—¿Qué me estás ocultando? —preguntó Kateri bajando la voz un poco, lo justo para indicarle que en el fondo estaba asustada. Aparte de eso, consiguió ocultar sus miedos.
«Joder», pensó Ren. Debería haberla reconocido en cuanto la vio. La mente poseía la extraña capacidad de colorear las cosas y enterrarlas en el subconsciente. Aunque se tuvieran delante de las narices, a veces era imposible verlas.
Ahora que por fin sabía la verdad sobre ella, cuando por fin era evidente, se le escapaba cómo había podido ser tan imbécil como para no verla antes.
Aunque sus rasgos y su altura diferían mucho de los del Primer Guardián, tenía los mismos ojos: las mismas motas doradas y esa intensidad tan desconcertante que parecía vencer cualquier mentira, bravuconería y pretensión mientras penetraban hasta el alma de aquel a quien miraban.
La primera vez que vio al Guardián, dicha mirada lo redujo al perro cobarde que había vivido solo para ganarse la aprobación de su padre. Lo redujo a la sombra patética de un humano que había permitido que su propio hermano lo pisoteara mientras él protegía a ese cabrón con su sangre. Lo redujo al perro que había aceptado las patadas de todo aquel que se le acercaba, pensando que no merecía otra cosa que su desprecio.
Durante gran parte de su vida Ren había pensado que mejor que sentirse enfadado o amargado, debería estar agradecido porque alguien estuviera dispuesto a ofrecerle un hogar. La dignidad era un lujo reservado para aquellos que se encontraban por encima de él.
Aunque se había convencido de que odiaba a su padre y a su hermano Coyote por su forma de tratarlo, lo cierto era que se odiaba mucho más a sí mismo. Había consentido sus abusos sin rechistar. Había consentido que lo trataran como si fuera un ser inferior.
Pese a contar con la fuerza y la habilidad suficientes para matarlos. Sin embargo, en vez de arriesgar su «hogar» y la escasa seguridad con la que contaba, había preferido tolerar sus vejaciones y se había convencido de que era incapaz de sobrevivir solo.
Se había convencido de que era más débil.
En cuanto el Primer Guardián lo miró a los ojos y desterró al monstruo sediento de venganza que había despertado la Zahorí del Viento, dejándolo de nuevo como el humano vulnerable que había sido, Ren desató todo ese odio contra ese ser ancestral como castigo por haberse atrevido a verla verdad. No obstante, acabó descubriendo que el Primer Guardián tenía razón. La batalla que se prolongó durante un año no fue tanto contra el Primer Guardián como contra sí mismo.
Él, y solo él, había sido siempre su peor enemigo.
Cualquier otro lo habría condenado por las atrocidades que había cometido en el pasado y habría exigido su vida. El Primer Guardián, en cambio, lo recibió como a un hermano.
«Permitiste que la mujer a la que amabas te cegara con sus mentiras. Le confiaste un corazón frágil que jamás había conocido la cercanía con otra persona. Pese a las atrocidades que cometiste, no llevabas el mal en tu interior. Tus actos no te reportaban placer ni consuelo. No te reportaban orgullo. Puedo ver tu corazón, Makah’Alay. Estás avergonzado y horrorizado por lo que has hecho. Sabes que estuvo muy mal y lo aceptas. El castigo que te infliges a ti mismo es peor que el que yo podría infligirte. Pero debes recordar que solo hay dos hombres perfectos en el mundo: el que está por nacer y el que ha muerto. Todos cometemos errores. Forma parte de nuestro crecimiento. El truco no es ser perfecto. Es encontrar un refugio en la mente donde la culpa no te vapulee por haber confiado en la persona equivocada o por haber perseguido un sueño erróneo. Todos somos víctimas de un engaño malicioso en algún momento.
»Incluso yo.
»Pero el odio y la rabia no solucionan nada. Como un fuego arrasador, consumen muy deprisa todo lo que se les echa. Pero no puede durar. Enseguida devoran todo lo que los rodea y se consumen, dejando tras de sí un cascarón vacío incapaz de sentir nada.
»Porque tú, Makah’Alay, eres el poderoso Pájaro de Trueno. Nacido del sufrimiento humano, eres el heraldo de las tormentas que asolan la tierra, destruyendo todo a su paso.
»Y una vez agotada tu furia eres humilde y generoso. Un ser dispuesto a proteger a los demás y a entregar su vida para salvar la de otro.
