Delfine trastabilló hacia atrás, espantada. Intentó materializarse en el apartamento de Cratos para detenerlos.
Fue imposible. Azura la había bloqueado y no estaba dispuesta a dejarla aparecer.
—¡No! —gritó.
Pero era demasiado tarde. Habían abandonado el apartamento y Cratos estaba en manos del mal.
¿Qué iban a hacer?
¿Cómo era posible que hubiera sucedido algo así?
Y lo más importante: ¿por qué no había podido evitarlo? No debería haber esperado a que Cratos se durmiera. Debería haberse manifestado y haberse quedado a su lado pese a sus protestas. Deberían haberlo vigilado hasta que claudicara.
Sin embargo, ese tipo de pensamiento ya era inútil. Los «podría», los «debería» y los «tal vez» no cambiarían el hecho de que Cratos estaba en el bando enemigo.
«¡Joder!», pensó.
Los dioses vinculados a la Fuente eran muy pocos y la mayoría de ellos se había puesto del lado de Noir. Los que estaban del lado de los olímpicos eran incapaces de igualar sus habilidades. Solo Cratos era lo bastante fuerte para enfrentarse a él. Y lo peor era que debía volver con Fobos y Zeus para comunicarles las malas noticias.
Tendría suerte si no la mataban.
Aunque no era una cobarde. Las circunstancias habían tomado un rumbo inesperado y tenía que comunicarlo lo antes posible a fin de que se prepararan para la guerra en ciernes.
Y para su inevitable derrota.
«Mira el lado positivo: morirás en cuestión de minutos en vez de pasarte toda la eternidad encerrada», se dijo.
Tragó saliva, deseando poder huir y esconderse. Encontrar un lugar en el mundo donde pudiera estar a salvo.
Ojalá pudiera hacerlo. Pero no había ningún lugar seguro. Noir y Azura habían vuelto y no se detendrían hasta encadenarlos a todos.
Hasta haber conquistado el mundo de los humanos.
Con el corazón acelerado por el miedo, abandonó su dormitorio y se teletransportó al Olimpo, a las estancias de los dioses, donde Zeus y el resto solían reunirse a aquella hora para comer, cotillear y confabular. Aunque era una semidiosa, Delfine tenía por costumbre evitar aquel lugar. Nunca se había sentido bien recibida. Los dioses tenían sus camarillas, y ella intentaba mantenerse bien lejos de la línea de fuego, sobre todo porque la mayoría adolecía de un temperamento excesivamente celoso. Había oído que muchas diosas menores habían acabado convertidas en todo tipo de animales por la simple razón de que un dios las había mirado mientras su esposa estaba presente. Puesto que no le apetecía acabar convertida en una gorgona, en una araña deforme o en algo parecido, Delfine evitaba aquel lugar a toda costa.
Hasta ese día.
Tragó saliva para apaciguar el miedo que una Cazadora Onírica no debería sentir y abrió la puerta doble. Vio a un nutrido grupo de dioses. Apolo estaba tocando la lira mientras Afrodita y Ares compartían un cuenco de ambrosía. Hermes y Atenea jugaban una partida de ajedrez cuyas diminutas piezas tenían vida propia.
Zeus descansaba plácidamente en su trono con Hera sentada a su lado, hablando con Perséfone. Una escena muy agradable que Delfine aborrecía interrumpir.
En cuanto entró, Fobos se materializó a su lado y la detuvo.
—¿Qué ha pasado?
—Cratos ha desertado. —Aunque juraría que había susurrado esas palabras, las conversaciones y las actividades cesaron de inmediato como si las hubiera gritado.
Zeus se puso en pie muy despacio, con un brillo furioso en los ojos. El dios, que era alto y rubio, sería muy apuesto si no tuviera ese terrible temperamento y una marcada tendencia a matar a todo aquel que se le atravesara.
—No me digas que has fracasado en tu misión de traer a Cratos.
«No pienso hacerlo mientras me mires con esa cara», pensó ella. Y tuvo que morderse la lengua para no decirlo en voz alta. Dado el humor del dios en aquel momento, no se lo tomaría precisamente bien.
