Nueva Orleans, 2009
6.000 años después…
más o menos
(siglo arriba, siglo abajo)
Delfine se detuvo para orientarse mientras miraba los antiguos edificios con balcones de hierro forjado o de madera tallada, aunque muchos tenían las ventanas tapiadas con tableros. Qué ciudad más rara… claro que tampoco estaba acostumbrada al plano humano, solo a los sueños humanos. En ellos el mundo de los hombres parecía totalmente distinto.
Aquel lugar, con todo ese ruido y esas luces, la desconcertaba. Por no mencionar el espantoso hedor de algo que debía de ser algún tipo de excremento…
Dio un respingo, sobresaltada por un estruendo horrible segundos antes de que un coche pasara por su lado a toda velocidad.
Fobos la agarró del brazo y le dio un tirón para que se colocara a su lado en la desnivelada acera.
—Cuidado. Si te atropella un coche, te dolerá.
—Lo siento. No estaba atenta.
Fobos asintió con la cabeza antes de recorrer la calle con la mirada, donde había varios coches aparcados delante de unas casas tan juntas que Delfine se preguntó si no compartirían una pared.
—El taller debería ser aquel.
Delfine miró el punto que él le señalaba. «TALLER LANDRY, RECAMBIOS Y REPARACIONES.»
—¿Seguro que está ahí?
Fobos la miró con sorna.
—Su presencia no es lo que me provoca dudas, sino el recibimiento que va a darnos. Tendremos suerte si no nos destripa a los dos más rápido incluso de lo que lo haría Noir. —Se pasó la mano por la frente para secarse el sudor. Pero pronto la tuvo húmeda de nuevo.
Delfine jamás había estado en un lugar donde hiciera tanto calor. El pobre Fobos, vestido de negro de la cabeza a los pies, no llevaba el atuendo más apropiado. Parecía tan incómodo por el calor como ella. Siempre había pensado que Fobos era uno de los dioses más atractivos con el cabello tan negro y las facciones tan marcadas. Alto y delgado, se movía con elegancia y rapidez. Algo que aterraba a sus enemigos y que lo convertía en letal durante una pelea. Su trabajo inspiraba temor, y hubo un tiempo en el que junto con su gemelo, Deimos, sembraba el pánico en los antiguos campos de batalla. Más recientemente habían ejercido de guerreros para las Erinias, castigando a todo aquel que ofendía a los dioses.
Hasta que todo cambió dos días antes.
Se estremeció al recordarlo. Aunque no debería sentir nada, aún tenía un enorme nudo en el estómago por el horror que había presenciado. Aún intentaba recomponer su mundo tras el cruel ataque de Noir.
—Repíteme por qué nos han asignado esta tarea —le dijo a Fobos.
—Porque no estábamos allí cuando Zeus lo desterró, así que no debería odiarnos tanto como al resto de los dioses. —Resopló con desdén—. Sobre todo porque somos de los pocos que seguimos con vida y no hemos sido capturados por el enemigo.
Qué reconfortante…
No, no lo era.
Además, eso no garantizaba que Cratos les hiciera caso, mucho menos que los ayudara.
—¿Crees que tenemos alguna posibilidad?
—La misma que un cubito de hielo en el ecuador. Pero Cratos obtiene sus poderes de la misma Fuente Primigenia que alumbró a Noir. Si no lo tenemos de nuestro lado, lo llevamos crudo.
Delfine seguía teniendo sus dudas. Zeus los había enviado para que le pidieran un favor a un antiguo dios que seguramente los destriparía nada más verlos. Jamás había visto a Cratos, pero su pésima reputación era legendaria.
No tenía piedad con nadie.
Su brutalidad solo tenía parangón con su inequívoca fuerza de voluntad. Aunque Zeus había sellado sus poderes divinos, los otros dioses seguían temiéndolo. Ese detalle decía muchísimo de su carismática personalidad. El propio Hefesto le había advertido que era imposible razonar con Cratos.
Aquel hombre estaba furioso y era despiadado…
Mucho antes de que el castigo lo hubiera vuelto loco.
—¿Estás seguro de que no queda otra alternativa?
La expresión de Fobos se ensombreció.