»¿Cómo voy a castigar eso? El ciclo del universo es siempre el mismo: nacimiento, crecimiento y muerte. Y la muerte, aunque no sea bienvenida, es necesaria. Porque sin ella, no habría nacimiento ni crecimiento. La mayor parte de los hombres muere varias veces a lo largo de su vida. El hombre en el que nos convertimos termina asesinando al niño que fue. Su conocimiento del mundo acaba con la inocencia del bebé de antaño. El paso que acabas de dar, Makah’Alay, ha asesinado al guerrero. Aunque aún sabes cómo luchar, ahora has aprendido cuándo debes hacerlo.
»Y lo que es más importante: has aprendido por qué luchar;».
Por los demás, no por sí mismo. El Primer Guardián no se lo había especificado hasta ese punto, pero esa fue la lección que aprendió Ren. Hasta que el Primer Guardián lo derrotó, solo luchaba por su propia gloria, aunque dijera que lo hacía por Coyote y por su padre. En realidad, no estaba protegiendo a su hermano. Luchaba con la esperanza de que su padre reparara en sus habilidades. De que su padre lo abrazara, por una vez en la vida, y estuviera orgulloso de llamarlo «hijo».
Pero nadie podía cambiar la mente de otra persona. Esa era una tarea personal de cada ser humano. Porque si no se estaba dispuesto, no había magia en el mundo capaz de hacer ver lo que no se quería ver.
Su padre jamás lo había apreciado.
«Lo que cambió no fue mi opinión. Fue mi percepción de la realidad».
Esa fue siempre la pulla de Búfalo cada vez que alguien lo acusaba de ser un veleidoso.
En ese momento, muchos siglos después, Ren estaba contemplando los mismos ojos que en otro tiempo lo animaron a asesinar…
—¿Qué sabes de tu padre? —le preguntó.
—La verdad, nada. Mi madre no hablaba de él. Mi abuela me dijo que los recuerdos le resultaban demasiado dolorosos y que por eso no debía mencionarlo delante de ella. Así que no lo hice.
—¿Tu madre sigue sin hablar de él?
—Mi madre murió cuando yo era pequeña.
Ese era el motivo, entonces. El Primer Guardián debió de saber que el linaje de la Ixkib se extinguiría, por eso intervino a fin de evitar que eso sucediera durante uno de los momentos más cruciales para todos. Al descubrir que la madre iba a morir, engendró un hijo con ella para que hubiera una nueva Ixkib.
Lo que suscitaba la pregunta del paradero del Primer Guardián. Porque no era típico de él desaparecer cuando su hija estaba en peligro.
O tal vez no fuera su verdadera hija.
No, estaba seguro. Por la marca con la que nacían todos los Guardianes y por sus ojos.
No tenía la menor duda sobre ella. Aunque sus poderes se encontraban en estado latente, cualquiera que mirara más allá de la superficie los percibiría. A lo largo de toda su vida, Ren sólo había sido derrotado en una ocasión.
A manos del padre de la mujer que tenía delante. Y no precisamente porque el Primer Guardián fuera mejor guerrero que él. Más bien lo venció mentalmente. Lo desnudó con sus palabras y lo dejó expuesto hasta que perdió la voluntad de luchar.
Ese fue el truco más sucio que le habían jugado en la vida. Y dado su pasado, no lo decía a la ligera.
Ella enarcó una ceja con gesto curioso.
—¿Qué me estás ocultando?
—¿A qué te refieres?
—Siempre he tenido la habilidad de percibir cuándo alguien oculta un secreto. Tú ocultas uno. Lo percibo.
Sí, definitivamente era la hija del Primer Guardián. Nadie más había sido capaz de interpretar su estado anímico. No como el Primer Guardián lo había hecho.
La verdad, no estaba de humor para compartir secretos con ella.
—No necesitas saber nada sobre mí.
Ella enarcó la otra ceja, como si sus palabras la hubieran ofendido.
—Lo tuyo no es relacionarte con los demás, ¿verdad?
«Si tú supieras…», pensó Ren.
—Ni falta que me hace —contestó, en voz alta.
Kateri frunció el ceño al ver en su mente la imagen de Ren mientras se burlaban de él. Eso explicaría su hostilidad hacia los demás. ¿Quién podría culparlo?
