Kateri sufrió el asalto de un millar de emociones contradictorias mientras miraba a Ren. La certeza era tan intensa que la quemaba por dentro. Él fue ese bebé que nadie quiso. El bebé que jamás pudo estar con la única persona que lo había querido.
Su madre.
Sabía por experiencia propia lo que dolía no contar con una madre. A lo largo de su vida había sufrido muchas veces por la pérdida de la suya. Cada vez que veía a una madre con su hijo, independientemente de la edad, cada vez que los veía abrazarse o reírse…
Cuando salía de la residencia de estudiantes y veía a sus compañeras con sus familias, a sus madres con los ojos llenos de lágrimas mientras se despedían y les deseaban suerte con sus estudios… durante las graduaciones, los cumpleaños, los bailes…
En todas las ocasiones importantes para las familias.
Además de todos los anuncios publicitarios tan ridículos en los que se veían familias.
Todas esas cosas le provocaban un dolor lacerante, porque le recordaban con absoluta brutalidad lo que faltaba en su vida. Lo que más echaba de menos. No había vínculo más fuerte que el de una madre con su hijo. No había un amor ni un sacrificio más grandes. A eso se refería Ren cuando le contó la historia de Apolimia y su destrucción del mundo para vengar la muerte de su hijo, y comentó que no comprendía ese tipo de amor. Porque eso era lo que significaba un hijo para una madre de verdad.
Un hijo era su mundo.
Y cuando se carecía de dicho vínculo, el sufrimiento era brutal. Porque dejaba un vacío en el corazón y un anhelo indescriptible, motivado por la certeza de saber que los demás disfrutaban de él. Estaba a la vista allí donde se mirara. Por todas partes. Y hacía que uno se preguntara por qué no contaba con ese tipo de amor.
¿Por qué los demás eran tan afortunados mientras que quien no disfrutaba de ese vínculo se sentía tan maldito?
En su caso, Kateri al menos disfrutó de la presencia de su madre durante un tiempo. La recordaba abrazándola y acunándola cuando se sentía mal. O secándole las lágrimas y cantándole nanas mientras le ponía paños calientes y Vick’s VapoRub en el pecho si estaba enferma. O dándole besos y abrazos sin motivo aparente, y sin medida. O aferrándola de la mano para sentirse segura en un mundo que pocas veces se mostraba amable con los inocentes.
Pero sobre todo recordaba el hecho de sentirse querida cada vez que su madre la miraba a los ojos.
Por eso odiaba el día de la Madre a rabiar. Porque mirara hacia donde mirase, durante semanas, encontraba un cruel recordatorio de que ya no tenía una madre a la que comprarle un regalo. No tenía una madre a la que llamar. No tenía una madre a la que decirle: «Gracias por estar ahí, mamá». Aunque la celebración era una idea maravillosa para aquellos que disfrutaban de la bendición de contar con una madre que los quería, era un ataque brutal para aquellos que habían perdido a la suya. De modo que ni siquiera alcanzaba a imaginar lo que debía de sentir alguien como Ren, que carecía del concepto de lo que era una madre. Que ignoraba lo que se sentía al contar con alguien capaz de matar o de morir por él sin titubear.
Kateri sabía que debía considerarse afortunada. Había tenido dos madres que la habían querido y la habían cuidado. Dos mujeres con las que había sentido que lo era todo para ellas.
Su madre y su abuela. Y, aunque ya no estaban a su lado, su amor perduraba en su interior y le daba fuerzas. Además, no estaba sola. No del todo. Tenía a su tía Starla, que la llamaba constantemente para ver cómo estaba. Que la hacía reír por pésimo que hubiera sido su día. Aunque Starla fuera en realidad la mujer de su tío, siempre la había tratado como si fuera su hija.
Ren nunca había tenido a nadie.
Jamás.
Kateri sorbió por la nariz para contener el llanto a fin de no acabar hecha un mar de lágrimas por la tragedia que había sido la vida de Ren.
—Lo siento muchísimo.
Sin embargo, él la miraba como si estuviera desconcertado. Como si le resultara increíble que le demostraran compasión y empatía.
—¿Por qué?