Fobos abrió los ojos de par en par, advirtiéndole de que guardara silencio. Como si necesitara semejante advertencia… Después se dirigió a Zeus para defenderla.
—Un obstáculo insignificante, señor. Te lo aseguro.
Esas palabras no tranquilizaron al regente de los dioses.
—¿Estás dispuesto a enfrentarte a mi hacha en su lugar? —le preguntó.
—¿Tengo que hacerlo? —replicó Fobos.
Zeus rugió con furia:
—¡Me tenéis contento los dos!
Mientras el regente de los dioses se acercaba a ellos, Niké intervino.
—¿Señor? —dijo en voz baja—. ¿Puedo hablar con ellos un momento?
Zeus la miró como si estuviera sopesando la idea de fulminarla con una descarga, justo después de acabar con los otros dos.
—Que sea breve.
Niké asintió con la cabeza antes de bajar del estrado donde se encontraba el trono de Zeus. Apolo la miró con cara de asco, pero ella no le prestó atención mientras se acercaba a Delfine. Una vez a su lado, la aferró por un brazo y la acercó a ella.
—Dime qué ha pasado.
Delfine dijo en voz muy baja:
—Azura llegó hasta él antes de que yo pudiera hacerlo. Le prometió la libertad y la venganza si se unía a ellos.
Zeus comenzó a despotricar contra ellos.
—¡Os mataré a los dos por esto!
Niké se plantó frente a Delfine.
—Señor, por favor, ten un poco de paciencia. Soy la diosa de la victoria, y Cratos es mi hermano. Si hay alguien aquí presente capaz de llegar hasta él y hacerlo cambiar de opinión, soy yo.
Zeus puso cara de asco.
—En ese caso, convéncelo, pero la vida de estos dos es otro cantar… —añadió al tiempo que les lanzaba una mirada elocuente a Fobos y a Delfine.
A Delfine no le gustaba ni un pelo el cariz que estaba tomando el asunto, y lo único que quería era perder de vista la furiosa expresión de Zeus. Además, se veía obligada a morderse la lengua para no preguntar por qué no habían mandado a Niké desde el principio si tan bien conocía a su hermano.
No obstante, el objetivo era salir de allí con vida, no cabrearlos para que la mataran.
—Yo no puedo darle a mi hermano lo que quiere —señaló Niké mirando a Delfine—, pero ella sí. Señor, concédenos una oportunidad. Por favor. Sé que podemos recuperar su lealtad.
La furia que reflejaba la cara de Zeus fue en aumento, hasta tal punto que Delfine creyó que iba a atacarla.
Sin embargo, claudicó tras unos espantosos segundos.
—Os concedo una única oportunidad. Azura y los demás matarán a sus rehenes dentro de dos semanas y después vendrán a por nosotros. Tenéis doce días para convencerlo o matarlo.
Delfine meneó la cabeza al escuchar la orden.
—Cratos es invencible.
Zeus soltó una desagradable risotada.
—Ni mucho menos. Aunque le devuelvan todos sus poderes, si lo apuñaláis en el corazón, morirá.
Delfine frunció el ceño.
—¿Cómo es posible?
El orgullo que apareció en la cara de Zeus no le gustó a Delfine ni un pelo.
—Le arrancamos su corazón inmortal cuando lo expulsé del Olimpo, y lo único que le queda es un frágil corazón humano. Si lo atravesáis, morirá. Así de simple. Y no resucitará al día siguiente, como en otras ocasiones.
Delfine se percató del dolor que reflejaban los ojos de Niké.
—Ven conmigo, Delfine —le dijo la diosa.
Delfine la siguió hasta una puerta a través de la cual se accedía a una terraza con vistas a las cascadas irisadas y a la verde espesura que rodeaba la morada de los dioses. Al ver que Fobos hacía ademán de seguirlas, Niké se lo impidió con un gesto.
—Este trabajo no es para ti, Fobos. Por favor, compréndelo.
Él asintió con la cabeza antes de volver al interior y cerrar la puerta.
