7

Ren apretó los dientes al sentir cómo las garras de acero de Kyatel le desgarraban el cuerpo. Tal como pretendía el demonio del viento, le quemó la piel como la picadura de un millar de escorpiones. Se le llenaron los ojos de lágrimas por el dolor tan atroz mientras intentaba seguir de pie. Si caía, el demonio atraparía a la mujer y la lucha llegaría a su fin. Ella moriría y todas las puertas se abrirían.

«No me derrotarán…», se dijo.

Nunca más.

Furioso por ponerlos en esa situación y por no poder teletransportarla al refugio que había escogido, se obligó a permanecer impasible pese a la agonía que estaba sufriendo, al tiempo que hacía acopio de todo el poder que le quedaba en el cuerpo. Desde luego que no era allí donde quería estar. ¿Por qué… por qué se la habían jugado sus poderes de esa manera? ¿No podían funcionar aunque solo fuera una vez como se suponía que debían hacerlo? Más furioso que nunca, enseñó los colmillos y extendió un brazo. Le lanzó una bola de fuego al pecho del demonio con todas sus fuerzas.

Kyatel gritó mientras caía de espaldas y atravesó la puerta. Los vientos dejaron de aullar el tiempo justo para que Ren cogiera a Kateri de la mano y tirase de ella. Tenía que adentrarse más en el primer plano si querían sobrevivir. Probaría a teletransportarlos de nuevo, pero después de ese paso en falso, no se atrevía. Se estaba quedando sin poderes y al ser dos…

Mejor estar allí atrapados que caer en el segundo plano.

Mientras intentaba arrastrarla, ella meneó la cabeza y plantó los pies en el suelo, entorpeciendo su huida.

—¿Qué eres?

—Lo único que está de tu parte en este plano. O vienes conmigo o te matarán.

Vio la indecisión en sus ojos un segundo antes de que asintiera con la cabeza. Él solo pensaba en alejarse todo lo posible de su antiguo aliado, de modo que corrió hacia una puerta y la abrió.

Kateri aminoró el paso al ver la estancia ardiente que tenían que cruzar. Tras lanzarle una mirada con la que le decía que había perdido un tornillo, se negó a entrar.

Ren controló la irritación que lo invadía. A diferencia de él, Kateri no estaba acostumbrada a los trucos demoníacos y a sus trampas.

—Es una ilusión.

En esa ocasión lo llamó «mentiroso» con la mirada.

—Confía en mí.

—¿Por qué iba a hacerlo?

Se merecía su recelo. Considerando su pasado, no recibiría más que desdén y rechazo. Aun así, la pregunta le escoció por muchos motivos.

—¿Quieres vivir?

Su mirada lo abrasó con una confianza que jamás había visto en los ojos de otra mujer.

—Sí, quiero vivir. Así que te pido que no me mientas. No tengo muchos motivos, pero te aseguro que no quiero morir esta noche —murmuró esas palabras al tiempo que daba un paso y le cogía la mano de nuevo.

Mientras rezaba para no equivocarse con respecto a la ilusión, Ren la introdujo en el fuego. Por un segundo creyó haber malinterpretado la situación. Pero al cruzar la estancia en llamas, reconoció el hedor de ese infierno y supo lo que había pasado.

Coyote había atravesado la primera puerta y los había metido en ese plano. De alguna manera su hermano había abierto el portal hacia Hi’hinya y había liberado a Kyatel. O algo peor: Coyote había conseguido doblegar a Choo Co La Tah y este lo había hecho en su lugar.

Fuera como fuese, la puerta a Hi’hinya estaba abierta, y eso era malo para todos.

Como no quería pensar en lo que debía de haber sucedido para obligar a Choo a participar en algo así, Ren usó la telequinesia para cerrar la puerta de golpe y sellarla antes de que Kyatel la atravesara. Eso no les concedería mucho tiempo y él tampoco era el personaje más querido por esos lares. Sin duda alguna había carteles de SE BUSCA con su cara por todas partes. Carteles con una recompensa enorme. Si un demonio podía capturarlo y llevárselo al Espíritu del Oso, recibiría una recompensa inconmensurable. No había nada en el universo que el Espíritu del Oso deseara más que volver a tenerlo bajo su control.

Por ese motivo Ren representaba una amenaza para ella tan peligrosa como los demonios.

A lo mejor debería dejarla sola.

Pero sabía que eso no era cierto. No duraría mucho en el primer plano, el de los muertos. No sabía cómo luchar ni cómo esquivarlos. Al menos los demonios de ese lugar no eran muy fuertes. Muchos solo eran caminantes de las sombras, demonios que estaban atrapados entre los dos mundos. El mayor problema era que carecían por completo de lealtad. Eran ambiguos y caprichosos en el más puro sentido de las palabras, y podían matar a alguien con la misma facilidad con la que podían ayudarle.

Si tenían mucha suerte, los caminantes de las sombras ni siquiera repararían en su presencia.

Por supuesto, la suerte siempre era una perra traicionera.

Y esa noche parecía haberla tomado con ellos.

De repente, la pared que tenía a la izquierda explotó, y los escombros cayeron sobre ellos. Sin embargo, eso no fue lo peor.

Lo peor fue la horda de demonios que apareció, empecinada en arrancarle el corazón a él y la vida a ella como extra.

Ren soltó a la mujer para poder enfrentarse a los demonios.

Kateri retrocedió con un jadeo al tiempo que Ren hacía aparecer una maza como la que había usado miles de veces en sus sueños. Y lo hacía como un profesional. Los golpeaba con la parte plana y después los hería con el cristal de obsidiana.

Los retorcidos demonios gritaban a medida que iban cayendo. Muchos retrocedieron, pero otros renovaron sus ataques y pisaron los cadáveres de sus congéneres caídos para perseguirlo.

Kateri miró a su alrededor en busca de alguna forma para ayudar. Por desgracia, no sabía muy bien a qué se enfrentaban y no contaba con una superarma para combatir a sus enemigos.

Luchar con sus manos como única arma no le parecía la idea más brillante del mundo. De modo que decidió no distraer a la persona que sabía cómo lidiar con esas criaturas. Mejor pegarse a la pared y asegurarse de que Ren no la golpeaba sin querer con la maza antes que abalanzarse sobre esas criaturas y que los dos acabaran heridos.

A decir verdad, era impresionante ver cómo Ren manejaba la maza. La trataba como si fuera una extensión de su brazo. Por la elegancia y la rapidez de sus movimientos, sabía que había pasado toda la vida entrenándose para la lucha.

Mientras lo veía pelear, más imágenes inundaron su cabeza.

—¿Por qué luchas contra mí, Makah’Alay? No soy tu enemigo. Tu verdadero enemigo está mucho más cerca, en casa. Podríamos ser aliados. Lucha para mí por aquellos que no pueden defenderse. Libérate de tu rabia y, por una vez, abraza algo bueno.

Kateri no conocía al hombre mayor que luchaba contra Ren, pero tenía algo que le resultaba muy familiar…

Ren no respondió a su interlocutor mientras se enfrentaban como dos dioses primigenios en liza por la supremacía.

—¿Es lo que quieres de verdad? —insistió el anciano—. ¿Es lo único que quieres?

Ren lo fulminó con la mirada.

—Lo que quiero es que te mueras de una vez, viejo. ¡Y que cierres la boca de paso!

—No eres tú quien habla. Es el Espíritu del Oso. Teme la verdad porque sabe que lo devolverá al lugar al que pertenece. Despréndete de tu odio y expúlsalo a él de tu cuerpo. Lo creas o no, eres mejor que esto, Makah’Alay. Mereces ser feliz y que te valoren.

—¡Vete a la mierda! —Ren reanudó sus ataques con renovado vigor.

Los dos estaban sudorosos y sucios por la lucha. Parecía que llevaran meses peleando…

Que llevaran…

—Un año y un día —musitó.

Ren se volvió para fulminarla con la mirada.

—¿Qué has dicho?

—¡Agáchate! —le gritó cuando uno de los demonios se abalanzó sobre su espalda.

Ren se volvió y consiguió golpearlo con la maza por los pelos. El ser demoníaco soltó un alarido antes de desintegrarse.