Sin embargo, el que tenía delante no podía ser el mismo hombre. Estaba segura de ello. Esas imágenes procedían de sus propios sueños. Tal vez fuesen vestigios procedentes de la excavación en la que trabajó el verano anterior. Su abuela creía firmemente en la capacidad de los objetos para transmitir la esencia de su antiguo dueño. Creía que el espíritu humano era tan poderoso que podía dejar su impronta casi en cualquier cosa. Ella había examinado multitud de objetos de origen maya. Cualquiera de ellos podría haberla «infectado» hasta el punto de que su mente recreara escenas imaginarias.
Aunque no fuera la más satisfactoria de las respuestas, era mucho mejor que creer que el hombre que tenía delante era un guerrero reencarnado, un vampiro inmortal o cualquier otra cosa extraña y disparatada.
Esa reflexión la llevó a formularse la pregunta más rara de todas.
—¿Cómo me sacaste de aquel agujero?
—En brazos.
«Qué bien se te da el sarcasmo, colega», pensó. Aunque jamás había deseado darle una patada a nadie, ni siquiera al niño que le robó el monedero para fastidiarla cuando estaban en el colegio, a ese tío… Estaba segura de que se mostraba impreciso e intratable a propósito.
A diferencia del niño del colegio, debería saber cómo comportarse.
—Veo que quieres jugar conmigo, ¿no?
Su mirada descendió hasta posarse en sus labios. Por un nanosegundo, Kateri atisbó el brillo del deseo en sus ojos. Pero tan pronto como apareció, él lo extinguió.
—Me has preguntado y te he respondido. Nada de juegos.
—Ah, ¿no? ¿Tampoco te gusta jugar?
La expresión con la que la miraba era la más fría que ella había visto en la vida. ¡Ese tío debería interpretar a Terminator! Lo haría mejor que el mismísimo Schwarzenegger.
—No.
—Pues deberías probarlo. De los juegos se aprende mucho. Como Sócrates dijo: «Una persona puede descubrir más sobre otra durante una hora de juego que en dos años de conversación».
Él pareció meditar sobre sus palabras hasta que sonó su móvil.
Se lo sacó del bolsillo y comprobó el número que lo llamaba, ya que esperaba que fuese uno de sus pocos amigos. El corazón se le paró de repente.
No era un amigo.
Era Coyote.
«No contestes. Una conversación con tu hermano no te reportará nada bueno. Nada».
Sin embargo, sentía demasiada curiosidad. No sabía cómo había conseguido su hermano su número de teléfono, ni mucho menos para qué lo llamaba. Antes de pensarlo mejor, abrió el móvil.
—Osiyo.
—Saludos, hermano mayor. Resulta que he descubierto que has vuelto a robarme algo que necesito. Lo quiero de vuelta.
Ren chasqueó la lengua.
—Pobre Anukuwaya. Las mujeres te dejan a las primeras de cambio, ¿verdad?
Tal como era su intención, Coyote farfulló, indignado, tras lo cual comenzó a insultarlo.
Pese a la seriedad del asunto, los insultos tan creativos de su hermano le resultaron muy graciosos.
—También es tu padre, Anukuwaya. Más tuyo que mío, puesto que a mí nunca me trató como a su hijo.
Coyote masculló:
—La quiero. Ahora mismo.
Sí, la gente que estaba en el infierno también quería agua fresca.
—Ni de coña.
—¿No la entregarías ni siquiera a cambio de la vida de Choo Co La Tah?
La inesperada pregunta lo dejó pasmado. No podía ser cierto. Era imposible que hubieran capturado a Choo.
—Mientes.
Escuchó algo, como si alguien acabara de recibir un puñetazo, seguido de un gruñido.
—Saluda, perro.
Al otro lado de la línea se escuchó una voz con acento inglés.
—Renegado, no hay nada más aterrador que la ignorancia en combate. —Choo era uno de los pocos seres que conocían a qué correspondía el diminutivo de Ren. Era su forma de decirle que Coyote lo tenía de verdad.
Aunque tampoco lo dudaba. Al cabo de unos segundos recibió una foto en la que Choo aparecía atado a una silla. Le habían propinado una brutal paliza.
—Su futuro depende de ti, Makah’Alay.
Ren aferró el teléfono con fuerza mientras la furia lo atravesaba. El hombre que había aprendido a ser quería salvar a su viejo amigo. Pero el guerrero sabía que no debía hacerlo.