—Han matado a más de la mitad de tu gente, y a la mía le dan hasta en el carnet cada vez que salen. De verdad, lo último que me apetece hacer es arrastrarme delante de este gilipollas.
Pero era un mal menor.
—Zeus es quien debería hacerlo —masculló ella mientras se enjugaba el sudor de la frente.
Fobos resopló.
—¿Quieres ser tú quien se lo sugiera?
Pues no. El dios padre no toleraba que nadie cuestionara sus decisiones. Delfine entrecerró los ojos.
—La brillante idea es tuya, Fobos. Así que tú primero.
—¿Qué pasa? ¿Tienes miedo?
Delfine le lanzó una mirada desdeñosa. Dado que era medio humana, experimentaba más emociones que sus hermanos los Cazadores Oníricos, pero estaban entumecidas si se comparaban con las emociones humanas.
—Si pudiera odiar, seguramente te odiaría.
Fobos aspiró el aire entre dientes de forma ruidosa.
—Pues que sepas que el sexo siempre es mejor cuando la mujer está furiosa y te odia.
—Dado que nunca me he liado con una mujer, no puedo saberlo. —Le dio un empujoncito en el hombro para que se pusiera en marcha—. Tenemos una misión que cumplir, Dolofoni. Recuerda que si fracasamos, tu gemelo morirá.
—Créeme, no se me ha olvidado. —Cruzó la calle con paso firme.
Delfine lo siguió pese al mal presentimiento que la asaltaba. La cosa no iba a acabar bien. Lo presentía.
Entraron en la oficina del taller, donde encontraron a una niña garabateando en un papel y a una mujer de unos treinta años sentada al escritorio de metal. La mujer era bastante guapa, de ojos castaños y pelo oscuro. Al verlos, los miró con una enorme sonrisa.
—¿En qué puedo ayudarles?
Fobos se adelantó para acercarse al escritorio.
—Buscamos a un hombre llamado Cratos.
La mujer frunció el ceño.
—No conozco a nadie que se llame así. Lo siento. A lo mejor trabaja en el taller del final de la calle.
Fobos se rascó la cabeza, tan desconcertado como Delfine.
—Estoy segurísimo de que trabaja en este taller. Mis fuentes son totalmente fiables, de verdad.
La niña se pasó una mano por la nariz y se subió las gafas con el nudillo.
—¿Están buscando a un amigo, mamá?
—Haz los deberes, Mollie. —Y después dijo, dirigiéndose de nuevo a Fobos—: Miren, lo siento muchísimo, pero no he oído ese nombre en la vida. Llevo trabajando aquí cinco años y les aseguro que ninguno de nuestros mecánicos se llama así. Además, no es un nombre fácil de olvidar, ¿no les parece? —El teléfono comenzó a sonar y colocó la mano sobre el auricular—. ¿Puedo ayudarles en algo más?
—No. —Fobos se acercó al ventanal que conectaba el despacho con el área de taller, donde había varios hombres con monos azules y grises trabajando en varios coches.
Delfine lo imitó y se quedó helada al ver al hombre que estaban buscando.
¡Por todos los dioses!
Era imposible pasarlo por alto.
Con razón era el dios de la fuerza y el hijo de Palas, la representación de la guerra… Su cuerpo irradiaba poder y fuerza. Medía más de metro ochenta y su cuerpo era puro músculo. Mientras lo observaba, Cratos se limpió la grasa de las manos con un trapo azul oscuro. Tenía el mono gris desabrochado, con las mangas atadas a la cintura, dejando al descubierto un torso ataviado con una camiseta negra que resaltaba todavía más sus músculos. Unos tatuajes tribales de color negro le decoraban los brazos desde las muñecas hasta los hombros.
Sin embargo, fue su cara la que le arrancó un jadeo. Jamás había visto a un hombre tan guapo, una belleza que solo quedaba empañada por la cicatriz irregular que tenía a un lado de la cara y que se extendía desde la sien hasta la oreja. Llevaba el ojo derecho cubierto por un parche negro, y a juzgar por la profundidad de la cicatriz se preguntó si habría perdido el ojo por completo a causa de la herida.
