9

Kateri intentó coger el cuchillo que Ren tenía en la bota.

—Tranquila —dijo el recién llegado, que seguía con las manos en alto para demostrarle que no iba armado. Claro que eso no quería decir nada teniendo en cuenta todo lo que había presenciado a lo largo de ese último día. Algunas de las criaturas más letales que la perseguían no iban armadas.

Uf, lo que daría por volver a los tiempos en los que la gente luchaba con armas que podía ver…

Sin embargo, el hombre no parecía querer amenazarla.

«Por favor, que las apariencias no engañen», suplicó. Estaba harta de que la atacasen y solo quería cinco minutos para recuperar el aliento.

La verdad era que ese tío parecía bastante amable. Incluso amistoso. Iba bien afeitado, era muy alto y llevaba suelta la melena canosa, que le rozaba los hombros. La parte delantera del pelo la tenía recogida en la coronilla con tres plumas. Dos blancas y una negra. Tenía un aura ancestral, aunque físicamente aparentaba unos cuarenta años.

—¿No sabes quién soy?

Hizo ademán de negarlo con la cabeza, pero recordó algo de su niñez. Vio imágenes de ese hombre que la observaba escondido entre las sombras, solo que por aquel entonces tenía el pelo oscuro y parecía más joven, más o menos de la edad que tenía ella entonces. Lo había atisbado en ciertos momentos a lo largo de toda su vida. Normalmente cuando estaba alterada o cuando era muy feliz.

Incluso lo había advertido en sus distintas graduaciones… y en sus fiestas de cumpleaños en el parque.

Siempre como una silueta en mitad del paisaje, más imaginaria que real. Incluso recordaba haber visto su imagen borrosa en una de sus viejas fotografías.

—Mi abuela decía que eras mi ángel de la guarda.

Su mirada se volvió tierna y cariñosa.

—Desde luego que lo soy, preciosa. Pero también soy tu padre.

Sí, claro. Ni que ella fuera Luke Skywalker. Je. No. Eso ya se pasaba de rosca. De todas las cosas raras que le habían sucedido desde que se despertó, eso… eso era la gota que colmaba el vaso. Se negaba a creerlo. Su padre la había abandonado cuando era un bebé. Algo de lo que su madre nunca se había repuesto.

Ese hombre no era su padre.

Meneó la cabeza y pasó por encima del cuerpo de Ren de manera que quedara entre ellos, aunque no le ofreciera demasiada protección estando inconsciente. Aun así, se sentía mejor con él a modo de barrera entre su cuerpo y el de ese pirado.

El hombre que decía ser su padre dio un paso al frente, pero se detuvo al ver que cogía el cuchillo de Ren.

—Kateri, por favor. No soy lo bastante fuerte como para luchar contra ti y permanecer en este lugar. Tienes que prestarme atención. No dispongo de mucho tiempo y tengo que decirte muchas cosas.

Ella dejó la mano en la empuñadura del cuchillo, pero no lo desenfundó.

—¿Qué quieres decir?

—Ya no soy corpóreo. No lo he sido desde que desaparecí físicamente de tu vida… algo que no hice por propia voluntad. Te lo juro. Te quería y quería a tu madre. Más que a nada en la vida. De haber tenido alternativa, jamás os habría abandonado. Y he acudido a tu lado cada vez que me ha sido posible. Durante todo el tiempo que me fue posible. —Señaló a Ren—. Por eso te envié a Makah’Alay. Aunque en otro tiempo fuimos enemigos, es la única persona en quien confío para mantenerte a salvo. Es el único capaz de salvarte.

—No lo entiendo.

—Lo sé, cariño. Es todo muy confuso. —Exhaló un hondo suspiro—. Las cosas no salieron como yo quería. Claro que la vida no suele cooperar con nuestros planes. —Dio otro paso hacia ella.

Debido a la luz verdosa que tenía a la espalda, Kateri se dio cuenta de que el hombre era translúcido.

—¿Eres un fantasma?

