5

Ren se quedó helado cuando su mirada se clavó en los ojos de la mujer. Después de que Cabeza lo llamara para decirle que habían localizado a la Ixkib, o la ghighau tal como la conocían en su idioma, se la imaginó como una anciana. En el pasado siempre había sido así.

Pero no había previsto eso…

Ni a ella…

Su presencia fue como un inesperado puñetazo directo al estómago. Era la mujer vestida de amarillo que lo había matado en sus visiones. Una y otra vez. La misma cuyas caricias lo habían paralizado antes de asestarle el golpe mortal.

Ni una sola vez lo apuñalaba sin lucir una sonrisa en los labios.

«He venido a por ti».

Esa voz lo atormentó mientras su cabeza intentaba eludir una realidad a la que no quería enfrentarse.

«Moriré por su mano», pensó. Y no podía negarlo. Sus visiones nunca se equivocaban.

Nunca.

En carne y hueso era todavía más guapa. Más atractiva. Tenía una melena larga y castaña, que llevaba recogida en una coleta. Varios mechones se le habían escapado mientras la capturaron, de modo que se rizaban en torno a su cara, conformando un atractivo halo que lo instaba a enterrar los dedos en él para comprobar si era tan suave como parecía. Aunque estaba bastante en forma para ser mujer, era bajita. Su coronilla apenas le llegaba a la mitad del pecho.

«Como en mis sueños».

Aun así, incluso a sabiendas de que ella acabaría matándolo, era incapaz de hacerle daño. No mientras su dulce aroma lo embriagaba. Tenía algo que parecía tierno y delicado. Frágil.

O eso pensó hasta que la vio entrecerrar los ojos oscuros y se abalanzó sobre él con un objeto pesado en la mano.

Reaccionó por instinto y retrocedió, dejando que ella perdiera el equilibrio por la inercia al no impactar contra su cuerpo. La agarró de la muñeca con la fuerza suficiente para controlar su ataque, pero no para hacerle daño. Y mientras la inmovilizaba, se dio cuenta de que estaba herida y de que sangraba.

Mucho.

Habría admirado su valor y su espíritu aunque no estuviese herida. El hecho de verla luchar cuando otros estarían tirados en el suelo, llorando, decía mucho de su personalidad y de su fuerza de voluntad.

—No voy a permitir que me mates —masculló ella.

Ren abrió la boca para replicarle, pero antes de que pudiera inspirar aire siquiera, la mujer puso los ojos en blanco y se desmayó.

La cogió justo antes de que se cayera al suelo. La levantó en brazos y se preguntó qué hacer. Había llegado hasta ese lugar en forma de cuervo. Había pasado tanto tiempo desde la última vez que intentó teletransportar a alguien de un plano a otro que no estaba seguro de que sus poderes funcionaran. Además, tenía que enfrentarse a un problema: era mucho más difícil teletransportar un peso muerto que una persona consciente de cuya fuerza vital podía alimentarse. Por no mencionar que su hermano le había robado bastante fuerza para invocar a un na’ha Ala a fin de sacar a la mujer del plano humano y llevarla hasta ese.

«Te odio, Coyote».

Sin embargo, no era productivo concentrarse en una emoción negativa. Sobre todo mientras otro na’ha estaba entrando en su pequeño refugio… e iba acompañado.

Un enorme grupo de amigos peludos y malolientes había decidido unirse a la fiesta.

Le gustara o no, a Ren no le quedaba más alternativa.

O lo intentaba…

O morían.

Mientras rezaba para que el intento funcionara, hizo acopio de todo su poder y se obligó a dar un insólito salto de fe. La cabeza empezó a darle vueltas al sentir la descarga.

Vio un fogonazo de luz y sintió cómo su cuerpo cambiaba, pero no como él quería.

«Joder…», pensó.

No llegó muy lejos. De hecho, se dirigió hacia los recién llegados en vez de alejarse de ellos.

«Solo yo tengo tan mala pata», se dijo. Agradeció a los espíritus que la mujer siguiera inconsciente y no hubiera presenciado su incompetencia. Bastante tenía con haberla presenciado él. Solo le faltaba que ella se riera en su cara.

«Eres inútil, Makah’Alay. Lloro por el día que llegaste a este mundo y te convertiste en un estorbo para todos nosotros…».

Dio un respingo al escuchar la voz ponzoñosa de su padre, que le llegaba a través de los siglos. «¿Por qué no te mueres de una vez, cabrón? Bastante harto quedé de ti mientras vivías», pensó.

Sin embargo, a veces la muerte no era suficiente.

Desterró esa idea y se obligó a concentrarse solo en lo positivo, de modo que aferró a la mujer con más fuerza.

Con un siseo rabioso, el na’ha se abalanzó sobre él, enseñándole los colmillos y con las garras brillantes pese a la mortecina luz.

Ren se retorció de modo que la criatura lo golpeara en la espalda y no tocara a la mujer. A continuación, intentó teletransportarse al menos hasta el lugar que ocupaba un momento antes. El ardiente aliento del na’ha le quemó la nuca al tiempo que la criatura le clavaba las garras en un brazo.