—¿Por qué? —repitió Kateri con incredulidad—. Porque ningún niño debería crecer como tú creciste. Porque nadie debería ser abandonado por su familia, que a su vez debería estar obligada a cuidar de sus miembros. Porque no conociste a tu madre y ese demonio imbécil te dejó en manos de un gilipollas. Por todo eso. Pero, sobre todo, porque veo que crees que estoy loca al demostrarte que me preocupo por ti. Y porque veo que estás asombrado e impresionado porque alguien se preocupe por ti y se indigne al descubrir lo que te hicieron de pequeño. —Extendió una mano para tocarlo, pero él se apartó.
¿Cómo culparlo por eso? No sabía, cómo establecer un vínculo con otra persona. Su propio hermano lo había matado.
Kateri se sentía tan mal por la espantosa realidad de su vida que se preguntó cómo se las había apañado Ren para conservar la cordura. Claro que a lo mejor no lo había logrado. En ocasiones ella misma dudaba de su propia cordura. Precisamente durante las ocasiones en las que la vida la golpeaba con tanta fuerza que le dejaba una cicatriz en el corazón.
Un corazón que en esos momentos solo quería consolarlo.
—¿Te ha abrazado alguien alguna vez?
Ren no pareció comprender ni siquiera eso. Por supuesto que nadie lo había abrazado nunca.
Nadie lo había abrazado como si lo quisieran.
—Lo siento, Ren. Ya sé que no es asunto mío. Es que estoy tratando de imaginar lo duro que debió de ser crecer como tú creciste. —Dio un respingo y se vio asaltada de nuevo por las lágrimas—. ¿Aprendió tu padre a quererte en algún momento?
La expresión de Ren fue tan estoica como su voz cuando contestó:
—No. Me culpaba por la muerte de su mujer. Y culpaba a mi madre por la destrucción de su tierra natal.
Kateri estaba segura de que su padre se desquitaba con él.
—¿Por qué culpaba a tu madre?
—Se negaba a creer que Apolimia nos atacó por voluntad propia. En su mente, mi madre lo tramó todo para poder estar con él.
¡Pues sí que se lo tenía creído!
—¿Cómo dices? ¿Pensaba que tu madre mató al hijo de Apolimia y que destruyó dos continentes solo para acostarse con él?
—Yo no he dicho que mi padre fuera un hombre muy listo. Menos mal que heredé la inteligencia de mi madre y no de él.
Esas palabras hicieron que Kateri tuviera una nueva visión. Vio a Makah’Alay con unos diez años. Se encontraba en el vano de la puerta de una habitación, mirando en dirección a una cama rodeada de personas que le daban la espalda. Reconoció a los sacerdotes y a los curanderos. Era evidente que estaban curando a alguien, y no podía ser el padre de Ren porque este se hallaba junto al cabecero de la cama, mirando hacia abajo.
El sacerdote más anciano se volvió hacia él.
—Lo siento, jefe Coatl. No podemos hacer nada salvo ofrecer sacrificios con la esperanza de que los espíritus se compadezcan de Anukuwaya y lo dejen en este mundo.
La mirada de Coatl se ensombreció al volverse y ver que el hijo al que odiaba se encontraba en la puerta, sano y fuerte. Su ira y su odio eran tangibles. Se acercó a Ren mientras lo insultaba.
El niño abrió los ojos desmesuradamente al comprender que su padre se había percatado de su presencia. Corrió hacia el pasillo, pero ya era demasiado tarde.
Su padre lo atrapó antes de que pudiera escabullirse. Lo agarró de un brazo y lo estampó contra la pared de piedra.
—¿Qué le has hecho?
—Na… na… nada, pa… pa… padre.
Coatl le dio un revés tan fuerte que Ren acabó en el suelo.
—¡No te atrevas a mentirme! Sé que estás celoso de mi hijo. Que envidias su perfección. —Lo agarró por el pelo y lo puso en pie de un tirón.
Ren sangraba por los labios y por la nariz mientras se aferraba a la mano de su padre e intentaba que le soltase el pelo.
—Niño, será mejor que reces para que a mi hijo no le pase nada. Si Anukuwaya muere, yo mismo te destriparé como ofrenda para asegurarle un pasaje seguro a la siguiente vida. ¿Lo entiendes? Así que ya puedes deshacer lo que le hayas hecho o te quitaré la vida como pago por la suya.