—Podría decirse que sí. —Los ojos se le anegaron en lágrimas mientras tragaba saliva sin apartar la vista de ella, como si no pudiera creer que estaba en la cueva—. Eres tan guapa… igualita que tu madre. Jamás debería haberme inmiscuido, pero no pude evitarlo. En cuanto vi a tu madre, me enamoré. Nadie podía resistirse a su sonrisa, mucho menos yo. Sabía que lo que hacía estaba mal, pero no pude contenerme. Y tú fuiste el regalo más dulce que jamás pude imaginar.

A Kateri se le llenaron los ojos de lágrimas y se le formó un nudo en la garganta. ¿Sus palabras encerraban algo de verdad? ¿Sería posible?

El hombre señaló a Ren con la barbilla.

Makah’Alay cree que yo tengo que reiniciar el calendario, pero yo no soy la persona elegida. Eres tú. Por primera vez desde el Primer Amanecer, el Primer Guardián y la Ixkib son la misma persona. Aunque ahora están aletargados, posees todos mis poderes, así como los de tu madre y los de tu abuela, y cuando llegue el momento y los necesites, dispondrás de ellos. Nadie ha sido tan fuerte como lo eres tú. Pero tienes que creer que esos poderes te pertenecen para poder usarlos. Que nadie te diga lo contrario. Solo tú tienes el poder de designar a los nuevos Guardianes de las puertas. Elige mejor que yo. Permití que la esperanza me cegara. Tú eres más práctica de lo que yo fui. Y me enorgullezco de que seas mi hija, ningún padre podría estar más orgulloso que yo.

Miró a Ren de nuevo.

—Si bien confío en Makah’Alay por ahora, ten cuidado, pequeña. Su corazón fue corrompido una vez. Eso facilita la tarea de corromper de nuevo, y después de haber conocido a tu madre y de ser incapaz de resistirme a ella como sabía que debía haber hecho, entiendo por completo lo que le sucedió a Makah’Alay. Y esa comprensión me asusta. En su interior sigue habiendo muchas zonas oscuras y furiosas. Así que mientras esas zonas existan, nunca será libre. Y nunca estará a salvo del todo. Artemisa no es la única que posee una parte de él.

Mientras lo escuchaba, a Kateri se le desbocó el corazón. Si no podía confiar en Ren, ¿en quién iba a hacerlo?

Y todavía quedaba el mayor misterio de todos.

—¿Qué me dices de la piedra que todo el mundo busca? ¿Dónde está?

El hombre le sonrió.

—Lo descubrirás cuando llegue el momento. Tu abuela se ha encargado de ese detalle por ti. Tus enemigos no pueden encontrarla. Solo tú puedes hacerlo.

Las paredes que los rodeaban comenzaron a oscilar. Las imágenes empezaron a sucederse sobre ellas con tanta rapidez que costaba concentrarse en una en concreto. Kateri vio a Ren luchando contra su padre. La sangre los empapaba a ambos mientras intentaban despedazarse. Era una pelea tan brutal como las de los gladiadores.

Su padre soltó una carcajada.

—Es el único que me derrotó en la batalla.

Lo miró con el ceño fruncido.

—Creía que tú habías ganado.

Él negó con la cabeza.

—No. En realidad, él ganó la pelea y me derrotó, pero lo engañé al final. Al igual que todas las personas a lo largo de su vida, le mentí y utilicé su inseguridad para que titubeara y se derrotara a sí mismo. Esa es su única debilidad, y es lo único que puedes utilizar en caso de que tengas que matarlo.

La idea la espantaba.

—¿Matarlo?

Su padre señaló la pared de la izquierda.

Se sucedieron más imágenes. Hasta que apareció una más nítida que las demás: una imagen de Ren mirándola a los ojos. El viento agitaba su larga melena negra, que se sacudía en torno a sus hombros y su apuesto rostro. Llevaba un traje de ante marrón claro, decorado con un intrincado bordado en rojo y negro. La piel de un jaguar pendía de sus hombros, sujeta al traje por dos recargados broches. Al igual que su padre, llevaba tres plumas en el pelo, aunque las suyas colgaban por la sien izquierda. Dos negras y una blanca. Alrededor del cuello lucía una piedra roja con la forma de una lágrima. Parecía una gota de sangre.