En cuanto estuvieron solas, Niké se llevó a Delfine al rincón más alejado de la terraza para susurrarle:
—Sabes muy bien lo que está en juego, así que no voy a repetirlo. Pero lo que no sabes es que hay una parte de mi hermano a la que solo yo tengo acceso. Éramos inseparables porque él me protegía de nuestros padres y yo lo adoraba por ese motivo. Es un buen hombre, pero no es fácil llegar hasta esa parte de sí mismo, porque la mantiene bien protegida, y estoy hablando de una época anterior a su castigo. Es mejor que recuerdes que mi hermano es el hijo de la Guerra y del Odio, y que eso es lo que lleva en su interior. Luchar y odiar es lo que mejor hace.
Delfine no entendía qué tenía que ver todo eso con su misión. Los orígenes de Cratos le importaban muy poco, lo importante era que se rindiera.
—¿Cómo lo derroto?
—No puedes. Será imposible que lo logres si recupera toda su fuerza. Esa es la pura verdad. Nuestro padre intentó darle una paliza cuando ya era adulto y Cratos lo hizo papilla solo por intentarlo. Si Zeus logró reducirlo fue porque Cratos no respondió a sus ataques. De haberlo hecho, ahora mismo ocuparía el trono de los dioses.
—En ese caso, tendré que matarlo.
—¡No! —Lo dijo con tal ferocidad que Delfine abrió los ojos por la sorpresa—. Mi hermano no merece morir. Está sufriendo por perdonarle la vida a un bebé. Esa acción no es la de un hombre que no merece la redención. Cuando éramos pequeños, me libró de tales palizas que prefiero no describirlas. No quiero que lo mates. Quiero que me ayudes a salvarlo y a traerlo de vuelta al lugar que le pertenece.
—¿Cómo?
Niké tomó una honda bocanada de aire antes de contestar con los ojos llenos de lágrimas:
—Luchará hasta la muerte con tal de proteger a lo que más quiere. Hasta la muerte. Consigue que quiera estar a tu lado más de lo que desea la venganza y se unirá a nosotros.
La idea era ridícula.
—No lo conozco y apenas cuento con dos semanas. —No era tiempo suficiente para matarlo, mucho menos para intentar seducir a un hombre a quien ni siquiera conocía—. ¿Por qué no vas tú, ya que eres su hermana?
Niké negó con la cabeza.
—No me escuchará. Ha pasado mucho tiempo y no he ido a verlo desde que lo expulsaron. Hace siglos. Cratos es muy rencoroso cuando piensa que ha sido objeto de un agravio. Por eso debes seducirlo. Creo que eres la única capaz de lograrlo. A veces no hace falta mucho tiempo, recuerda que no conocía al bebé cuya vida salvó y que, sin embargo, arruinó su vida por ese ser diminuto. Por favor, Delfine. Hazlo por mí, intenta salvarlo. Es un buen hombre, pero no es perfecto. Como la diosa de la victoria que soy, sé que hay una cosa muy cierta: la única forma de ganar es teniendo un corazón puro y luchando por la causa correcta. Ofrécele un motivo para vivir y una vida que defender con todas sus fuerzas y todos saldremos ganando.
—¿Y si no lo consigo?
Los ojos de la diosa se oscurecieron aún más mientras soltaba un suspiro cargado de tristeza.
—Conoces la respuesta y sabes muy bien lo que Zeus os hará a los dos si fallas.
Delfine asintió con la cabeza. Sin Cratos a su lado, perderían. Necesitaban su fuerza y sus poderes para luchar contra Noir y su ejército. En cuanto a su destino, tendría suerte si salía tan bien parada como Cratos.
—¿Y si le digo a Eros que le dispare? —Esa sería la forma más sencilla de seducirlo.
Niké negó con la cabeza.
—Esos poderes no funcionarán con Cratos y solo conseguirás enfurecerlo. Hazme caso, no te conviene cabrearlo. Tendrás que ganártelo de forma sincera.
¡Ay, qué sencillo iba a ser!, pensó con ironía… ¡Ja!