Las llamas se hicieron más brillantes hasta resultar cegadoras.

Kateri se cubrió la cara con una mano para protegerse los ojos.

Ren la agarró del brazo e intentó teletransportarlos. No funcionó. Joder. Tenía que sacarla de allí. Pero no podía sacarlos a ambos cuando sus poderes estaban tan mermados.

«Es un buen día para morir», se dijo. Si él desaparecía, nadie lo lloraría.

Pero a diferencia de él, ella sí era importante.

Le tomó la cara con una mano y la miró a los ojos.

—Piensa en tu abuela. Llámala y pídele que te lleve a casa.

Kateri frunció el ceño al escuchar su petición.

—No lo entiendo.

Le colocó algo sólido en la mano y le cerró el puño para que no pudiera ver de qué se trataba.

—Tú hazlo. Ahora cierra los ojos y piensa en ella.

Ella lo obedeció. Pasó de sentir el calor que inundaba la estancia, de sentir las llamas que le lamían la piel, a…

A estar junto a Talon en el salón de su casa de Nueva Orleans.

¿Qué leches…?

Aturdida a más no poder, dio una vuelta y echó un vistazo por la casa de su prima. Decorada en tonos rosas y morados, desentonaba muchísimo con el hombre tan viril con el que Sunshine se había casado. Pero él la consentía en todo. Hasta tal punto que incluso todas las toallas eran de color rosa.

Sunshine estaba sentada en el sofá que tenía a la derecha con su hijo pequeño, Declan, dormido sobre su regazo.

Cuando Kateri apareció de repente, Talon se puso en pie de un salto. Dio un paso hacia ella.

Aliviada, Kateri hizo el ademán de acercarse a él, pero en ese momento recordó que Ren le había dado algo. Bajó la mirada y abrió la mano, donde encontró un trozo de mineral blanco, opalescente, con la forma de una lágrima.

Un feldespato. Su abuela solía llevar uno parecido en su degalodi nvwoti, su bolsita talismán, la misma que llevaba siempre en el bolsillo o al cuello. Cada mañana cuando se despertaba, sacaba los minerales y las piedras que guardaba en su mesilla de noche y llenaba la bolsita con las que su Espíritu Guía le había dicho que necesitaría ese día. Mientras rezaba, las metía en su degalodi nvwoti y cerraba las cintas para así afrontar con valentía cualquier desafío que le deparase el día. Cada mañana eran unas piedras distintas, pero la que nunca cambiaba era su feldespato sagrado.

—¿Por qué siempre llevas un feldespato contigo, elisi? —le preguntó un día a su abuela, cuando se sacó su bolsita talismán y lo sujetó con fuerza como si estuviera rezando.

La anciana se la subió al regazo y le colocó el feldespato en la mano para que pudiera examinarlo. Todavía recordaba lo bonita que era la piedra blanquecina y translúcida a la brillante luz del sol, que le arrancaba destellos azulados.

—Es una piedra del destino que te ayudará a ver tu futuro con claridad, de modo que podrás alcanzarlo con más facilidad. Por ese motivo, es una piedra de los deseos muy poderosa: susúrrale tus sueños y hará que resuenen por los cielos para que el Gran Espíritu los oiga. También puede sanar y ayudar a los necesitados. Y es una piedra de nuevos comienzos y de buena fortuna. Deberías llevar una contigo siempre que viajes, Waleli. Son el más preciado regalo de la Madre Luna, que nos guía a través de los ciclos de nuestras vidas y que nos cuida mientras el Padre Sol duerme. En nuestras horas más bajas, cuando nuestros enemigos estén ocultos y deseen aniquilarnos, es ella quien nos guiará hasta un lugar seguro. Es ella la que nos hará verlas verdades a las que no queremos enfrentarnos.

Se le llenaron los ojos de lágrimas mientras sostenía la piedra de Ren y comprendía el valor de lo que había hecho por ella. En su cultura, nunca se esperaban regalos de los demás, ni siquiera en cumpleaños, en bodas o en otras celebraciones. De hecho, era quien celebraba algo el que daba regalos a los asistentes, a fin de hacerles saber lo importantes que eran y lo mucho que apreciaba que sus invitados se hubieran tomado la molestia de acompañarlo en la celebración.

Lo importante no era recibir algo. Lo importante era el acto en sí de regalarle algo a alguien, sobre todo cuando se hacía de forma inesperada y era un regalo del corazón. El valor económico del regalo era lo de menos. Los regalos más apreciados eran aquellos que tenían un valor emocional o espiritual para quien los daba.

Y Ren la había enviado lejos con su protección y con su piedra del destino, que debía de ser una de sus posesiones más preciadas, a sabiendas de que se quedaría para luchar por ella sin la protección que le ofrecía el talismán.

Nadie le había regalado nunca nada tan valioso.

—¿Teri? —La maravillosa voz de Sunshine estaba teñida de preocupación—. ¿Estás bien?

Kateri era incapaz de contestar por el nudo que tenía en la garganta mientras apretaba en el puño el preciado regalo de Ren. Una solitaria lágrima resbaló por su mejilla.

En ese momento sintió que algo la atrapaba por detrás.

Talon se abalanzó sobre ella.

Pero fue demasiado tarde. Fuera lo que fuese lo que la había agarrado, la sacó de la casa y la devolvió a la oscuridad.

—¡Abuela! —gritó Kateri en un intento por seguir las instrucciones de Ren.

Intentó concentrarse en su abuela, pero fue inútil. Esta no podía ayudarla para evitar lo que fuera que estaba pasando.

De modo que se concentró en un hombre alto y guapísimo que siempre la mataba en sus sueños.

El dolor hacía que a Ren le diera vueltas la cabeza. Era tan atroz que no podía cambiar de forma para escapar. Había utilizado el poco poder que le quedaba para mandar a la mujer con Talon.

Lo peor de todo era que sus poderes de Cazador Oscuro le estaban provocando somnolencia, algo que sucedía cada vez que un Cazador Oscuro resultaba herido. Dormido, los dioses oníricos griegos podían ayudarlos a sanar. Pero si caía en esa batalla…

Lo matarían por la mismísima sangre que él detestaba.

Ya apenas se tenía en pie. Y los demonios seguían apareciendo.

«Túmbate y deja que hagan lo que quieran», se dijo. La verdad era que ya no tenía motivos para luchar. Había resarcido con creces las atrocidades que cometió como humano. Y había sobrevivido lo suficiente para cumplir el trato que hizo con Artemisa.

Había llegado el momento de su próxima aventura.

«Si mueres sin alma, te pasarás la eternidad sumido en el sufrimiento más absoluto», se recordó.

Se echó a reír al pensarlo. ¿En qué se diferenciaría eso de su vida normal? Joder, no se daría ni cuenta.

Kyatel apareció delante de él. Sus ojos demoníacos eran de un brillante púrpura fluorescente.

—Me debes tu sangre.

Ren sonrió con sorna.

—No te debo nada.

El demonio le enseñó los colmillos antes de abalanzarse sobre su garganta. Ren lo atrapó e intentó lanzarlo por los aires. Pero en vez de alejarse de él, Kyatel lo abrazó como un hermano y le clavó cinco garras en una de las heridas que Ren tenía en el hombro.

Gritó por el dolor agónico que se sumó al anterior.

—Recuerda tu deuda —le susurró el demonio al oído.

Empezó a verlo todo negro mientras sus palabras lo devolvían al lejano pasado. A una época en la que había regido como la mano derecha del Espíritu del Oso.

Una época en la que lo poseía todo…

El único momento de su vida en el que no sentía dolor. Ni vergüenza. Paseaba por ese plano sabiendo que era el rey. Que nadie podía tocarlo.

«Ya eres mío de nuevo», escuchó. El Espíritu del Oso se echó a reír y sus carcajadas resonaron en su cabeza.

¡No! Ren se debatió para aferrarse a los últimos vestigios de su humanidad. Pero era imposible. Por más que lo negara, en el fondo de su corazón sabía cuál era la verdad.

Quería pertenecer a algo. A cualquier cosa. Por una vez. Ninguna otra persona lo había querido. El mal era lo único que lo había recibido con los brazos abiertos.