En la mano derecha llevaba un arco negro tallado, y en la izquierda tenía una flecha de un blanco níveo. Pero eran sus ojos lo que la atravesaban. Uno era tan azul como un maravilloso cielo estival, mientras que el otro era tan rojo como la sangre. La fulminaban con su furia y con su odio.

«Mata al jaguar», dijo una voz demoníaca y cruel, que dirigía los actos de Ren.

Lo vio colocar la flecha en el arco y apuntarle al corazón.

Su padre empezó a desvanecerse.

—Si el Espíritu del Oso vuelve a apoderarse de él, tendrás que matarlo, Kateri. Eres la única que puede hacerlo. Mátalo. Atraviésale el corazón y dejará de existir. Si no lo haces, destruirá el mundo de los humanos y te matará. Recuerda que te quiero, hija mía. Siempre.

A continuación, desapareció.

La imagen de Ren permaneció en la pared, fulminándola con ese ojo rojo.

—¡No me debilitarás! —le rugió antes de disparar la flecha.

Kateri se agachó de forma instintiva. Pero era una ilusión. Nada era real.

Nada.

Salvo el hombre que dormía a su lado. Con mano temblorosa, apartó el pelo de su maltrecha cara. De modo que sí era el mismo Makah’Alay que había conocido a través de sus visiones y de sus sueños. Qué raro conocerlo tan bien y no conocerlo en absoluto. Que alguien procedente de sus sueños estuviera junto a ella, en carne y hueso…

Makah’Alay.

También era el nombre del demonio del que su abuela le había hablado cuando era niña.

«Tiene el alma podrida por la maldad. Todo el que lo ve muere por su mano. Siempre. No se apiada de nadie y puede controlar a los Espíritus del Cuervo. Tenle miedo, Waleli. Reza para no cruzártelo nunca. Y si lo haces, corre con todas tus fuerzas».

¿Sería la misma criatura contra la que la había prevenido su abuela?

Tragó saliva, acarició su fuerte mentón con una mano y dejó que la barba le raspara la palma. Dormido como estaba, tenía un aire más juvenil que amenazador. Más humano. Pero despierto podía resultar aterrador y abrumador.

Y al hilo de ese pensamiento por su cabeza pasó otra imagen de Ren con los ojos rojos y brillantes. Estaba de pie, con las piernas un poco separadas y el cuerpo tenso, como si estuviera dispuesto a enfrentarse a un enemigo invisible.

—¿Qué hiciste para que todos te tengan tanto miedo?

¿Y por qué lo había hecho?

Kateri suspiró mientras intentaba descifrar la información que acudía en tropel a su mente, con tanta rapidez que tenía la sensación de estar empollando para los exámenes finales. Si aprendía una cosa más, su cerebro implosionaría y acabaría convertida en un vegetal en el suelo.

Como necesitaba un momento para despejarse, se tumbó junto a Ren. Sin embargo, la postura no era cómoda. El duro suelo de tierra estaba frío y arenoso. Que él estuviera dormido como un tronco sobre una superficie tan incómoda ponía de manifiesto lo mucho que necesitaba dormir.

«Joder, esto no me sirve», pensó. Intentó todo lo que se le ocurrió, adoptó todas las posturas posibles. Usó un brazo a modo de almohada y después desistió.

Era inútil.

Hasta que su mirada se desvió hacia el atractivo cuerpo de Ren. Sí, era lo único que resultaba atrayente en ese desolador lugar. Deseable…

Incitante.

«No lo hagas. Está sangrando», se recordó.

Cierto, pero había partes de su cuerpo que no estaban empapadas de sangre. Zonas que…

Parecían muy cómodas. Antes de pensarlo mejor, lo hizo rodar hasta dejarlo de espaldas y luego se pegó a él, de modo que pudiera utilizarlo de almohada.

Ah, sí, muchísimo mejor.

Inspiró hondo y al siguiente segundo ya se había dormido.