El dolor le dio una inyección de fuerza a sus poderes, haciendo que gritara y que le invadiera la rabia.

Dicha inyección consiguió que sus poderes funcionaran en esa ocasión.

Pasó de estar en la cueva a encontrarse en su salón…

Con la mano del na’ha aún clavada en su brazo.

Hizo una mueca al verla sangrienta extremidad y se acercó al sofá a fin de dejar allí a la mujer y poder quitarse la mano y arrojarla a la chimenea, que había dejado encendida. Aunque tenía la sensación de que su viaje había durado apenas unos minutos, el tiempo transcurría de manera distinta en los diferentes planos.

En el plano humano ya era de noche y su casita se encontraba vacía y sumida en el silencio, salvo por el crepitar del fuego, que destruía los restos físicos de algo que esperaba que amas volviera a aparecer en ese mundo. De algo que esperaba no volver a ver en la vida.

«Gracias, Coyote».

Cabrón. Cobarde. Gilipollas.

Feto mal parido de una babosa rastrera.

Ren hizo una mueca al oler la carne quemada del demonio, un olor que despertó unos recuerdos que había pasado toda la eternidad intentando desterrar. No obstante, algunas heridas eran demasiado profundas. Algunas llegaban hasta el alma y seguían rezumando incluso después de haber vendido dicha alma a cambio de paz.

O, para ser precisos, a cambio de guerra.

Intentó no pensar en eso y regresó junto a la mujer. Le levantó la camiseta a fin de ver sus heridas. Sin embargo, lo único que vio al principio fue su piel sedosa y bronceada. Una piel que parecía tan suave como el pelo que tanto deseaba acariciar mientras disfrutaba de su delicado aroma.

¡Por todos los dioses, había pasado una eternidad desde la última vez que se acostó con una mujer! Desde la última vez que sintió su aliento y sus manos en la piel mientras se perdía en el placer más absoluto.

Había hecho todo lo posible por mantenerse alejado de las mujeres por diferentes motivos. Y no precisamente por no confiar en ellas.

Sino por no confiar en sí mismo.

Después de convertirse en esclavo de la última mujer con la que se había acostado y de permitirle que lo controlara por completo en contra de toda razón, no le quedaban ganas de someter su voluntad o su cuerpo a otra mujer. Ni siquiera el tiempo suficiente para aliviar el picor cuando se presentaba.

No merecía la pena.

Y eso consiguió que recordara por qué debía obviar el atractivo de esa mujer. Solo era otra desconocida que saldría de su vida en cuestión de días.

Nada más. Y nada menos.

En el fondo de su mente la vio apuñalándolo. Pero también desterró esa imagen. Sabía qué señales debía buscar. Mientras mantuviera la guardia alzada, no había posibilidad de que ella le hiciera daño. Era un guerrero demasiado letal como para que lo consiguiera. No era el mismo hombre que había permitido que la Zahorí del Viento controlara su odio.

«Soy el Pájaro de Trueno. La más feroz de todas las leyendas. El más letal de todos los depredadores», se recordó.

El único que consiguió derrotar al Pájaro de Trueno fue el mismísimo Pájaro de Trueno cuando se permitió caer en la trampa del Cuervo.

«Y eso no me pasará a mí».

Nunca más.

Una vez que sus pensamientos volvieron al orden, miró con los ojos entrecerrados el profundo corte que la mujer tenía en las costillas. Parecía una herida muy dolorosa y atroz. Al haber recibido incontables heridas, sabía lo mucho que dolía algo así. Le sorprendía que hubiera resistido tanto antes de perder el conocimiento.

Bien sabían los dioses que Coyote nunca había sido tan fuerte.

Mientras saboreaba la amargura que ese recuerdo le llevó a la boca, se quitó la camiseta y la utilizó para aplicar presión sobre la herida con una mano mientras que con la otra llamaba por teléfono a Talon, a fin de hacerle saber a su amigo que había encontrado a su objetivo.

Este no contestó.

Ren frunció el ceño y lo intentó con Choo Co La Tah. Cuando Choo tampoco le cogió el teléfono… se puso nervioso.

«Que no cunda el pánico. Todavía no han vuelto a este plano. Eso es todo. Es difícil tener cobertura cuando no hay una torre de telefonía cerca».

Podía ser verdad. Se habían separado para ir a distintos planos donde podían haberse llevado a la mujer. Dado que sus amigos no sabían que él la había encontrado, podían seguir buscándola un buen rato.

Lo que significaba que él estaba a cargo de ella hasta que volvieran.

Solo.

«No es igual que antes», se recordó. Él no era el mismo.

Y desde luego que ella no era la Zahorí del Viento.

«Sí, pero mira cómo acabaste», pensó. Una buena patada en la boca y en la entrepierna, seguida de la castración, habría sido preferible a la traición de la Zahorí del Viento y de su abandono.