La visión desapareció y Kateri se encontró contemplando los ojos y el rostro de la versión adulta del niño que había visto. Un rostro al que aún le sangraban los labios después de haber luchado por ella.
Abrumada por las emociones, reaccionó por instinto y lo abrazó.
Ren se quedó petrificado mientras experimentaba por primera vez lo que se sentía al ser abrazado por alguien que le había enterrado la cara en el cuello mientras lo aferraba con fuerza por la cintura. Las lágrimas de la joven le humedecieron la piel, provocándole un sinfín de escalofríos. Su asombro fue tal que no supo cómo reaccionar ante el feroz abrazo.
En ese momento sintió que algo se quebraba en su interior, liberando un sueño que llevaba siglos enterrado. Un sueño que sabía muy bien que no debía albergar. El sueño de disfrutar de una vida normal con alguien que lo echara de menos si se iba. Con alguien que lo sermoneara si llegaba tarde sin avisar y…
Cerró los ojos y aspiró el olor de Kateri. Una mezcla a flor de valeriana y a prímula. El deseo de hacerla suya lo abrumó de repente. El deseo de pasar horas y horas entrelazado con su cuerpo desnudo.
¿Eso era sentirse querido? Claro que no pensaba que ella lo quisiera. ¿Cómo iba a hacerlo? No lo conocía en absoluto. Porque, si lo conociera, estaría aterrada y saldría corriendo en busca del escondite más cercano.
Sin embargo, con amor o sin él, esa era la primera vez que alguien lo abrazaba de esa forma. Como si se preocupara por él.
Ella tenía razón. Podía contar con los dedos de una mano los abrazos que había recibido durante toda su vida. Eran tan escasos y breves que los recordaba todos.
Nadie lo había abrazado para consolarlo. Nunca. Se sentía mareado por el asalto de una serie de emociones cuyos nombres desconocía, y por la calidez del cuerpo de Kateri. De modo que por un segundo se permitió pensar que tal vez, solo tal vez, podía ser merecedor del amor de otra persona.
«No seas imbécil».
La última vez que pensó semejante estupidez fue con la Zahorí del Viento.
Todavía escuchaba su risa burlona después de que cometiera el error de confesarle que la quería.
—No esperarás que te diga que también te quiero, ¿verdad? —replicó ella—. Aunque tienes un físico atractivo y no estás mal en la cama, eres débil. Patético. Permites que todos te pisoteen y que te usen como felpudo cuando acaban contigo. Te escondes en las sombras y te acobardas cada vez que tu padre se te acerca. En vez de comportarte como un hombre y plantarle cara, permites que tu hermano se lleve el mérito de tus logros y de tus habilidades. Solo eres un niño llorón. Ni siquiera aceptas la oferta del Espíritu del Oso porque tienes miedo. ¿Cómo va a querer una mujer a un ser tan patético como tú?
—No soy pa… pa… pa… —Su ataque lo enfureció tanto que fue incapaz de articular palabra. Solo alcanzó a seguir tartamudeando como si fuera el retrasado mental que todos creían que era.
—Inténtalo con «nulo» o con «inferior» —se burló ella—. A lo mejor con esas no tartamudeas.
En ese instante la furia de Ren alcanzó tal magnitud que temió acabar abofeteándola. De modo que se volvió con brusquedad y se encaminó hacia la puerta.
—¡Espera, Makah’Alay! ¡Te has dejado atrás el poco or… or… or… orgullo que tienes!
Esa burla fue la gota que colmó el vaso. La que más le dolió.
Decidido a demostrarle que estaba equivocada, que todos lo estaban, y decidido a demostrarse que no era el despojo por el que todos lo habían tomado, la dejó y fue directo al Espíritu del Oso para hacer el trato.
Esa fue la última vez que la vio y esas fueron las últimas palabras que le dirigió la Zahorí del Viento. En cuanto Ren comprendió que ella lo había usado para liberar al Espíritu del Oso, se juró que jamás volvería a enamorarse de una mujer. Que jamás se arriesgaría a sufrir de nuevo tanto dolor ni tanta humillación.
No merecía la pena.
Y no era tan débil como para necesitar el apoyo de otro. Siempre había vivido solo y prefería seguir haciéndolo. No necesitaba la presencia de otra persona en su vida.