Sin embargo, eso no era lo que buscaba y lo sabía. Todo había sido una mentira. Los demonios no habían recibido su presencia mejor que su propia familia o el resto del mundo. Y el único motivo por el que el Espíritu del Oso fingió quererlo fue para poder usar su cuerpo a fin de vengarse de sus enemigos.

En cuanto a la Zahorí del Viento…

Lo abandonó nada más obtener la libertad. Ren estuvo tan solo allí en su papel de señor de ese plano como lo había estado en el plano humano.

Nada cambiaba. Era un desecho inútil en aquel entonces.

Lo mismo que en ese momento.

Cerró los ojos y esperó a que el demonio lo matara.

—¡Suéltalo!

Al principio Ren fue incapaz de ubicar la furiosa voz. Pero aunque consiguió identificarla, no podía dar crédito cuando vio a Kateri detrás de Kyatel.

Una Kateri cabreada con el demonio que lo sujetaba. Por increíble que pareciera, estaba dispuesta a despedazarlo. No estaba seguro de quién se había sorprendido más por su reaparición: si el demonio o él.

Por supuesto, Kyatel se recuperó antes de la impresión.

Tras lo cual se echó a reír.

Ren aprovechó la distracción para apuñalarlo. Una pena que no pudiera matarlo. Sin embargo, la puñalada que le asestó en la carótida lo debilitaría. El demonio tendría que dejar de sangrar y recuperar la sangre perdida, de lo contrario estaría demasiado débil para luchar. Algo que nadie se podía permitir en ese plano.

Los ojos de Kyatel refulgieron con un naranja oscuro que se tragó el color púrpura que solían lucir.

—Esto no ha acabado.

Ren lo miró con una sonrisa burlona.

—Por ahora sí.

Mientras el demonio desaparecía, Ren cogió a Kateri del brazo.

—¿Qué haces aquí? Te mandé lejos.

—No lo sé. Estaba en casa de Talon, luego desaparecí y… volví aquí.

Ren soltó un taco. Kyatel era más fuerte que antes. Mucho más fuerte. De no ser por la oportuna aparición de la mujer, seguramente estaría muerto. Y en ese momento, debido a la herida de su hombro, estaba incluso más débil que antes.

Lo que significaba que ella se encontraba en grave peligro. Si algo la atacaba, no estaba en condiciones de ofrecer resistencia. Y si algo lo atacaba a él, no podría impedir que la mataran.

Joder…

—No deberías haber vuelto.

Kateri no replicó. Estaba observando la cantidad de sangre que le manchaba la ropa. Tenía los brazos llenos de cortes. Y parecía que alguien había intentado despedazar su hombro izquierdo.

—Estás herido.

—Viviré. —Miró por encima del hombro de la joven y se percató de que otras criaturas se acercaban a ellos—. Tenemos que irnos.

—¿Adónde?

Ren se apoyó la maza en el hombro sano.

—A ser posible a un lugar donde no estén ellos.

—Estoy de acuerdo. —Kateri salió de la estancia tras él y lo siguió por un largo pasillo donde había más criaturas demoníacas, aunque ninguna los atacó. De hecho, se quedaron entre las sombras, observándolos con un detenimiento que la puso muy nerviosa—. ¿Dónde estamos?

Lo vio girar la maza sobre el hombro antes de contestar.

—En algún lugar donde ninguno de los dos deberíamos estar: el primer nivel de las Tierras del Oeste.

Kateri frunció el ceño al escuchar el término.

—¿Por qué me suena el nombre?

—Es donde nuestros antepasados encerraban a los peores males del mundo para evitar que atormentaran a la Humanidad.

«Ah, claro…», pensó.

Ella puso los ojos como platos al recordar las historias que su abuela le contaba sobre el Guardián que había sido elegido para mantener a salvo a la Humanidad. Benevolente y amable, quiso proteger a los primeros humanos desterrando todas las amenazas. Por desgracia, engañaron a los humanos y, al igual que le pasó a Pandora en la mitología griega, abrieron la puerta lo justo para liberar el mal, de modo que el dolor y el sufrimiento se colaran en las vidas de los hombres.

«Sólo es una leyenda», se dijo.

Desterró ese pensamiento cuando otro demonio se dio la vuelta y les siseó con actitud amenazadora. Enorme, de color verde y con un olor apestoso, era tan real como ella.

No estaban jugando y desde luego que aquello no era ficción. Por más que deseara negarlo, no podía. Esas cosas eran de verdad.

Ren le enseñó sus propios colmillos y señaló a la bestia con la maza para dejarle saber lo que sucedería si atacaba. La criatura se encogió, presa del miedo. Ren instó a Kateri a ponerse delante mientras la conducía a toda prisa por el edificio, alejándola del resto de las criaturas.

Demasiado agradecida como para discutir o como para preguntarle a Ren por su peculiaridad dental, Kateri dobló una esquina y se paró en seco al ver tres pasillos distintos. Como no tenía la menor idea de adónde iban, dejó que él escogiera el correcto.

Se dirigió a la izquierda con enormes Zancadas.

Tuvo que correr para alcanzarlo. Una Zancada de Ren equivalía a dos y media de ella.

—Por cierto, ¿cómo hemos llegado aquí?

Él dio un respingo al escuchar una pregunta que no quería contestar. No soportaba quedar en ridículo o que se burlaran de él. Sin embargo, parecía que su única misión en la vida era ser la imagen de la imperfección y de la incompetencia.

«Gracias, destino. Eres muy amable», pensó.

Así que en vez de intentar ocultarlo como un cobarde, le contó la verdad.

—Trataba de teletransportarnos a la casa de Sin y de alguna manera hice que acabáramos aquí. Sé que ha sido un error estúpido, ¿vale? Estoy intentando arreglarlo lo antes posible.

—Oye. —Lo obligó a detenerse—. No pasa nada. Pretendías ayudarme. No voy a quejarme cuando me has salvado la vida, mucho menos cuando estás herido por eso precisamente. ¿Qué clase de persona crees que soy? Y por cierto, gracias. Por todo. —Se puso de puntillas y le dio un casto beso en la mejilla.

Ren se quedó sin habla mientras esas palabras resonaban en su cabeza y la piel le ardía allí donde le habían rozado sus suaves labios. Unos labios que se la pusieron dura e hicieron que se muriera por tener un contacto mucho más físico.

La verdad era que esa mujer lo desconcertaba. Nadie le había otorgado el beneficio de la duda con anterioridad. En el pasado cada vez que metía la pata, le echaban la culpa, y solían hacerlo con bastante rudeza.

—Debería haberlo previsto.

Ella resopló.

—No creo que la previsión hubiera servido de mucho. Además, estábamos un poco preocupados con eso de que casi morimos. Date un respiro. De todo lo que ha pasado en las últimas horas, esto no es lo peor. —Señaló la maza—. Al menos estamos armados y listos para la lucha. En fin… tú lo estás. Menos mal.

La generosidad de su espíritu lo encandilaba. Había oído decir con frecuencia que la gente tenía buen corazón, pero lo había visto en tan contadas ocasiones que el suyo lo pilló desprevenido. La mayoría de las personas con las que había tratado eran egoístas y frías.

Inflexibles.

Y se refería a su familia.

Ren aflojó el paso cuando salieron del edificio. En cuanto cruzaron la puerta, el hechizo quedó roto y en vez de aparecer en el Casino Ishtar como creyó en un principio, adoptó su verdadera forma: una estructura de piedra gris que parecía erosionada y vieja, en mitad de una ciudad llena de edificios parecidos. Cascarones quemados y recortados contra un paisaje desolador. Ese lugar no tenía nada de acogedor ni de hermoso.

Lo peor de todo era que detestaba haber regresado a un lugar en el que se veía obligado a enfrentarse a unos recuerdos que prefería olvidar. El Primer Guardián tenía razón. Se había fustigado más de lo que lo habría hecho cualquier torturador.

Y eso le recordó su primer encuentro con Aquerón, el líder inmortal de los Cazadores Oscuros. Aunque este parecía muy joven, ya que apenas tenía veintiún años cuando fue asesinado, era uno de los hombres más antiguos y más sabios que Ren había conocido en la vida.