Cuando el coyote tenía hambre, comía. Era imposible apaciguar a la bestia hasta que se hubiera saciado. Sin importar lo que él hiciera, no lograría cambiar ni los actos de Coyote ni el destino de Choo.
—¿Choo Co La Tah vivirá o morirá? —le preguntó su hermano con tono burlón.
Ren apretó los dientes antes de ofrecerle la única respuesta posible:
—Esa decisión depende de ti. La Ixkib se queda conmigo.
Coyote rio antes de insultarlo.
—Siempre fuiste un im… im… imbécil.
La llamada se cortó.
Ren podría haber prescindido sin problemas de ese último comentario. Con un nudo en el estómago provocado por la certeza del destino al que había condenado a su amigo, Ren cerró el teléfono y enfrentó la mirada de la mujer. Su único consuelo era que su otro amigo, Sundown, y su mujer, Abigail, estaban escondidos y a salvo de Coyote. Choo Co La Tah y él los habían enviado bien lejos hacía unos meses, a fin de que su hermano no los encontrara. Y no porque Sundown y Abigail fueran un par de cobardes, sino porque ella estaba embarazada. Ninguno quería exponer al bebé al peligro que suponía Coyote, ni a ningún otro.
Hasta que su hijo naciera, no se acercaría a ellos ni les pediría ayuda.
—¿Qué ha pasado? —quiso saber la Ixkib.
Justo cuando estaba a punto de contestar, algo se estrelló contra el tejado de la casa con tanta fuerza que pareció haber roto las tejas.
Ren corrió hacia la puerta y vio que Rain se acercaba por el pasillo.
—Tío, hay algo espantoso ahí afuera. Un tornado o… no lo sé. La meteorología no es lo mío.
Ren lo agarró por la pechera de la camisa y lo empujó hacia el interior de la habitación.
—Vigílala.
Kateri frunció el ceño cuando Ren los dejó solos.
—¿A qué ha venido eso?
—No lo sé. Ese tío me asusta.
Ella resopló al escuchar las palabras de su primo.
—No me extraña. Si no recuerdo mal, las arañas te dejan en estado catatónico y si ves una mariquita, chillas como una niña.
Rain se tensó por la indignación.
—Yo no tengo la culpa. Te lo prometo. Si alguna vez ves a mi padre disfrazado de mariquita asesina con mi tío Seamus en Mardi Gras, tú también te acojonarás. Te lo advierto. No hay nada más aterrador para la mente de un niño que dos hombres heterosexuales disfrazados de drag queens cantando «It’s Raining Men», y confesando después que tu nombre es en honor a esa canción. Por si no fuera lo bastante traumático, mi madre me aseguró que era cierto. No me tranquilicé hasta que crecí un poco más y comprobé que la canción era posterior a mi fecha de nacimiento.
Imaginarse a su tío Daniel, un hombre de aspecto aterrador, disfrazado de drag queen y maquillado de mala manera le arrancó una carcajada. Sí, se lo imaginaba torturando a su hijo de esa forma, y también se imaginaba a su tía Starla. Todos tenían un gran sentido del humor.
—No conozco a tu tío Seamus.
—Qué suerte tienes. Es como un dolor de muelas. Muy gracioso mientras se meta con otra persona. Imagínate a mi padre, pero más alto, más corpulento y con acento irlandés.
Sí, seguro que si lo veía se le salían los ojos de las órbitas, pensó.
—Vale, no más bromas sobre mariquitas que te hacen gritar.
—Gracias.
Las luces parpadearon.
Kateri se quedó petrificada un instante al escuchar que algo se rompía. Miró a Rain.
—¿Qué has visto exactamente?
—¿La verdad? Una especie de torbellino. Algo que parecía sacado de Doctor Who.
Escucharon que se rompía un cristal en el salón. Aunque había visto suficientes películas de terror como para saber que era mejor quedarse donde estaba, Kateri fue a investigar.
Su primo la acompañó.
—No creo que debamos salir de la habitación.
Kateri pasó de él mientras enfilaba el pasillo muy despacio. A medida que avanzaba distinguió los ruidos propios de una pelea. Cuando llegó al salón, la imagen que contempló la dejó alucinada. Vio de nuevo a Ren en otro lugar y en otra época. En su mente aparecía luchando en un valle angosto con su peculiar maza de guerra. Tenía el torso desnudo y las venas dilatadas mientras luchaba contra un hombre mayor que él.