Ren se despertó despacio. Todavía le dolía todo el cuerpo. Joder. Tenía la sensación de que le habían dado una paliza de muerte, algo que era verdad. Casi literalmente. Aunque tal vez lo más apropiado sería decir que él también le había dado una buena al demonio.

«Tendría que haberle arreado más fuerte a ese cabrón…», pensó.

Dio un respingo por el dolor que sentía en las costillas y en la espalda, y abrió los ojos, pero se quedó helado al ver algo que jamás había esperado ver.

Kateri estaba pegada a su costado, con la cabeza apoyada en su hombro. Su mano izquierda descansaba sobre su pecho mientras su aliento le hacía cosquillas en el cuello.

Se le puso tan dura de repente que se quedó sin respiración. Por más que lo intentó, no pudo reprimir la imagen de Kateri desnuda y retorciéndose de placer entre sus brazos. Se la imaginaba acariciándole la espalda mientras le hacía el amor.

Eso no lo ayudó en absoluto a superar la incomodidad.

Ni a mejorar su estado de ánimo.

Intentó pensar en algo desagradable. En su padre. En su hermano. En el Espíritu del Oso…

En calcetines apestosos.

Nada sirvió. Nada serviría mientras pudiera sentir el roce de su cuerpo como si fuera una amante muy cómoda en su compañía. Se mordió el labio y se llevó una mano a la parte de su anatomía que no podía controlar en un intento por imponer su fuerza de voluntad a esa bestia traidora que se negaba a atender a razones. Porque en ese momento parecía pasar de él por completo.

«Debería haberme castrado cuando la Zahorí del Viento me dejó», pensó.

Pues sí. Tampoco iba a necesitar esa parte de su cuerpo. Únicamente había conseguido meterlo en líos y recordarle lo solo que se encontraba en el mundo.

Lo diferente que era de otros hombres.

De repente, Kateri se desperezó como una gata, arqueando la espalda y pegándose más a su cuerpo. Algo que también le ofreció una magnífica vista de su escote, a través del que vio un sujetador de encaje púrpura y unos pechos bronceados que le hicieron la boca agua.

Apretó el puño para evitar darse el gusto con unas caricias con las que sin duda se ganaría una bofetada. Bien merecida.

Con un suspiro complacido, Kateri le pasó una mano por el pecho, rozándole un pezón.

Ren soltó un gemido ronco, abrumado por un placer delicioso que lo recorrió por entero. Joder, eso sí que era la muerte. Eso sí… que era un infierno.

Al escuchar su siseo, ella abrió los ojos, lo miró y jadeó.

—Ah, hola. —Esbozó una sonrisa dulce y relajada—. Buenos días, Alegría de la Huerta. ¿Preparado para afrontar una nueva jornada?

Joder, pues sí que se despertaba de buen humor… pensó Ren. «Que me peguen un tiro». ¿Cómo podía despertarse alguien de tan buen humor? Nunca había entendido cómo lo lograba la gente.

Claro que daba igual. En ese momento no podría responderse de haber querido. No con lo excitado que estaba.

—¿Te encuentras mejor? —le preguntó ella con esa voz cantarina que no le pareció tan irritante el día anterior, cuando no era tan temprano.

Y la respuesta era muy sencilla: «Joder, no». Pero no se estaba refiriendo a eso y él lo sabía.

«No tienes por qué comportarte con un capullo con ella. No tiene la culpa de que estés cachondo», se recordó.

Bueno, eso no era del todo cierto. No estaría en esa situación de no ser por ella. Desde luego que era culpa suya que la tuviera durísima. Sin embargo, Kateri no tenía la culpa de que fuera maravilloso sentirla entre sus brazos ni de que estuviera para comérsela con el pelo revuelto y las mejillas sonrosadas por el sueño.

De modo que contestó a regañadientes:

—Sí.

Kateri le regaló una adorable sonrisa que se la puso todavía más dura.