No obstante, la cicatriz no le restaba belleza. De hecho, la aumentaba porque le otorgaba un aspecto más duro. Su cabello negro, húmedo por el sudor, enmarcaba un rostro que parecía acero cincelado. Llevaba barba de dos días.
De él emanaba un poder feroz. Fuerte y letal, dicho poder indicaba que debería estar en un campo de batalla, espada en mano y matando o desmembrando a sus enemigos, no encerrado en un taller, arreglando coches.
Era todo lo que le habían contado y más.
Que los dioses los ayudaran…
Le sorprendería muchísimo que no los matara nada más verlos.
Fobos la miró por encima del hombro.
—Desde luego que está aquí.
La secretaria frunció el ceño al colgar el teléfono y ver a Cratos por el ventanal.
—¿Buscan a Jericó?
Fobos miró a la mujer.
—Ese es Cratos.
La secretaria señaló al hombre al que Delfine se había comido con los ojos.
—Es Jericó Davis. Solo lleva con nosotros un par de semanas. ¿Tiene problemas con la justicia o algo? Porque si han venido para entregarle una citación…
—No. Nada de eso. —Fobos la miró con una sonrisa casi encantadora—. Somos viejos amigos.
La mujer entrecerró los ojos, en absoluto convencida.
—En fin, si no se llama Jericó Davis, debemos saberlo. Landry cumple la ley a rajatabla. No aceptamos convictos ni maleantes. Es un negocio respetable y queremos que lo continúe siendo.
Fobos levantó las manos.
—No se preocupe, le aseguro que no es un convicto. Solo necesito hablar con él un momento.
La secretaria resopló.
—Ha dicho que lo conocía.
—Y es verdad.
—¿Y cómo piensa hablar con él si es mudo?
Fobos miró de repente a Delfine, que estaba tan sorprendida como él por ese detalle.
Seguro que Zeus no habría sido tan cruel para…
¿Acaso estaba loca o qué? ¡Por supuesto que podría haberlo sido!
Con el estómago revuelto por la idea, Delfine miró de nuevo hacia «Jericó», que estaba inclinado sobre el capó de otro coche. ¿Qué le habrían hecho exactamente? Zeus le había arrebatado su condición divina, y seguramente había hecho lo mismo con su voz y con su ojo.
Conseguir que los ayudara parecía cada vez más imposible.
—Quédate aquí —le dijo Fobos al tiempo que ponía la mano en el pomo de la puerta que conducía al taller.
Delfine no pensaba discutir. Prefería enfrentarse a un león enfurecido antes que intentar convencer de que los ayudara a un hombre al que los dioses habían destrozado. ¿Por qué motivo iba a ayudarlos?
Con un rayito de esperanza se acercó al ventanal para ver a Fobos. Cerró los ojos y se abrió al éter para escuchar la conversación.
El taller era un hervidero de ruidos mecánicos y además sonaba en la radio «Live your life», de T. I. Varios hombres charlaban y bromeaban mientras trabajaban. Uno de ellos estaba tarareando la canción, aunque desafinaba bastante, mientras inflaba las ruedas de un Jeep rojo.
Fobos se detuvo junto al Dodge Intrepid blanco que estaba arreglando Cratos.
Cratos alzó la vista y su cara se quedó petrificada durante un segundo, tras el cual bajó de nuevo la cabeza y siguió con el trabajo.
Fobos se acercó más.
—Tenemos que hablar.
Cratos no le hizo caso.
—Cratos…
—No sé qué está haciendo aquí —dijo un hombre mayor con un mono como el de Cratos al tiempo que se detenía junto a Fobos—, pero está perdiendo el tiempo si quiere hablar con el bueno de Jericó. El chico no puede hablar. —Meneó la cabeza—. Claro que tampoco le hace falta. Tiene unas manos mágicas para los coches. —Miró a los demás y se echó a reír—. Mira que intentar hablar con Jericó… —Se oyeron más risas antes de que el hombre se pusiera a trabajar en el Jeep rojo.
—Jericó —Fobos lo intentó de nuevo—, por favor, solo necesito un minuto.
Si las miradas pudieran matar, Fobos habría caído fulminado en ese momento. Jericó agitó la llave que tenía en la mano antes de acercarse a otro coche.
Fobos miró a Delfine, quien se encogió de hombros. No tenía ni idea de cómo convencerlo.