—Tenemos que encontrar algo para curarte las heridas y aliviarte el dolor…
La voz de Kateri lo devolvió al presente y al hecho de que todavía lo estaba abrazando.
Por un momento creyó que se refería a sus recuerdos, hasta que sintió de nuevo el dolor que le había provocado la lucha con el demonio. Soltó a Kateri y retrocedió al tiempo que posaba una mano sobre la peor de las heridas que tenía en el costado.
—No podemos hacer nada para curarlas.
—¿Qué quieres decir?
—Kateri, ya te lo he dicho. Soy inmortal. Se curarán solas.
—¿No te duelen?
Por supuesto que le dolían. Aunque le había dado una buena tunda al demonio, Kyatel no era precisamente manco. El muy cabrón se la había devuelto con creces.
Sin embargo, Kateri solo estaba siendo amable, de modo que contuvo el sarcasmo y asintió con la cabeza.
—Entonces podemos…
—Kateri, nada aliviará el dolor. Los poderes de los Cazadores Oscuros no funcionan así.
Ella frunció el ceño, confundida.
—Los ¿qué? ¿Cómo?
Ren se pasó la mano limpia por la cara mientras recordaba que Kateri desconocía la existencia de los suyos, aunque Talon fue en otra época miembro de dicha élite.
No obstante, técnicamente Ren no era un Cazador y nunca lo había sido. Superaba en varios miles de años la edad de los primeros Cazadores y, por eso, era el único Cazador Oscuro que Aquerón, su líder, no había entrenado. De hecho, Aquerón ni siquiera lo conocía hasta que Cabeza ingresó en el grupo hacía ya cuatro mil años y el atlante apareció en Yucatán para instruirlo en sus obligaciones como Cazador Oscuro.
El asombro de Aquerón y Ren al descubrirse fue mutuo.
A diferencia de lo que hizo con los demás Cazadores, Artemisa resucitó a Ren porque le prometió a su madre que no lo dejaría morir mientras fuera pequeño. De hecho, juró sobre las aguas del río Estigio que siempre velaría por él.
Romper dicho juramento le habría costado la vida.
Y puesto que Artemisa era inmortal y bastante egocéntrica, no entendía muy bien qué diferenciaba a un niño humano de un adulto. De modo que le devolvió la vida motivada por el miedo a morir si no lo hacía.
Los poderes oscuros que había utilizado para resucitarlo le otorgaron colmillos y la incapacidad de tolerar la luz del sol.
Cuando Artemisa creó a los demás Cazadores Oscuros adujo que dichas características respondían a la naturaleza del enemigo que debían perseguir.
Sin embargo, una vez que volvió a la vida, Ren descubrió poco a poco la verdad de su propio nacimiento y los secretos del panteón griego, el de su madre.
El poder de devolverle la vida a los muertos era uno de los que Artemisa le había robado al hijo de Apolimia. De manera que la diosa apenas era capaz de controlarlo. No obstante, a Ren no le importó. Se sentía demasiado agradecido por esa segunda oportunidad, por la posibilidad de enmendar la torpeza que había cometido, como para quejarse por la estupidez de Artemisa.
En ese momento no le apetecía hablar del tema con Kateri. Ni tampoco quería que se supiera que era diferente a los demás.
Los Cazadores Oscuros lo aceptaban como uno más del grupo, y puesto que ninguno sabía su verdadera edad, no se planteaban que fuera uno de ellos.
Suponían que era mucho más joven de lo que era en realidad y él jamás se había molestado en corregirlos. Sólo Aquerón conocía la verdad y sólo Ren sabía quién y qué era el atlante. Un hecho que nunca le había comentado a Aquerón. Aunque él no había tenido una vida fácil, no le apetecía en absoluto sacar a colación el pasado de Aquerón. Un pasado que dejaba al suyo como un paseo por Disneylandia. Y como ambos querían mantener sus respectivos pasados en el olvido, Ren estaba encantado de complacer el deseo del líder atlante.
Decidió ofrecerle a Kateri la explicación más sencilla.
—Los Cazadores Oscuros son guerreros inmortales que protegen a la Humanidad de los seres sobrenaturales que se alimentan de ella.