Ambos estaban cubiertos de sangre. Ren tenía el pelo empapado de sangre, que también le manchaba las plumas blancas sujetas por varios cordones de cuero.
—En el fondo no me odias, Makah’Alay. Lo sabes —dijo el hombre mayor y su voz delató el gran cansancio que sentía—. Si no cambias de rumbo, acabarás allá donde te encaminas.
—Estoy harto de tus lastimeros dichos, viejo. Haznos un favor y muérete ya.
El hombre mayor esquivó su ataque y le asestó una patada.
—Dicen que el amor te ha cegado y que tu avaricia es insaciable. Pero tú no eres avaricioso. No ansías cosas materiales. Yo lo sé igual que tú.
—¡Cállate! —rugió Ren.
—La verdad duele más después de haber sufrido una traición. Sólo eres un instrumento que han utilizado, Makah’Alay. Tal como lo fuiste con tu padre y con tu hermano. ¿Me estás diciendo que eso es lo único a lo que aspiras?
Kateri vio la agonía que se reflejaba en los ojos oscuros de Ren, herido por esas palabras.
—Si la Zahorí del Viento te quisiera, estaría contigo ahora mismo. Pero no está, ¿verdad? No. Le ha abierto la puerta al Espíritu del Oso y él a su vez la ha liberado. Al igual que todos los demás, ella te ha abandonado para que mueras a solas.
—¿Y qué? —lo retó Ren mientras blandía su maza en dirección a la cabeza del anciano—. Llegué solo a este mundo y me iré solo.
Su oponente esquivó el ataque.
—Y entre esos dos sucesos ¿qué? ¿Te conformas con no tener nada en tu vida? ¿Con no tener a nadie? ¿Jamás? —Cada pregunta fue resaltada con una descarga de fuego que Ren trató de esquivar con su maza.
Las descargas lo hicieron tambalearse hacia atrás y acabó cayendo al suelo.
El anciano se acercó a él y lo miró con expresión dolorida.
—¿Quién llorará por ti cuando te vayas? Dímelo, muchacho. ¿Qué da sentido a tu vida?
Ren lo atacó a su vez.
—¡La venganza!
El anciano se apartó para que Ren pudiera ponerse en pie.
—Estás en tu derecho a sentirte dolido, Makah’Alay. Pero tus actos han convertido lo que podía haber sido algo bueno en algo terriblemente malo. Tu venganza ha afectado a los inocentes que jamás te han hecho mal alguno. ¿Permitirías que la semilla que has plantado echara raíces en el corazón de otro muchacho? ¿Qué cultivos vas a recoger con esta actitud? ¿De verdad quieres que crezcan así? ¿De verdad quieres que esos muchachos, esos huérfanos, lleven en la sangre el mismo veneno que llevas tú?
—¿Y a mí qué me importa? Este mundo siempre me ha sido ingrato. Nunca me ha acogido con los brazos abiertos.
El anciano bajó su maza.
—Pero sí te importa. ¿Verdad? Lo veo en tus ojos. Ahora mismo. Aun después de todo lo que has sufrido. Todavía quieres lo que quieren todos los hombres. Consuelo…
Ren soltó un alarido tan ensordecedor que ahogó las palabras del anciano.
—¡No quiero nada! ¡Nada! —Y siguió luchando con tal vigor y furia que los golpes que asestaba eran demasiado rápidos para el ojo humano. Solo se escuchaba el sonido atronador que los acompañaba.
Lo mismo que sucedía en el salón.
En esas décimas de segundo, Kateri abandonó el pasado o el sueño o lo que quiera que fuese y se descubrió de vuelta en la casa de Ren, en Las Vegas. Los truenos y los relámpagos se sucedían en el salón mientras Rain tiraba de ella para que volviera al pasillo.
En el salón, frente a ellos, Ren se encontraba rodeado de espíritus oscuros que lo atacaban como uno solo y después se separaban para luchar por separado. Aun así, él mantenía el tipo con una habilidad admirable.
«No se puede domesticar al lobo con violencia, sino con una mano amable, cariñosa y, sobre todo, paciente. Las bestias más feroces ven enemigos en todos lados. Deben hacerlo para poder sobrevivir. Su vida consiste en recibir ataques y en luchar contra ellos. Esperan que todos las traicionen», le dijo la voz de su abuela.
