo?

Delfine quería zarandearlo por su terquedad. Nunca había conocido a un hombre tan imbécil y tan inflexible. ¿Qué le habían hecho para que fuera así?

—¿Serías capaz de matar o esclavizar a la gente? Hay demasiada belleza en el mundo y ellos la destruirán. ¿Por qué no lo ves?

Jericó resopló como si Delfine fuera una niña.

—Hablas como alguien que solo ha vivido en el seguro mundo de los sueños. No tienes ni idea de cómo es el mundo real. No tienes ni idea de lo que te pueden hacer los demás si se saben a salvo. La gente es cruel. Ojalá Noir consiga más poder para destruirlo todo.

—Las personas pueden ser crueles a veces —admitió—. Pero he visto el lado bueno en muchas. He visto sus esperanzas y sus sueños. —Por eso luchaba con tanto ahínco por la humanidad.

—Y yo he vivido su peor lado. —El dolor que brilló en su mirada la abrasó.

Y puso de manifiesto su personalidad y su forma de pensar. Pero eso no lo justificaba.

—Así que todo lo que tú hagas está bien, ¿no? Como fueron crueles contigo, está justificado que tú les pagues con la misma moneda.

Jericó se encogió de hombros con despreocupación.

—A mí me parece que está justificado.

Delfine soltó un largo suspiro. ¿Qué tenía que hacer para que la escuchara? ¿Qué tenía que hacer para que comprendiera y, sobre todo, para que le importara lo que estaba haciendo?

—¿Siempre has sido un amargado?

Jericó se quedó pasmado por su inesperada pregunta. Nadie se la había hecho antes. Nadie. La pregunta lo obligó a mirar en su interior.

Nunca se había gustado mucho. Ni cuando servía a Zeus y mucho menos después de que lo desterraran. Desde su nacimiento había sido un dios con un destino marcado que se había visto obligado a cumplir.

«Equilibra a tus hermanos. Sirve a tu amo. Haz lo que te ordenen. Nada de preguntas. Nada de vida…»

Y así fue su existencia hasta que ya no pudo seguir obedeciendo ciegamente.

Todas las cosas llegaban a su fin. Nacimiento, destrucción, muerte y renacimiento. Era la ley del universo. El código de la Fuente. ¿Quién era él para luchar contra eso?

Sin embargo, la verdad seguía siendo muy cruda.

—Sí —contestó con voz gélida—. Siempre he sido un amargado.

Delfine soltó un suspiro cansado.

—Pues lo siento muchísimo por ti.

—No lo sientas. No necesito la lástima de alguien que sabe tan poco de la vida.

Delfine meneó la cabeza.

—Eso no es verdad. He visto la vida cada vez que he entrado en un sueño. He visto el amor y la alegría en sus formas más puras. Es hermoso contemplar esas emociones aunque estén entumecidas por el estado onírico.

—Vives como un parásito —replicó él con desdén, llevándole la contraria.

Esas palabras avivaron la ira de Delfine hasta un punto desconocido.

—¿Y tú no? También te he visto a ti. No te relacionabas con nadie. Ni siquiera les decías adiós cuando te marchabas. ¿Qué clase de vida es esa?

Jericó resopló de furia y siseó mientras se acercaba con una rabia tan feroz que Delfine intentó huir, pero la acorraló en un rincón. Tuvo que echar la cabeza hacia atrás para mirarlo a la cara. Era altísimo. Y estaba muy cabreado. El brillo de su ojo sano delataba un odio visceral.

Jericó quería contarle con pelos y señales por qué no podía relacionarse con los demás. Quería hacerle daño, quería hacerle pagar por lo que Zeus le había hecho a él. Pero en ese momento su olor lo asaltó, paralizándolo por completo.

Y lo peor fue que ese olor evaporó su rabia y le provocó una erección tremenda. Delfine se convirtió en el centro de su razonamiento, no de su odio.

Ella, esa piel tan suave y ese delicado cuerpo que se moría por saborear…

Clavó la vista en sus labios, que estaban entreabiertos ya que respiraba de forma superficial. ¿Serían tan suaves como parecían? ¿Le proporcionarían un placer que le había sido negado desde que lo condenaron y lo maldijeron?