Tenía unas facciones marcadas y perfectas, y unos turbulentos ojos plateados que delataban su condición de ser verdaderamente ancestral.

—La vida es desorden, Ren. No es fácil y desde luego que no es para los tímidos. Todas las personas tienen un pasado. Cosas que se les clavan en el corazón. Antiguas rencillas. Antiguas humillaciones. Remordimientos que les roban el sueño y los dejan despiertos hasta que temen por su cordura. Traiciones que hacen que sus almas griten con tanta fuerza que se preguntan cómo nadie más las escucha. Al final, todos estamos solos en nuestros infiernos personales. Pero la vida no consiste en aprender a perdonar a quienes te han hecho daño ni en olvidar el pasado. Consiste en aprender a perdonarte a ti mismo por ser humano y por cometer errores. Sí, la gente nos decepciona a todas horas. Pero las lecciones más duras nos llegan por decepcionarnos a nosotros mismos. Cuando depositamos nuestra confianza y nuestros corazones en las manos de la persona equivocada y nos hace daño. Y aunque podemos odiarlos por lo que nos hicieron, más nos odiamos a nosotros mismos por haber dejado entrar a esa persona en nuestro círculo privado. ¿Cómo pude ser tan tonto? ¿Cómo permití que me engañaran? Todos hemos pasado por eso. Es la Hermandad del Sufrimiento de todo ser humano.

Ren miró al atlante a los ojos.

—Dime una cosa, Aquerón: ¿cómo recuperamos la paz cuando nos hemos hecho daño a nosotros mismos y a los demás?

—Si tenemos suerte, encontramos a la persona que aceptará nuestra confianza y la mantendrá a salvo de cualquier ataque. Encontramos el alma que nos devolverá la fe en las personas, que nos hará creer que son decentes y buenas, y que la vida, aunque desordenada, sigue siendo el mayor regalo que cualquiera puede conocer. Pero hasta que llegue ese día, debemos intentar recordar que el hogar no es un lugar ni una persona en concreto. Es una sensación que llevamos con nosotros. Es esa caricia de divinidad que enciende un fuego en nuestro interior que arrasa con el pasado y consume el dolor hasta que solo queda una calidez que nos permite querer a los demás más que a nosotros mismos. Una calidez que solo crece cuando hacemos el bien, aunque los demás quieran hacernos daño. La paz es saber que una vida, por insignificante que parezca, afecta a otras miles de vidas, y también es aprender a respetar eso mismo en relación con todas las personas. Aunque creas que no eres muy importante para el mundo, para aquellos que te conocen y te quieren de verdad eres el mundo entero. La paz también es saber que nadie puede hacerte daño a menos que tú se lo permitas. El único poder que los demás ostentan no lo han tomado a la fuerza ni tampoco lo han exigido. El poder que ostentan sobre nosotros es el que les damos por voluntad propia. Y si bien es importante que valoremos las vidas ajenas, es igual de importante que valoremos las nuestras.

Aunque ansiaba creer las palabras de Aquerón, Ren resopló.

—Dicho así parece muy fácil, atlante.

El atlante soltó una carcajada amarga y seca.

—La verdad siempre es fácil, pero el camino está lleno de espinas y de trampas. Nuestros miedos y nuestras emociones nublan hasta el día más claro y la verdad más luminosa. Las palabras se las lleva el viento, pero los actos son sangrientos. No puedes plantar un jardín hasta no haber oreado la tierra. Y nada nuevo puede crecer a menos que lo viejo muera. Entierra tu pasado en paz, Ren, para que tu futuro pueda crecer sin que esos fantasmas lo entorpezcan. No podemos cambiar lo que hemos hecho, pero siempre podemos cambiar lo que vamos a hacer.

Esas últimas palabras se le grabaron a fuego en el corazón y las había tenido muy presente a lo largo de los siglos.

Y esa noche iba a proteger a la humana que lo acompañaba con todas sus fuerzas.

Kateri se quedó blanca como el papel al ver el desolador paisaje que los rodeaba. Jamás había visto algo tan aterrador. Una enorme luna amarillenta iluminaba una ciudad que le recordaba al paisaje de una película de Tim Burton. A su alrededor se escuchaban lamentos pidiendo clemencia y gritos espeluznantes, muchos de ellos acompañados por perturbadoras carcajadas, como si alguien o algo disfrutara con su dolor.

Un escalofrío le recorrió la espalda.

—¿Es el infierno?

—Es lo más cerca que quiero estar de ese sitio. —Ren se detuvo y después tiró de ella con delicadeza hacia un callejón en sombras.

Kateri abrió la boca para hablar, pero él le colocó una mano en los labios. Solo en ese momento escuchó que algo reptaba por la zona que acababan de abandonar. Con los ojos a punto de salírsele de las órbitas, aguantó la respiración hasta que esa cosa desapareció y volvió a hacerse un relativo silencio.

—Tengo que sacarte de aquí —le susurró él al oído.

En eso estaban de acuerdo.

—Tú también debes salir de aquí.

Ren se miró el hombro herido.

—Me han marcado. Ya no podré marcharme. Vaya a donde vaya, me seguirán y me traerán de vuelta.

La resignación con que lo dijo hizo que a Kateri se le partiera el corazón. Parecía haber aceptado el hecho de que iba a morir en ese lugar, algo que ella no tenía la intención de permitir que sucediera. Por muchos defectos que tuviera, era leal hasta la muerte.

—No me parece bien que te quedes aquí solo para enfrentarte a ellos.

—Viviré.

—No dejas de repetir eso. Pero…

—Soy inmortal, Kateri —la interrumpió—. Tú no. Tu deber es salvar el mundo y mi único deber es salvarte a ti. Tengo que devolverte al plano humano para que puedas llevar a cabo tu deber sagrado. Es así de sencillo.

Ella meneó la cabeza al escuchar semejante ridiculez. Además, nada era sencillo. Había aprendido esa lección gracias al cubo de Rubik cuando tenía cuatro años, después de alardear de que no podía ser tan difícil.

Sí, eso le había enseñado una lección.

—Ren, confieso que hace doce horas te habría dicho que estabas como una cabra por hablar de deberes sagrados y cosas así. —Abarcó con un gesto los desoladores edificios que los rodeaban—. Por suerte, ahora soy un poquito más receptiva. No estoy segura de que sea algo bueno, pero… al menos ya no pierdo el tiempo negándolo todo. Acepto el hecho de que mi vida es tan rara que ha sobrepasado las barreras de lo absurdo.

Después de todo, ¿qué más podría pasar?

Sin contar con la muerte y el desmembramiento.

De acuerdo, tal vez no debería poner a prueba al hada madrina de la mala suerte, porque parecía que esa zorra ya se la tenía jurada. Pero joder…

¿No se merecían un descanso esa noche? Y a ser posible que no fuera eterno…

De repente, vio que Ren esbozaba una sonrisilla como si sus comentarios le hicieran gracia.

—Tenemos que salir de la calle y encontrar un lugar seguro donde escondernos hasta que mis poderes se hayan recuperado lo suficiente para sacarte de aquí.

—Vale. Pero todavía no entiendo por qué tengo que hacer lo que sea que se supone que tengo que hacer. ¿Cómo ha acabado mi familia con este deber? ¿Qué hicimos para que nos maldijeran de esta manera?

—No es una maldición. Tu antepasada se enfrentó a los dioses cuando nadie más se atrevió a hacerlo.

Esa respuesta no se la esperaba.

—¿Qué quieres decir?

Ren hizo una mueca como si la herida le doliera antes de encoger el hombro bueno. La condujo de vuelta a la calle principal. Sin salir de las sombras, avanzaron rumbo al este, o eso creía ella a juzgar por la posición de la luna.

—Antes de que se registrara el paso del tiempo, un dios vino a este plano y…

—¿Qué dios? —preguntó, interrumpiéndolo. Aunque su gente creía en un ser divino superior y en otros seres sobrenaturales, no consideraban que el Gran Espíritu fuera un dios en el sentido más tradicional de la palabra. Era muy difícil explicar sus creencias a otras personas que ya tenían ideas preconcebidas.