Fobos lo siguió mientras suspiraba.
—Vamos, sé que…
Jericó se volvió hacia él tan rápido que Delfine no captó el movimiento hasta que tuvo a Fobos sobre el capó de un coche, inmovilizado por el cuello.
—Vete a la mierda y muérete, cabrón —masculló en el griego antiguo de los dioses mientras golpeaba con saña la cabeza de Fobos contra el capó.
Los mecánicos que oyeron su ronco bramido se detuvieron para mirarlo.
—¡La leche! —dijo un negro muy alto y delgado—. Si sabe hablar… ¿Alguien sabe qué idioma es?
—¿Ruso?
—No, creo que es alemán.
—Tío —dijo un muchacho al tiempo que sujetaba a Cratos del brazo—, vas a abollar el capó y tendrás que pagarlo de tu sueldo.
Cratos hizo una mueca y soltó a Fobos, que se deslizó por el capó como un muñeco de trapo. De hecho, estaba a punto de caerse al suelo cuando consiguió frenar la caída.
Fobos se puso en pie con el rostro desencajado. Al hablar empleó el mismo idioma para que los humanos no pudieran entenderlo.
—Necesitamos tu ayuda, Cratos.
Cratos lo golpeó con el hombro al pasar junto a él, arrancándole una mueca de dolor y obligándolo a frotarse el brazo. Se concentró de nuevo en el coche que había estado arreglando.
—Cratos está muerto.
—Eres el único que puedes…
Cratos masculló:
—Estáis muertos para mí. Todos. Ahora, largo.
Delfine proyectó sus pensamientos en la mente de Fobos.
—¿Quieres que entre?
—No. No creo que sirva de nada. —Y dirigiéndose a Cratos, añadió—: El destino del mundo está en tus manos. ¿Es que no te importa?
La expresión feroz de Cratos le dejó claro que no. En fin, adiós a la idea y hola al Tártaro, donde estaría pudriéndose en breve.
Delfine suspiró. ¿Qué más les quedaba por hacer? Necesitaban al dios de la fuerza. Un dios cuyos poderes procedían de la Fuente Primigenia, de modo que podía enfrentarse al ser más malvado de todos. Sin Cratos no tenían la menor oportunidad de derrotar a Noir y a su ejército de skoti.
El hombre mayor que había hablado antes se acercó a Cratos.
—Oye, ¿de dónde eres?
Cratos se desentendió de él y entonces volvió al trabajo en silencio.
Fobos se colocó a su lado.
—Zeus está dispuesto a perdonarte por lo que hiciste. Te ofrece recuperar tu divinidad. Te necesitamos con desesperación. —Al ver que Cratos se negaba a responder, Fobos soltó un suspiro frustrado—. Mira, entiendo que estés cabreado. Pero la vida de mi hermano pende de un hilo. Si no me ayudas, Noir lo matará.
Cratos ni siquiera se inmutó, siguió a lo suyo.
Un tic nervioso apareció en el mentón de Fobos.
—Vale. Pero cuando el mundo se acabe y muera toda la gente que ves aquí, recuerda que tú eras el único que pudo haberlo impedido.
Cratos siguió sin hacerle caso.
Fobos dio media vuelta y regresó junto a Delfine, quien todavía esperaba que Cratos se lo pensara mejor y detuviera a Fobos. Sin embargo, parecía haber hablado en serio. Le daba igual.
Incluso ella, con sus emociones entumecidas, demostraba más sentimientos que aquel hombre.
—Estamos muertos —dijo Fobos con voz fatalista cuando volvió a su lado—. A lo mejor deberíamos cambiarnos de bando antes de que nos hagan papilla.
Delfine miró desesperada a Cratos.
—Podría intentarlo yo.
Fobos negó con la cabeza.
—Es imposible conmoverlo. No tiene remedio.
—Puedo intentar ponerme en contacto con él por la noche, en sus sueños. Allí no podrá huir de mí.
Fobos no le dijo que no, pero su mirada le dejó claro que no creía que sirviera de mucho.
—¿Quieres refuerzos?
—Creo que se me dará mejor sola.
Fobos resopló.
—Buena suerte. Si me necesitas, estaré disponible.