«Tranquila. No tenemos por qué pasar un mal rato. Y como ahora mismo no vas a ir a ningún lado, bájate ya, a ver si así no perdemos la poca dignidad que nos queda», pensó, dirigiéndose a su…

Ella volvió a desperezarse.

—Por cierto, ¿sabes que hablas en sueños?

Ren enarcó una ceja al escucharla. Dado que nunca había pasado la noche con otra persona, no tenía la menor idea. «Por favor, dime que no tartamudeo cuando estoy dormido», suplicó en silencio. Era lo único que le hacía falta.

—Oye, ¿quién es la Zahorí del Viento?

Joder… la cosa empeoraba por momentos. Aunque al menos la pregunta consiguió helarle las hormonas. Se le bajó más rápido que un baño helado. Era espantoso haber hablado de esa zorra delante de la Ixkib mientras dormía.

«Prefería lo del tartamudeo…», pensó.

—No es nadie.

Kateri lo miró con recelo.

—Pues a mí no me lo ha parecido. La llamabas como si la desearas mucho. ¿Es una antigua novia?

Genial. ¿Qué coño le pasaba a su subconsciente? ¿Por qué iba a desear su cuerpo a la Zahorí del Viento salvo para despedazarla si volvía a verla?

«Tu subconsciente es todavía más imbécil que tú», se dijo. Y menuda hazaña, sobre todo teniendo en cuenta todas las tonterías que cometía.

Apretó los dientes, enfadado consigo mismo, y puso cara de asco.

—No significa nada para mí. No quiero pensar en ella.

Kateri se quedó sin aliento al escuchar el odio de su voz. Era evidente que la Zahorí del Viento le había hecho daño.

Y mucho.

Detestaba la idea de haberlo herido sin querer al mencionar el nombre de esa mujer.

—Lo siento. Me doy por avisada y borraré esas palabras de mi vocabulario.

También borraría cualquier otra que tuviera que ver con la palabra «viento» en cualquier idioma, y eso incluía su segundo nombre de pila, Wynd. No quería hacer que se enfadara de nuevo. Ella también había tenido unas cuantas relaciones pésimas que no quería recordar. De modo que comprendía su necesidad de no rememorar el pasado. A veces era un lugar muy desagradable.

Y la gente podía ser muy capulla cuando quería.

Hizo ademán de apartarse, pero él la agarró con una fuerza que la sorprendió incluso más que su tono de voz. Para su asombro, la retuvo a su lado.

Sus ojos la observaron como si buscaran algo que había perdido.

—¿Por qué estás encima de mí?

Kateri sintió que se ponía muy colorada al darse cuenta de lo íntima que era la postura.

—Eras cómodo. Y el suelo no… Y como tenía frío, supuse que tú también. —Se mordió el labio y empezó a sentir mucho calor, consciente de que su excusa no era muy creíble—. Sólo quería aprovechar el calor corporal.

Sí, eso le sonaba forzado incluso a ella.

Con la respiración entrecortada, Ren le pasó los dedos por el pelo enredado. El deseo que vio en sus ojos hizo que se le desbocara el corazón. Uf, estaba cañón y la desconcertaba. En realidad, era su propia reacción lo que la desconcertaba. Jamás había reaccionado de esa manera con un hombre.

Sin embargo, Ren tenía algo que le resultaba irresistible. Algo que la atraía en contra de la cordura y de la lógica. En ese preciso momento se moría por mordisquearle la barbilla y explorar cada centímetro de su duro cuerpo.

—¿Qué me has hecho? —murmuró él.

Kateri frunció el ceño al escuchar la agonía de su voz.

—Nada.

Lo vio menear la cabeza.

—Como inmortal nunca había tenido problemas para mantener el celibato. Pero ahora mismo sólo pienso en metértela.

El comentario debería haberla ofendido. En cambio, esas palabras hicieron que el corazón le latiera más deprisa si cabía.

Era agradable saber que no era la única con problemas por la cercanía de sus cuerpos. De lo contrario, se moriría de la vergüenza.

Aunque esas palabras también despertaron su curiosidad.

—¿Has sido célibe? ¿Durante cuánto tiempo?