Y el uso que Ren hacía de la palabra «dioses»…

No tenía el menor sentido para ella.

—Ahau Kin era, a falta de una palabra mejor, el dios maya del inframundo y del tiempo —contestó Ren—. Por eso solía aparecer en el centro de sus calendarios.

Frunció el ceño al recordar haber visto la imagen por todo Yucatán el verano anterior.

—¿El tío que parece un jaguar o que tiene la cabeza de un jaguar?

Ren asintió.

Fernando estaría encantado de que hubiera recordado ese dato. Sin embargo, su felicidad desapareció al punto y se vio empañada por el dolor al recordar la muerte de su amigo.

Carraspeó y esperó a que Ren continuara.

No lo hizo. De hecho, parecía perdido en sus recuerdos.

Al cabo de unos minutos, lo instó a que siguiera con el relato.

—¿Qué decías?

Ren apretó los dientes mientras sus pensamientos volvían a su juventud, a una etapa y a un lugar que detestaba con todas sus fuerzas.

Todavía se veía corriendo a través del bosque estival de su isla natal, persiguiendo el ciervo que quería cazar. El animal le estaba dando esquinazo y lo condujo a un claro donde una mujer se bañaba sola en la charca que se encontraba al pie de una cascada.

Jamás había visto a una doncella tan hermosa. Su largo pelo negro enmarcaba unas facciones que eran la personificación de la perfección. Su piel bronceada era tan sedosa que se le hizo la boca agua. Y aunque estaba invadiendo su intimidad, fue incapaz de apartar la mirada de ella.

Desnuda por completo, la mujer flotaba de espaldas en el agua, una posición que dejaba sus pechos bien a la vista, y tenía los ojos cerrados. Sus manos se movían con una danza hipnótica al compás de la cancioncilla que tarareaba.

Ren se olvidó de su presa y se acercó a ella con sigilo, para hacer el menor ruido posible.

De repente, como si lo hubiera presentido, la mujer abrió los ojos y lo atravesó con la mirada. Acto seguido se puso de pie en la charca para mostrarle todo su cuerpo desnudo mientras echaba a andar hacia la orilla, donde él la observaba boquiabierto.

Avergonzado y humillado porque lo hubiera pillado espiándola, sintió que le ardía la cara. Se dio la vuelta, apretó el arco con las manos y echó a correr.

—¡Espera!

Su inesperada orden lo dejó petrificado. Antes de que pudiera pensar con sensatez, dejó de correr. De espaldas a ella, escuchó cómo salía de la charca y se acercaba a él.

En apenas un instante, su mano le acarició los hombros y la trenza. Y cuando su mano siguió la línea de su mentón, todo su cuerpo se derritió. Ella inspiró entre dientes mientras le acariciaba los bíceps.

—Eres muy guapo. Que sepas que si vas a espiar a una mujer mientras se baña, lo menos que puedes hacer es besarla antes.

Tan pasmado estaba, que no supo cómo responder a eso. No estaba acostumbrado a que las mujeres se le insinuaran. Todas las mujeres del pueblo sabían quién y qué era, y lo evitaban o se reían de él.

Ninguna había intentado seducirlo jamás.

Ella se lamió los labios, le enterró los dedos en el pelo y lo obligó a inclinarse para besarla.

La cabeza empezó a darle vueltas y cuando su lengua lo tocó…

El placer lo cegó.

La Zahorí del Viento se apartó para mirarlo con una sonrisa ladina. Después, tras cogerle una mano, se la puso en el pecho para que pudiera sentir el endurecido pezón en su palma.

—Te comportas como si nunca antes hubieras visto a una mujer desnuda.

La suavidad de su piel lo maravilló. Su cuerpo era muy distinto al suyo. Esbelto. Dulce.

Suculento.

Y ya había sobrepasado la edad en la que la mayoría de los hombres perdía la virginidad. Otra verdad que lo avergonzaba y que lo dejaba expuesto a los ataques de los demás, que seguían preguntándole con crueldad por qué no lo aceptaba ninguna mujer. Porque ninguna lo había hecho. Hasta ese momento nadie lo había besado.

Ella le mordisqueó la barbilla.

—¿No vas a decirme nada?

No se atrevía. Lo último que quería era que su tartamudeo lo traicionara y lo expusiera a más humillaciones. Lo tomaría por tonto y le daría la espalda como todos los demás.

De modo que la besó de nuevo mientras le acariciaba el endurecido pezón. En un abrir y cerrar de ojos perdió su virginidad y su voluntad con ella. Después de esa tarde, fue un imbécil integral en lo que a la Zahorí del Viento se refería.

Ella pedía. Él se lo daba.

Habría hecho cualquier cosa por mantenerla a su lado.

Incluso matar a su propio padre…

Ren dio un respingo al recordar un episodio de su existencia que daría la misma vida por poder cambiar. Sin embargo, era imposible deshacer lo hecho. La Zahorí del Viento lo había reclamado con su cuerpo y él había sido su más abnegado esclavo.

¿Cómo podía alguien fastidiarse la vida hasta ese punto? Un mal gesto. Una decisión errónea…

Y después una eternidad de remordimientos.

Y todo porque el Espíritu del Oso y ella necesitaban un sacrificio de sangre. Pero no de un desgraciado como él, sino de un sangre pura…

Su padre.

«¡Os maldigo a los dos!».

No obstante, eso no era lo que más le dolía. No los odiaba.

«Soy yo quien está maldito».

Y lo más triste de todo era… que se había condenado él mismo.

Suspiró y bajó la maza, con mucho cuidado para no cortarse la pierna con el afiladísimo cristal, y después se concentró en el presente y en la explicación que Kateri necesitaba para comprender la situación.

—Ahau Kin fue el padre de los anikutani.

Kateri lo miró con el ceño fruncido.

—¿Te refieres a los legendarios sacerdotes de fuego cherokee que fueron exterminados por su arrogancia y su libertinaje? ¿Cómo iba a ser su padre? Era un dios maya, ¿no?

Ren asintió con la cabeza antes de continuar.

—Los mayas eran nuestros antepasados. Procedemos del mismo lugar y del mismo pueblo, pero nos separamos de ellos hace siglos. Mientras los mayas construían ciudades, los anikutani, como descendientes directos de Ahau Kin y su pueblo elegido, fortificaron sus asentamientos. En resumidas cuentas, eran los guardianes encargados de mantener a raya el mal supremo: de mantenerlo encerrado en el plano infernal creado por Ahau Kin de modo que no pudiera hacerles daño a los humanos. Hay once puertas en total que pueden abrirse para acceder a ese mal. Las cuatro principales se encuentran en lo que hoy es Estados Unidos, mientras que las otras siete están repartidas por el resto del mundo. Fue su deber más sagrado, y durante generaciones los anikutani engendraron a los guerreros más feroces que el mundo haya visto jamás por si el mal conseguía escapar. Nadie podía derrotarlos… Hasta que el monstruo de ojos blancos fue a por ellos.

Kateri aminoró el paso mientras caminaba a su lado y el miedo la consumía, ya que acababa de darse cuenta de que las leyendas no eran solo cuentos para asustar o para entretener a los niños. Y esa en particular se la sabía de memoria porque su abuela la había dejado por escrito.

—Desde la gran masa de agua del este, el monstruo que poseía un poder aterrador y un mal perverso llegó y arrasó con todo lo que se encontró a su paso. El ataque fue tan atroz que Madre Tierra sangró y el latido de su corazón se debilitó tanto que ni siquiera los pequeños podían oírlo. Aunque consiguieron repeler al monstruo, la leyenda dice que algún día volverá para terminar lo que empezó. Para acabar con el mundo.

Todas las culturas mesoamericanas describían a un dios caucásico que las había destruido o que regresaría para matarlas. Los historiadores llevaban décadas debatiendo sobre el origen de dichas leyendas.

Ren inclinó la cabeza.

—El monstruo se llamaba Apolimia. Una diosa de la Atlántida.

Para Kateri eso no tenía el menor sentido.

—¿Por qué iba a querer una diosa atlante destruir a nuestra gente?