Por esa razón no quería estar a solas con esa mujer.

«Resisto cualquier cosa excepto la tentación». Pero al menos reconocía ese hecho y lo aceptaba. Por fin sabía de qué tenía que protegerse. Por esa razón era un recluso, en el peor sentido de esa palabra. Por esa razón, a diferencia de la mayoría de los Cazadores Oscuros, no tenía un humano que se ocupara de sus asuntos.

Cuantas menos personas tuviera a su alrededor, mejor. Durante siglos solo había confiado en Choo Co La Tah como amigo. Y cien años tras, después de que Búfalo se reencarnara y muriera, Ren había acogido bajo el ala a su único amigo de verdad para protegerlo.

No necesitaba a nadie más en la vida.

Sin embargo, mientras le curaba la herida de su costado y su cálida piel rozaba sus dedos, recordó una época en la que había deseado muchísimo más que esa yerma existencia. Una época en la que anhelaba formar parte del mundo. Tener amigos y familia con los que compartir su fuego.

¿Por qué? No tenía ni idea. El mundo nunca lo había acogido con los brazos abiertos. Desde luego que su familia no lo había hecho.

«Demuéstrame que al menos te mereces el grano que cuesta alimentarte. Protege a tu hermano. A toda costa. Aunque eso signifique tu vida».

Esa había sido la única utilidad que le encontraban los otros.

Sangrar en el lugar de otra persona.

Y seguía siendo su razón para vivir. «Cuanto más cambian las cosas, más permanecen igual», se recordó.

Apretó los dientes y desterró todos esos pensamientos al rincón oscuro al que pertenecían.

Ojalá se quedaran allí.

Furioso consigo mismo por una debilidad que no debería existir, terminó de limpiar y de vendar la herida antes de apartarse para tirar la camiseta ensangrentada y buscar una limpia.

Mientras se alejaba, un relámpago iluminó el cielo, seguido por unos truenos tan fuertes que la casa se sacudió.

El Reinicio comenzaría oficialmente a medianoche. Un festival de diez días en el que contarían los días para la apertura de las puertas. La primera jornada de diversión sería una sucesión de intensas tormentas. Seguidas de tornados, riadas y huracanes tan violentos que solo un imbécil saldría a la calle. Y con el amanecer de cada día, la Zahorí del Viento estaría un paso más cerca de su liberación.

En cuanto estuviera libre, ella se encargaría de liberar al Espíritu del Oso.

Y después irían a buscarlo.

Ren apretó los dientes al recordar el día en el que la Zahorí del Viento lo había llevado ante su señor. Al principio el Espíritu del Oso había parecido viejo y encorvado. Solo cuando sus ojos se encontraron comprendió Ren el poder de ese cabrón inmortal. Lo que costaba que el ser ancestral recuperase la vitalidad…

—Libérame y haré que todos tus sueños se cumplan.

El Espíritu del Oso requería un sacrificio de sangre realizado por un niño de las Estrellas. Con el corazón consumido por el odio y el desdén hacia un mundo que lo había golpeado más veces de la cuenta, Ren participó en la ceremonia de buena gana y devolvió el Espíritu del Oso al plano humano. Y con las mismas ganas le entregó al Espíritu del Oso su cuerpo para que lo utilizara como si fuera suyo.

Gracias a la sangre y al sudor, Ren renació como un hombre nuevo. Pero no como uno mejor. Qué raro que no encontrase su humanidad hasta después de vender su alma a Artemisa. Solo entonces aprendió lo que era lo más importante en la vida.

Después de haberlo perdido absolutamente todo.

—Voy a por ti, Makah’Alay. Tengo muchas ganas de que volvamos a reunirnos. —La voz del Espíritu del Oso era cada vez más fuerte y firme.

Lo único que podía impedir que una de las criaturas más antiguas y letales de la existencia volviera a pisar la tierra era la diminuta mujer que dormía en su sofá; Si no resultara tan patético, se echaría a reír.

La miró desde el vano de la puerta. Tenía la cara pálida y relajada, y respiraba de forma tan superficial que apenas parecía viva. ¿Cómo era posible que alguien tan pequeño pudiera enfrentarse a una criatura a cuyo lado Ren era un ser frágil y delicado?

El Espíritu del Oso se la comería cruda.

Daba igual lo fuerte que fuera. Si el Primer Guardián no regresaba para luchar con el Espíritu del Oso, no habría esperanza para ninguno de ellos. Aunque ella consiguiera reiniciar el calendario, no cambiaría nada.

El mal no cejaría en su empeño. Dado que lo había servido, hablaba por experiencia propia.

Tras soltar un hondo suspiro, Ren fue a cambiarse.

Vestida de blanco de los pies a la cabeza y con la pluma de un águila en el pelo, Kateri avanzaba por un sendero a través de un denso bosque. El olor a pino impregnaba el aire y le irritaba la garganta. No sabía por qué, pero nunca le había gustado ese olor.