Ella frunció el ceño. Esa era una de las ocasiones en las que una persona cuerda y racional tiraría la toalla por completo. Sin embargo…
La cordura la había abandonado varias horas antes. A esas alturas estaba lista para creer en extraterrestres, en ovnis y en cualquier cosa que le contaran.
Hasta en Papá Noel y en el Ratoncito Pérez.
¡Ya puestos incluso creería en el hombre del saco!
Y suponiendo que los Cazadores Oscuros fueran tan reales como las demás… criaturas con las que se había topado a lo largo de ese día, tenía unas cuantas preguntas.
—¿Cómo se convierte uno en Cazador Oscuro? ¿Se nace ya así?
—No. Normalmente son personas que han muerto después de sufrir una traición brutal de algún tipo. Una traición tan violenta y encarnizada que sus almas gritan para hacerse escuchar en el templo de Artemisa, situado en el Olimpo. Cuando la diosa las oye, aparece para hacer un trato. A cambio de un solo Acto de Venganza en contra de quien les hizo daño, dichas personas le entregan sus almas y pasan el resto de la eternidad persiguiendo daimons a las órdenes de Artemisa.
—¿Los daimons son demonios?
Su pregunta le arrancó a Ren una áspera carcajada.
—Esa es otra historia larga y complicada. En resumen, son vampiros que se alimentan de almas humanas y que sirven a la diosa atlante Apolimia. Puesto que capturan almas y dichas almas no pueden vivir en otro cuerpo que no sea el suyo, los Cazadores Oscuros se encargan de matar a los daimons que las capturan para devolverlas al lugar donde necesitan estar.
La idea de perder su alma le provocó un estremecimiento.
—¿Le vendiste tu alma a Artemisa?
—La verdad es que no era gran cosa y no sentí mucho su pérdida. No la he echado de menos en absoluto —respondió con una nota amarga en la voz.
Sin embargo, su respuesta despertó una duda en Kateri.
—Entonces ¿no sirven para nada?
—No mientras estás vivo. Pero si mueres sin alma, se pasa a un plano existencial a cuyo lado el infierno parece un parque de atracciones.
Ah, eso no parecía muy agradable, pensó.
—Pero si eres inmortal, no puedes morir, ¿verdad?
—No puedo morir fácilmente. Hay ciertas cosas a las que nadie sobrevive.
Eso sí que tenía que saberlo.
—¿Cómo qué?
—A la decapitación. Al desmembramiento. A la extracción del corazón. A cualquier cosa capaz de destruir el cuerpo como el fuego y, por supuesto, mi favorita: dejar que me toque el sol.
Acostumbramos a estallar en llamas cuando eso sucede.
—¿Por qué?
—¿Quieres la mentira o la verdad?
Kateri se preguntó el motivo de que hubiera respondido a su pregunta con esa otra. ¿Quién querría una mentira si la verdad está al alcance de la mano? No obstante, la curiosidad pudo con ella.
—En fin, qué narices, un poquito de las dos.
Ren esbozó el asomo de una sonrisa, pero al percatarse la contuvo.
—Artemisa le dice a todo el mundo que es por culpa de su hermano Apolo, el dios del sol. Según ella, es su maldición la que ha desterrado a los Cazadores Oscuros de la luz del sol. Pero en realidad procede de Apolimia. Puesto que los daimons no soportan la luz del sol, se las arregló para que los Cazadores Oscuros que los persiguen no puedan atacarlos sin posibilidad de defenderse. Si los daimons mueren en contacto con el sol, los
Cazadores Oscuros también.
Aunque tenía sentido, perjudicaba a quienes no tenían la culpa de nada.
—Parece que Apolimia y los griegos siguen en guerra.
Ren inclinó la cabeza a modo de respuesta.
—Sí. Los dioses son bastante rencorosos con ciertos asuntos. No conocen el significado de la expresión «Ya está bien».
—Pero no entiendo qué tiene que ver todo esto conmigo.
Ren se detuvo al llegar a la entrada de una cueva y se sacó el cuchillo de la caña de la bota.
—¿Sabes usar un cuchillo?
—Se me da mejor el arco, pero creo comprender el funcionamiento básico de un apuñalamiento.
Ren enarcó las cejas al escucharla.