—Para vengarse de un agravio.

—¿Qué le hicimos?

—Nada, salvo tener nuestra isla cerca de la Atlántida. En su opinión nuestra pasividad fue el peor pecado de todos. Aunque su rabia no iba contra nosotros, estábamos en mitad de su camino. Su furia iba dirigida al dios griego Apolo. Sobre todo, a su propia familia.

Kateri frunció el ceño todavía más.

—¿Por qué?

—Apolimia dio a luz a un hijo que su marido ordenó matar. A fin de protegerlo, lo escondió en el plano humano para que lo criaran como a un príncipe. Sin embargo, fue maltratado y después asesinado brutalmente por Apolo. En venganza, la diosa mató a toda la familia del dios y después hundió la Atlántida en el océano. Como seguía sin encontrar consuelo, juró que destruiría toda la Tierra. De modo que desató su furia y llegó hasta aquí. No porque le hubiéramos hecho daño, sino porque ninguno de nosotros le prestó ayuda a su hijo.

Kateri jadeó por un razonamiento tan ilógico. La verdad era que esperaba algo más de una diosa.

—Pero si no lo sabíamos…

—A ella no le importaba. Créeme, Kateri. Comprendo a la perfección su rabia y su pérdida, y no se lo reprocho en absoluto. No hay peor sensación que la de saber que todo tu mundo ha desaparecido sin que hayas podido hacer nada para evitarlo. Sentir una agonía absoluta y total, y mirar a tu alrededor y darte cuenta de que a nadie le importa supone un golpe tan duro que espero que jamás llegues a experimentar. Porque nadie debería acabar en semejante infierno. Por más que gritas para que alguien te ayude, nadie te oye. A nadie le importa. Los demás siguen con sus asquerosas vidas, ajenos por completo a tu agonía. Y cuando por fin comprendes lo solo que estás, lo poco que les importas a los demás, pierdes la razón por completo. Te conviertes en un animal rabioso. Lo único que importa en ese momento es hacerles comprender tu dolor. Sacarlos de su ciega complacencia para que puedan compartir tu infierno. Quieres mancharte las manos con su sangre. Quieres saborearla. Quieres bañarte con ella hasta emborracharte y saciarte. Todo el mundo alberga cierta locura en su interior. La mayoría de las personas puede llegar al límite una o dos veces en la vida, pero nunca traspasa la línea. —La sinceridad brillaba en sus ojos…

Y la locura.

Algo que a Kateri la aterraba por completo. Ni siquiera sabía muy bien qué criatura era Ren. ¿Demonio, dios u otra cosa? Sin embargo, allí estaba, furioso, y ella no había hecho nada para provocarlo.

—Otros son animales a los que han maltratado más de la cuenta —continuó él—. Han sufrido y les han hecho daño hasta tal punto que solo conocen la crueldad. La rabia se apodera de ellos, desterrando hasta el último vestigio de humanidad. Solo quieren que el mundo pague por lo que les han hecho. No me imagino la traición tan dolorosa y brutal que debió de sufrir Apolimia cuando abrazó el cuerpo inerte de su hijo y vio lo que le habían hecho. La verdad es que ni siquiera alcanzo a comprender un amor de tal magnitud. Pero sí entiendo la necesidad de venganza que la llevó a cruzar el océano para atacarnos. —Sus ojos se oscurecieron todavía más, pero la rabia había desaparecido.

El tormento que se reflejaba en esos ojos negros la conmovió hasta lo más hondo. En ese instante, Ren había desnudado su alma ante ella. No tenía al lado a un feroz guerrero inmortal.

Era un hombre con el corazón destrozado.

Quería abrazarlo y hacer que se sintiera mejor, pero sabía que no era tan sencillo. Solo cuando se era muy pequeño se podían arreglar las cosas con un beso y un abrazo. Eso era lo más triste de crecer. La mayor pérdida.

Algunas cicatrices eran demasiado profundas como para esconderlas del todo. Si bien algunas se podían ocultar de vez en cuando, siempre aparecían y reabrían una herida que se había cerrado en falso.

Y las cicatrices de Ren eran increíbles.

Lo vio coger la maza con la otra mano antes de que volviera a hablar.

—En cuestión de minutos después de llegar a sus costas —siguió—, Apolimia destruyó la tierra de los keetoowah y hundió su isla en el fondo del océano. Dadas sus habilidades y su tecnología, muchos consiguieron escapar al continente, donde buscaron refugio. —Su voz tenía un deje amargo.

—¿Qué pasó después? —preguntó ella, aunque sabía que tenía que ser algo malo.

—A las pocas semanas de haber establecido su nuevo asentamiento, unas setenta tribus los atacaron, ya que los culpaban por la destrucción provocada por Apolimia. Al menos eso fue lo que dijeron. La verdad era que estaban celosos. Creían que los keetoowah eran los preferidos de los cielos y dado que estaban debilitados por el ataque de Apolimia, vieron una oportunidad de matarlos y hacerlos desaparecer antes de que pudieran recuperarse.

Era una cobardía atroz. Pero tal como solía decir su abuela, la envidia era el mayor mal del mundo. Desde el albor de los tiempos, había sido el acicate para llevar a cabo los peores actos de crueldad.

Aunque ella había oído una versión distinta de la historia, se preguntó qué parte era verdad.

—Mi abuela me dijo que los keetoowah ganaron la lucha porque contaban con la ayuda de los Espíritus Guerreros.

Ren esbozó una sonrisa torcida.

—No eran Espíritus Guerreros.

—¿Y qué eran?

Él se detuvo al llegar a los límites de la ciudad. Escudriñó el bosque que tenían delante de ellos, preguntándose si sería más seguro o más peligroso que intentar esconderse entre los habitantes de la ciudad.

La cantidad de demonios que vivía allí era estratosférica, ya residieran en la ciudad o en las zonas colindantes. Pero al menos en el bosque se sentía más a gusto.

De niño se había pasado horas escondido en los bosques, fingiendo que jamás tendría que volver a casa.

Pero no era el momento de pensar en eso.

Blandió la maza y la usó para despejar el camino a través de la densa vegetación, de modo que pudieran encontrar un refugio donde su cuerpo tuviera oportunidad de curarse y sus poderes, de recuperarse.

—El asentamiento más importante de los keetoowah, emplazado en la isla que Apolimia había destruido, se encontraba justo debajo de la constelación de las Pléyades. Debido a esto, las siete diosas que vivían en dicha constelación podían mirar y ver cómo se desarrollaban sus vidas. —Se detuvo para volver la vista atrás y asegurarse de que ella estaba a salvo y de que lo seguía sin problemas—. Una de las Pléyades, Electra, se enamoró del hijo del jefe… Seguro que se había golpeado la cabeza o tenía algún tipo de daño cerebral, pero a saber qué coño le pasó —masculló con amargura. Después siguió en voz alta—: Durante años, lo observó, soñando con el momento de estar juntos. Y cuando las tribus atacaron a su pueblo, pensó que era la oportunidad perfecta para ganar su corazón.

—No lo entiendo. ¿Por qué no lo ayudó cuando apareció Apolimia?

—No podía. Fueron los griegos quienes habían cabreado a la diosa, de modo que eran su principal objetivo. Si Electra hubiera asomado la cabeza durante la lucha, Apolimia se la habría cortado y la habría clavado en una pica. De modo que no se presentó ante el hijo del jefe hasta que se produjo el ataque de las setenta tribus. A diferencia del ataque de Apolimia, no hubo dioses para detener la brutalidad. Sabía que si no hacía nada, morirían todos.

Kateri estaba impresionada por tanto conocimiento. Ren narraba la historia como si la hubiera presenciado.

—¿Estuviste allí cuando pasó todo?

Él negó con la cabeza.

—Fue antes de que yo naciera.

—¿Y cómo sabes tanto del tema?

—Crecí con gente que lo vivió. Cuando los ancianos se reunían, hablaban sobre ello y nos advertían de que tuviéramos cuidado con aquellos que tal vez quisieran hacernos daño todavía por todo lo sucedido.

Kateri tardó un momento en asimilar lo que le estaba contando. Y eso despertó su curiosidad con respecto a otro tema.