—Porque tu padre te dijo que lo temieras cuando eras una niña. Aunque no lo recuerdas, sí recuerdas su advertencia.

Se detuvo al escuchar la voz de su abuela.

—¿Abuela?

Esta salió de entre los árboles y se plantó delante de ella.

—Es fácil perderse, niña. —Señaló los árboles que las rodeaban—. Cuando estás muy ocupada con algo y lo que te rodea te abruma, es fácil concentrarse en lo que no debes.

—No lo entiendo.

En vez de contestar, la anciana se abalanzó sobre ella al mismo tiempo que lo hacía un lobo.

Con un jadeo, Kateri retrocedió.

Sin titubear, su abuela ahuyentó al lobo, de modo que volvieron a estar solas.

La miró con expresión seria.

—¿Lo entiendes ahora?

Sí, lo entendía.

—Pero solo es un sueño.

—La mente lidia con la realidad a través de los sueños, Waleli. Por eso son tan importantes y por eso tenemos que recordarlos. —Hizo ademán de alejarse de ella.

—¿Abuela?

Sígueme.

La voz surgió en su cabeza, no procedía de los labios de su abuela.

Kateri se apresuró a seguirla hasta que esta se detuvo junto a un prado. Allí vio una extraña construcción de piedra en mitad de un bullicioso asentamiento ancestral. Aunque era distinta, le recordaba a una pirámide maya. Sin embargo, su ángulo era pronunciado, estaba rematada con una cúpula más redondeada y parecía contar con ventanas. Jamás había visto nada parecido. Fernando se quedaría impresionado al verlo.

Las personas que se movían por el asentamiento parecían indios americanos, pero su ropa no se asemejaba en nada a lo que había visto hasta entonces. Los diseños eran más estilizados, tenían colores alegres y estaban bordados con exquisitas cuentas. Muchos lucían plumas como si fueran joyas o a modo de tocados. Aunque las mujeres no llevaban maquillaje, los hombres que parecían ser guerreros llevaban las caras muy pintadas.

No sabía lo que su abuela quería contarle sobre el asentamiento hasta que el guerrero que la había salvado salió del edificio. Lo seguía otro hombre, unos centímetros más bajo, con la cara pintada de blanco y un par de búfalos marrones en las mejillas, mientras que el guerrero la llevaba pintada de negro. Dos largas franjas rojas descendían desde los ojos hasta el mentón. Otra franja roja le cruzaba la frente, con dos puntos blancos por encima.

Se detuvieron en un pequeño patio al pie de los escalones, como si estuvieran esperando a alguien.

De repente, empezaron a llegar hombres hasta que se formó un pequeño ejército. Casi todos armados con cerbatanas, átlatls o lanzas. Unos cuantos llevaban las brutales mazas de guerra.

Pero no su guerrero. Sus únicas armas eran un arco y un cuchillo corto que llevaba metido en la bota.

—Llegarán pronto —dijo el hombre más bajo.

Su guerrero asintió con la cabeza. Iba ataviado con una chaqueta y unos pantalones de finísimo ante, pero sin camisa. Y bien que hacía, dado lo musculoso y bien definido que tenía el torso. Llevaba la parte delantera del pelo negro recogida en la coronilla, con la ayuda de una ancha cinta de cuero a cuyos extremos estaban sujetas una pluma negra y otra blanca.

Tenía el arco cruzado sobre la espalda, con un pequeño carcaj a la cintura. Aunque estaba rodeado de feroces guerreros, él destacaba no solo por ser el más alto, sino por su forma de observar a quienes lo rodeaban. Como si esperara que lo atacasen en cualquier momento.

¿Cómo culparlo? El desdén brotaba de las expresiones de los demás cada vez que lo miraban. ¿Por qué lo odiaban tanto? ¿Era tan malvado que ni siquiera soportaban mirarlo?

El guerrero se volvió para hablarle al hombre más bajo con rápidos gestos que para ella no tenían el menor sentido.

El hombre enarcó una ceja.

—¿Por qué crees eso?

Su guerrero se encogió de hombros.

De repente, la puerta se abrió y se hizo el silencio entre los guerreros. Cuatro ancianos, ataviados con los hábitos propios de los sacerdotes, descendieron por el edificio con movimientos lentos y pasos medidos. Cada uno tenía una máscara y un tocado distintos. Uno parecía ser un ciervo, con cornamenta y todo. Otro era un búfalo blanco, seguido de un oso negro y, por último, de un lobo gris. También llevaban abanicos de plumas muy recargados.

El mayor de los sacerdotes comenzó a hablar en un idioma incomprensible para ella. Al cabo de un instante, las palabras se hicieron inteligibles.

—Ha sido decidido y acordado. Por su valor a la hora de enfrentarse al poderoso jabalí y por salvar la vida de su hermano, Coyote nos guiará tras la muerte de nuestro jefe, su padre. Hemos enviado un mensaje al clan del Ciervo para que sepan que recibiremos con los brazos abiertos a su hija más fuerte a fin de que se convierta en su esposa. ¡Que se cumpla nuestra voluntad para prosperar todavía más bajo el liderato de Coyote y de su mujer, Mariposa!