—¿Sabes usar un arco?
¿Que si sabía usar un arco? El asombro que rezumaba la pregunta y la expresión de su cara la ofendieron.
—Oye, guapo, formé parte del equipo olímpico de tiro con arco que compitió en las Olimpiadas de Pekín en 2008. No conseguí el oro, pero acabé la cuarta en la final. Manejo el arco compuesto, la ballesta o el tradicional. Cualquier cosa con la que se pueda disparar una flecha. Y me refiero a cualquier cosa. No se te ocurra jamás enfrentarte a mí con una goma elástica. Te arrepentirás.
En esa ocasión Ren sí sonrió. El gesto fue tan demoledor que Kateri se olvidó de que la había ofendido. Joder, estaba para comérselo cuando sonreía.
El gesto iluminaba su cara y le otorgaba un aspecto juvenil y muy tierno.
En ese momento Ren se percató de lo que estaba haciendo y se dejó llevar por el pánico y el bochorno. Carraspeó mientras devolvía el cuchillo a la bota. De repente, se produjo un destello dorado tras el cual Kateri vio que tenía en las manos un arco recurvo, con su carcaj, sus flechas, su protector de brazo y su guante. Se lo entregó todo a ella.
—¿Prefieres uno compuesto?
—Ni hablar. El recurvo es mi preferido. No es tan fácil de usar, pero ni falta que me hace. Soy sagitario de los pies a la cabeza. Mi abuela solía decir que debí de nacer con un arco en las manos.
Eso pareció complacerlo.
—Muy bien. Ahora mismo vuelvo. —Se detuvo unos segundos y la miró—. Si son demonios, dispara a los ojos. Si les das en cualquier otro sitio, solo conseguirás cabrearlos.
Kateri esbozó una sonrisa de oreja a oreja mientras se ponía el guante.
—Me alegro de saberlo. Gracias por el consejo.
Ren titubeó y la observó ponerse el protector de brazo. Acto seguido, colocó una flecha y comprobó su ángulo de visión. Disparaba igual que él: con un dedo por encima de la flecha y dos por debajo. Su posición era impecable y preciosa. Aunque había visto a muchas mujeres blandiendo un arco a lo largo de los siglos, ninguna le había parecido tan unida al arco como lo estaba Kateri.
Como el Guardián…
Sí, ese cabrón disparaba tan rápido y con tanta furia que sus flechas oscurecían el cielo. Aunque su puntería no era excesivamente buena, era uno de los arqueros más rápidos con los que se había enfrentado Ren. La primera vez que lucharon, acabó con tres flechas en el muslo derecho. De no ser porque Búfalo lo distrajo para evitar que siguiera disparándole, Ren no habría sobrevivido al enfrentamiento.
«Jamás subestimes a un enemigo».
Tras desterrar esos recuerdos, se dispuso a explorar la cueva. Las heridas le estaban pasando factura y no estaba seguro del tiempo que podría seguir funcionando. Cada latido del corazón amenazaba con derrumbarlo al suelo.
Por suerte, la cueva se hallaba vacía y parecía estar relativamente limpia. Menos mal que la suerte le sonreía en algo.
Cuando volvió a la entrada, descubrió a Kateri sentada en una piedra, escudriñando los bosques como una verdadera cazadora. Su silueta quedaba recortada por la pálida luz de la luna, resaltando los ángulos perfectos de su rostro. Se había recogido el pelo en un moño tirante que dejaba al descubierto su nuca, un detalle que le recordó lo bien que olía cuando lo abrazó.
Se le secó la boca y sus hormonas cobraron vida pese al dolor que lo embargaba. ¿Qué tenía esa mujer que despertaba en él semejante deseo? ¿Qué tenía para que se sintiera tan desesperado por estar a su lado cuando sabía que no le convenía?
La proximidad. Sí. Seguro que era la culpable. Echarle la culpa a la proximidad se le antojaba seguro y fácil. Cualquier otra explicación sería casi aterradora.
Sólo estaba cachondo. Le habría pasado con cualquier mujer.
Sin embargo, sabía que se estaba engañando. Había estado cerca de muchas mujeres a lo largo de los siglos, y tenía muy claro que ninguna había ejercido ese efecto en él. Ninguna.