—Once mil años.

Kateri se atragantó al escuchar la respuesta. La madre que… ¿Lo decía en serio?

Había esperado que dijera unos cuantos meses… como mucho. Por su forma de mirarla y por cómo se movía, no la habría sorprendido saber que hacía unas pocas horas.

Pero ¿siglos? ¿En serio? ¿Miles y miles de años?

No…

¿Quién haría eso? ¿Por qué iba a sufrir algo así con ese cuerpo? Con lo guapo que era, las mujeres tenían que abalanzarse sobre él. A todas horas. ¿Qué hacía? ¿Quitárselas de encima con un palo?

Kateri adoptó una expresión seria.

—En fin, cariño, posiblemente ese sea tu problema. Que ha pasado más tiempo de la cuenta entre… en fin… ya sabes… porque sé que lo sabes. Admiro tu fuerza de voluntad. De verdad que sí. La admiro mucho. No hay muchas personas capaces de hacer lo que tú has hecho, y eso explica por qué no eres más feliz.

Ren resopló al escuchar su intento por aligerar el asunto.

—Tampoco es para tanto. La última vez que me acosté con una mujer, estuve a punto de destruir el mundo por su culpa. Cuando cometes una estupidez tan grande, sueles tardar bastante en olvidarla.

Sí, pero ¿miles y miles de años?

Eso fue lo que le indicó sin lugar a dudas quién y qué fue la Zahorí del Viento para él. Debió de ser esa mujer quien lo desvió del buen camino. Le hizo tanto daño que jamás lo había superado.

—Solo por curiosidad, ¿por qué trataste de destruir el mundo?

—¿Has intentado encontrar aparcamiento en Navidad? ¿Comprarte una camisa en cualquier tienda el primer día de rebajas? Esas dos cosas bastan para hacerte dudar de la humanidad de los humanos y para que te preguntes si la supervivencia de la especie beneficia a alguien. Además, ¿para qué luchamos? ¿Para que hagan más rebajas en las tiendas?

En eso tenía razón.

Aun así…

Ren titubeó antes de continuar con su diatriba sarcástica. Una parte de él quería mentirle y seguir quitándole hierro al asunto. No porque no confiara en ella, sino porque no quería enfrentarse a la realidad. El motivo era lo peor que guardaba en la mente y en el corazón. Lo que más daño le hacía.

Si alguna vez daban un premio al Imbécil del Año, él estaría en el Salón de la Fama de sus organizadores.

No obstante, antes de poder morderse la lengua, esta lo traicionó:

—¿Quieres la verdad? Lo hice para demostrarle que era un hombre y no un cobarde de mierda.

—¿Funcionó?

Se encogió de hombros antes de contestar:

—Nunca volví a verla, así que supongo que para ella fui un caso perdido. Pero logré enviar el mensaje a todos los demás que me creían débil. Nada como una buena paliza para inspirar miedo. —Sin embargo, el miedo no era lo mismo que el respeto.

Había pasado de ser un felpudo patético a ser un asesino psicópata, y aprendió que solo logró cambiar lo que decían de él y el tono de voz que empleaban al decirlo.

Ninguna de las dos opciones era deseable ni envidiable. Ambas conseguían que se estuviera aislado, perdido, solo e inseguro. Sin nadie en quien confiar.

«No le importabas a nadie —se recordó—. La única diferencia fue que cuando te creían débil, nadie intentaba matarte por la espalda».

Suspiró, la soltó y rodó a fin de ponerse en pie. Ella también se levantó y se sacudió el polvo.

Estaba a punto de alejarse cuando ella lo detuvo colocándole una mano en el brazo.

—Para que lo sepas, no eres un cobarde de mierda, Ren, y no tienes que destruir el mundo para demostrarlo.

Él resopló al escuchar la prueba de su ingenuidad, pero una parte de su ser en la que no quería pensar se emocionó por su amabilidad… aunque fuera falsa.

—Por mis venas corre la sangre de tres panteones en lucha, dos de los cuales nacieron en guerra. Desde que nací, he estado en guerra conmigo mismo. ¿Quieres saber por qué tartamudeo?