—¿Cuántos años tienes?

Ren soltó una carcajada amarga.

—Según tu calendario… más de once mil años.

Kateri tropezó al escuchar semejante respuesta. ¡La leche! Pues sí que era viejo… incluso para sus estudios geológicos.

—Pues para ser un vejestorio estás estupendo. ¿Cuál es tu secreto? ¿Te bañaste en la fuente de la juventud de Ponce de León cuando eras pequeño?

Él la miró con sorna.

—Vendí mi alma.

Entre los ojos rojos y los colmillos…

«¿Qué hago aquí?», se preguntó la joven.

—Eres un demonio, ¿verdad?

—No por nacimiento.

Un escalofrío le recorrió la espalda al escucharlo.

—¿Qué quieres decir?

—No hace falta nacer con esa naturaleza. He conocido a muchos humanos peores que cualquier demonio.

Esas palabras la tranquilizaron un poco. Tenía razón. Ella también había conocido unos cuantos.

Ren se detuvo y se volvió para mirarla. Para su más absoluto asombro, le colocó una mano en la mejilla.

—No me tengas miedo, Kateri. Aunque en otra época viví con el único propósito de que el mundo temblara ante mi presencia, hace mucho tiempo que dejé de lado esa lucha. Vendí mi alma, pero no por motivos egoístas, sino para enmendar un error que cometí, contra las personas a las que debería haber protegido con uñas y dientes.

—¿Y conseguiste enmendarlo?

Ren soltó un suspiro cansado.

—Tardé mucho tiempo, pero sí. Lo conseguí. Al final. —Apartó la mano de su cara.

Cuando hizo ademán de alejarse de ella, Kateri se lo impidió. Ren la miró con una ceja enarcada.

Allí en la penumbra y con la única luz procedente de la luna, su rostro la dejaba sin aliento. No por su aspecto, sino por la vulnerabilidad que veía en el corazón de un hombre que parecía invencible.

—¿Por qué me diste tu talismán?

—Para protegerte en tu viaje. —Lo dijo como si no tuviera importancia, pero ella sabía la verdad.

Le miró el hombro herido.

—Eras tú quien estaba luchando. ¿No la necesitabas más que yo?

Ren se encogió de hombros.

—La Abuela Luna nunca me ha tenido mucho cariño. Esperaba que tú le cayeras mejor.

Aun así, significaba mucho para ella que lo hubiera hecho. Estaba dispuesta a devolvérsela, pero el pueblo de Ren era como el suyo y lo interpretaría como un gravísimo insulto. Cuando se hacía un regalo, procedía del corazón. Devolverlo era lo mismo que rechazarlo.

Y ya lo habían rechazado demasiado.

—Gracias, Ren.

Él respondió con una inclinación de cabeza antes de continuar abriéndose camino en el bosque.

—¿Puedo preguntarte una cosa?

Él se detuvo para mirarla.

—¿No es lo que has estado haciendo desde que nos conocimos?

—Sí, pero esto es personal.

—¿Más personal que preguntarme por mi regalo o por mi edad? ¿O si soy un demonio? Se me ponen los pelos de punta solo de pensar en las posibilidades.

Sonrió al escuchar su sarcasmo.

—Vale. ¿El nombre de Makah’Alay significa algo para ti?

Ren siseó porque se le escapó la maza y estuvo a punto de golpearse con ella.

—¿Dónde lo has escuchado?

Kateri titubeó. Eso sí que era personal. Admitir que llevaba años soñando con él era algo escalofriante. ¿Podría considerarse acoso? No lo había hecho a propósito. Pero aun así…

«Vamos, Teri. Todo esto es escalofriante», se dijo. Él ponía los pelos de punta.

¿Tendría el poder de colarse en sus sueños? Era un ser antiguo… y tan sobrenatural como podía serlo. Cabía la posibilidad de que él le hubiera provocado esos sueños.

Rezó para que no pasara nada y acabó decantándose por decir la verdad.

—Te he visto en sueños y en otras visiones, pero en ellas siempre te llamaban Makah’Alay.

Ren se quedó sin aliento al escucharla. ¿Por qué iba a soñar con él? Los sueños encerraban mucho poder. Eran la clave para la creación.

Para la vida.

Si él tenía visiones de ella y ella tenía visiones de él, quería decir que entre ellos había un vínculo.

Íntimo.

¿Sería ella la herramienta que usaría el Espíritu del Oso para destruirlo en ese momento y en ese lugar? Era lo único que tenía sentido. Eso explicaría por qué conocía su nombre y por qué lo habían puesto sobre aviso con ella.

Hiciera lo que hiciese, no podía bajar la guardia con ella. Era su asesina.

—Y en esas visiones… ¿qué hace Makah’Alay?

Ella no titubeo ni evitó responder.

—Normalmente me mata.

—No temas, ta’hu’la. Yo nunca te mataría. Está prohibido.

—¿Quién lo dice?

—Mi dueña. Volví a la vida para proteger a los humanos, no para hacerles daño. Así que mientras estés conmigo, daré mi vida por ti. En cuanto a Makah’Alay, murió hace mucho tiempo.

Eso pareció tranquilizarla.

—¿Qué quiere decir ta’hu’la?

—Pequeña.

Kateri sintió que se ruborizaba al escuchar el apelativo cariñoso. No era la clase de mujer que solía suscitar esa reacción en los hombres. Y mucho menos en los que tenían la planta de Ren. Joder, su propio ayudante de laboratorio, que no era mucho más joven que ella, era incapaz de llamarla por su diminutivo. Dispuesta a disimular la vergüenza que sentía, retomó el tema de conversación.

—Antes te he interrumpido. Me estabas hablando de las Pléyades. Supongo que Mérope reunió a su ejército.

—Electra —la corrigió—. Mérope es su hermana, que se casó con Sísifo.

—Y la gente se pregunta por qué saqué un aprobado raspado en la asignatura de historia clásica de la universidad. ¿Quién no se lía con todos esos nombres?

—Muchos dirían que el griego es más fácil de pronunciar y de recordar que nuestros nombres.

—En fin, eso lo dirá alguien que no creció con nuestro sistema de escritura… que no es tan distinto del tuyo, ¿no?

—Lo es. El nuestro se parecía más al maya. Basado en jeroglíficos.

Katerise quedó de piedra al escucharlo.

—Un momento… la piedra que me mandaron. —La que tenía catorce mil años de antigüedad—. Tenía unos extraños símbolos, algo que parecía griego.

—No es griego. Ni maya. Es keetoowah. Pero te estás adelantando a los acontecimientos.

—Lo siento. Volvamos a la confusión griega. Nuestra… hermana Pléyade reunió a su ejército para ayudar a los keetoowah a repeler a sus atacantes.

Ren se secó el sudor de la frente con el brazo.

—No hasta que hizo un trato con el hijo del jefe.

La cosa se ponía interesante.

—¿En qué consistía?

—Electra salvaría a su pueblo si accedía a pasar una semana con ella después de que ganara la batalla.

—Estaba un poco calentita, ¿no?

Ren le lanzó una mirada tan ponzoñosa que Kateri retrocedió un paso.

—Lo quería.

De acuerdo, había puesto el dedo en la llaga. Le habría preguntado más cosas sobre Electra, pero decidió que no sería lo más sensato. Mejor que ese aterrador ser inmortal hablara de otra cosa, sobre todo mientras sujetaba una maza que aún conservaba la sangre de los demonios que había masacrado.

Kateri carraspeó.

—De modo que ella puso las condiciones y él aceptó.

Ren continuó abriendo camino, algo que hizo que se sintiera muchísimo mejor.

«Eso, mata a los arbustos», pensó. A ellos les daba igual vivir.

A ella no.

—Después de llegar a un acuerdo —siguió él—, convenció a sus hermanas para que la ayudaran a salvar a su gente. Dado que eran familia y la querían, accedieron. Las siete diosas descendieron y eligieron a los siete guerreros sacerdotes más poderosos de entre los keetoowah para luchar a su lado. Ellos fueron los que ahuyentaron a las setenta tribus que después procedieron a dividir para que no volvieran a atacar a los keetoowah. Cuando acabó la lucha, Electra reclamó su precio, sin saber que el hijo del jefe ya estaba casado con una mujer a la que amaba con locura.