Ni siquiera la Zahorí del Viento había despertado en él el deseo de oírla pronunciar su nombre.
—¿Kateri?
Ella volvió la cabeza con brusquedad.
—Vamos, he encontrado un lugar donde podremos refugiarnos durante un tiempo.
La vio bajarse de su improvisada silla para acercarse a él con la misma euforia que demostraría una niña. En sus labios distinguió el asomo de una sonrisa… que hacía que sus ojos relucieran. Lo embargó un poderoso impulso de besarla que le costó la misma vida contener.
—Por casualidad no podrás conseguimos una hamburguesa con queso, ¿verdad?
La pregunta le hizo gracia.
—¿Tienes hambre?
—Mucha. ¿Quién iba a decir que correr para salvar el pellejo da tanta hambre? Creo que ahora mismo podría comerme una vaca.
Aunque no quería dejarse embrujar por ella, le resultaba imposible de resistir. Le hablaba como si lo conociera desde hacía años. Como si fueran viejos amigos.
Había mantenido una actitud valerosa y razonable pese a la mierda que los había salpicado durante las últimas horas. Se lo agradecía y la respetaba por ello.
Kateri enarcó las cejas.
—¿Adónde me llevas?
La pregunta lo hizo pensar en el lugar al que le gustaría llevarla: a la cama.
«Controla tus pensamientos. ¡Ahora mismo!», se reprendió.
Sí, porque si seguía por ese camino acabaría con un buen marrón.
—Mmm… a… a… aquí mismo.
«¡Joder!», pensó; Oírse tartamudear enfrió de repente el calentón. ¿Por qué tenía que tartamudear delante de ella? ¿Por qué?
Hizo ademán de alejarse, odiándose e hirviendo de furia.
Sin embargo, ella le colocó una mano en el mentón y lo obligó con delicadeza a volver la cara hasta que sus miradas se encontraron. La calidez de su contacto lo escaldó, pero fue la preocupación sincera que vio en sus ojos lo que más lo excitó.
—Ren, ¿sabes que Winston Churchill, el orador más sobresaliente de todos los tiempos y uno de los grandes líderes mundiales, tenía dificultades para hablar? A todos nos ocurre de vez en cuando. Y la verdad, prefiero tartamudear a meter la pata, cosa que me ha pasado más veces de lo que me gustaría. No tienes motivos para avergonzarte por un problema que no puedes evitar. No es indicativo de tu inteligencia, quien se burle de ti por eso, demostrará su crueldad y su falta de humanidad. Además, a mí me parece muy tierno.
Esas palabras, sumadas al roce de su mano y a la preocupación que demostraba su preciosa cara, hicieron añicos cualquier asomo de resistencia que le quedara en lo que a ella se refería. Ni una sola persona a lo largo de toda su vida había logrado que se sintiera como se sentía en ese momento.
Normal. Entero.
Humano.
No había desdén ni burla. No lo juzgaba. Kateri lo miraba de la misma manera que Mariposa miraba a su amigo Búfalo.
Como si significara algo para ella.
Sin ser consciente de lo que hacía, inclinó la cabeza para saborear sus labios.
Kateri era incapaz de respirar mientras Ren la besaba con una pasión desconocida para ella hasta entonces. Le enterró las manos en el pelo mientras exploraba su boca con una voracidad que la puso a cien. Parecía besarla como si fuera el aire que necesitase para respirar. Todo empezó a darle vueltas y se le aflojaron las rodillas, de modo que se vio obligada a apoyarse en él.
Cuando Ren se apartó de ella, no la soltó. En cambio, enterró la cara en su cuello y siguió abrazándola como si estuviera saboreando su misma esencia.
—No irás a morderme con esos colmillos que tienes, ¿verdad?
Él parpadeó mientras asimilaba esas palabras, una vez superado el aturdimiento inicial.
—No —susurró—. Lo siento. No sé qué me ha pasado.
Kateri le regaló una sonrisa que hizo estragos en todo su cuerpo.
—No te disculpes. Ha sido un beso alucinante. Pero si ya has acabado, podrías dejarme en el suelo.
Ren sintió que le ardía la cara al darse cuenta de que durante el beso la había levantado en brazos. Sus pies distaban varios centímetros del suelo.