—¿Por qué?

—Un demonio me dio de mamar un año entero. El veneno de su sangre me infectó y fue su lengua la primera que aprendí. Es tan diferente de cualquier lengua humana que tardé cinco años en comprender el habla de mi pueblo. Para entonces, todos me creían retrasado. Después, cuando por fin aprendí a vocalizar los sonidos, empecé a tartamudear porque tenía que traducir las palabras del lenguaje demoníaco al humano. Me ha llevado una eternidad hablar sin titubear. Pero todavía sigo soñando y pensando en la lengua demoníaca. —La taladró con la mirada. Por culpa de la criatura que Artemisa envió para cuidarme, me convertí en un canal para el mal. Esa es mi verdadera naturaleza.

Ella meneó la cabeza.

—No te creo. Si fueras malvado como dices, no lucharías contra esa naturaleza. Te dejarías llevar para que te dominara por completo. Pero no lo haces. Acudiste en mi ayuda aunque no me conocías, y me rescataste. Llevas siglos luchando por unos desconocidos. ¿Qué maldad hay en esos actos?

—Maté a mi padre mientras me suplicaba clemencia.

Kateri titubeó al escuchar su confesión. Sin embargo, recordó las visiones en las que vio la gélida brutalidad de su padre, y la compasión se apoderó de ella.

—¿El mismo padre que te abandonó en el bosque cuando eras un bebé indefenso? ¿El mismo al que un demonio tuvo que amenazar para que cuidase de ti? —¿El mismo que lo había maltratado y humillado?—. Perdona que no llore por ese cabrón. Vamos, Ren, ¿en serio? Te has mantenido célibe durante once mil años. Once. Mil. Años —repitió, recalcando cada palabra.

Él resopló al escuchar su tono de voz.

—No hace falta que lo repitas. Créeme, nadie es más consciente que yo del tiempo que ha pasado.

—Pues perdona por estar alucinada. Esa clase de autocontrol se sale de lo normal. Muchísimo. Sobre todo porque la que te habla es incapaz de ver un donut y no darle un bocado. Triste, pero cierto.

Ren resopló de nuevo al escuchar la nota incrédula de su voz.

—No ha sido tan difícil como crees. De verdad. Es difícil acostarse con alguien cuando ninguna mujer quiere que la vean en público contigo, mucho menos compartir cama.

Sí, claro. ¿Qué mujer en su sano juicio rechazaría a semejante bombón? Era muchísimo más tentador que un donut de chocolate.

—Es evidente que has estado viviendo en un armario. Solo. —En cuanto pronunció esas palabras, vio a Ren en el pasado…

Se encontraba con su amigo, con quien hablaba con el lenguaje de signos.

Este estaba mirando a un grupito de mujeres que compraban en un puesto de verdura cercano. Dos de ellas eran guapísimas, con esa clase de belleza perfecta que cualquier mujer desearía alcanzar pero que solo unas pocas tenían la suerte de poseer. La tercera era mona, pero palidecía al lado de las dos diosas que la flanqueaban.

—Ve, Makah’Alay —lo instó su amigo—. Es la oportunidad perfecta para hablar con ella.

Ren negó con la cabeza.

Su amigo puso los ojos en blanco.

—Eres nuestro guerrero más valiente… invencible en la batalla. El primogénito de nuestro jefe. ¿Me estás diciendo que te asusta tanto una mujer que ni siquiera vas a acercarte a hablar con ella? ¿Vas a dejar que una mujer te acobarde?

La rabia hizo que sus ojos relucieran al escuchar el insulto de su amigo. Así que apretó los dientes y lo fulminó con la mirada antes de darse la vuelta y aproximarse a las mujeres.

Kateri contuvo el aliento, a la espera de que se dirigiese a una de las dos muchachas perfectas.

No lo hizo. En cambio, las rodeó para acercarse a la tercera chica, que no tenía dinero suficiente para hacer la compra.

Vio que esta tenía lágrimas en los ojos.