—¿Cómo quieres que lo seduzca? Carezco de emociones.
—Eso es mentira y las dos lo sabemos muy bien —susurró Niké—. Tienes todo lo que necesitas. No eres una Óneiroi pura, posees un espíritu humano y tienes emociones en tu interior. Eso es lo que te guiará. —Le dio un ligero apretón en el hombro—. Así que vete y conquístalo.
«Conquístalo.» Como si fuera fácil. Sin embargo, mientras la observaba alejarse, Delfine solo veía un futuro muy negro.
Para ella y para todos los dioses que dependían de su éxito. Era imposible.
Fobos se acercó a ella.
—¿Estás bien? Tienes peor cara ahora que cuando Zeus te estaba gritando.
La verdad era que se sentía mucho peor. Más asustada.
—¿Cómo se seduce a un hombre?
Fobos rió al escuchar la pregunta.
—Creo que me ofende que me preguntes eso. ¿Es que crees que tengo experiencia en el tema o qué?
Delfine lo miró con sorna.
—Estoy hablando en serio, Fobos.
—Yo también —replicó, ofendido—. No es que cuente con mucha experiencia seduciendo a hombres. Y tampoco es un tema sobre el que reflexione mucho. —Miró hacia la puerta para cerciorarse de que estaba bien cerrada. Cuando habló a continuación, su voz apenas se oía—. Tendrías que preguntárselo a Zeus.
Delfine puso los ojos en blanco. Si lo que se decía era cierto, para seducir a Zeus solo hacía falta ser mujer. Ni siquiera era necesario que la interesada respirase.
—Fobos, no tiene gracia. Necesito ayuda. De verdad. ¿Qué les gusta a los hombres?
—Depende del hombre. A mí me gustan los pechos grandes. Una buena delantera es lo único que hace falta para convencerme de hacer cualquier cosa. Aunque sea una estupidez.
Delfine soltó un gemido frustrado.
—¡Eso es vejatorio!
—¡Venga ya! —exclamó él sin inmutarse—. Tengo diez mil años y podría ser mucho más machista de lo que soy. Nena, llevo mucho trecho recorrido.
Pero no la estaba ayudando en absoluto.
—Lárgate.
Fobos titubeó como si no estuviera seguro de que fuera lo más sensato.
Delfine le señaló la puerta.
Él levantó las manos en un gesto de rendición.
—Vale. Me voy. Pero si me necesitas…
—Antes me saco los ojos.
Fobos se tomó la réplica con buen humor y sonrió.
—Como la personificación del miedo, suelo tener ese efecto en las mujeres. A lo mejor debería plantearme lo de cambiarme por Hímero. Me han dicho que las mujeres se arrancan la ropa en cuanto lo ven aparecer. La verdad es que es mucho mejor ser el dios del deseo sexual que ser el dios del miedo.
Delfine meneó la cabeza ante semejante muestra de despreocupación mientras Fobos volvía al interior. Ojalá se pareciera a él. Era como si nada consiguiera preocuparlo ni alterarlo. La verdad, estaba muy asustada, y a pesar de tener las emociones entumecidas, le resultaba muy desagradable.
Una vez a solas, clavó la vista en el frondoso paisaje mientras reflexionaba acerca de su siguiente paso.
Cratos estaba en manos de sus enemigos.
Y ella tenía la misión de seducirlo o si no matarlo. Menudo follón.
Mientras pensaba en la forma de llegar hasta él, Fobos regresó con una expresión furiosa y preocupada.
—Los skoti de Noir están atacando el Salón de los Espejos. —Le aferró una mano y la teletransportó a la Isla del Retiro en un abrir y cerrar de ojos.
Efectivamente, había un grupo de skoti destrozando los portales que usaban para velar el sueño de los humanos y para reunirse con los durmientes. El lugar estaba hecho añicos y el suelo estaba cubierto de trozos de cristal mientras un reducido grupo de dioses oníricos intentaba defenderlo.
Delfine hizo aparecer una espada con la que atacó al skoti que tenía más cerca.