Uno de los espíritus le asestó a Ren un golpe que lo postró de rodillas. Él rodó con el impulso, pero no logró zafarse de su oponente. Otro se acercó para darle una fuerte patada.
Estaban a punto de vencerlo.
Kateri no estaba dispuesta a ver que lo derrotaban cuando luchaba por ella, de modo que corrió hacia delante…
Y después se percató de que carecía de arma con la que luchar.
«¡He metido la pata!».
Ren levantó la vista justo cuando otra sombra se acercaba a él. Se echó hacia atrás para golpear a la bestia, pero en ese momento vio a la mujer.
Por un momento, su presencia lo paralizó. No podía ni moverse mientras esperaba a que ella también lo atacara.
En cambio, la Ixkib se enfrentó a aquellos que lo rodeaban.
Fue un acto tan inesperado que su cerebro tardó varios segundos en asimilar la incongruencia que suponía que alguien luchara por él.
Hasta que comprendió que ella no era rival para ese enemigo.
Con el propósito de salvarla, corrió hacia ella y la abrazó, tras lo cual usó sus poderes para trasladarse de su casa al otro refugio que conocía.
Kateri era incapaz de respirar, sometida al fuerte abrazo de Ren. Se sentía completamente rodeada por un muro de músculo e incluso tenía la cara aplastada contra su torso. Sentía los latidos de su corazón en una mejilla, y el olor masculino y agradable de su piel la calmó. Distinguió una nota especiada en su aroma. Algo que le hizo la boca agua.
Tras unos segundos, Ren aflojó su abrazo y se apartó de ella para poder mirarla.
La preocupación que se reflejaba en esos ojos oscuros la sorprendió. Era una mirada sensual y ardiente. Que estuvo a punto de abrasarla. Sobre todo cuando le aferró la cara entre las manos y se inclinó hacia delante de modo que sus cabezas quedaron a la misma altura.
—¿Estás bien?
Ella asintió.
—¿Y tú?
—Viviré.
Para disgusto de Kateri, él la soltó y se alejó. La repentina ausencia de su calidez le provocó un escalofrío. Echó un vistazo por la habitación y contuvo el aliento.
Una suite de un hotel. Preciosa. El tipo de suite que alquilaría un playboy multimillonario.
«Pero ¿qué c…?».
—Esto es un sueño erótico —murmuró, preguntándose qué le estaba pasando a su subconsciente.
Ren meneó la cabeza.
—Esto no es un sueño.
Ella resopló.
—Entonces ¿cómo hemos llegado hasta aquí?
—Tengo la habilidad de teletransportarme.
Sí, claro, pensó Kateri, que se echó a reír por la histeria.
—Ya. Como en Star Trek, ¿no? ¿Me habéis dado algo para colocarme? ¿Rain también está metido en el ajo?
—Estás de coña.
Kateri acarició la cortina azul oscuro que tenía al lado. Una cortina que no desapareció, convirtiendo el momento en un episodio psicótico.
—No, pero ya me gustaría. —Ansiaba creer cualquier cosa salvo lo que era evidente.
«Estoy loca. Debo de estarlo… eso al menos tiene sentido».
De lo contrario…
Dio un respingo al pensar en una realidad de la que no quería formar parte. La verdad, le encantaba refugiarse en la negación.
—Esto es real, ¿verdad?
—Como la vida misma.
Kateri se cubrió la cara con las manos e intentó encontrar una explicación racional con todas sus fuerzas.
No la encontró. «Una vez descartado lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, debe ser la verdad». La madre que trajo a sir Arthur Conan Doyle. «¡La madre que lo trajo!», pensó.
En ese instante, la realidad la abrumó. La muerte de Fernando, lo cerca que había estado de su propia muerte de un tiempo a esa parte, sus sueños caóticos y desquiciados… todo.
«¡Dios mío, es cierto!».
Todo era cierto.
«No, no puede ser el mismo hombre del pasado. Es imposible. Es imposible».
Ren era consciente del impacto que suponía la realidad para la Ixkib. Consciente de que debía ayudarla a mantenerse firme, acortó la distancia que los separaba y le tomó de nuevo la cara entre las manos. La suavidad de su piel al rozarla le hizo anhelar cosas que sabía que jamás podría tener. Cosas que no debería anhelar.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó. Le había dicho que se llamaba Teri, pero ese nombre no parecía encajar con ella, con lo que sabía de ella.