Sin embargo y pese al bochorno, la bajó muy despacio y deslizándola sobre su cuerpo para disfrutar del roce de sus curvas contra el torso. Era una lástima que ambos estuvieran vestidos. Habría sido muchísimo más agradable si hubieran estado desnudos.
Kateri observó las emociones que cruzaban por la cara de Ren. Seguro que desearía morirse fulminado allí mismo si supiera lo transparente que le resultaba en ese momento. Lo vulnerable que le parecía. Esa no era la cara del guerrero que había luchado valerosamente contra los demonios.
Era la cara de un hombre acostumbrado al rechazo más que a la aprobación. Un hombre que esperaba que ella le dijese algo desagradable.
—Ren, para que lo sepas, creo que eres maravilloso.
Él frunció el ceño.
—¿Por qué? —le preguntó.
Ciertamente no tenía ni idea. Para Kateri era sorprendente que un hombre tan guapo y tan fuerte, tan amable y tan generoso, no tuviera ni idea de lo fantástico que era.
—Por protegerme. Por tu regalo y por este beso tan asombroso. Y si ya usas tus poderes para que aparezca una hamburguesa, te consideraré el mejor ser humano de todos los tiempos.
Para su más absoluto asombro, él se echó a reír.
—¿Con patatas fritas?
—Sí. Y con un batido de chocolate grande. —Sí, pensar en eso hizo que le rugiera el estómago.
Ren la tomó de la mano y la guio hacia el interior de la cueva.
Cuando la oscuridad los rodeó por completo, Kateri se detuvo.
—No veo nada.
De repente, surgió una luz verde. Ren le ofreció una varita luminosa que debía de haber hecho aparecer con sus poderes, de la misma forma que hizo con el arco.
—Por desgracia, esto es lo último que puedo hacer de momento. Lo siento. —Se dejó caer al suelo como si fuera incapaz de dar un solo paso más.
La joven se alarmó al verlo.
—¿Estás bien?
Ren asintió con la cabeza.
—Tengo que dormir un rato. —Se puso a cuatro patas y después prácticamente se derrumbó.
Más preocupada que antes, corrió hacia él y se arrodilló a su lado. Aunque seguía respirando, estaba muy blanco. Se sentó sobre los talones y echó un vistazo por su alrededor, tomando nota de todo lo que había.
Al ver la bolsa blanca que descansaba sobre una piedra cercana puso los ojos como platos.
No… era imposible.
¿Verdad?
Frunció el ceño por la curiosidad y se acercó a la bolsa. Efectivamente. En el interior había una hamburguesa con queso, patatas fritas y un batido grande de chocolate. Con una carcajada alegre, sacó una patata frita y se la comió. Miró de nuevo a Ren, sorprendida por su amabilidad.
—No eres tal como imaginaba que serías.
Al menos no del todo. Sí, era aterrador, enorme y muy diestro. Pero no era el ogro que le pareció en un primer momento. Era sorprendentemente amable y, aunque la odiaría si se lo dijera en voz alta, muy dulce.
¿Cómo habían podido tratarlo tan mal su padre y su hermano? ¿Qué tipo de bestias habían sido para herir de esa forma a alguien como él?
«Ojalá supiera más cosas sobre ti», deseó.
Aunque había reunido mucha información, desconocía un sinfín de cosas.
Como por ejemplo, si se había casado alguna vez o si tenía hijos.
O cuándo lo mató su hermano y por qué.
Pero, sobre todo, quería saber cuál era el mal que quiso reparar tras su vuelta.
Además, tampoco sabía de qué manera estaba ligado su destino al pasado de Ren. ¿Por qué estaba con él? ¿Por qué no podía llevarla a casa?
Demasiadas preguntas. Muy pocas respuestas.
Suspiró y comenzó a comer, deseando poder contar con una bola de cristal. Aunque de todos modos no podría usarla…
—Si supieras todo lo que puedes hacer, te sorprenderías.
Kateri se quedó petrificada al escuchar esa voz ronca y estentórea. Con el corazón desbocado se dio media vuelta muy despacio y vio a un hombre alto y mayor de porte imponente. Un hombre que tenía los ojos rojos y una cicatriz que descendía por su cara…
Y que se encontraba entre ella y su arco.