—¿Quieres jugar, niña? —le preguntó su enemigo con una carcajada.
Ella se lanzó a por él y le demostró lo letal que era. La sonrisa desapareció al instante de la cara del skoti. En realidad, Delfine era letal y precisa cuando luchaba, ya que llevaba toda su existencia luchando contra los demonios que se aprovechaban de los humanos mientras dormían.
Había pocos Óneiroi tan capaces como ella.
Fobos se estaba enfrentando a dos enemigos, intentando proteger los portales que quedaban. Aunque técnicamente los Óneiroi podían realizar su trabajo sin ellos, no era tan fácil. Ni tan efectivo. Necesitaban salvar los portales.
Justo cuando Delfine estaba a punto de atravesar a su oponente con la espada, alguien la atrapó por detrás. Una mano áspera la aferró por el cuello y la paralizó por completo.
No veía nada salvo una niebla oscura y densa. El aura maligna que la rodeaba era tangible.
Noir.
Y estaba en sus manos. Sintió que algo frío le rozaba la mejilla y al instante Noir le giró la cabeza y la oscuridad la invadió por completo.
Azura caminaba alrededor de Jericó con una sonrisa orgullosa.
Él cerró los ojos y dejó que el poder de la Fuente volviera a inundarlo. Había pasado tanto tiempo…
Demasiado.
Volvía a estar entero y era una sensación increíble. Una sensación que había echado mucho de menos. Había añorado sus poderes. Verlos, olerlos y sentirlos correr por su cuerpo como si fueran un ente vivo. Flexionó los dedos y observó cómo se transformaban en afiladas garras metálicas. Las palabras que su madre le tatuó a fuego habían desaparecido y en su lugar brillaban sus tatuajes, visibles incluso a la mortecina luz.
Nadie lo controlaría de nuevo. Había vuelto y estaba furioso.
Muy cabreado.
Y listo para vengarse.
Azura le acarició una mejilla.
—¿Quieres que te arregle la cara y el ojo?
—No —gruñó. Quería recordar el precio de la debilidad. Jamás volvería a cometer ese error.
—Muy bien. Tu divinidad ha sido restaurada. Haz que nos enorgullezcamos de ti.
Eso pensaba hacer.
Azura se apartó para que pudiera mirarse en el espejo que ocupaba toda la pared. El humano sucio que se había visto obligado a suplicar para poder trabajar y a contentarse con las sobras para comer y vestirse mientras esperaba noche tras noche que los asesinos de Zeus lo mataran ya no estaba.
Su pelo ya no era negro. Volvía a ser del rubio platino propio de los dioses y suponía un enorme contraste con su ropa negra.
Azura le ofreció una espada y un látigo.
—No son a los que estabas acostumbrado, pero creo que te gustarán.
En la hoja sintió la fuerza vital del universo. Vibraba como si fuera un ser vivo.
—¿Qué es?
—Se forjó en los fuegos de la Fuente. Lleva en su interior la mismísima esencia del universo. La hoja es capaz de atravesarlo todo. Y a todos, que es lo más importante.
Jericó pasó un dedo por la hoja, satisfecho al comprobar lo afilada que estaba. Siseó al cortarse, mientras observaba cómo brotaba la sangre. Una sangre que no tardó en evaporarse mientras su cuerpo se curaba a sí mismo.
Como el de un dios.
Lo más sorprendente, sin embargo, fue ver que la hoja absorbía la sangre como si se estuviera alimentando de ella.
—Tendrás que alimentarla de forma regular —le explicó Azura al tiempo que pasaba una uña por la hoja—. La espada necesita sangre fresca para mantenerse. Con ella podrás matar a Zeus y absorber sus poderes. —Guardó silencio mientras lo miraba a los ojos con una expresión tan ansiosa de venganza como su alma—. Podrías ser el regente de los dioses olímpicos, Cratos. Imagínatelo… todos ellos postrados ante ti.
Puso cara de asco al escucharla.
—Cratos está muerto —dijo con voz gutural—. Me llamo Jericó.