Delfine miró a Cratos una vez más. Estaba trabajando, pero alcanzó a ver la agonía en su ojo bueno. Era tan profunda y dolorosa que se le encogió el corazón…
Qué raro tener esos sentimientos. Pero no significaban nada. Tenía que cumplir una misión.
«Te veré esta noche», pensó. Y no pensaba fracasar.
Jericó se detuvo al ver la mancha de grasa que tenía en la mano y que cubría el tatuaje con el que ocultaba la condena que su propia madre le había grabado a fuego en la piel por orden de Zeus. Los viejos recuerdos lo asaltaron de repente, devolviéndolo al momento en el que los olímpicos le dieron la espalda.
Y todo por haberse negado a matar a un bebé. Cerró los ojos y recordó con nitidez ese momento de rebeldía. La cabaña… los gritos de la diosa onírica mientras suplicaba clemencia.
—¡Mátame a mí, pero no a mi bebé! ¡Por favor! Por Zeus, mi bebé es inocente. Haré cualquier cosa.
Él aferró con más fuerza al bebé, decidido a cumplir con su deber. El padre de la criatura se colocó a su espalda, pero Algos lo interceptó y lo mató delante de la diosa que había intentado salvar a su familia con tanta desesperación.
El único pecado del bebé fue nacer.
Y mientras miraba aquella carita confiada, el bebé le sonrió sin saber lo que estaba pasando, y eso lo hizo titubear.
—¡Mátalo! —rugió Algos.
Cratos sacó el puñal para degollarlo. El bebé rió y extendió los bracitos hacia él. Sus ojos relucieron de alegría cuando logró aferrarle los dedos.
Así que hizo lo único que podía hacer: usó sus poderes para dormir al bebé y después lo dejó con unos campesinos para que lo criaran.
Un instante de compasión.
Una eternidad de vergüenza, abusos y humillaciones.
Y en ese momento se atrevían a pedirle un favor después de todo lo que le habían hecho. Se habían vuelto locos. Todos.
Y él pasaba de ellos por completo.
—Oye, tío —dijo Darice, que se acercó a él—. ¿Por qué no nos habías dicho que podías hablar?
Porque hablar con Darice podría llevar a la amistad. Y si cometía ese error, Darice moriría delante de sus ojos. Brutalmente y sin compasión.
Zeus se lo había arrebatado todo.
Por eso se desentendió de Darice mientras desmontaba el alternador que había que cambiar.
Darice resopló.
—Como quieras, colega. Supongo que eres demasiado bueno para relacionarte con nosotros.
Le daba igual que pensaran mal de él. Era mucho más fácil que intentar explicarles una verdad que nunca aceptarían. Estaba solo en el mundo. Como siempre.
Darice se alejó hasta el Toyota que habían llevado al taller hacía poco. Paul y él bromearon mientras se disponían a limpiar el radiador y a cambiarle las bujías.
Jericó acababa de sacar el alternador cuando una sombra cayó sobre él. Levantó la vista y vio al dueño del taller, Jacob Landry. Bajito y rechoncho, el hombre tenía unas entradas enormes, el cabello canoso y unos ojos azules con un brillo avaricioso.
—Tengo entendido que ha habido un problemilla contigo.
Jericó negó con la cabeza.
—Mmm… Charlotte también me ha dicho que puedes hablar. ¿Es verdad?
Asintió con la cabeza en respuesta.
—Chico, ¿por qué mentirme? Ya te dije cuando te contraté que no me gustan las tonterías. Si quieres trabajar aquí, tienes que ser puntual, dejarte los temas personales en casa y no engañarme ni mentirme. ¿Entendido?
—Sí, señor —contestó, intentando suprimir el deje hostil de su voz. Detestaba verse obligado a arrastrarse ante capullos como ese para poder comer—. No volverá a suceder, señor Landry. Se lo prometo.
Landry le clavó un dedo en el hombro con fuerza.
—Espero que no.
Jericó apretó con fuerza la llave que tenía en la mano, ya que se moría por demostrarle a Landry de lo que era capaz. En otro momento de su vida, habría destripado a cualquiera que se atreviese a hablarle de esa forma. Y mejor no pensar en lo que le habría hecho a cualquiera que se atreviese a tocarlo sin que le diera permiso. Antes de que comenzara su vida como humano, todo aquel que se cruzaba en su camino se echaba a temblar de miedo por su fuerza y su intransigencia.