Hacía siglos que no besaba a una mujer… ¿Se acordaría siquiera de cómo se hacía?

«Mata a esta zorra y cumple tu venganza. Entrégasela a Zeus en pedacitos. Que sepa lo que es el sufrimiento. Arrebátale lo mismo que él te arrebató.»

Pero era incapaz. Pese a las acusaciones que ella le había lanzado y a su propia rabia, no era capaz de hacerle daño. Y no entendía por qué.

Sus ojos de color avellana seguían brillando con su fuego y su vitalidad… aunque tenía miedo. No podía arrebatarle esas emociones.

No, no quería arrebatárselas.

Antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo, cogió un tirabuzón que descansaba sobre su hombro. Era increíblemente suave. El rizo se enroscó en su dedo, atormentándole la piel. Se lo llevó a la cara y cerró los ojos para aspirar el sutil perfume de su cabello mientras se imaginaba cómo sería hacerle el amor hasta que ambos estuvieran saciados.

Al imaginársela desnuda entre sus brazos se le puso todavía más dura.

Delfine apenas podía respirar mientras lo observaba. Una parte de sí misma esperaba que la atacase. Pero no lo hizo.

En cambio, comenzó a frotarse un mechón de su cabello contra los labios. Unos labios que estaban muy cerca de los suyos…

Jamás la habían besado. Hasta ese preciso momento ni se le había pasado por la cabeza la posibilidad de que alguien lo hiciera. Dado que no podía sentir lujuria, nunca había sido un problema. Pero en ese instante y por primera vez sintió que su cuerpo ardía. También sintió que se le aceleraba el corazón y la asaltaba una sensación que no había experimentado antes.

Quería que la tocara…

Jericó inclinó la cabeza como si fuera a besarla. Sin embargo, justo antes de que sus labios se tocaran, volvió la cara para enterrársela en el pelo e inspiró hondo.

Como no estaba segura de lo que hacer, le sujetó la cabeza con una mano y lo abrazó con la otra. No estaba preparada para la maravillosa sensación de abrazarlo de aquella manera. Jericó olía a cuero y a especias picantes, a hombre. El roce de su abundante pelo rubio platino en la mejilla era tan suave como una pluma y le provocó un escalofrío. Sentía cómo sus músculos se tensaban y se relajaban bajo su mano, así como la suavidad de su pelo en la palma…

Jericó le enterró la cara en el cuello mientras se imaginaba todo lo que deseaba hacerle. Mientras intentaba adivinar lo maravilloso que sería su sabor. Deseaba con desesperación embriagarse con su aroma.

El roce de sus manos sobre su cuerpo…

Era celestial.

E infernal a la vez.

No quería experimentar esas sensaciones. No quería volver a ser débil, muchísimo menos por otra persona. No quería que lo controlasen. La última vez que se había permitido sentir algo por alguien lo había perdido todo.

Incluso su dignidad.

Furioso por la idea, emitió un gruñido ronco y se apartó de sus brazos. No necesitaba ni suavidad ni consuelo. Tampoco que lo tocasen. Zeus le había enseñado esa lección. Podía sobrevivir perfectamente sin nadie a su alrededor, solo.

Así era más fuerte.

—No te acerques —le soltó.

Delfine se quedó desconcertada por sus palabras.

—Has sido tú quien se ha acercado.

—¡No me provoques, mujer!

—Sabes muy bien que todo este asunto de las emociones también es nuevo para mí —replicó ella con los ojos entrecerrados—. No sé cómo lidiar con todas estas sensaciones conflictivas y que te pongas a gritarme no me ayuda precisamente… ¡hombre!

—¡No me levantes la voz!

—Lo mismo te digo, tío. Lo mismo te digo. —Delfine no se dio cuenta de que se había vuelto a acercar a él hasta que tuvo que echar la cabeza hacia atrás para mirarlo.

La rabia que hervía en el interior de Jericó la afectaba, pero no podía hacer nada para ayudarlo. Nada en absoluto, y la frustración que ese hecho le provocaba la instaba a ocultarse en algún sitio donde pudiera sentirse a salvo de nuevo.