Kateri parpadeó al escuchar la inesperada pregunta.
—¿Eh? ¿Qué?
—No sé tu nombre, pequeña. ¿Cómo te llaman?
Eso la hizo reír.
—Claro que no lo sabes. ¿Cómo ibas a saberlo? Si solo me has salvado la vida dos veces. Me has sacado de un… —Su mente pasó de una situación a otra que la asustaba todavía más—. ¿Rain está bien?
—No le harán daño. Te buscan a ti.
Claro, cómo no.
—¿Qué son?
Ren titubeó. Decirle que la perseguían distintos enemigos y que todos querían un trocito de ella no ayudaría a que se calmara. Aunque no se le daba bien tratar con la gente, sabía que era mejor guardarse esa información.
—Enemigos.
Ella compuso una expresión furiosa.
—¿En serio? —le preguntó, rezumando sarcasmo—. ¿Enemigos? ¿Es lo mejor que se te ocurre?
—Todavía no me has dicho cómo te llamas —le recordó él.
—Kateri Avani, aunque la mayoría de la gente me llama Teri.
Ren lo repitió mentalmente. Era un nombre precioso, como la mujer a quien pertenecía.
—Yo soy Ren.
—Lo sé.
—Pero yo no te lo había dicho.
Ella frunció el ceño.
—¿Supone alguna diferencia?
—De donde yo vengo, sí.
Kateri se mordió la lengua para evitar una réplica mordaz al tiempo que lo miraba a los ojos. Eran tan oscuros que ni siquiera distinguía las pupilas.
En el fondo de su mente recordó algo que su abuela le dijo una vez sobre la visión que la gente tenía de los nombres. El motivo por el que «Waleli» solo debían conocerlo ellas dos y nadie más.
—Es una señal de confianza —dijo.
Ren asintió con la cabeza.
—Cuando alguien sabe tu nombre, le entregas una pequeña parte de ti mismo. Es el primer paso hacia la amistad.
En ese momento Kateri comprendió por qué era un hombre tan parco en palabras. Porque hablando también entregaba parte de sí mismo a los demás. Si de verdad era el hombre del pasado, confiaba en que no se burlara de él si lo escuchaba tartamudear.
—Veo que hemos avanzado algo y ya usas más de dos sílabas, ¿eh?
Lo vio esbozar una sonrisa torcida que le resultó la más demoledora que había visto en un hombre en toda su vida.
—Pues sí. —Al comprender que estaba a punto de darle otra réplica consistente en otras dos sílabas, añadió—: Kateri.
«¡La leche!», pensó ella. Su forma de pronunciar su nombre, con ese acento… le provocó un sinfín de escalofríos. La verdad era que nunca le había gustado su nombre. Además de ser poco común, a la gente le costaba trabajo pronunciarlo.
Pero Ren lo hacía como si fuera una caricia.
En contra de su voluntad, sintió que parte de ella se derretía. Ese hombre podía ser muy dulce cuando decidía no comportarse como un imbécil.
Y eso la llevó a preguntarse si sus labios serían tan sabrosos como parecían.
«¡Teri!», se reprendió.
No solía albergar ese tipo de pensamientos. Estaba demasiado concentrada en su carrera profesional como para distraerse con algo tan trivial. Pero por una vez en su vida, parecía incapaz de reprimir el deseo.
Porque deseaba enterrar la cara en su cuello y aspirar ese aroma tan cálido y masculino.
Se lamió los labios al tiempo que se inclinaba hacia él. Estaba a punto de cumplir su sueño cuando escucharon un ruido en la puerta. Al principio pensó que se trataba de un error.
Hasta que el pestillo se abrió.
Al cabo de un momento, alguien destrozó la puerta, provocando una lluvia de astillas que cayó sobre ellos. Ren la protegió colocándose frente a ella. La habitación sufrió el azote de un viento huracanado. Tan fuerte que le robó el aliento y le agitó el pelo en torno al cuerpo. De no ser por Ren, que la estaba sujetando, la habría arrastrado hasta sacarla de la habitación. Era incapaz de comprender cómo era posible que Ren se mantuviera firme bajo el azote de un huracán.
Justo cuando el viento arreciaba, lo miró a los ojos. Y se le detuvo el corazón.
Esos ojos negros habían adquirido un color rojo sangre.