Sin embargo, Landry era un matón. Disfrutaba del minúsculo poder que ejercía sobre sus trabajadores. Solo se sentía bien consigo mismo cuando le suplicaban para ganarse el pan.
Y por mucho que le fastidiara, Jericó necesitaba el trabajo. A medida que el mundo se modernizaba, le costaba cada vez más encontrar a gente que pudiera falsificar carnets de identidad a un precio razonable y que estuviera dispuesta a dejarlo vivir a su aire.
Otros inmortales tenían permitido acumular riquezas, pero eso también estaba prohibido para él. Cada vez que había intentado ahorrar, Zeus lo había dejado seco. Una catástrofe tras otra.
Su existencia había sido la misma desde hacía tantos siglos que ya ni se molestaba en contarlos.
No era nada y jamás volvería a tener algo. Ni siquiera dignidad.
Suspiró mientras regresaba al trabajo, odiando su vida y odiándose a sí mismo.
«Podrías cambiarlo todo…»
La situación tenía que estar muy cruda para que Zeus enviara a alguien a pedirle ayuda.
«Podrías volver a ser un dios…»
El sueño que despertó esa idea lo atormentaba. Era tentador salvo por un motivo: tendría que mirar a la cara a los que le habían dado la espalda y habían permitido que acabara reducido a ese patético estado. Todos y cada uno de aquellos cabrones se habían desentendido de él.
Todos y cada uno de ellos.
O, peor todavía, lo habían torturado.
Todas las noches. Durante miles de años los Dolofoni, los hijos de las Erinias y los dioses oníricos habían ido en su busca y lo habían matado. Y todas las mañanas resucitaba para volver a aquella mísera existencia justo donde la había dejado la noche anterior.
Una y otra vez. Una muerte sangrienta y violenta. Daba igual cuánto se defendiera, porque no tenía poder para luchar contra ellos. Lo inmovilizaban con saña y le daban una paliza o lo marcaban a fuego para maximizar el dolor de su existencia. Le habían sacado tantas veces todos los órganos que llevaba el dolor tatuado en el ADN. Temía la llegada de la noche y el espanto que eso conllevaba.
La noche anterior dos de ellos le habían arrancado el corazón…
De nuevo.
En el fondo nunca podría perdonar lo que le habían hecho. ¿Qué más daba si el mundo estaba amenazado? Si el mundo se acababa, al menos tendría un poco de paz.
A lo mejor en esa ocasión se quedaba muerto.
Delfine regresó al Olimpo para poder investigar a su próximo objetivo. Lo observó trabajar solo durante horas. Mientras los demás reían y se gastaban bromas, él se mantenía apartado. Envuelto en amargura. De vez en cuando lo vio mirar la camaradería que compartían los demás con tal anhelo que le provocó una punzada de dolor.
Sus compañeros se desentendían de él como si fuera invisible.
A las seis y media lo vio lavarse después de que los demás lo hicieran y se marcharan. Se quitó el mono, lo metió en una vieja mochila negra que se colgó del hombro y se encaminó hacia una moto de estilo antiguo.
Se detuvo un momento en una tiendecilla situada en una esquina, donde compró una barra de pan, ensalada de pollo enlatada, una novela de bolsillo y un paquete de seis cervezas. Sin hablar con nadie, lo pagó todo, lo metió en su mochila y se marchó a su diminuto apartamento. Un cuchitril tan lamentable que incluso el linóleo del suelo estaba hundido en el centro. Se preguntó cómo era posible que el edificio no se derrumbara con él dentro.
Sin duda era lo más deprimente que había visto en la vida.
No había muebles. Ni uno solo, ni siquiera una tele o un ordenador. Unas mantas viejas clavadas a los marcos de las ventanas hacían las veces de cortinas, y su cama consistía en un raído saco de dormir en el suelo con una almohada tan vieja y tan desgastada que podría habérsela ahorrado. Además de lo que llevaba puesto, tenía otro par de zapatos y un montoncito de ropa, junto con una vieja chaqueta de lana.