Kateri oyó las palabras, pero estaba concentrada en el rostro de su guerrero. Parecía como si alguien acabara de asestarle una patada en el estómago.

El hombre que lo acompañaba dio un paso al frente, pero su guerrero lo cogió del brazo y meneó la cabeza con gesto serio.

—Deberían saber la verdad —susurró su amigo, furioso.

—Les da i… i… igual. —Su tartamudeo la sorprendió. Jamás habría imaginado que un hombre tan letal tuviera dificultades para expresarse.

—¡No está bien! Tú salvaste a Coyote. ¿Cómo va a llevarse el mérito cuando fuiste tú quien estuvo a punto de morir defendiéndolo de su estupidez? De no ser por ti, a estas alturas estaría muerto.

En el mentón de su guerrero apareció un tic nervioso mientras se comunicaba por señas con su amigo.

El hombre le respondió con un último gesto que debía de ser algo obsceno, o eso creyó ella a juzgar por la reacción de su guerrero. Su amigo se dio media vuelta y se alejó.

—Debería saber la verdad —masculló el hombre mientras se marchaba.

Sin prestarle atención, su guerrero se quitó el arco de la espalda. Con expresión impasible, echó a andar hacia los sacerdotes y lo dejó a los pies del que había hablado, tras lo cual hizo una profunda reverencia.

El sacerdote aprobó el gesto con una sonrisa.

—Una ofrenda a nuestro futuro jefe de su hermano mayor.

Gracias, Makah’Alay. Tu hermano agradecerá el regalo. Que sirva de honorable ejemplo para los demás.

—Honorable, y un cuerno —dijo uno de los hombres por lo bajo—. De no ser por su hermano, estaría muerto.

—No, lo habrían desterrado hace años.

Todos se echaron a reír mientras su guerrero permanecía con el rostro impasible. Era como si aquello sucediera tan a menudo que ya ni les prestaba atención.

—Te respetamos, sacerdote, pero te pedimos que no pongas de ejemplo a un tarado, salvo para explicar por qué los niños deformes deberían ser abandonados en el bosque para morir.

El hombre se separó del grupo y cogió el arco del suelo antes de devolvérselo a Makah’Alay de malos modos.

—Nuestro futuro jefe no necesita tus sobras. Nadie quiere el arco retorcido de un imbécil deforme.

El fuego regresó a los ojos de Makah’Alay mientras aferraba el arco con tanta fuerza que los nudillos se le quedaron blancos. Incluso Kateri temió por la vida del otro hombre. Saltaba a la vista que Makah’Alay quería meterle su ofrenda por cierto sitio de su anatomía.

El instinto de supervivencia por fin prevaleció, porque sin mediar otra palabra, el hombre se apresuró a alejarse de su guerrero.

Con la cabeza agachada, el ceño más fruncido que antes y una expresión todavía más letal, Makah’Alay miró a los demás con una amenaza velada, indicándoles que estaba planeando su muerte. Aunque era una visión aterradora, su pose resultaba sensual y apasionada. Era como un depredador en libertad que estaba a punto de atacar a su presa.

Un movimiento equivocado o una palabra mal dicha…

Y alguien se quedaría sin cabeza.

A la postre, su guerrero se colgó el arco a la espalda de nuevo y, tras aferrar la cuerda con ambas manos, se alejó. Solo cuando estuvo de espaldas a todo el mundo, y nadie podía verle la cara, mostró su dolor. Sus ojos delataban hasta qué punto le habían hecho daño. Aunque peor todavía era la vergüenza y el desprecio por sí mismo que no merecía sentir. La espantosa desesperación.

Y eso hizo que a Kateri se le llenaran los ojos de lágrimas.

¿Cómo podía ser la gente tan cruel con los demás? Jamás había comprendido por qué algunas personas no permitían que otras disfrutaran de un momento de honor y se veían obligadas a robarles a las demás cualquier vestigio de orgullo o de felicidad.

Eso estaba fatal.

—¿Teri?

Se volvió hacia esa voz, que le resultaba conocida, aunque no podía localizarla.

—¿Teri? ¿Puedes oírme?

La voz le llegaba desde muy lejos. Pero no quería ir hacia ella. Quería seguir a su guerrero y hacer que se sintiera mejor. Decirle que los demás se equivocaban al comportarse de esa manera…

—¡Teri!

Se despertó con tal sobresalto que tuvo que aferrarse al sofá para no caer al suelo. Tardó un momento en enfocar la vista y reconocer a su primo Rain Runningwolf, que estaba de pie a su lado. Ella frunció el ceño e intentó ubicarse.

—¿Qué haces aquí?

¿Y dónde estaba?

—Sunshine no quería que estuvieras sola. Amenazó con cortarme las pelotas si no movía el culo y venía enseguida. Y como les tengo mucho cariño a mis pelotas… —La miró con una sonrisa traviesa—. Pues aquí estoy, primita.