—Lo único que quiero es volver a casa.

Jericó contuvo un estremecimiento al escuchar esas palabras pronunciadas en voz baja. Era una súplica que él mismo había hecho en incontables ocasiones durante el primer siglo de su destierro, una súplica que todavía le desgarraba el corazón. ¿Cuántas veces había cerrado los ojos, recordando la risa de Niké? O la sensación maravillosa de que lo respetasen…

En aquellos momentos ansiaba cambiar lo que había hecho y suplicar perdón para que lo dejaran volver a casa.

Pero con el paso del tiempo aprendió a no desear nada. Una lección que no debía olvidar.

Al menos no la estaba humillando ni torturando como le habían hecho a él.

—Será mejor que te acostumbres a este sitio. Pronto no quedará una casa a la que volver.

Sus palabras la dejaron de piedra.

—¿Matarías a tu propia madre?

En el interior de Jericó no había más que frialdad hacia la diosa Estigia.

—Mi madre fue una de los que me despojaron de mis poderes y me arrojaron al mundo humano. ¿A ti qué te parece?

—Creo que tu madre se merece una paliza por su crueldad, y seguramente Zeus también, pero los demás no nos merecemos la muerte por el error de dos dioses.

Cierto, pero eso no bastaba para calmar su furia. Ni mucho menos.

—Tú no sabes nada sobre la venganza.

—Tienes razón, no sé nada de la venganza. Solo sé cómo proteger a los demás. Es lo único que he hecho.

—Porque eres una autómata.

Delfine levantó la barbilla.

—Es mejor ser una autómata que protege a los demás que un asesino sanguinario sin compasión por nadie. El mero hecho de que mis emociones estuvieran anuladas no me convierte en un ser irracional de la misma manera que tú no lo eras cuando ejecutabas los castigos de Zeus antes de tu destierro. Hefesto me contó que te suplicó que no le hicieras daño a Prometeo. Sin embargo, te impusiste y lo obligaste a que encadenara a Prometeo a una roca para que fuera despedazado todos los días durante el resto de la eternidad.

—Y ya ves de qué me sirvió. He pagado con creces esa ciega obediencia. Si pudiera retroceder en el tiempo, habría ensartado a Zeus con mi espada cuando tuve la oportunidad.

Delfine levantó las manos y las agitó entre sus cuerpos.

—Pero no lo hiciste. Hiciste lo correcto. Y ahora te pido que vuelvas a hacerlo. Únete a nosotros en esta batalla. No permitas que el mal se apodere del mundo.

Jericó soltó una carcajada amarga.

—¿No te has dado cuenta de que la única vez en la vida que hice lo correcto me maldijeron? Por eso no me apetece repetir la experiencia. Cuando Zeus preguntó si algún dios quería ayudarme, todos me volvieron la espalda. Ellos empezaron esto. Todos ellos. Y yo pienso ponerle fin, y a ellos también. A la mierda con el mundo.

—Y así será —replicó ella con voz entrecortada por el dolor desesperado que crecía en su interior—. Así será. —Inspiró hondo antes de continuar—: ¿Y qué pasará después contigo?

—¿Qué más da?

—Si a ti no te importa, ¿a quién le va a importar?

Jericó torció el gesto.

—No tergiverses mis palabras con psicología barata. No le importo a nadie. Qué pena. Me la trae floja. Y ahora, si me perdonas, tengo que reunirme con un ejército y entrenarlo. —Desapareció.

Delfine soltó un largo suspiro mientras se disipaba el humo a su alrededor. La rabia y el dolor de Jericó eran tales que casi se podían palpar.

¿Qué tenía que hacer para llegarle al corazón?

¿Sería posible lograrlo?

Sin embargo, lo más triste de todo era que ni siquiera podía culparlo por su reacción, aunque fuera un poquito. Lo que le habían hecho estaba mal. Era imperdonable. ¿Cómo habría reaccionado ella de estar en su lugar? Salvar una vida para que después aquel acto arruinara la suya…

El intercambio le parecía muy injusto.

Y el tiempo pasaba. Pronto se le acabaría.

«Si no puedes hacer que cambie de bando, debes destruirlo…»

No había vuelta de hoja.