Nada más.
Le dio un vuelco el corazón al verlo abrir una cerveza antes de lavar el mono en el fregadero y colgarlo para que se secara en el destartalado cuarto de baño. Se pasó una mano por el cabello negro para peinárselo, regresó a la cocina (donde no había placa para cocinar, solo un asqueroso frigorífico viejo) y se preparó un sándwich con el pan que sacó, aplastado, de la mochila. Comió en silencio, sentado en el saco de dormir, mientras leía la novela.
De vez en cuando levantaba la vista, sobresaltado por algún ruido. En cuanto se convencía de que no era nada, retomaba la lectura.
Poco después de medianoche suspiró y clavó la vista en el techo.
—¿Dónde os habéis metido, gilipollas? ¿Tenéis miedo o qué?
Se quedó callado como si esperase una respuesta. Con mirada hosca soltó el libro en el suelo y se quitó la camiseta, dejando al descubierto un torso atravesado por unas espantosas cicatrices. Delfine podría haberlas tomado por heridas de guerra, pero eran tan irregulares y tan grandes que parecían las cicatrices de las heridas que le habían dejado al arrancarle los órganos del cuerpo.
—Vale —lo oyó decir voz asqueada—, pero no hagáis un estropicio en mi casa. Estoy harto de tener que limpiar la sangre por las mañanas. Y no me rompáis el libro. Por una vez me gustaría terminarlo. —Apagó las luces y se acostó.
En absoluta soledad.
¿A quién le había hablado?
«Se ha vuelto loco por el castigo…», recordó. Hefesto le había advertido de su delicado estado mental. Saltaba a la vista que era cierto.
Delfine se sentó en la oscuridad, a la espera de que Cratos se durmiera… lo que tardó una eternidad en suceder, ya que parecía estar luchando contra el sueño. Era como si estuviera esperando que alguien lo atacara y quisiera estar alerta cuando eso sucediera.
Mientras esperaba, Delfine se vio asaltada por el deseo de consolarlo y ni siquiera entendía el motivo. Nunca había experimentado ese tipo de deseo.
Seguramente porque sabía lo que era mantenerse apartada del mundo… cierto que su caso no era tan extremo como el de Cratos, pero aún recordaba las emociones desoladoras de su vida anterior. De pequeña había vivido entre los humanos y había creído que era uno de ellos. Aunque siempre había sido consciente de que algo no encajaba. Jamás había experimentado las emociones de la misma manera que los humanos.
Sus poderes no se manifestaron hasta que alcanzó la pubertad. Tenía tanto miedo de que su familia y sus amigos la rechazaran y la mirasen con hostilidad que lo mantuvo en secreto y no le habló a nadie de sus vívidos sueños y de sus aterradores poderes.
Hasta que el Cazador Onírico llamado Arik apareció en sus sueños y le explicó quién y qué era de verdad. Le explicó que un dios del sueño había seducido a su madre y que así había sido engendrada.
De hecho, le debía su cordura a Arik. Él le explicó que los Óneiroi (los dioses oníricos) fueron creados para ayudar a la humanidad con sus sueños. Noche tras noche la había visitado y la había aleccionado hasta que fue capaz de controlar sus poderes. Y en cuanto pudo canalizarlos, se la llevó a la Isla del Retiro, donde vivían sus congéneres, y la presentó a los otros dioses.
Allí fueron amigos durante siglos.
Aunque Arik acabó convirtiéndose en un skoti, uno de los dioses oníricos malvados que se alimentaban de los sueños humanos, siempre le agradecería su guía. Tanto era así que no lo persiguió en el plano onírico para luchar contra él, como había hecho con otros skoti.
Pero Cratos no contaba con nadie que lo protegiera…
Un hecho que quedó brutalmente aparente un segundo después, cuando el aire crepitó a su alrededor. Delfine se disponía a intervenir, pero su instinto le dijo que no lo hiciera.
Estaba a punto de suceder algo malo.
Percibía la maldad. Un poder feroz le recorrió la columna vertebral, provocándole un dolor tremendo, y la dejó paralizada.