Rain, un tío alto, moreno y muy irritante, sería guapísimo si a) no se tratara de su primo y b) se comportara como un hombre y no como un crío de cinco años.

Frunció el ceño al ver su corte de pelo militar. Él solía enorgullecerse de su larga melena rizada.

—¿Cuándo te has cortado el pelo?

—Hace un año, cuando decidí que no quería trabajar para la familia el resto de mi vida. No compruebas tu muro de Facebook, ¿verdad? —Sin tomar aire siquiera, continuó con su incontinencia verbal—. Los quiero mucho, pero la distancia fortalece el cariño, te lo digo yo. También hace maravillas con mi vida social, porque las mujeres soléis mirar por encima del hombro a los tíos que trabajamos para nuestros padres y que vivimos encima del club de dichos padres.

Kateri se llevó una mano a la sien mientras intentaba seguir su lógica.

—No lo entiendo. Sigues viviendo encima del club de tu padre.

—Sí, pero no saben que es el club de mi padre. Con un ligero cambio en mi situación laboral he pasado de ser una sanguijuela a ser interesante.

Una carcajada ronca y masculina hizo que Kateri mirara al hombre que había detrás de su primo.

Se le paró el corazón al ver a la persona que la había rescatado. El guerrero al que había querido consolar en sueños. Aunque en ese momento no parecía tan vulnerable.

De hecho, parecía el feroz guerrero que había estado a punto de arrancarle el corazón al hombre que lo había insultado.

Como no estaba segura de sus intenciones, intentó levantarse, pero Rain se lo impidió.

—Con cuidado. Ren me ha dicho que tienes un buen corte.

—¿Ren?

Su primo señaló al guerrero que los miraba.

—El tío reconcentrado de ahí detrás, el que me está taladrando con la mirada. Sé que no lo has pasado por alto. Sólo Sunshine podría estar tan ciega.

De modo que se llamaba Ren y no Makah’Alay… Era mucho más fácil de pronunciar.

Sin embargo, aún no estaba dispuesta a bajar la guardia. Mucho menos con alguien tan letal.

—¿Es un amigo?

Rain lo miró por encima del hombro.

—Joder, eso espero. Porque soy fuerte, pero estoy convencido de que podría darme para el pelo. Y no me gustaría comprobarlo. Ya me entiendes, ¿no?

Sí, lo entendía.

—¿Dónde estoy?

—En casa de Ren.

Kateri dio un respingo por el dolor del costado, que le recordó la espantosa herida que había recibido.

—¿No debería estar en un hospital o algún sitio semejante? ¿Por qué estoy aquí? ¿Y dónde estoy?

—En Las Vegas, y este lugar está protegido para mantenerte a salvo. Los hospitales no.

Le dolía tanto la cabeza que apenas podía comprender todas las tonterías que estaba soltando Rain, de modo que se sentía como si estuviera en mitad de un rompecabezas al que le faltaban piezas.

¿Cómo había llegado de Alabama a Las Vegas?

No, no podía estar allí. Rain estaba haciendo el tonto o le estaba gastando una broma.

—No estoy en Nevada, Rain. Es imposible.

—Me temo que sí lo estás, cariño.

No, no, no. La cabeza empezó a darle vueltas por lo que acababa de decirle. Era imposible. Del todo. No podía haber cruzado medio país sin percatarse de ella.

¿Verdad?

De repente, se escuchó un trueno tan fuerte que la casa entera se sacudió.

Chilló, alarmada, y se puso en pie de un salto, tras lo cual hizo una mueca por el dolor del costado.

—¿Qué leches es eso?

—Se acercan tormentas y riadas.

Una extraña sensación la recorrió al escuchar las palabras de Rain. Una especie de escalofrío extraño que su abuela describiría como una sensación premonitoria.

Vio la expresión de Ren.

—Tú también lo has sentido, ¿verdad?

Sin embargo él se dio media vuelta y se fue sin contestarle.

Rain se encogió de hombros.

—No es muy hablador. Solo he conseguido que me conteste con monosílabos. Talon dice que hablar con él es peor que una visita al dentista. Y yo que creía que Storm hablaba poco… Creo que he encontrado al único ser vivo que habla menos que mi hermano. Quién lo iba a decir, oye.

¿Era por el tartamudeo…?

No. Eso fue un sueño. No era real. Sólo porque lo hubiera visto en su cabeza no quería decir que Ren tartamudeara.

En absoluto.

¿O sí?

La curiosidad se apoderó de ella, acicateándola.

—Vuelvo enseguida. —Echó a andar en pos de Ren, ya que quería respuestas.

—¡El cuarto de baño es la primera puerta a la izquierda! —le gritó Rain.

Apenas se dio cuenta de lo que le decía mientras recorría el corto pasillo en busca de Ren.