Azura soltó una carcajada.
—No se me ocurre un nombre más apropiado. El nombre de una ciudad maldita y reducida a cenizas. Y al igual que el ave Fénix, resurges de la destrucción de tu pasado para caer con toda tu fuerza sobre los que te maldijeron.
Y disfrutaría bañándose con su sangre, pensó. La espada que blandía jamás pasaría hambre mientras estuviera en sus manos.
Azura se apartó.
—De momento, liderarás mi ejército de skoti. Queremos neutralizar el Olimpo y usar sus dioses oníricos para atacar a los que necesitamos controlar.
—Hecho. —Estaba más que dispuesto a arrojar a los lobos a Zeus y a sus seguidores. Se merecían eso y mucho más por su crueldad.
Un destello luminoso estuvo a punto de cegarlo. Levantó un brazo para protegerse los ojos y frunció el ceño al ver la neblina oscura que aparecía ante él y que se transformaba en el único ser más malévolo que Azura, al menos que él conociera.
Noir.
Alto, moreno de piel y de pelo, y con los ojos oscuros, Noir irradiaba un poder inmenso y cruel. Era un ser apuesto incluso a ojos de Jericó, como solo lo eran los dioses. Sin embargo, el que tenía delante era uno de los primeros seres de la creación.
O más bien, el primer engendro del infierno.
Noir iba pertrechado con una armadura de color vino, y llevaba una capa roja ribeteada de dorado. La gélida mirada del ser se posó sobre Jericó un instante antes de desviarse hacia Azura.
—Felicidades, hermanita.
—Te dije que podría convencerlo de que se uniera a nosotros.
Noir inclinó la cabeza.
—Te traigo una nueva victoria sobre el otro bando.
—¿En serio?
—Compruébalo tú misma. —Extendió los dedos de una mano y en su palma apareció un agujero oscuro donde yacían un grupo de Óneiroi sufriendo lo indecible.
Jericó esperaba que la imagen lo alegrara al máximo; sin embargo, mientras contemplaba su tortura y sus cuerpos mutilados, lo recorrió una oleada de compasión.
¿Por qué?
No encontraba la respuesta. Bien sabían los dioses que nunca se habían compadecido de él. Más bien se habían burlado y reído a carcajadas mientras lo mataban. Uno de los prisioneros le llamó la atención.
Sin pensar, dio un paso adelante.
Azura lo miró al instante.
—¿Has visto algo interesante?
Jericó apartó la vista de la mujer cuya cara ni siquiera podía ver. Ignoraba por qué se sentía atraído por ella. Otra estupidez por su parte.
—No.
—En ese caso, le diré a uno de mis sirvientes que te acompañe a tus nuevos aposentos. Creo que te gustarán mucho más que el cuchitril donde vivías. —Azura chasqueó los dedos y apareció una chica de unos dieciséis años.
Al menos eso aparentaba tener. Sin embargo, su piel morena tenía un brillo iridiscente que le recordó al ojo de un dragón.
Era un demonio muy atractivo.
—Sígueme, señor —le dijo la criatura en voz baja.
Jericó la obedeció, maravillado por la opulencia del palacio dorado que Azura y Noir consideraban su hogar. A diferencia de los olímpicos, vivían en el agujero más oscuro situado en el centro de la tierra. Sin embargo, distaba mucho de ser oscuro y tenebroso.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí?
La criatura lo miró por encima del hombro.
—Nací aquí, señor.
—¿Y cuántos años tienes?
—Más de dos mil. —Abrió una puerta negra con goznes y picaporte de oro.
Nada más ver su nuevo dormitorio, Jericó silbó. Era una estancia lujosamente amueblada que lo invitaba a entrar. Pasó junto al demonio y tuvo que controlarse para no correr hacia la cama y arrojarse de cabeza al colchón. Había pasado tanto tiempo desde la última vez que se acostó en una cama que ni siquiera recordaba la sensación.
La criatura cerró la puerta y se acercó a la chimenea. Arrojó sobre los leños una llamarada procedente de la palma de su mano y después se volvió hacia él con un brillo calculador en los ojos.