En un abrir y cerrar de ojos una de las criaturas más letales se materializó junto al cuerpo dormido de Cratos. A primera vista Azura parecía menuda y frágil. Pero las apariencias engañaban. Era la personificación de la maldad, y mucho más letal que cualquier otra criatura, con excepción de sus hermanos. Tenía la piel azul, en consonancia con la gelidez de su despiadado corazón. Su cabello, sus ojos, sus pestañas y sus labios eran de un blanco níveo. Ataviada con una camiseta y unos pantalones de cuero negro, se arrodilló junto a Cratos.
Delfine intentó teletransportarse a la habitación, pero no pudo.
Azura miró por encima del hombro y sonrió como si supiera que ella podía verla.
—Todos moriréis —dijo en voz baja antes de tocar a Cratos en el brazo, quien se despertó, preparado para luchar.
Azura se zafó de sus manos.
—Tranquilo, titán. No he venido a hacerte daño.
Cratos se quedó helado al verse en presencia de uno de los dioses primigenios del universo. El único problema estribaba en que Azura era el mal personificado. Cierto que no era tan siniestra como su hermano, Noir, o como su hermana, Braith, pero no les iba muy a la zaga.
—¿Qué haces aquí?
Azura sonrió.
—Lo sabes muy bien, guapo. He venido para hacerte una proposición que no podrás rechazar.
Cratos la miró con desdén.
—No me interesa luchar en nombre de los dioses.
Azura le dio unas palmaditas en la cara.
—Cariño, nos subestimas muchísimo. —Bajó la mano hasta dejársela en el brazo.
Cratos siseó de dolor cuando las palabras que le había grabado su madre comenzaron a arder. El dolor era tan agónico que no se podía mover. Ni respirar. Quería apartarla de un empujón, pero incluso eso era imposible.
Azura susurró en el lenguaje primigenio del universo mientras lo tocaba, y Cratos sintió que su voluntad desaparecía. Que su vista se nublaba.
Al instante el dolor desapareció y su corazón se quedó tan vacío como el cuchitril que llamaba hogar.
—Síguenos, Cratos, y servirás a la mano derecha de los amos. Nadie volverá a darte la espalda.
Quería decirle que no, pero la parte de su corazón que se resistía estaba encerrada a cal y canto. Lo que vio fueron todos los siglos de su sufrimiento. Sintió todas las humillaciones a las que lo habían sometido, comenzando por el momento en el que Zeus lo clavó al suelo con sus rayos.
Como hijo de los dioses que encarnaban la guerra y el odio, su naturaleza exigía venganza.
Ansiaba vengarse.
—Ven conmigo, Cratos, y obligaremos a Zeus a suplicarte clemencia.
—En el mundo donde vivo, si algo parece demasiado bueno para ser verdad… no es para mí.
Azura lo miró con una sonrisa dulce y tranquilizadora.
—Esta vez no. Ostentarás todo el poder que desees. Tendrás todo el dinero que te puedas imaginar. No tendrás que arrastrarte ante jefes a los que detestas. No tendrás que sufrir más torturas en el plano humano. No tendrás que pelear más con los dioses que te condenaron a esta existencia. —Se inclinó para susurrarle al oído—. Venganza…
«Venganza.»
Azura le acarició la mejilla con la suya.
—Cógete de mi mano, Cratos, y te llevaré bien lejos de esta miseria a un lugar donde jamás te faltará de nada.
«No lo hagas.»
Había algo más de lo que ella le estaba contando. Siempre había más. En el fondo lo sabía y sin embargo, allí tumbado en el suelo, solo era capaz de ver el pasado. El círculo eterno de miseria al que Zeus lo había condenado.
En el peor de los casos, Azura lo mataría y acabaría con su tormento.
No tenía nada por lo que vivir. Nada.
Morir era sencillo. Llevaba haciéndolo durante miles de años. Pero poder disfrutar de un minuto de libertad, alejado de lo que había sido su vida… Lo aprovecharía.
Sus ojos atravesaron a la diosa mientras asentía con la cabeza.
—Soy todo tuyo.
Azura soltó una carcajada y lo cogió de la mano.
—Pues ven, mi valioso guerrero. Que caiga una lluvia de fuego y destrucción sobre los olímpicos y los humanos. La guerra definitiva ha comenzado.