—Es todo lo que tengo. Por favor. No puedo volver sin esto. Mi madre me ha dicho que tengo que llevárselo si no quiero saber lo que es bueno.

—Aquí no fiamos. Vas a tener que pedírselo a otro. Hay que pagar un precio por cada gota de sudor. —El vendedor hizo ademán de quitarle el maíz de la cesta.

Ren se lo impidió.

—Yo pagaré lo que falta.

El hombre torció el gesto.

—¿Cómo sé que tienes el dinero?

Ren se sacó una moneda de oro y se la dio.

Tras examinarla, el vendedor le devolvió el maíz a la muchacha.

—Gracias —le dijo ella al vendedor, no a Ren. De hecho, ni siquiera lo había mirado para reconocer que estaba a su lado.

Tras volver a meter el maíz en la cesta, la muchacha se alejó para reunirse con las otras dos.

—¿Itzel? —la llamó Ren, que la siguió.

Ella titubeó antes de volverse para mirarlo con irritación.

—¿Qué?

—Yo… me pre… preguntaba… —Vaciló como si estuviera buscando las palabras adecuadas. El temblor de su mandíbula empeoró cuando la irritación de Itzel se convirtió en desdén.

—¿Qué te preguntabas? —masculló ella.

Ren se mordió el labio antes de intentarlo de nuevo.

—¿Te… te impor… impor… importaría que… que… yo…?

—Sí quieres venir a verme, sí, me importa. —Miró a sus amigas—. ¿Crees que quiero que se rían de mí y que me humillen? ¿Crees que estoy tan desesperada como para que me cortejes? —Resopló al pronunciar esa palabra al tiempo que adoptaba una expresión cruel—. Olvídalo. Búscate una mujer tan tonta como tú. Ah, no, que no hay nadie tan imbécil por aquí. Ni siquiera te aceptan las putas, aunque les pagues. A lo mejor puedes buscarte una cabra en celo o algo así en otro pueblo.

Ren se quedó muy tieso mientras ella se alejaba, acompañada por las carcajadas del vendedor. En cuanto se reunió con sus amigas, las tres lo miraron y se echaron a reír. Ren levantó la cabeza, pero al percatarse del dolor que inundaba su mirada, a Kateri se le llenaron los ojos de lágrimas.

Su amigo echó a andar hacia las muchachas, pero Ren lo detuvo.

—No… no lo empe… empeores.

Tras menear la cabeza, su amigo se alejó en la dirección contraria, mientras que Ren miraba a las muchachas con un anhelo que a Kateri le destrozó el corazón.

De vuelta al presente, Kateri dio un respingo por lo que le habían hecho. Con razón era célibe. Esas zorras le habían enseñado que debía evitar a las mujeres. Tras inspirar hondo, contuvo las lágrimas. ¿Qué podía decirle para mitigar su insensibilidad? ¿Cómo curar los estragos de semejante crueldad?

Incapaz de soportarlo, lo estrechó entre sus brazos con fuerza.

Ren no daba crédito a lo que estaba pasando. Y lo peor de todo era que su cuerpo cobró vida cuando ella pegó su cálido y voluptuoso cuerpo contra él. Se quedó rígido, en más de un sentido, sin saber qué hacer.

—¿Por qué me estás abrazando, Kateri?

—Alguien tiene que hacerlo.

La respuesta solo consiguió confundirlo todavía más.

—No lo entiendo.

Kateri lo obligó a bajar la cabeza para poder besarlo en los labios como nunca lo habían besado. La intensidad del beso y el roce de sus lenguas lo dejaron mareado y sin aliento. Gimió mientras la abrazaba con fuerza para disfrutar del sabor de sus labios.

No había nada mejor en el mundo. No hasta que una de sus manos descendió por el pecho y el estómago, trazando un reguero de fuego que lo dejó tembloroso. Y después, para su absoluto asombro, empezó a acariciársela.

Totalmente aturdido porque ella lo estuviera acariciando por encima de la ropa, levantó la cabeza.

—¿Qué haces?

—Voy a poner tu mundo patas arriba.