Kateri se quedó helada.

—¿Lo dices en serio?

—Totalmente.

—Será cerdo. ¿Cómo pudo hacerlo?

Ren se encogió de hombros.

—En su opinión se estaba sacrificando por su gente. Una semana de servidumbre le parecía un precio muy pequeño por la vida de todos.

En fin, visto de esa manera tenía sentido. Aun así…

Menudo cabrón traicionero.

—Para que conste, yo mataría a mi marido si me hiciera algo así.

—Créeme, a su mujer no le hizo gracia. Sobre todo porque su marido dejó embarazada a Electra durante dicha semana.

¡Uf! A Kateri no le gustó el cariz que estaba tomando el asunto. Algo le decía que la historia no tendría un final feliz.

—Supongo que tampoco fue el mejor momento en la vida de Electra.

—La verdad es que dicen que ella estaba encantada de tener a su hijo. Pero dado que el padre era mortal y que ella era una diosa, los otros dioses la desterraron. Zeus, celoso porque Electra era la madre de dos de sus hijos, ordenó que mataran al bebé. Lo último que quería era soportar la humillación de saber que la madre de sus hijos prefería las caricias de un mortal a las suyas.

Kateri se compadeció de la pobre Electra y de su hijo.

—Qué crueldad. ¿Y lo mató?

—No. —Ren se internó más en el bosque—. En vez de matarlo, Electra le pidió ayuda a la diosa Artemisa.

—¿Por qué?

—En otro tiempo fue la doncella de más confianza de Artemisa y había guardado los secretos de la diosa. Para recompensarla, Artemisa salvó al bebé y mintió a Zeus. Las dos juraron que había nacido muerto. A Zeus no le hizo gracia, pero no castigó a la diosa. Una vez libre de sospecha, llevó al bebé junto a su padre, que se enfureció. Lo último que quería era un recordatorio vivo de su infidelidad paseándose delante de una esposa a la que amaba, una esposa que en ese preciso momento se encontraba dando a luz a su propio hijo. Por no mencionar que no quería a un hijo mestizo que hasta su propia madre había rechazado.

Kateri se estremeció de compasión. Pobre bebé, pero tenía sentido. Si los keetoowah eran un pueblo matriarcal como el suyo y la madre no se quedó con el niño, sería considerado un ser defectuoso y deficiente. Indigno.

Incluso en nuestros días todos los niños que nacían en la tribu eran presentados a su abuela, si esta seguía viva, para que los examinara y les pusiera nombre. Si la abuela no estaba viva, la tarea recaía sobre la madre.

El hecho de que ese niño fuera rechazado…

—Me sorprende que no lo mataran.

Ren resopló.

—Me han dicho que el jefe lo intentó pero no pudo.

En fin, eso hizo que se sintiera mejor.

—¿Quería demasiado al bebé como para hacerle daño?

—Todo lo contrario. —Ren siguió abriendo camino. Sus golpes eran más brutales y secos—. La primera vez que lo dejó para que muriera, una anciana encontró al bebé y lo llevó de vuelta al pueblo sin saber que lo habían abandonado a propósito. Cuando Artemisa se enteró, castigó a la adorada esposa del jefe a modo de venganza.

Kateri hizo una mueca de dolor. ¡Qué espanto para todos!

Pero era incluso peor…

—«La primera vez» implica que lo intentó de nuevo.

Ren asintió con la cabeza.

—La segunda vez, un demonio cuervo lo encontró y amamantó al bebé. Cuando tenía un año, se lo devolvió a su padre y le advirtió que si no lo criaba hasta que fuera un hombre, volvería para matar a su hijo adorado por su negligencia y después lo obligaría a vivir con el dolor de saber que por su culpa habían muerto su adorada esposa y su queridísimo hijo.

De un modo retorcido, era casi conmovedor.

—Y el demonio ¿qué interés tenía en todo eso?

Él soltó un hondo suspiro.

—¿La verdad? Le daba exactamente igual, pero no le quedaba alternativa.

—¿Por qué no? ¿Y dónde estaba la madre del bebé mientras pasaba todo esto? ¿Por qué Electra no le dio una paliza a ese tío por su crueldad?

Ren guardó silencio un momento, abrumado por la amargura.

—Electra fue desterrada de nuevo a las estrellas por el pecado que había cometido contra Zeus. Para asegurarse de que no volvía a avergonzarlo con un amante humano, Zeus la convirtió en un cometa que solo pasaría sobre la Tierra cada setenta y cinco años. Así se aseguró de que jamás vería a su hijo, ya que el niño seguramente habría muerto para su regreso. Pero antes de que fuera castigada, Electra consiguió que Artemisa le prometiera que velaría porque nadie matara a su hijo antes de que tuviera la oportunidad de convertirse en un hombre adulto. Artemisa se lo prometió, pero temía demasiado a Zeus como para encargarse del niño en persona. De modo que envió a un demonio para protegerlo y para cerciorarse de que su padre no lo mataba.

—Pobre niño. Y el demonio ¿se quedó con él después de eso?

—No. Se quedó el tiempo suficiente para destetarlo, cuando ya no necesitaba la leche materna. Después, tras amenazar al padre, quien quería tanto al niño como lo quería la nodriza demoníaca, lo abandonó y se fue. El pequeño lloró hasta quedarse sin fuerzas por la única madre a la que había conocido, pero el demonio jamás regresó y no volvió a verla.

Kateri meneó la cabeza, espantada.

—¿Cómo es posible que alguien, aunque fuera un demonio, dejara a un bebé con un padre que lo odiaba?

Ren se encogió de hombros con una indiferencia que la dejó pasmada.

—Después de un tiempo, al niño ya no le afectaba el odio del padre. Era un sentimiento mutuo. De hecho, podría decirse que el odio del niño hacia su padre era mucho mayor.

—Pero ¡tuvo que ser espantoso para el pequeño! Crecer así… ¿Te lo puedes imaginar? —Se le llenaron los ojos de lágrimas al pensar en ese niño inocente que no tenía culpa de nada. Las emociones la abrumaron. Rabia, lástima, pena.

Y, sobre todo, una indignación arrolladora. Si pudiera, los zarandearía a todos por haberlo tratado así.

¿Cómo podía existir gente tan egoísta y tan cruel?

Ren se volvió y la miró con el ceño fruncido y expresión extrañada.

—¿Por qué lloras?

Se secó los ojos y agitó una mano delante de su cara en un intento por contener las lágrimas que amenazaban con brotar.

—Lo siento. No puedo evitarlo. Estoy siendo una tonta, lo sé. Es que no soporto la idea de que un niño pase por algo tan espantoso. Y para colmo solo. No está bien. Por favor, dime que creció para convertirse en el jefe o que tuvo un final feliz o que le pasó algo muy bueno.

Al ver que Ren guardaba silencio, tuvo un mal presentimiento.

—Su padre no lo mató, ¿verdad?

—No. Vivió.

Esperó a que él dijera algo más.

Como no lo hizo, le tocó el brazo.

—Vamos, Ren. Termina la historia. No puedes dejarme así, a medias. ¿Qué le pasó al bebé? ¿Envejeció? ¿Tuvo una caterva de críos y les dio todo lo que él no tuvo? Por favor, dime que después de todo el sufrimiento que tuvo que pasar encontró a alguien que lo quiso y lo trató bien. —Sabía que estaba parloteando, pero no podía evitarlo. Sin saber por qué, estaba desesperada por conocer el destino del bebé—. Dime, ¿lo hizo?

Ren la observó con una expresión asombrada, como si no la comprendiera. Cuando habló, lo hizo en voz baja y con un deje incrédulo:

—No. Cuando estaba en la flor de su vida, su hermano engañó a un espíritu para que lo matara. Después el niño vendió su alma para regresar a este mundo y enmendar el terrible daño que le había causado al único amigo que había tenido.

Kateri tardó un minuto entero en comprender lo que él le había dicho. Su mente tardó un minuto hasta que encajó las piezas y llegó a la única conclusión posible:

—Tú eres el bebé.