—¿Puedo hacer algo más por ti, señor?
Jericó entendió perfectamente la indirecta, pero no tenía la menor intención de tomar ese camino. Al menos no con un demonio y no en aquel momento.
—No.
Su respuesta pareció aliviarla.
—Si cambias de opinión, házmelo saber. Soy Rielle. Vendré de inmediato.
—Gracias.
Sorprendida por esa palabra, el demonio se desvaneció.
Una vez a solas, Jericó dejó la espada sobre la cómoda.
Le echó un vistazo al dormitorio, pasando la mano por la brillante madera de los postes de la cama. Le recordó a la que tenía en el Olimpo. Le recordó la época anterior a que el hombre registrara la Historia, cuando lo respetaban y lo temían.
Pero había vuelto.
Y estaba cabreado. Que la Fuente se compadeciera de los culpables de su mal humor.
Porque, a fin de cuentas, él no lo haría.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Noir a Azura con aspereza.
Azura guardó silencio mientras su sirvienta dejaba el cuerpo de la zorra olímpica encima de la mesa, frente a ella.
—¿No te has fijado en su forma de mirarla?
Noir se encogió de hombros.
—Es atractiva. Es normal que la mire.
—Sí, pero necesitamos que nuestra nueva herramienta esté contenta. Solo faltaría que se revolviera contra nosotros. Sin tu malacai, lo necesitaremos para atacar a la Fuente. —Pasó la mano sobre el cuerpo de la mujer, satisfecha al ver su pequeña estatura—. Es una belleza, ¿verdad?
—Si te gustan las mujeres rubias y blancas. Yo las prefiero con más color.
Azura sonrió mientras Noir tiraba de ella para pasarle la lengua por el cuello. Sintió una miríada de escalofríos. Aunque se llamaban hermanos, no había nada que los uniera salvo su afán por conseguir el poder y su ansia por la muerte. En eso, eran familia.
La realidad era muy distinta.
—Ahora no, amor. Quiero presentársela a Cratos.
—Pues arrójasela a su habitación. O mátala. A mí me da igual.
Azura hizo aparecer un collar para contener los poderes de la mujer. No podían dejarla campar a sus anchas en su hogar. Y aunque no pudiera hacerles nada, era una cuestión de principios.
En cuanto los poderes de la olímpica estuvieron controlados, le deshizo el recogido para que el pelo le cayera por los hombros.
—Sí, muy guapa.
Satisfecha, Azura se trasladó a la habitación de Cratos. Lo encontró mirando por la ventana, como si estuviera intentando ver a algún enemigo. En cuanto ella apareció, se volvió listo para pelear.
Tuvo que contenerse para no burlarse de él, porque en realidad era una cualidad admirable. Demostraba ser inteligente al no confiar en ellos. La mayoría de la gente lo hacía, para su postrero pesar. El hecho de que solo él estuviera alerta a una posible traición ponía de manifiesto por qué era un aliado valioso.
—No tienes motivos para estar tan nervioso.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó él con expresión pétrea.
—Te he traído un regalo.
Jericó la miró ceñudo, como si se preguntara qué estaba tramando. Porque sabía que estaba tramando algo. Su comportamiento ponía de manifiesto que estaba a punto de hacer algo que lo enfurecería muchísimo. Y no estaba nervioso. El problema era que conocía perfectamente la traición que albergaba el corazón de todas las criaturas. Era lo que esperaba de cualquiera.
No podía confiar en nadie.
Bueno, eso no era cierto. Confiaba en la capacidad de toda criatura viva para fastidiar a todo aquel con quien se cruzara si de esa forma conseguía lo que quería. No fallaba.
—¿Un regalo?
La sonrisa de Azura era malévola y más fría que el hielo.
—Bon appétit, guapetón —respondió mientras chasqueaba los dedos.
Antes de que el sonido se desvaneciera de sus oídos, Jericó vio que algo pequeño aparecía a sus pies.
Jadeó al ver a la diminuta mujer…
Completamente desnuda.