Lo encontró en una habitación convertida en gimnasio, situada en la parte posterior de la casa. Con poco más de ciento sesenta metros cuadrados distribuidos en una sola planta, la casa tenía pocos muebles y menos adornos. Unas macetas antiguas y alguna que otra alfombra, pero nada colgado de las paredes a excepción de la tele del salón, que era donde había despertado, y de otra tele más pequeña en el gimnasio.

Muy raro.

Ren estaba sentado en el banco de pesas, mandándole un mensaje de texto a alguien. Levantó la vista al verla y enarcó una ceja con gesto interrogante.

La belleza de su cara la cautivaba. De no ser por su abrumadora virilidad, podría ser considerado hermoso. Aunque estaba sentado, demandaba atención. Respeto.

Miedo.

Mucho miedo.

—Yo… bueno… quería hablar contigo.

Claro que una vez a solas con él, no le parecía tan buena idea.

Lo vio ponerse en pie, darle la vuelta al móvil y metérselo en el bolsillo, pero no dijo nada.

Kateri tragó saliva. «¿Por qué has tenido que levantarte?», se preguntó. Era enorme a su lado. El poder de su presencia la instaba a retroceder, pero se negaba a dejarse intimidar por nadie. Aunque ese nadie pudiera coger un balón de baloncesto sin necesidad de abrir la mano por completo.

Joder, era un gigante.

Carraspeó.

—Es que quiero entenderlo todo, ¿vale? Tú me has rescatado, ¿verdad?

Lo vio asentir con la cabeza.

—¿Dónde estaba? Me refiero que adónde me llevaron al sacarme de mi despacho. ¿Cómo llegué hasta allí y cómo me has traído hasta aquí? ¿Hemos volado o algo? —Era imposible que hubieran dejado que un hombre subiera a un avión con una mujer inconsciente y sin identificación, ¿verdad? Pero ninguna otra cosa tenía sentido—. No podemos haber venido en coche desde tan lejos, ¿no? ¿O sí?

Ren estaba sopesando qué decirle. Por supuesto, la mujer necesitaba saberlo todo si iba a cumplir con su deber, pero también…

Sin el regreso del Guardián, su parte en el ritual daría igual. El deber de la Ixkib era reiniciar el calendario. El Primer Guardián era el único que podía escoger a nuevos Guardianes y sellar las puertas una vez más.

Si no estaba allí…

—¿Me vas a contestar? —le preguntó ella.

Ren titubeó. Quería hacerlo, pero no se fiaba de sí mismo.

Era posible que hiciera algo vergonzoso… como tartamudear. Por todos los dioses, cómo detestaba ese defecto. Aunque ya apenas le sucedía, había sido terrible en su juventud. Tanto que se habían burlado de él sin piedad, lo que a su vez había conseguido que el problema fuera aún peor.

A la postre, dejó de hablar.

Durante tres años, prefirió no hablar a escuchar las carcajadas y los insultos de los demás mientras imitaban su tartamudeo con crueldad. De no ser por su amigo Búfalo no habría vuelto a hablar con nadie en la vida.

A diferencia del resto de su clan, a Búfalo no le había importado; además, tampoco lo creyó imbécil por eso.

Juntos habían inventado su propio lenguaje de signos, de modo que Ren pudiera hablar sin usar la voz.

Sin embargo, no era solo su tartamudez lo que lo instaba a guardar silencio en ese momento. No sabía qué decirle. Siempre había sido muy tímido con las mujeres. Búfalo solía comentar en broma que era capaz de liderar un ejército hacia la batalla sin vacilar; que podía enfrentarse a una manada de osos con sus propias manos sin despeinarse… pero que bastaba con ponerlo delante de una mujer para que se echara a temblar como un niño travieso que se enfrentaba a un padre furioso.

«Si un clan quiere derrotarnos, solo tiene que mandar a una mujer a por ti para que salgas huyendo hacia el bosque, chillando».

El motivo era sencillo: aunque detestaba que los hombres se rieran de él y lo insultaran, era mucho peor que lo hiciera una mujer a la que encontraba atractiva. Nada dolía más que reunir el valor necesario para hablarle a una mujer y que ella lo despachara con cajas destempladas sin haber conseguido pronunciar ni una sola palabra.

Y si se reían de él…

Era una humillación de la que podía prescindir sin problemas.

Por más que lo detestara, se sentía muy atraído por esa mujer. No pensaba en otra cosa que no fuera besarla en los labios. O en hacerle el amor hasta que ambos estuvieran exhaustos y mareados.

Disfrutar de un momento entre sus brazos…

Pero no era lo bastante valiente para arriesgarse. Ya se habían burlado de él más de la cuenta. En ese momento solo quería vivir en soledad.

De repente, lo llamaron por teléfono.

Ren habría pasado de la llamada de no ser porque el tono que sonaba era el de Talon. Aún tenía que decirles que la Ixkib estaba a salvo.

Se sacó el móvil y le dio la espalda a la mujer para contestar.

Osiyo.

Kateri se quedó helada al escuchar la voz ronca con la que había dicho «hola» en tsalagi. No se parecía en nada a la voz de sus sueños. Era muchísimo más viril y grave… como un trueno.

Y si bien su espalda no era tan aterradora como la expresión penetrante que lucía cada vez que la miraba, estaba tan bien formada como su torso. Era el tipo de espalda que pedía a gritos que una mujer la acariciase con la mano para sentir cómo se tensaban esos músculos.

El deseo se apoderó de ella y sintió que se le secaba la boca.

«Ya vale, Ter…», se ordenó.

Era más fácil de decir que de hacer. Ese hombre tenía algo que le resultaba absolutamente irresistible.

—Está aquí. —Ren volvió a quedarse callado mientras escuchaba.

«En fin, al menos no soy la única de la que pasa por completo», pensó. Le sorprendía que no respondiera dando golpecitos en el teléfono: un golpecito para «sí» y dos para «no».

Al cabo de unos segundos, volvió a hablar.

—Adiós. —Colgó, cerró el teléfono y se volvió hacia ella.

—Así que puedes hablar —bromeó.

Con el rostro muy serio, lo vio asentir mientras se guardaba el móvil en el bolsillo.

—¿Puedo preguntar con quién hablabas? Porque era evidente que hablabas de mí.

—Talon.

Al menos había conseguido que dijera una palabra que iba dirigida a ella.

—Sabes que… Bueno, una respuesta de dos sílabas… Es… Uf, impresionante. ¿Me merezco una de tres? Qué narices, liémonos la manta a la cabeza y vayamos a por una frase entera. ¿Qué me dices?

Ren, quería enfadarse con ella, pero por algún motivo le resultaba graciosa. No lo estaba atacando… solo bromeaba con él de la misma manera que lo hacían Jess, Choo y Talon, y por el mismo motivo.

Dada la forma en la que lo habían tratado cuando era humano, no le gustaba conversar con los demás. Era más fácil fingir que no existían. Al fin y al cabo, había sido invisible para la mayoría mientras estaba vivo. Joder, ni siquiera muerto la gente reconocía su existencia. Por ese motivo permanecía entre las sombras, fuera de la vista.

—Vamos, guapetón —continuó ella, que se puso de puntillas para colocarle una mano en la barbilla.

En cuanto sus dedos le tocaron la piel, el cuerpo de Ren cobró vida. Sus hormonas se revolucionaron. Por un instante le fue imposible respirar mientras el deseo lo abrasaba e intentaba imaginarse qué sentiría al saborearla.

Con una sonrisa que hizo que le diera un vuelco el corazón, ella le movió la mandíbula.

—Puedes hacerlo. Mira es fácil… —A continuación, intentó imitar su voz—. Vaya, Teri. No sabía que hablar fuera tan fácil.

Gracias por decírmelo. Puede que incluso lo intente un día de estos yo solito.

A su pesar, sonrió por las tonterías que estaba haciendo. Nadie se había mostrado tan juguetón con él. Casi todo el mundo se mantenía alejado por el miedo que inspiraba.

Le apartó la mano y la miró fijamente.

—Ja, ja.

Ella frunció el ceño.

—No puedes pronunciar más de dos sílabas seguidas, ¿verdad? ¿Qué pasa? ¿Perdiste una apuesta con un hechicero o algo? ¿Si pronuncias tres sílabas, te explota la cabeza o acabas con DE? —¿Disfunción eréctil? ¿De verdad acababa de decir eso?

Porque nada más lejos de la realidad, era imposible del todo. La tenía más dura de lo que la había tenido en mucho tiempo. Y solo pensaba en apretarle la mano contra esa parte de su anatomía que se moría por probarla.

«Vamos, Ren… solo un besito…».

Decidido a guardar las distancias, le miró el brazo.

Se quedó sin aliento al reparar en un detalle que era imposible.

No. No podía ser. Era imposible. Era una ilusión óptica. Su cabeza le estaba jugando una mala pasada…

Era la única explicación.

Con el corazón en la garganta, le cogió la muñeca derecha. Le dio la vuelta al brazo y vio la marca con forma de araña que tenía en la flexura del codo.

«Es una coincidencia…», pensó.

Pero ¿y si no lo era?

—¿Dónde te lo hiciste? —le preguntó al tiempo que pasaba los dedos por la marca.

Ella se miró el brazo y frunció el ceño.

—Es de nacimiento. Y estoy impresionada. ¿Ves? Has pronunciado una frase entera sin sufrir una combustión espontánea. Es increíble, ¿no?

A decir verdad, Ren no escuchó una sola palabra de lo que le decía. Era incapaz de hacerlo. No podía dejar de mirar la marca que solo había tenido otra persona en la vida.

Una que nadie más debería tener.

—¿Qué dice tu padre de esto? —le preguntó.

Ella se encogió de hombros.

—Nada. Nos abandonó cuando yo era un bebé y no he vuelto a verlo desde entonces.

Con la cabeza hecha un lío, Ren retrocedió un paso mientras todo comenzaba a tener sentido.

Esa mujer no sólo era la Ixkib. También era la hija del Primer Guardián…